Born

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Capítulo 9. 20 de junio de 1975 Libertad 244, Acassuso, provincia de Buenos Aires

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CAPÍTULO 9
20 de junio de 1975
Libertad 244, Acassuso,
provincia de Buenos Aires

Jorge Born aguardaba en la planta alta de su último destino de cautivo, sentado sobre un colchón. Inmóvil. Silencioso.

Su cabeza, en cambio, vibraba de confusión por los recuerdos de Piojo 1 y Piojo 2, las noticias que le había dado Mario Firmenich, la idea de que pronto esa experiencia terrible entraría en su pasado.

Por primera vez en meses vestía una muda de ropa presentable, evaluó: un lujo tras haber pasado gran parte del cautiverio descalzo y semidesnudo, apenas con unos calzoncillos y una camiseta.

Lo habían llevado a la casa de Libertad 244 durante la mañana del 20 de junio de 1975, para que no se cruzara con los periodistas antes de tiempo. Los guardias le habían hecho subir una escalera y lo habían sentado sobre la cama. Uno de ellos le había indicado:

Ya se puede sacar los algodones de los ojos y se queda quieto, con la vista fija en la ventana. No puede mirar a los costados.

Y lo habían dejado solo.

Sintió alivio. Cuanto más cerca vislumbraba la libertad, menos soportaba el imperativo constante y el tono severo de los chiquilines.

Un mirador sin cortinas dejaba ver un techo de tejas color ladrillo oscuro, con algunas más anaranjadas, y el verde de las copas de unos árboles. El secuestrado dedujo que estaba sentado en la cama doble del dormitorio principal —el ventanal se abría a un balcón terraza— en una casa cómoda, probablemente en un barrio respetable. Acaso pasó dos horas así, hasta que le ordenaron —otra vez con aspereza— que se pusiera de pie, girara el cuerpo y caminara hacia la puerta. Creía que nunca antes había tratado con esos dos encapuchados, que le resultaban desagradables en exceso.

Notó que al piso de parquet le faltaba lustre. Encaró sin titubeos hacia el pasillo. Una escalera curva, de piedra negra y sin pasamanos, lo depositó en un rellano. Los dos guardias lo seguían, pero empezaba a sentirse libre.

A él, que había negociado por su vida y la de su hermano, liberado tres meses antes, le aguardaba, por fin, el regreso a su vida de antes. O eso imaginaba, sin saber hasta qué punto la experiencia a la que había logrado sobrevivir torcería su destino.

 

Escuchó un bullicio a cierta distancia, un murmullo coral. Se había desacostumbrado a escuchar muchas voces juntas. Atravesó una puerta y se descubrió en la cocina.

Allí se encontró por última vez frente a frente con Firmenich.

En la sala lo espera un grupo de periodistas. Dos de ellos lo conducirán a su liberación definitiva. Usted no tiene que responder preguntas. Saldrá de inmediato.

Firmenich insistía con sus modos altivos. Tenía veintisiete años y el mundo en sus manos.

No era para menos. Los Montoneros habían cobrado el rescate más alto jamás pagado en la historia a una organización guerrillera: 60 millones de dólares. La cifra dejaba muy atrás al récord anterior, que había conseguido el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en abril de 1974, cuando recibió 14.200.000 dólares en billetes de cien a cambio de liberar al ciudadano estadounidense Victor Samuelson, el gerente general de la refinería de petróleo Esso.

Con todo, para Firmenich la victoria de los Montoneros había resultado parcial y la derrota de Bunge y Born, limitada. El poder económico del grupo no se había visto afectado por el pago del rescate; la voluntad de reivindicar al pueblo explotado y la patria agraviada por el monopolio transnacional se había disuelto en el aire. Born debía comprender que los objetivos de la organización superaban el dinero:

Sepa usted que nuestros fines son patrióticos: librar al país de quienes ilegítimamente gobiernan y alcanzar la liberación nacional definitiva.

Existen otros métodos para cambiar de gobierno —lo interrumpió Born. En su voz sonaba cansancio, o tedio.

No se trata de un simple cambio de gobierno. La lucha…

Dejó de prestarle atención. El jefe de los chiquilines —como los caracterizaba— lo fastidiaba. Después de nueve meses Born conocía sus argumentos de memoria y no le encontraba sentido al diálogo con ese joven peinado a la gomina, cuyo lunar prominente en el rostro le hacía desviar la mirada con frecuencia. No podía respetarlo: era un engreído, con aires de sabelotodo, que le había robado a su padre 60 millones de dólares. ¡Y todavía se daba el lujo de hablarle con soberbia sobre la importancia moral de su causa!

Ya no quería escucharlo.

 

Los periodistas que seguían en el comedor habían escuchado hablar a Firmenich durante 45 minutos. El jefe de los Montoneros se había asomado por la puerta de la cocina que se abría al living y su mera presencia había acallado todas las voces. Llevaba un maletín en la mano, pantalón de vestir, camisa blanca y sweater oscuro de cuello redondo. Saludó en general y se ubicó frente a las cuatro hileras de periodistas.

Arrancó sin preludios:

Se realiza esta conferencia de prensa en razón de producirse la culminación del proceso de detención, juicio y sanciones al grupo Bunge y Born. El monto pagado, además de las otras sanciones que ustedes tienen en carpeta, es de 60 millones de dólares. Este monto, no obstante su volumen, es apenas la tercera parte del presupuesto de defensa nacional de nuestro país para el año 1975. Parece muchísimo, pero no lo es tanto si tenemos en cuenta la inmensidad de la tarea que Montoneros debe realizar: alcanzar la definitiva liberación nacional. Para pelear la guerra integral, hacen falta, además de recursos humanos, toda clase de recursos materiales, desde imprentas hasta transportes, desde casas y depósitos, hasta armas y municiones; sobre todo eso: armas y municiones.

CAUSA JUDICIAL Nº 26.094

Mario Firmenich anuncia que Bunge y Born ha pagado el rescate más caro de la historia.

La Operación Mellizas —argumentó— les iba a permitir a los Montoneros alcanzar la autofinanciación, un objetivo que los distinguía de otras organizaciones armadas con menor grado de autonomía. Firmenich explicó:

Para nosotros esta es una muestra más, la más importante, de una política que hemos sostenido siempre, que es la política de autofinanciación. Hace ya ocho años comenzamos a hacer operaciones de muy poca envergadura, operaciones que hoy son risueñas, como asaltos a estaciones de servicio, a restoranes, quedarse con los relojes de los comensales para hacer bombas… Hasta que evolucionamos a operaciones de mayor envergadura, como el robo de bancos. Muchos grupos revolucionarios del continente han fracasado en sus postulados por vulnerar el principio de la independencia política, basada en la autosuficiencia económica y militar. El apoyo externo es algo sumamente importante para una revolución, pero de ningún modo determinante.

Procuró el suspenso. Habló sobre la importancia del 20 de junio en la historia del peronismo y del país; anticipó que ellos, los Montoneros, dejarían su propia marca. Había hablado sobre el cobro del rescate, pero se guardó un golpe de efecto:

En primer lugar porque junio sintetiza una triste experiencia de masacres del pueblo argentino, varias de ellas en distintos años y siempre en el mes de junio: los fusilados de 1956 durante la dictadura de Aramburu, los masacrados de junio de 1955 con los bombardeos de los contrarrevolucionarios y por último los masacrados del 20 de junio de 1973, cuando retorna definitivamente el general Perón, por las mismas bandas que hoy continúan asesinando a mansalva. En segundo lugar hemos elegido este día para hacer esta conferencia de prensa porque es la fecha del retorno definitivo del general Perón, y desde esta fecha nosotros lanzamos el retorno definitivo del peronismo contra el antiperonismo que está en el poder.

 

Antes de permitir una ronda de preguntas, Firmenich desarrolló un recuento detallado de los acontecimientos políticos recientes desde la perspectiva de la guerrilla que conducía.

En dos semanas, el 1º de julio de 1975, se iba a cumplir el primer aniversario de la muerte de Juan Domingo Perón. Su error más grave había sido colocar a su esposa Isabel en la fórmula con la que ganó su tercera presidencia en septiembre 1973. Se había vuelto a equivocar el 1º de mayo de 1974, cuando ensalzó a los sindicatos como la representación de la columna vertebral del Movimiento Nacional Justicialista y expulsó a los Montoneros de la Plaza de Mayo. Con su fallecimiento, el proceso se desvirtuó por completo. Y de manera irremediable.

La viuda y presidenta quedó bajo el dominio de su ministro de Bienestar Social, maestro en artes esotéricas y creador de la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A, José López Rega. Isabel había perdido toda legitimidad. Su gobierno —una coalición reaccionaria con la ortodoxia sindical y parte de las Fuerzas Armadas— se pudría; le quedaba muy poco tiempo.

El relato llegó al punto para el cual se había construido: a casi un año de la muerte de Perón, estaban dadas las condiciones objetivas para que los Montoneros liderasen, desde la clandestinidad, la construcción de un gran frente de liberación nacional que tomase el gobierno.

El dramatismo que Firmenich le imprimía a su descripción de la coyuntura era genuino. En cambio, fingió una convicción que no tenía cuando se mostró convencido de que el país se hallaba a las puertas de un proceso revolucionario.

 

Aquel 20 de junio de 1975, a pocas cuadras del lugar donde Firmenich hablaba y Born esperaba con ansia su liberación, López Rega se reunía con la presidenta y otros ministros. Había llegado ese mismo día de un viaje a Río de Janeiro y se había dirigido de inmediato a la residencia de Olivos. Lo aguardaban asuntos urgentes.

Aun asediado por un número creciente de enemigos, antes de partir hacia Brasil había logrado ubicar a Celestino Rodríguez como ministro de Economía, en reemplazo de Alfredo Gómez Morales. Con los primeros anuncios del funcionario, que compartía con el Brujo las actividades esotéricas, el peso se devaluó un 100 por ciento frente al dólar, los precios se dispararon y los estantes de los almacenes se vaciaron. El ajuste y el caos económico que provocó el Rodrigazo tensó la relación con los sindicatos, que exigían mejoras salariales compensatorias de la inflación descontrolada. López Rega presionaba para que Isabel dictara aumentos por decreto.

La presidenta se encontraba aislada: la debilidad creciente del superministro era también la suya.

El almirante Emilio Massera —ya jefe de la Armada, una fuerza siempre recelosa del peronismo— rivalizaba con López Rega mientras simulaba un acercamiento a Isabel para ganar espacios de poder. En el Ejército se consolidaba la línea dura de Jorge Rafael Videla y Roberto Viola.

Los Montoneros habían calculado que un golpe militar, como el que finalmente se produjo el 24 de marzo de 1976, derrocaría a la viuda. Firmenich admitió poco después: “No hicimos nada para impedirlo porque, en resumidas cuentas, también el golpe formaba parte de la lucha interna del movimiento peronista. Hicimos sin embargo nuestros cálculos: cálculos de guerra, y nos preparamos para soportar en el primer año un número de pérdidas humanas no inferior a 1.500 unidades. Nuestra cuenta era ésta: si lográbamos no superar ese nivel de pérdida, podíamos tener la seguridad de que, tarde o temprano, ganaríamos”.18

 

Las Fuerzas Armadas habían empezado a competir con la Triple A por el comando de la represión. El 5 de febrero de 1975, Isabel Perón firmó un decreto que ordenaba a los militares “aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actuaban en la provincia de Tucumán”. El Operativo Independencia en el monte tucumano —dirigido sobre todo contra el ERP— dio al Ejército la cobertura de una orden presidencial para sumarse a la batalla que la patota de López Rega ya libraba desde fines de 1973, de manera clandestina y en coordinación con la Policía Federal.

Los militares fingieron ignorar los vínculos del ministro con la Triple A, a cuyos ataques los Montoneros respondían con actos terroristas en una dinámica que generó confusión sobre la autoría de ciertos crímenes, que parecían servir a distintos propósitos. Ocurrió con la muerte del comisario Alberto Villar, el jefe de la Policía Federal nombrado por Perón que voló por el aire cuando se disponía a navegar por el Delta con su mujer. Como Villar había integrado el núcleo fundacional de la Triple A, los Montoneros reivindicaron el atentado. Pero López Rega no quedó exento de sospechas: la cercanía con Isabel que había cultivado su compañero de fuerza lo inquietaba.19

Más que los procedimientos de la Triple A, el núcleo duro de las Fuerzas Armadas objetaba su eficacia: no le preocupaba que violaran la ley, sino que no lograsen su cometido. Pero los militares jamás se habían atrevido a plantear sus críticas —aunque fueran de forma y no de fondo— delante del ministro de Bienestar Social. Hasta que el titular del Ejército, Leonardo Anaya, cuestionó el papel de los paramilitares durante una reunión con el ministro de Defensa, Adolfo Savino, y López Rega. Anaya solicitó que se investigasen la composición y la conducción de la Triple A. Un paso temerario.

El teniente coronel Jorge Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos, le había dado detalles: como responsable de la seguridad de la Casa Rosada y de la residencia de Olivos, no tenía dudas sobre cómo operaba la Triple A. Sosa Molina observaba el movimiento de automóviles en horarios extraños, y al día siguiente leía en los diarios sobre crímenes que encajaban con esas entradas y salidas. Quería probar sus sospechas pero, antes de que pudiera avanzar, López Rega ordenó al ministro de Defensa el relevo de Anaya.

 

En la conferencia de prensa le preguntaron a Firmenich qué destino le veía a la investigación de Sosa Molina con el nuevo jefe del Ejército, Alberto Numa Laplane. Respondió:

La Triple A opera con sede en el Ministerio de Bienestar Social, no es algo secreto. ¿Usted conoce que el Ejército haya allanado el Ministerio de Bienestar Social?

A continuación anunció la sentencia de muerte para el ministro.

El señor López Rega está ya, como todos los traidores, condenado a muerte. Va a morir, esté o no en el poder. Nosotros tenemos tiempo. Y la ejecución de la sentencia depende de las posibilidades.

También le auguró muy poco resto a la presidencia de la viuda de Perón:

Isabel no ha cumplido un año de gobierno y ya está en una situación caótica, incontrolable. Seguramente algo sucederá. Cualquiera que pretenda gobernar aquí contra los intereses populares tiene muy corta vida. Hay cientos de muertos. Algún necio publicó el otro día una lista de los policías que fueron muertos y de los combatientes que perdimos. Estaban todos en la misma lista, creo que es ridículo…

Una sensación de frío le erizó la espalda a Andrew Graham-Yooll: él había publicado en The Buenos Aires Herald los nombres de los caídos en el desmadre político, y había listado a las víctimas de la violencia guerrillera junto con las víctimas de la violencia de la Triple A.

Al cabo de 45 minutos, Firmenich se levantó:

Me tengo que despedir, realmente debo irme.

Por algún acto reflejo que ni ellos mismos comprendían del todo, los periodistas se pusieron de pie, como quien saluda a una autoridad. Firmenich se acercó a estrechar la mano de cada uno.

Cuando llegó su turno, Graham-Yooll tomó coraje y le dijo:

Esa lista… que según usted algún necio… Bueno: yo soy el necio que la hizo.

Incorrecto: nosotros la hicimos, usted la compiló.

El jefe guerrillero amagó con irse, pero retrocedió unos pasos. Elevó la voz para anunciar al fin:

Me olvidaba de lo más importante: en pocos minutos quedará en libertad alguien que lleva con nosotros unos cuantos meses.

Entonces sí dejó el salón encendido con un murmullo de excitación. Graham-Yooll sintió la adrenalina en su cuerpo, y también la intriga: ¿cómo se vería un joven, de los más ricos de la Argentina, tras nueve meses de cautiverio en manos de Montoneros?

Al rato, alguien avisó:

Ya viene.

 

Firmenich ingresó a la cocina con aire de triunfo. Allí lo esperaba Born, que había entrado por otra puerta. Tras un diálogo muy breve, le señaló al secuestrado la vía hacia el comedor:

—Por ahí —le ordenó.

Born atravesó la puerta y avanzó unos pasos hacia el living, con las manos en los bolsillos. Retrocedió de golpe, abrumado ante la vista de tantas personas.

Apoyó la espalda contra el aparador. Los periodistas se le arremolinaron y lo escrutaron. Tenía buen aspecto: el pelo corto, una barba prolija, un traje. No se veía pálido, más bien tostado para la época del año… Tan solo los anteojos oscuros, en una sala con poca luz, le daban un aspecto extraño.

Recuerden que no responderá preguntas —advirtió Urondo.

Richard Stein, el camarógrafo del canal alemán Televisión ZDF, encendió sus equipos; las luces encandilaron a Born por un momento. Los demás periodistas retrocedieron, empujados por el temor a quedar expuestos en la grabación, y que así se los pudiera identificar. Se quejaron. El corresponsal Klaus Ecktain coordinó con Urondo: Born se ubicaría donde había estado Firmenich para que lo pudieran grabar sin que nadie corriese riesgo.

Cuando se apagó la cámara, las preguntas fluyeron desordenadas, sin atender a las prohibiciones, de manera natural:

—¿Dónde está su hermano Juan?

Fue puesto en libertad hace algunos meses —intervino un guardia Montonero.

—¿Cuándo?

Uno se pierde con las fechas… —se disculpó Born.

Un periodista le elogió la chaqueta.

Parece que ahora tienen plata para comprármela… —dijo Born, y detonó una risotada general, quizás exagerada, como una descarga de la tensión que electrizaba el ambiente.

—¿Cómo lo trataron?

Me trataron bien, pero nueve meses es demasiado tiempo. Leí mucho, por desgracia muchas publicaciones socialistas. No llegué a transformarme en comunista, pero si me dejaban más tiempo, quizás me hacía montonero… —bromeó otra vez.

—¿Qué piensa hacer ahora?

Si Dios quiere, podré festejar mi cumpleaños número 41 con mi familia. Y quisiera seguir viviendo en la Argentina.

Faltaban dos días para su cumpleaños. Solo uno de los dos deseos se le iba a cumplir.

CAUSA JUDICIAL Nº 26.094

Jorge Born liberado el 20 de junio de 1975, al cabo de nueve meses de cautiverio.

 

Un guardia armado bajó las escaleras a zancadas e irrumpió en el living: el contacto de Bunge y Born ya había sido informado de que la liberación se produciría en breve en las inmediaciones de la estación Acassuso del tren Mitre, anunció.

Born reaccionó de la manera más inesperada:

No tengo plata ni para un taxi.

Sergio Peralta sacó unos billetes del bolsillo de su pantalón y se los facilitó. Se escucharon risas: el cronista de Crónica, el diario más popular, le facilitaba dinero al heredero del conglomerado de empresas más importante de la Argentina. Born no estaba al tanto, pero por efecto del Rodrigazo los taxis se habían vuelto inaccesibles para un trabajador de prensa: el precio de los transportes se había duplicado, y la nafta había aumentado un 175 por ciento en cuestión de horas.

Otra vez Urondo intervino para organizar:

Necesitamos dos periodistas que quieran acompañar al señor Born a la estación. Solo dos.

Yo voy —dijo Graham-Yooll, sin pensarlo dos veces.

El miedo paralizó a muchos de los otros, que luego se reprocharon el haber dejado pasar semejante oportunidad. El equipo alemán plegó el trípode mientras los demás acomodaban sus pertenencias.

—Luis, andá vos —dispuso Urondo y señaló a Luis Guagnini.

Graham-Yooll sabía de las simpatías de Guagnini por Montoneros. Cada tanto almorzaban juntos, porque compartían una amistad; pero ahora no podía saber si el colega estaba ahí como periodista de El Cronista Comercial o como militante.

Urondo pidió otros dos voluntarios para una tarea menos arriesgada: acercar ejemplares de las carpetas informativas a las redacciones de La Nación, La Prensa y La Razón. Fernando Del Corro, el periodista de EFE, se ofreció de nexo con La Prensa, cliente del servicio de la agencia de noticias española. A condición de que no mencionara el origen de la carpeta, la entregaría en mano al acreditado en la Sala de Prensa del Ministerio de Trabajo, Carlos González.

Mientras repartían las copias, y sin que lo advirtieran, Firmenich había regresado al salón. Asía el mismo maletín. Impartió las últimas instrucciones:

1) Nadie podía salir de la casa por su cuenta.

2) Los periodistas debían retirarse en grupos de dos o tres —no más— con un intervalo de por lo menos cinco minutos entre uno y otro.

3) El primer grupo saldría cinco minutos después que él.

4) Nadie podía subir a la planta alta.

 

Antes de partir, Firmenich se acercó a Born para el saludo final.

Adiós —dijo, y le extendió la mano.

Adiós —dijo Born, pero dejó la suya al costado del cuerpo.

En su cabeza reverberaba la noticia de la muerte de su amigo Alberto Bosch, en la emboscada de nueve meses atrás. Los Montoneros habían logrado inclusive empeñarle la alegría de ese momento, tan esperado, de su liberación.

Aparecieron dos hombres armados con ametralladora.

Gritaron:

Los que van ir con el señor Born: ¡que salgan!

Urondo señaló a Graham-Yooll. Como una premonición del destino que le esperaba, le dijo:

Parece que nunca más tendremos tiempo para una charla decente…

Se abrazaron otra vez.

El mismo auto que había llamado la atención de la vecina al ingresar de culata, un Ford Falcon gris, aguardaba en el garaje del jardín. Los dos asientos delanteros estaban ocupados; el motor, encendido. Born quedó en el medio del asiento trasero, entre Guagnini y Graham-Yooll. Le pareció que el chofer y su acompañante estaban maquillados y que usaban pelucas para ocultar sus rasgos y evitar que por el camino los pudieran identificar. El periodista del Herald notó que iban armados.

Mantengan los ojos cerrados —les ordenaron a los tres.

Dos guardias con ametralladoras custodiaban el jardín. Cuando el portón se abrió, dos autos que aguardaban sobre la calle Libertad se acomodaron para escoltar al Ford Falcon. La caravana respetó los semáforos y avanzó sin apuro por las calles de adoquines de Libertador hasta llegar a la avenida Santa Fe. Dobló hacia la rotonda que repartía el tránsito frente al Hipódromo de San Isidro y salió en la calle Perú. Dobló otra vez por Manzone y se detuvo, a una cuadra de la estación.

Nadie pronunció una palabra a lo largo del viaje. Cuando el auto frenó, el chofer dijo:

Caminen cien metros sin mirar atrás. Crucen la vía y los estarán esperando.

Hizo una pausa. Agregó:

Buena suerte, señor Born.

Después de esa despedida seca y fría, los tres descendieron del auto. Caminaron hacia la estación. Los periodistas se presentaron:

Soy Andrew Graham-Yooll, del diario The Buenos Aires Herald.

Luis Guagnini, de El Cronista Comercial.

Born no retuvo el nombre de ninguno de los dos ni confió mucho en ellos: pensaba que todos los que habían participado de la conferencia de prensa eran afines a los Montoneros, si no Montoneros. Un redactor de La Nación lo hubiera dejado mucho más tranquilo.

Graham-Yooll le preguntó si se sentía bien, si quería comprar algo en un quiosco que había en la esquina. Born le agradeció: solo quería llegar a su casa.

Cruzaron las vías hacia la calle Eduardo Costa. Por primera vez en mucho tiempo, Born disfrutaba del aire libre, de un espacio sin barreras. Daba pasos largos, aunque no muy firmes, como si tuviera los músculos débiles, compensado por un deseo fuerte de moverse.

—¡Qué tarde magnífica!

Los periodistas sentían frío pero ni siquiera pensaron en contradecirlo. A Graham-Yooll le chocó el absurdo de que en un momento tan relevante hablaran sobre el clima. Guagnini regresó la charla hacia el secuestro.

Sesenta millones de dólares es mucha plata... —ensayó.

Sí, es mucha plata.

Born respondía con evasivas: no tenía ánimo para más. Graham-Yooll reprimió el reflejo de insistir. Sentía que Born era una víctima mucho más que una noticia. Además, ¿para qué saber más de lo que podía publicar debido a la censura, cada vez más opresiva?

Dos autos aguardaban al otro lado de la vía. Born reconoció a las dos personas que se encontraban al volante, únicos ocupantes. Graham-Yooll y Guagnini preguntaron si uno de los dos coches los podrían acercar al centro. Born les indicó con un gesto cuál los llevaría.

 

A lo largo de la media hora que habrá durado el viaje, los periodistas conversaron con Carlos Cortini, directivo de Molinos Río de la Plata, a quien en principio confundieron con un chofer de la compañía. Sin entrar en detalles, Cortini les contó que él había participado de algunas instancias de la negociación y dejó entrever su desprecio por los Montoneros.

Bajaron en Avenida del Libertador y Basavilbaso, una cortada en el barrio de Retiro, y allí mismo se separaron.

Camino a la redacción, en 25 de Mayo y Tucumán, Graham-Yooll se detuvo en un bar para llamar a su esposa desde un teléfono público. Pidió un sándwich y dos whiskies dobles. Necesitaba calmarse.

No podía evitar un sentimiento de frustración: había sido parte de una historia con la que cualquier periodista soñaría, pero no la podía escribir en primera persona ni revelar ningún detalle que delatara su presencia en el lugar. La crónica del diario La Prensa, que había recibido el material de manera indirecta, resultó mucho más completa que la que él pudo publicar en The Buenos Aires Herald, y sin su firma: el director del diario, Robert Cox, quiso proteger a su jefe de redacción, que ya tenía una denuncia penal en su contra.

La agencia española EFE dio la primicia mundial sobre el cobro del rescate y la liberación de los hermanos: mérito de Del Corro, quien había dejado la casa con el primer grupo de periodistas.

Mientras caminaban hacia la Avenida Maipú para tomar un colectivo, Del Corro se reprochó a sí mismo por no haberse ofrecido como voluntario para acompañar a Born: el instinto le había fallado, o le había ganado el miedo. Cuando percibió la dimensión de la noticia se metió apurado en un bar con teléfono público y —con el escaso tiempo que compraron todas las monedas que tenía— le dictó un despacho a Luis Álvarez Fermosel, el número dos de EFE en Buenos Aires. El cable no se envió a los suscriptores de la Argentina, por la censura, pero repercutió en los principales diarios del mundo. El País de Uruguay, El Excelsior de México, ABC de España, El Mercurio de Chile, entre otros medios internacionales, publicaron al día siguiente, en un lugar destacado, la información de EFE.

El equipo de la televisión alemana regresó en taxi al hotel Dorá. Ecktain redactó y grabó un texto con apuro: quería mandar cuanto antes el material, las únicas imágenes de la conferencia de prensa que no habían registrado los Montoneros. Tenían entre ocho y diez minutos, 120 metros de película de 16 milímetros reversible en color. Ese mismo día despacharon la cinta en un avión de Lufthansa hacia Frankfurt, con destino final en Mainz, donde se encontraban los estudios centrales de Televisión ZDF. Allí compaginaron el audio con las imágenes y emitieron un informe de tres minutos que decía:

 

“Hemos sido llamados por la mañana a este hotel en el cual nos alojamos desde hace años cada vez que venimos a Buenos Aires. Se nos dijo que, si estábamos interesados, nos pasarían a buscar para ir a una conferencia de prensa muy especial. Contestamos afirmativamente y pasó a buscarnos un auto.

Después de un tiempo se nos vendaron los ojos y continuamos por un lapso aproximado de 45 minutos. Paramos frente a una casa en la que sucedió lo siguiente: detrás de la puerta se encontraba un hombre con una ametralladora. Fuimos instruidos en el sentido de no grabar a nadie, salvo al ‘compañero’ que daría la conferencia de prensa. Solo podíamos fotografiar al guardia, pero desde atrás.

Mario Firmenich, uno de los guerrilleros más buscados de la Argentina, abrió la conferencia de prensa con una sensacional noticia: el empresario Jorge Born sería liberado contra el pago de un rescate de 60 millones de dólares. Esto es más que cuatro veces los 14 millones de dólares pagos por el gerente de (la petrolera) Esso, (Victor) Samuelson. Firmenich subrayó que esos 60 millones de dólares representan apenas un tercio del presupuesto para defensa de la República Argentina de 1975.

Los Montoneros son el brazo armado del peronismo de izquierda. Actuaron en la lucha activa por el regreso de Perón, posteriormente se enfrentaron al caudillo y pasaron a la clandestinidad. El gobierno de Isabelita combatió a los Montoneros con tenacidad, pero con escaso éxito.

Firmenich habló durante más de una hora de las metas de los Montoneros. Al final de la conferencia de prensa, ya casi saliendo, giró hacia el auditorio indicando que venía otra persona: Jorge Born, secuestrado junto a su hermano Juan el 19 de septiembre de 1974.

Juan Born ya había sido liberado con anterioridad, después del pago de parte de los 60 millones de dólares. A los hermanos Born les pertenece un conglomerado de empresas alimenticias, textiles y químicas, es la tercera firma en importancia de América Latina después de la Volkswagen brasilera y la Shell.

Jorge Born no pudo decirnos nada frente a cámara. Después de que se apagaron las luces nos contó a los pocos periodistas presentes que fue tratado bien, pero que nueve meses es un largo tiempo. Sobre sus secuestradores dijo que tenían un poco de todo: que eran inteligentes, resueltos y también, un poco infantiles”.

 

El rastro de Born III se perdió rápidamente.

Cuando el heredero subió al auto en la estación, su conductor, José María Menéndez, le advirtió que no podía permanecer mucho tiempo en el país. Por lo que él había averiguado, si lo encontraban lo mandarían a un presidio en Salta, donde quedaría a disposición del Poder Ejecutivo, detenido bajo el cargo de financiar la actividad terrorista de los Montoneros.

De una cárcel a otra.

Born lo escuchó azorado —financiar a sus secuestradores, qué descaro— y sobre todo muy inquieto. Menéndez era un hombre bien conectado —en el futuro funcionaría como un nexo civil de los carapintadas— y los asesoraba en ese tipo de asuntos delicados.

La indicación era simple, y sin alternativas: escapar.

—Lo voy a llevar a un departamento para que pase la noche. No hable con nadie por favor. Nadie sabe dónde está. Cualquier cosa me llama. Solo a mí. Mañana lo busco y nos vamos a Uruguay —le dijo Menéndez.

¿Pero cómo me rajo si no tengo ni un documento? ¿Corriendo? —se irritó Born; el agotamiento nervioso le reclamaba un descanso.

—Todo está arreglado para que usted salga mañana clandestino, no se preocupe.

Born se quedó solo en el departamento de un desconocido, con un teléfono que solo podía utilizar por una emergencia y con algo de comida. Al día siguiente Menéndez lo llevó al aeródromo de Don Torcuato, donde una avioneta lo llevó a una primera escala en una pista muy precaria, en un lugar que Born no identificó, y de ahí al aeropuerto de Punta del Este.

Cuando se acercaron los funcionarios de Migraciones, Born se preocupó: no tenía papeles para probar su identidad. Pero ellos ya sabían quién era y le entregaron un documento provisorio para que entrase al Uruguay.

Notas:

18 Gabriel García Márquez, entrevista citada.

19 Marcelo Larraquy, López Rega, el peronismo y la Triple A, Punto de Lectura, Buenos Aires, 2007, p. 317.

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