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Capítulo 7. Marzo a septiembre de 1975. Las conexiones internacionales

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CAPÍTULO 7
Marzo a septiembre de 1975
Las conexiones internacionales

Los guardias arrancaron a Jorge Born de la cárcel del pueblo en la que yacía; abruptamente, sin que mediase explicación alguna. Otras veces se había inquietado por un desplazamiento así. Ahora apenas se preocupó por las molestias que sabía que acarreaba ese traslado a las apuradas cuyo sentido solía escapársele. Pero esta vez intuía de qué se podía tratar.

Con algo más de un semestre entre los Montoneros, había aprendido a interpretar sus movimientos. Si no se equivocaba, era más que probable que hubieran liberado a Juan. Por ende debían buscar una propiedad limpia —en la jerga guerrillera—, a prueba de seguimientos.

Se alegró por Juan; también se alegró por él mismo —veía el final más cercano— y agradeció la mudanza. Lo dejaron en una habitación de una casa, un espacio más amplio y ventilado que las celdas de Piojo 1 y Piojo 2.

Cuando los Montoneros le confirmaron la libertad de Juan, también le comunicaron que habían levantado la condena a muerte que pesaba sobre su cabeza. Como era previsible, la pena pasó a ser el pago de los restantes 30 millones de dólares del rescate. Jorge Born se impacientaba con la necesidad de sobreactuar que envolvía a sus captores, aunque él también necesitaba acomodar la realidad para que no chocara con sus principios.

Como si se tratase de un negocio más, calculó que había obtenido un recorte del 40 por ciento en el precio original (las pretensiones originales de los Montoneros) y que con la liberación de su hermano había alcanzado el 50 por ciento de los objetivos. Recurría a esa clase de cálculos para aliviar el sentimiento de culpa que lo acosaba cuando pensaba en su padre y en el dinero que le costaría su rescate. Pensar que había contribuido a bajar la cifra lo tranquilizaba.

Una vez cerrado el trato, un encapuchado le había advertido:

De aquí en más, si a usted le ocurre algo no será nuestra por nuestra responsabilidad.

Con un cabo suelto de la Operación Mellizas, el peligro de una filtración se potenciaba.

Si los parapoliciales del ministro favorito de la presidenta Isabel Perón encontraban la cueva de su cautiverio, probablemente nadie saldría vivo. Ni siquiera él. Si caía en alguna redada oficial, lo mismo. El riesgo para su vida era mayor en esos escenarios que si seguía hasta el final con el plan de los Montoneros.

Vaya paradoja: ahora navegaba en el mismo barco que sus secuestradores. No sufría el Síndrome de Estocolmo: no había desarrollado un lazo afectivo con sus captores. Solo tenían objetivos en común.

 

Los guardias le habían confesado que las condiciones exteriores habían cambiado. La situación era cada vez más crítica. Casi no hacía falta que lo admitieran: ya había percibido el nerviosismo creciente de los encapuchados que venían a discutir con él cuestiones logísticas de los pagos que restaban. Aunque lo habían agotado con sus sermones ideológicos, los comandantes habían empezado a manifestar más ansiedad por el dinero que por demostrarle la justeza de su causa.

José López Rega y sus asesinos se habían apropiado del Estado; sus métodos delictivos para combatir a las organizaciones guerrilleras contaban con la impunidad más completa. Secuestraban y torturaban para obtener información; solo ocasionalmente legalizaban a sus prisioneros y le daban alguna clase de sostén jurídico a la detención. Las teorías de Mario Firmenich sobre la ventaja presunta de la estructura militar de Montoneros —células con capacidad para moverse de manera anónima y escurridiza en la gran ciudad— chocaban contra la realidad de una sociedad que rechazaba sus métodos y contra un adversario sin escrúpulos ni ley.

La violencia guerrillera debilitaba al gobierno de Isabel y generaba las condiciones para el golpe militar que preparaban los sectores más duros de las Fuerzas Armadas. Firmenich advertía esa realidad, pero había elegido la fuga hacia delante. Ahora necesitaba cobrar cuanto antes, acelerar la producción de armas, administrar la plata para un combate largo y terminar con las exigencias que el secuestro significaba para los cuadros de la organización. Aunque se había manifestado preparada para perder combatientes, la cúpula había comenzado a preocuparse por el ritmo creciente de las bajas que sufría y sus consecuencias.

Magario tenía la certeza de que un integrante de la Comisión de Finanzas que ya no se reportaba —Alejandro, por su nombre de guerra— había caído y había cantado bajo tortura. No encontraba otra explicación a la puntería de las fuerzas de seguridad para irrumpir en diversas casas operativas de la zona norte donde se guardaba dinero. En total —calculó— se habían llevado en pesos el equivalente a 3,5 millones de dólares. Más del 10 por ciento del dinero que le habían sacado hasta entonces a Born padre se les había escapado de las manos.

Los Montoneros comprendieron que debían cuidar mejor el botín y revisar sus procedimientos.

Hasta ese momento, después de cada cobro, el dinero se dejaba en las casas operativas señaladas a tal fin. Como todo equipamiento contaban con unas jaulas y unos artefactos para interferir en la emisión de señales, por si acaso las cajas de vino escondían, además de dólares, transmisores. Por falta de máquinas para contar billetes, el recuento manual requería que cinco militantes se encerraran durante cuatro días a verificar la suma recibida. Además de ser ineficiente, el sistema los exponía a riesgos innecesarios: demasiado tiempo, demasiada gente involucrada en la manipulación del dinero.

Entre los Montoneros se contaba una anécdota. Dos militantes, con los nombres de guerra de Sergio y Mercedes, terminaron de contar los billetes, dejaron las cajas debajo la cama doble, cerraron la puerta con llave y se fueron a pasar un fin de semana a una quinta. En el departamento quedó un hámster, la mascota de la pareja, aficionado a masticar papeles. Cuando regresaron y encontraron la jaula del hámster vacía, temieron lo peor. Corrieron a mirar las cajas: estaban intactas. El animal apareció en un placard.12

Born padre también tropezaba con algunas limitaciones de otra índole: movía el dinero desde los bancos extranjeros hacia la Argentina, pero aunque le tenían gran consideración como cliente ya no podía ingresar más dólares mediante el circuito oficial. Eso devino en un problema adicional que los Montoneros no habían previsto. Como carecían de una infraestructura financiera con soporte internacional, simplemente se habían negado a considerar la posibilidad de pagos en el exterior. En la etapa de la planificación no habían pensado en buscar socios: habían montado la Operación Mellizas para alcanzar la independencia económica y no tener que someterse a la estrategia que le dictaran otros. Pero también eran conscientes de que arriesgaban demasiado. Necesitaban recalibrar los riesgos que corrían y evaluar si convenía delegar la custodia del botín.

 

Firmenich viajó a La Habana para tratar el asunto al nivel más alto. Los Montoneros tenían relaciones intensas con el gobierno cubano desde su primera formación. Muchos de sus integrantes habían recibido instrucción militar en la isla.

John William Cooke, ex delegado de Juan Domingo Perón y figura influyente del peronismo revolucionario, había sido el primer nexo entre ellos. Exilado en Cuba, Cooke invitó en 1967 a Fernando Abal Medina y a Norma Arrostito (parte del grupo fundador que se daría a conocer con el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu) a participar de la primera conferencia internacional de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad (OLAS).

De regreso en Buenos Aires, Firmenich comunicó:

He negociado personalmente con Fidel Castro para que el gobierno socialista reciba en depósito una parte de los fondos.

La División de Finanzas se sacó un peso de encima: vació las casas operativas y entregó las cajas de vino Norton en la sede de la embajada de Cuba en Buenos Aires. El embajador Emilio Aragonés Navarro recibió instrucciones de mandar el dinero en valijas diplomáticas, en tandas espaciadas en el tiempo para no llamar la atención. No existían entonces vuelos directos entre Buenos Aires y La Habana, pero gracias a la Convención de Viena la correspondencia de embajadas y consulados podía hacer escalas sin que se revisara su contenido en las aduanas de terceros países.

En América del Sur, Lima ofrecía la mejor conexión aérea con la isla, reflejo de la cercanía política entre el castrismo y el gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas del general Juan Velasco Alvarado en Perú.

El periodista Horacio Verbitsky, miembro de los Montoneros desde 1972, discípulo de Rodolfo Walsh y parte del Servicio de Información, se encontraba en Lima.

Verbitsky había integrado la redacción del diario La Opinión y luego la de Clarín, hasta que le ordenaron que pasara al matutino de la organización, Noticias. Había completado una investigación sobre la masacre de Ezeiza y aguardaba el permiso de la conducción para publicarla. Partió a Perú en septiembre de 1974, un mes después del cierre de Noticias, por dos meses. Viajó invitado por el gobierno de Velasco Alvarado, en el que contaba con contactos de importancia, para escribir un libro sobre la revolución que lideraba el militar. Al cabo de dos meses informó a la cúpula que permanecería fuera del país más tiempo del previsto: le habían alertado que lo detendrían apenas pisara el aeropuerto de Ezeiza. Se quedó en Lima hasta finales de 1975. Allí se ocupó de recibir y asistir a los militantes montoneros que lograban cambiar la cárcel por la opción de salir del país, y lo hacían por Perú.

Con los años, Born concluyó que Verbitsky, además, había supervisado el paso de las valijas por Lima.13 Aunque las fechas coincidían, el periodista desmintió haber estado involucrado en el traslado del botín. “Jamás tuve nada que ver con esa plata. Ni en Perú, ni en Cuba. Es un invento de [Rodolfo] Galimberti”, enfatizó Verbitsky en una entrevista para este libro.

Antes de su partida de regreso a Buenos Aires —volvió clandestino—recibió en Lima a Roberto Perdía. “Vino como miembro de la conducción y nunca me dijo qué venía a hacer”, detalló. Verbitsky especuló que, de haber sido una misión para supervisar el tránsito del dinero hacia La Habana, él se habría enterado. Pero también recordó que el principio de compartimentar información se respetaba a rajatabla en la organización, con lo cual —agregó— pudo ocurrir que no se lo comunicaran.

 

Aragonés mantenía una relación muy buena con los Montoneros y con Antonio Núñez Jiménez, por entonces embajador de Cuba en Lima; era, además un cuadro de la revolución socialista. Por todos esos factores cumplió un papel capital en la ejecución de los movimientos del efectivo.

Aragonés inspiraba confianza entre los jóvenes guerrilleros: conocía a Castro desde su exilio en México, había participado de las misiones más delicadas (como las negociaciones secretas de 1962 que derivaron en la instalación de los misiles soviéticos en Cuba) y había acompañado a Ernesto Guevara en un viaje a China. Su amistad con el Che lo había familiarizado con la política argentina. Mientras había estado a cargo del Instituto de Pesca, Castro lo había enviado a Madrid en distintos viajes para que tomara contacto con Perón. Cuando Héctor Cámpora reanudó las relaciones con la isla y le concedió un crédito de 200 millones de dólares, Aragonés fue designado embajador en la Argentina. Si bien mantenían también relaciones con el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de Mario Roberto Santucho, Aragonés sintonizaba mejor con los Montoneros.

Con mucho sigilo, las valijas diplomáticas con partes del botín de la Operación Mellizas salieron con destino a la unidad de Tropas Especiales del Ministerio del Interior de Cuba, que dependía del viceministro José Abrantes, encargado de la seguridad de Castro. La división de Tropas Especiales, bajo el mando del brigadier Pascual Martínez Gil, servía también de enlace del gobierno cubano con los grupos guerrilleros a los que ayudaba alrededor del mundo. Nunca antes les habían pedido una asistencia como la que requerían los Montoneros; no obstante, los cubanos le habían garantizado a Firmenich que Martínez Gil se encargaría en persona de recibir los fondos.

Filiberto Felo Castiñeiras, asistente de Martínez Gil, supervisó los movimientos. Al recibir una remesa, mandaba a contar los billetes y los guardaba en su oficina, en una caja fuerte enorme, con puerta y combinación. Allí se depositaban los documentos reservados de las operaciones especiales de Cuba en el exterior.14

Los dólares quedaban a salvo. Pero también ociosos: no devengaban intereses. El gobierno de Castro había prohibido la tenencia de moneda extranjera. Si los Montoneros querían usar o poner a trabajar su capital flamante, iban a necesitar lavarlo: hacerlo ingresar al sistema financiero para que luego saliera con una procedencia verificable. El coronel Antonio Tony de la Guardia coordinó un operativo en Suiza: varios funcionarios cubanos viajaron a Ginebra e hicieron depósitos con identidades falsas. Pero no quedaron convencidos de que así se pudiera blanquear grandes cantidades de un golpe. Finalmente apelaron a sus contactos en Checoslovaquia, un país de Europa Central integrado al bloque soviético de países comunistas durante la Guerra Fría, para que el dinero reingresara por esa vía al Banco Nacional de Cuba.

Cuando faltaba completar la segunda parte de la Operación Mellizas, los pocos dirigentes montoneros que participaban de la discusión sobre el botín, temieron que fuera imprudente mandar todo su capital a la isla. Mario Firmenich, Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja, los únicos tres dirigentes que —según Raúl Magario, jefe de Finanzas— tuvieron acceso a esos fondos, nunca revelaron la cifra total que llevaron a La Habana.15 Ellos evaluaron que les convenía dividir el riesgo y buscar otra opción. Una que, además, les rindiera intereses de inmediato.

 

Dos días después de la liberación de Juan, el 25 de marzo de 1975, la Dirección General de Aduanas descubrió en Ezeiza a dos sujetos que procuraban ingresar de contrabando un par de valijas cargadas de dólares. Al abrirlas, los funcionarios contaron, con asombro, 4.800.000 dólares en billetes de baja denominación. Labraron un acta, retuvieron el dinero y consignaron que los pasajeros se habían identificado como empleados de Bunge y Born.

Desde su celda, el heredero mayor llevaba semanas en el intento inútil de convencer a los Montoneros sobre el imperativo de completar los pagos en Suiza. Cuando supo del episodio en la Aduana se sulfuró:

¿Ven que son obcecados e inexpertos? ¡Este dinero que se perdió es responsabilidad de ustedes!

Desesperado por la intercepción, que le podía significar otra pérdida patrimonial y lo llevaba a incumplir un pago, Born padre le pidió ayuda a Alfredo Gómez Morales, el ministro de Economía. La diligencia exigía discreción máxima y no estaba exenta de riesgos: cualquiera podía adivinar el destino de esos fondos.

Al ministro, un economista liberal de recetas ortodoxas, los rumores le auguraban una salida intempestiva de un momento a otro. Se hallaba muy presionado. Cinco meses antes había reemplazado a José Ber Gelbard sin contar con el apoyo de López Rega —el Brujo aguardaba el momento indicado para encumbrar a su amigo Celestino Rodríguez— y en medio de una gran turbulencia de la economía. Después de una devaluación del peso del 50 por ciento, la inflación se había disparado.

Las centrales sindicales presionaban sobre el gobierno de la viuda de Perón. Y Gómez Morales había complicado la situación al hablar sobre los efectos “perjudiciales” de elevar los salarios: “Los ingresos, al ser mejorados y al ser plenos por la plena ocupación, le permiten al obrero concurrir a un espectáculo nocturno y al día siguiente sentirse mal, y no concurrir al trabajo. En otras circunstancias —se entusiasmó— aún con ciertas falencias, cuando uno se levanta a la mañana concurre igual al trabajo. Las condiciones de plena ocupación estimulan evidentemente cierto desgano, que es humanamente comprensible, pero es económicamente pernicioso”.

Born II era un viejo conocido de Gómez Morales, quien había presidido el Banco Central durante el primer gobierno de Perón y había conducido la cartera de Asuntos Económicos entre 1952 y 1955. El ministro, uno de los pocos peronistas importantes de la vieja ola, resultó muy receptivo: maniobró para que las valijas regresaran al banco suizo de origen sin dejar más registros.

La familia Born nunca lo pudo corroborar, pero supuso que el ministro no había consultado con la presidenta ni con López Rega, asumiendo un riesgo político importante. A los pocos meses, Gómez Morales fue desplazado por Rodríguez, quien ordenó investigar si se había tratado de una infracción aduanera.

El episodio en Ezeiza alteró a los Born, pero resultó determinante para que los Montoneros entendieran de una vez que ya no podían realizar entregas en Argentina.

 

La cúpula acudió por ayuda a David Dudi Graiver, el hijo de un inmigrante polaco, un joven ambicioso. No superaba los 35 años y ya había comprado el Banco Comercial de La Plata y el Banco de Hurlingham. Se mantenía muy vinculado a la colectividad judía por sus actividades financieras. Atravesaba un período de expansión y se proyectaba hacia Israel, Bélgica y los Estados Unidos.

En la Argentina se había consolidado gracias a sus negocios con Gelbard, el ex ministro de Economía, quien le había facilitado una serie de negocios. En diciembre de 1973 había comprado al Grupo Civita parte del paquete accionario de Papel Prensa, una entidad que —en asociación con el Estado— desarrollaba la primera gran fábrica de papel de diario del país. Gelbard había movido sus influencias para que Perón nombrara a Graiver como asesor del Banco Central. También lo había presentado al periodista y editor Jacobo Timerman: aunque permaneció en las sombras, Dudi fue el socio capitalista detrás de La Opinión.

El banquero había asistido a los Montoneros cuando necesitaron ayuda financiera para sostener al diario Noticias. Graiver vivía con la psicóloga Lidia Papaleo, ex pareja del periodista Enrique Walker, fundador de la revista Gente y miembro de la organización. Por conocidos en común como Walker, la relación prosperó hasta que los Montoneros concluyeron que el banquero joven y audaz —en contraposición a Born, exponente de los intereses del imperialismo— representaba a la burguesía nacional, aliada natural del proceso revolucionario: podía llegar a ocupar el ministerio de Economía si ellos alguna vez conquistaban el poder.

Graiver, que apostaba sin medir riesgos, se hallaba a punto de concretar una operación muy osada en los Estados Unidos, para la cual necesitaba recaudar fondos.

¿De cuánto estamos hablando?

De 12 millones de dólares, para empezar —le respondió Roberto Quieto.

Acaso la suerte iba a favor del banquero: no tenía muchas alternativas para obtener tanto capital líquido. Empujado por el afán, ofreció una red de contactos de alto nivel y su estructura de sociedades fantasmas en Suiza, un interés mensual del 9,5 por ciento en dólares a pagar sin dilaciones y toda la asistencia necesaria para que los Montoneros llevaran un registro más profesional que la libreta de un almacenero. Iban a necesitar una buena contabilidad.

 

La presión creciente de la Triple A multiplicaba las precauciones de los Montoneros, que mudaban al secuestrado de lugar cada vez con más frecuencia. Born III se alteraba muchísimo con esos traslados. Le impedían preservar la rutina que tanto le había costado conquistar: el sueño regular, las tres comidas y los ejercicios diarios. Además, perdía confianza y familiaridad con sus cuidadores, que rotaban más que de costumbre. Ya no podía aspirar a generar un vínculo de confianza que le granjeara los placeres módicos de unos pocos cigarrillos al día, un par de medialunas de vez en cuando o una medida de whisky.

En abril de 1975 encontró una oportunidad para repetir la apuesta que le había allanado el camino a su whisky nocturno. Los Montoneros le comentaron, entusiasmados, que el 13 de abril participarían en las elecciones a gobernador en Misiones, tras la muerte del titular y el vice del Ejecutivo provincial, Juan Manuel Irrazábal y César Napoleón Ayrault. Se sospechó que la Triple A podría haber estado detrás del extraño accidente aéreo en el cual la provincia perdió sus funcionarios.

¿Desde cuánto les interesa lo que dicen las urnas? ¿No habían pasado a la clandestinidad?

Son las primeras elecciones después de la muerte de Perón —le aclaró un guardia—. Se abre una oportunidad para disputar la herencia con Isabel.

¿La herencia de Perón? Born no creía lo que escuchaba. Los chicaneó:

No van a sacar más que un puñado de votos… ¿Para qué se presentan?

Apostaron. Born jugó a que sacarían menos del 10 por ciento de los votos.

Tras la muerte de Perón, Rodolfo Puiggrós y Oscar Bidegain —entre otros simpatizantes de los Montoneros— habían creado el Partido Auténtico que, en alianza con la fuerza de centroizquierda Tercera Posición, sumó el 9,4 por ciento de los votos. La herencia pertenecía a la viuda. La fachada civil montonera quedó muy lejos del candidato ganador del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI), Miguel Alterach, y de la Unión Cívica Radical. Born recuperó el derecho al vaso de whisky.

Ignoraba que había apostado contra su propio dinero: la campaña electoral en Misiones se había financiado con parte del rescate de Juan.

 

Cuatro días después de las elecciones perdidas los Montoneros debían recibir un pago parcial de 7 millones de dólares. Las condiciones de seguridad eran malas, pero la Conducción Nacional (CN) ya no podía postergar el cobro: Graiver esperaba el dinero. La decisión apresurada le costaría años de cárcel y tortura a un grupo de militantes montoneros de la Columna Oeste.

Después de una llamada telefónica y una serie de postas, Gans, el encargado de los pagos, llegó a la cuadra señalada, en el oeste del conurbano. Esta vez, con el visto bueno de los guerrilleros, lo acompañaba otro empleado de Bunge y Born. Se encontraban cerca de la Base Aérea de Morón en una camioneta cargada con cajas de vino, como siempre, algunas rellenas de botellas y otras de dólares.

Las fuerzas de seguridad habían montado un operativo especial en la zona: la presidenta se iba reunir al día siguiente con su par chileno, el general Augusto Pinochet, en la base aérea. Para evitar las protestas que el año anterior habían afectado el encuentro —también en Morón— de Perón con el dictador que había derrocado al socialista Salvador Allende, en las inmediaciones se movía una gran cantidad de militares y policías, uniformados y de civil, y de oficiales de inteligencia.

Un grupo de militantes de la Columna Oeste de Montoneros había recibido la orden de volantear la zona con sus consignas. Cuando Emiliano Costa llegó al bar donde tenía su cita, Dardo Cabo, uno de sus referentes en la columna, le anunció un cambio de planes.

Tenés que cubrir a un compañero que se enfermó.

¿Qué hay que hacer?

Vas a manejar un auto de apoyo que va a recoger una encomienda.

Costa —pareja de Victoria Walsh, la hija mayor de Rodolfo, y cuñado de Julio Alsogaray, la rama montonera de la familia ultraliberal— respetó la regla que lo obligaba a no preguntar por datos que no le ofrecían. Sin embargo, una sensación vaga de inquietud lo hizo vacilar. No había estudiado la zona y no conocía las vías de escape, elementos que —lo sabía bien— se exigían para cumplir con el papel del chofer. Pero en la Orga las órdenes se cumplían con disciplina militar.

Juan Carlos el Canca Gullo, un dirigente reconocido de la Juventud Peronista, se unió al grupo. Los tres se dirigieron a una parrilla, punto de encuentro con otros integrantes de la Columna Oeste, donde esperarían la orden precisa de entrar en escena para recoger aquella “encomienda”. Pronto descubrieron, con gran sorpresa, de qué se trataba. Conocían muy poco sobre el secuestro, que había sido responsabilidad de la Columna Norte. Ignoraban, por ejemplo, que esa misma entrega se había frustrado al menos dos veces. Para peor, sería su debut en un cobro. Esperaron hasta que sonó el teléfono público del restaurant.

El dueño de la parrilla, que había advertido movimientos extraños en la mesa, les cobró la cuenta como si nada. Pero la policía, a la que había alertado, ya rodeaba la manzana.

Costa se dirigió al auto que le habían asignado, un Ford Falcon cargado con un fusil FAL escondido la parte trasera y una pistola en la guantera. Lo acompañaba Gullo. Ninguno de los dos alcanzó a tomar las armas: la redada los tomó por sorpresa. Obedecieron resignados la orden de bajar del auto y arrojarse al piso.

En un golpe impensado, la policía apresó a seis cuadros de los Montoneros y frustró el pago acordado con Bunge y Born.

Los militantes estaban instruidos para mentir, pero en la comisaría de San Justo alguno había cedido ante la tortura intolerable y había mencionado el cobro. Lo notaron cuando la policía cambió la orientación del interrogatorio. Al cabo de un rato, les preguntaban y les volvían a preguntar a todos una única cosa: dónde estaban los 7 millones de dólares.

No era solo avaricia: sabían que se terminaban sus oportunidades de interceptar el botín. El 30 de abril de 1975, un cable (el Mensaje N° 1242 del Servicio de Inteligencia de la Provincia de Buenos Aires) había advertido a la Bonaerense:

 

“SE TIENE CONOCIMIENTO QUE LA DIRECCIÓN DE MONTONEROS DIO DIRECTIVAS A LOS RESPONSABLES DE LA ZONAS, A FIN DE QUE HAGAN CONOCER A SUS MILITANTES, NO REALIZAR MÁS ASALTOS NI SECUESTROS PARA CONSEGUIR DINERO, YA QUE HABÍAN LLEGADO A UN ACUERDO CON LA FIRMA ‘BUNGE Y BORN’ CONSISTENTE EN LA ENTREGA A MONTONEROS DE LA SUMA DE PESOS 1.000.000.000 MENSUALES, CANTIDAD QUE CUBRIRÁ LAS NECESIDADES DE LA ORGANIZACIÓN.

AL RESPECTO LA CONDUCCIÓN NACIONAL ESTIMARÍA QUE BORN TENDRÍAN DINERO PARA MANTENER A ESTA ORGANIZACIÓN POR 3 O 4 AÑOS, TIEMPO NECESARIO PARA TRABAJAR SIN PROBLEMAS ECONÓMICOS PARA LA ESTRUCTURACIÓN DE SU RAMA POLÍTICA A NIVEL NACIONAL.

DICHAS NEGOCIACIONES LAS HABRÍA REALIZADO FIRMENICH PERSONALMENTE CON DIRECTIVOS DE LA MENCIONADA EMPRESA, QUIENES EN PRINCIPIO NO HABRÍAN ACEPTADO PAGAR LA CANTIDAD DE DINERO EXPRESADA, PERO ANTE EL ASESINATO DE DOS DE SUS GERENTES, HABRÍAN LOGRADO EL ACUERDO.

ORIGEN: PROPIOS MEDIOS”

 

Al día siguiente el diario Clarín tituló: “Los presidentes de Argentina y Chile acordaron incrementar el intercambio comercial y acelerar el proceso de integración regional”. Nada informó sobre los detenidos.

Tiempo después el local de la parrilla ardió a causa de un incendio intencional. Muy pocos pudieron desentrañar el misterio.

 

Tras la caída de los hombres de la Columna Oeste, los Montoneros aceleraron su trato con Graiver. El banquero ya había puesto un pie en el sistema financiero de Nueva York con la compra del Century National Bank, que figuraba a nombre de su padre. Había alquilado un piso amplio en la Quinta Avenida y tramitaba la adquisición de la mayoría del paquete accionario del American Bank and Trust (ABT), valuado en 60 millones de dólares. Del ABT había obtenido el crédito para adquirir una parte del CNB: sin el capital necesario para crecer tan del golpe, Dudi practicaba maniobras financieras arriesgadas, como tomar un crédito de una institución a la que pensaba comprar: una suerte de autopréstamo a futuro. La Superintendencia de Bancos de la Reserva Federal debía autorizar la operación, pero antes Graiver necesitaba asegurarse la plata de los Montoneros: con el botín de los Born pagaría el resto de las acciones que necesitaba para conseguir el control del ABT.

Quieto se reunió dos veces con el banquero en una quinta de San Isidro, en el norte de la provincia de Buenos Aires. Urgidos como estaban ambos, no demoraron en ponerse de acuerdo.

En nombre de la conducción, Raúl Yäger informó a Magario que la entrega siguiente se concretaría en Suiza. El 12 de junio de 1975 debía marchar hacia allí. Partió con su verdadera identidad a España y en Madrid asumió una identidad falsa para seguir rumbo a Ginebra. De parte de Bunge y Born viajó Carlos Jacoby, un directivo del grupo, quien se encargaría de conseguir un camión de caudales que recorriera los 280 kilómetros desde Zürich, donde se encontraba la financiera del grupo, hasta Ginebra.

En uno de los mejores hoteles de la ciudad, el jefe de Finanzas esperó durante algunos días la señal de que la operación estaba en marcha. Como en una película, recibió los dólares de los Born en un intercambio de valijas en el estacionamiento del hotel, ubicado en el subsuelo. Con el baúl de su Volvo cargado, Magario se dirigió a un departamento que habían alquilado para contar los billetes en la tranquilidad de un ámbito privado.

Por sugerencia del secuestrado Jorge Born había solicitado billetes de muy baja denominación, partiendo de los de cinco dólares que ya no circulaban en cantidad en casi ninguna parte del mundo, salvo en África. Los depósitos quedaban protegidos por el secreto bancario suizo y no se sometían a ninguna regulación antilavado.

Las normas, tan laxas, permitían que se aceptaran depósitos sin exigir copias de los documentos de los titulares de las cuentas o de las sociedades que las movían. Pero la caída de Saigón en el mes de abril había disparado una fuga de capitales de Vietnam del Sur que había colocado a Suiza bajo presión internacional para que ejerciera algún tipo de control. Era ya un número clásico que el dinero corriese a buscar refugio dentro de sus fronteras.

Desde Nueva York, Graiver puso a Magario en contacto con un matrimonio de judíos húngaros —cuyo nombre nunca le fue revelado— que corroboró la autenticidad de los billetes. La pareja, que hablaba un castellano fluido, acompañó a Magario a la Union de Banques Suisses (UBS), una oficina distinguida sin ventanillas ni atención al público. Alquiló una caja de seguridad para dejar las valijas y abrió una cuenta a nombre de Empresas Catalanas Asociadas S.A., una sociedad que Graiver había creado el 3 de junio de 1975 en Panamá, según Juan Gasparini, sucesor de Magario como jefe de Finanzas de Montoneros, quien conservó los papeles probatorios.16

El financista de los Montoneros ordenó desde Nueva York que hicieran una prueba con un depósito y una primera transferencia hacia la entidad Banque pour L’Amérique Du Sud, en Bélgica, que era de su propiedad. El depósito del 6 de junio pasó la prueba: el número de serie de los billetes no figuraba en ningún listado de dólares sospechados de circular entre traficantes necesitados de lavado. Sin embargo, UBS no autorizó el giro a Bélgica: entrar los fondos a Suiza era más fácil que sacarlos. Para mover dinero de la cuenta en tan poco tiempo, el banco exigió una serie de avales.

Magario mandó a los Montoneros un mensaje en clave por télex para informar sobre el inconveniente. Graiver lo supo; urgido por sus propias ambiciones, le dijo a Quieto que tomaría un avión desde Nueva York para supervisar en persona que la operación concluyera con éxito. Si los bancos suizos no le tomaban la plata a los Montoneros no había de qué preocuparse: él la ingresaría en los Estados Unidos en la bodega de su avión privado.

Graiver encontró a Magario en el lobby del hotel en Ginebra. El guerrillero se sintió un poco inhibido por la cantidad de gente de aspecto importante a la que el banquero saludaba con familiaridad. Conoció entonces los planes nuevos.

Hay que sacar los billetes de la caja y entregárselos al húngaro.

¿Y qué pasa entonces, Dudi? —preguntó Magario.

De ahí en más, no te preocupes: yo me encargo del resto.

 

Jorge Born se enteraba de los progresos, pero ninguna noticia le compensaba la desmejora de sus condiciones. Desde la liberación de su hermano lo movían de un lado a otro con una frecuencia notable. Para cada traslado lo obligaban a tomar una cantidad de ansiolíticos que lo aplastaban.

—¿Para qué me tienen que dejar boleado? No hace falta tanto.

Sus quejas no cambiaron la dieta: unas cuantas pastillas de cinco miligramos a la mañana y otras a la tarde, que nunca lograba contar porque todavía le duraba el mareo de la primera dosis. La llegada del Valium le anticipaba que lo esperaba otra mudanza.

Born III caía en un estado de semi inconciencia del cual solo se terminaba de recuperar al cabo de tres días. Lo cargaban entre varios y lo arrojaban, acostado, en la parte trasera de una camioneta, debajo de una lona. Sentía su cuerpo, con los músculos relajados por efecto del diazepam, en contacto con la chapa fría; escuchaba el ruido del motor, que arrancaba en seguida para evitar que algún vecino inoportuno observara esos movimientos extraños. Algunos viajes le resultaban cortos, otros demasiado extensos. En todo caso, casi no confiaba en su percepción: perdía la idea del tiempo en seguida.

En algunos traslados le tocaba el privilegio de viajar sentado en el asiento trasero. En esos casos volvían a colocarle algodones sobre los ojos, que sostenían unos anteojos con los vidrios pintados de negro.

—¿Por qué se toman tanto trabajo para que no vea, si el Valium me deja grogui?

El efecto de las pastillas lo afectaba más allá del momento: había calculado que su cuerpo tardaba tres días en desintoxicarse. Y apenas recuperaba la lucidez plena y empezaba a reconocer su nuevo espacio de clausura aparecía el riesgo de un nuevo traslado... Le temía a la acumulación de la droga en su sistema: sentía la necesidad de estar despierto.

Cuando creía que ya habían terminado con las discusiones estériles, los Montoneros lo sorprendieron con una de las chiquilanadas que tanto lo impacientaban.

—Bunge y Born debe colocar bustos de Perón y de Evita, uno de cada uno, en el hall central de su cada fábrica del grupo, en diez plantas por lo menos.

—¿Qué?

—Lo que oyó. Nada nuevo: en la sentencia de su juicio político se estableció que, además de pagar el rescate, la compañía debía cumplir con otras condiciones.

Había llegado el momento de discutirlas.

En su cabeza Born repitió el reclamo inverosímil. Estatuas de Perón y Evita a modo de reparación histórica por el daño que el grupo le había causado al peronismo al apoyar la llamada Revolución Libertadora. Pero no conseguía aceptar la seriedad de la demanda.

Se burló de esta prueba adicional de la ignorancia que los Montoneros adolecían, desde su perspectiva, en materia de realidad. Ni siquiera sabían cuánto demoraba la producción de los bustos que pedían como condición para su libertad.

¿De dónde los vamos a sacar? ¿Cuántos escultores vamos a necesitar? Ustedes no saben de qué hablan.

—Bunge y Born debe colocar bustos de Perón y de Evita, uno de cada uno, en el hall central de cada fábrica del grupo, en diez plantas por lo menos —le repitieron, como un disco rayado.

—A ver, analicemos. ¿Qué material habría que utilizar? ¿Madera para tallar, cerámica para moldear, piedra para esculpir? Un busto no se hace en media hora: hay que calcular no menos de una semana por cada uno, quince días por par. ¡No vamos a terminar nunca!

Los Montoneros advirtieron que los bustos sumaban un tiempo descomunal al cumplimiento de sus exigencias, un tiempo del cual ya no disponían. Moderaron sus peticiones y cerraron trato: dos pares de bustos, a colocar en el ingreso a la planta principal de Molinos Río de la Plata, en Puerto Madero, y en el lugar equivalente de la fábrica de pinturas Alba. El resto de las instalaciones se podría arreglar con una fotografía de Perón y Evita y un manifiesto que los jefes de cada planta debían colocar en la cartelera principal.

El secuestrado no se debía preocupar por las solicitadas que Bunge y Born debía publicar en medios extranjeros de prestigio: ya le habían hecho llegar al padre el texto (que le mostraron a él en ese momento) y negociaban una introducción para que la compañía deslindara toda responsabilidad sobre su contenido.

¿Qué sentido tiene? Eso no lo lee nadie… ¡Además ustedes escriben tan largo que hay que usar una letra diminuta, no se entiende nada! A ver, un poco de sentido común: nada de esto importa en Francia, en los Estados Unidos o en Italia. ¿Y quiénes se van a encargar de las traducciones?

Los Montoneros le explicaron que nunca un grupo guerrillero, en ninguna parte del mundo, había obtenido tanto dinero de una multinacional a partir de un secuestro. Eso era una noticia, una noticia tremenda que mucha gente iba a valorar. Y ellos se querían garantizar la repercusión internacional para multiplicar ese interés.

Born III calculó que a su padre esas publicaciones le costarían poco y archivó el tema en su cajón mental de sandeces de los Montoneros. Decidió concentrar sus energías en otra discusión. La exigencia de repartir mercadería por un valor total de un millón de dólares en barrios carenciados de todo el país le parecía más difícil de cumplir.

La estrategia de los Montoneros para congraciarse con los obreros de las fábricas planteaba un desafío de logística importante: involucraba camiones dispersos por todo el país, el acopio de la mercadería y el reparto con un plan que evitara la interferencia de la policía.

Desde el cautiverio Born había enviado cartas a los gerentes de las empresas de alimentos y de textiles del grupo, para que comenzaran a organizar qué variedad de mercadería colocarían en los camiones y cómo se las ingeniarían para coordinar la distribución simultánea en distintos puntos del país. Bunge y Born había puesto como condición que el reparto se hiciera a través de su fundación: la empresa no quería sentar un antecedente para que otros grupos guerrilleros presionaran sobre sus empresas.

La primera sugerencia de los Montoneros había sido que la distribución se hiciera en la Villa de Retiro, donde había misionado el padre Carlos Mujica.

No creo que ahí quieran recibir nada de nuestra compañía. Cuando mandamos donaciones, Mujica nos dijo que no quería nada de Bunge y Born y nos mandó a mudar.

Los Montoneros elaboraron un listado con cien ubicaciones estratégicas en distintos puntos del país (barrios marginales, los cordones industriales en las afueras de los grandes centros urbanos y las fábricas en las que tenían algún grado de influencia sobre las comisiones internas) y la hicieron llegar a la Fundación Bunge y Born. Así comenzó la coordinación del operativo.

En la madrugada del 21 de junio de 1975, antes de que saliera el sol, los camiones que la compañía había alquilado y que manejaban militantes montoneros vestidos con overol ingresaron en el Barrio Colonia Lola (en las afueras de Córdoba) y en muchas villas y zonas aledañas a las fábricas de todo el país. Despertaron a los vecinos para repartir botellas de aceite, cajas de arroz, conservas de frutas y verduras, mermeladas, cuadernos, delantales y frazadas.

Sonaban las bocinas y mientras arengaban con sus megáfonos:

—¡Compañeros! ¡¡Vengan!! ¡¡Tomen!! Aquí se les devuelve lo que el gran capital le ha robado al pueblo.

 

El 20 de junio de 1975, el mismo día en que Jorge Born recuperó su libertad, algunos de los diarios más prestigiosos del mundo publicaron la solicitada que pagó Bunge y Born. Le Monde en París, The Washington Post en los Estados Unidos, el Corriere della Sera en Italia y The Guardian en el Reino Unido difundieron el texto que constituía la última exigencia de los Montoneros en la Operación Mellizas.

La organización guerrillera revisó las traducciones y aprobó el descargo de la multinacional en la introducción al texto.

Como Bunge y Born debió gestionar la publicación de la solicitada en cada lugar, el abogado José María Videla Aranguren había viajado a Europa con el texto y en Estados Unidos se contrató a un estudio para que se encargara de la delicada misión.

Como había anticipado Born III, la solicitada era un escrito inmoderado que, aun en tipografía pequeña, cubría una página entera en los diarios de formato sábana.

Decía:

La empresa Bunge y Born hace saber que se ve obligada a publicar este artículo, forzada por la organización que tiene en su poder a sus directivos, Jorge y Juan Born. En ninguna circunstancia podrá ser interpretado como una aprobación del texto por nuestra parte. En lo que concierne a los juicios vertidos por esta organización sobre la empresa, debemos señalar que:

Desde hace veinte años que los salarios en Argentina se fijan mediante convenios colectivos celebrados con los sindicatos a nivel nacional.

La empresa siempre ha respetado estos acuerdos, y sostuvo una política permanente de mantener los salarios por encima de lo acordado en los convenios.

La empresa ofrece las mejores remuneraciones en las distintas ramas por actividad y las mejores condiciones de trabajo en todo el país. Esto puede ser verificado con los sindicatos.

Sin querer emitir juicio sobre el uso de la expresión “monopolio multinacional”, la empresa declara que ningún argentino tiene derecho a negarle a otro argentino el ejercicio de sus derechos ciudadanos.

El hecho de la que empresa desarrolle actividades en distintos países no implica que sus directivos renieguen de su propio país.

La empresa es la más importante de la República Argentina y tiene sus principales inversiones en el país. Esto alcanza para poner en duda la validez del argumento relativo a las transferencias de capitales al exterior.

Por el contrario, la empresa es la única del país que exporta tecnología y reingresa los derechos correspondientes.

La política de la empresa siempre ha sido la de evitar financiar inversiones de un país con recursos provenientes de otro país. El Banco Central prohíbe ese tipo de transferencias y la empresa respeta la ley.

Perón fue derrocado en 1955 por un golpe del cual la empresa no participó ni directa ni indirectamente.

La empresa rechaza todo intento por imponer ideas con métodos violentos.

La empresa guarda en sus archivos correspondencia con el general Perón que atestigua el alto respeto y estima que el general tenía por la misma.

 

En septiembre de 1974 los Montoneros decidieron ejecutar la sentencia revolucionaria dictada contra Bunge y Born. Se había realizado un estudio de antecedentes de dicha empresa desde su creación hasta la fecha, en el país y en el extranjero. Como resultado, Bunge y Born fue encontrada culpable de los siguientes cargos de la acusación:

Explotación de la clase obrera: durante años, la empresa se desarrolló gracias a la explotación que ejerció sobre los obreros, pagando salarios bajos y apelando a la represión policial cuando los trabajadores se movilizaban para exigir justicia en la distribución de los ingresos.

Prácticas monopólicas: no contenta con explotar a sus trabajadores, la empresa practicó, en muchas ocasiones y con métodos diversos, maniobras para aniquilar a las pequeñas y medianas empresas nacionales.

Ataque a los intereses nacionales: la empresa Bunge y Born es culpable, de manera sostenida, de agresión contra los intereses nacionales, en particular, de usar las ganancias que obtiene en el país para financiar su expansión en el extranjero. Bunge y Born ha dejado de ser una empresa nacional para convertirse en un monopolio multinacional por la vía de la evasión de capitales, lo que demuestra que cuida únicamente de sus intereses en contra de los intereses nacionales. Además, su participación en el golpe reaccionario y proimperialista que depuso en 1955 el gobierno peronista y su permanente alianza con los gobiernos ilegítimos que lo sucedieron convirtieron a la empresa en un enemigo del pueblo argentino en el terreno político. Ello se ha podido observar claramente al momento de tomar el poder el gobierno peronista el 11 de marzo de 1973. La empresa practicó restricciones al abastecimiento con el fin de crear el caos y hacer fracasar la voluntad del pueblo que había triunfado en las elecciones.

 

Para ejecutar la sentencia, los Montoneros llevaron adelante una operación militar que consistió en el arresto de Jorge y Juan Born, dos propietarios y directivos de la empresa. Luego de extensos interrogatorios y de un análisis de las responsabilidades de la empresa relativas a las acusaciones mencionadas más arriba, los Montoneros impusieron a la empresa las siguientes penalidades:

un año de prisión para Jorge y Juan Born. Esta pena fue reducida a nueve meses luego de que la empresa cumpliera con el resto de la sentencia.

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