Born

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Capítulo 10. 22 de noviembre de 1975 - 13 de mayo de 1980. Volver a empezar

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CAPÍTULO 10
22 de noviembre de 1975 -
13 de mayo de 1980

Volver a empezar

Cuando se reencontró con sus afectos, Jorge Born experimentó una sensación extraña: él había sido la víctima del secuestro, él había pasado los nueve meses encerrado en una covacha minúscula, pero notaba las huellas de su odisea mucho más en los otros que en él mismo. Sobre todo en su padre.

A sus ojos Born II, que estaba por cumplir 76 años, había envejecido de golpe.

Había huido de Buenos Aires antes de la liberación de su hijo; y solo iba a regresar para atender su salud debilitada. En Punta del Este lo esperaba su mujer, Matilde.

Había aceptado el retiro definitivo de la compañía. Ya no tendría que ocuparse de Bunge y Born. Pero hacía rato que la multinacional había dejado de ser su fuente principal de preocupaciones. Los problemas familiares lo seguían agobiando.

Juan permanecía en Europa, afectado por el trauma que le había causado el secuestro. A Julio, el menor de los varones, lo habían operado de un cáncer de tiroides, pero la enfermedad había reaparecido. Por una decisión de los primeros médicos que lo habían atendido —y que, con los años, la familia interpretó como un error— le extirparon solo una parte del tumor. Como consecuencia, las recidivas lo sometieron a otras dieciséis operaciones.

Julio vivía en España con su mujer María Victoria Hueyo, alejado de los negocios de la familia. Había crecido sin el peso de ser un heredero activo que cayó sobre los mayores. Tenía una relación difícil con su padre, que lo veía como un bon vivant, un tiro al aire que disfrutaba de la vida. A Born II ni siquiera lo conmovía la enfermedad que se manifestó cuando Julio tenía apenas treinta años, ni el dolor que le causó la muerte de una de sus hijas —su nieta— en un accidente de auto, a los cinco años. Desaprobaba su estilo de vida. Por eso lo había borrado del directorio de todas las empresas de Bunge y Born.

La madre, en cambio, volaba con frecuencia de Punta del Este a Montevideo y de ahí a España. Ni siquiera durante el cautiverio de Jorge y Juan interrumpió los viajes para acompañar los tratamientos de quimioterapia de Julio.

 

El 22 de junio de 1975 Jorge Born cumplía 41 años. Había llegado a Punta del Este y, a 48 horas de su libertad, seguía en un estado de aturdimiento. Algo dentro de sí lo separaba de la realidad, de la naturalidad con que sus hijos jugaban como siempre, de las conversaciones corrientes con su mujer y sus padres. Ellos, por ejemplo, ya se habían acostumbrado a la falta de Alberto Bosch. La vida había seguido. Born sentía que no podía compartir la angustia y la culpa que lo ahogaban por la muerte de su amigo: los demás habían asimilado su ausencia a lo largo de casi un año, mientras que para él el duelo acababa de comenzar.

Sus padres lo pusieron al corriente de las novedades.

—Julio sigue en España —le dijo Matilde—. Lo han vuelto a operar, le hacen quimioterapia.

—¿Qué dicen los médicos?

—No mucho, hablan del tratamiento. Creo que no son optimistas. Hay que tener fe.

—¿Y Juan?

—En Alemania —le informó el padre—. Aislado. Fue una condición que pusieron los Montoneros hasta que se completara el pago.

¿Cómo está?

—Le cuesta recuperarse. Sigue débil.

Se sintió impotente ante los destinos de sus hermanos: solo podía sentir dolor. Él, en cambio, era una versión de sí mismo que parecía fortalecida por la resiliencia que había mostrado en la cárcel del pueblo. No sabía aún cuán profunda había sido su transformación; menos aun cuánto le costaría sacarse de encima cierto azoramiento que lo acompañaba. Notaba que él ya no era el mismo de antes. Y también que la mirada de los demás había cambiado.

Había satisfecho su deseo de pasar el cumpleaños en libertad, con su familia. Pronto descubriría que su otro deseo, el de regresar a la Argentina para quedarse, sería imposible de realizar.

El impedimento nada tenía que ver con los Montoneros. Confiaba en que honrarían su compromiso. El trato había incluido una cláusula —no escrita, un acuerdo de caballeros— por la cual nunca más los miembros de la familia Born ni los directivos de las empresas del grupo Bunge y Born serían víctimas de secuestros o blanco de demandas extorsivas de cualquier índole.

Nosotros tenemos palabra. Vamos a cumplir —le había jurado un encapuchado.

Yo también tengo palabra. Si ustedes no cumplen, haré lo que haga falta para vengarme. Lo que haga falta —repitió en tono desagradable.

Los conflictos venían por otro lado. El pago del rescate había dejado a la compañía en una situación delicada en la investigación que se había abierto por Bosch y el chofer Juan Carlos Pérez. Sus directivos podían enfrentar cargos por haber cooperado con los Montoneros responsables de esas muertes.

La causa judicial parecía más enfocada en perseguir a los medios de comunicación que habían informado sobre la liberación de Born III que en identificar a los responsables del cautiverio, la extorsión y los homicidios. En el expediente solo se advertían esfuerzos por identificar a quienes habían organizado el reparto de comida y a los directivos del grupo que habían participado de los pagos y de las tratativas para la publicación de las solicitadas.

Bajo las órdenes del Poder Ejecutivo, el 10 de julio de 1975 el procurador fiscal Ricardo Rongo denunció a los diarios La Razón y La Prensa por haber dado “a publicidad una supuesta conferencia de prensa, en la que delincuentes de una organización extremista que se adjudicaron el secuestro de los hermanos Born exaltaron la acción que les permitió llevar a cabo el secuestro”.

El subdirector de La Razón, Félix Laiño, declaró que periodistas extranjeros le habían dejado una carpeta en su escritorio con la información y que él la había publicado porque los Montoneros aún no habían sido declarados ilegales por el gobierno de Isabel Perón. El subdirector de La Prensa, Máximo Gainza, señaló que ningún periodista de su medio había participado de la conferencia y que no había recibido presiones para publicar los datos.

La Dirección Judicial de la Policía Bonaerense pidió al fiscal que ampliara la investigación sobre el reparto de alimentos a la que se había prestado la empresa Molinos Río de la Plata. A los pocos días el diario estadounidense The New York Times publicó que dos ejecutivos de Bunge y Born habían sido detenidos, acusados de haber pagado el rescate. La compañía, fiel a la política de no brindar información, nada dijo al respecto.

En la causa solo quedó asentada la detención por unas pocas horas de los operarios que habían participado en el reparto de comida. Y se imputó a Carlos Manuel Herrán, un ejecutivo del grupo que había participado de los trámites para publicar las solicitadas, por infracción a la Ley de Seguridad Nacional.

Los abogados del grupo instruyeron a los directivos para que dijeran que el secuestro se había manejado estrictamente dentro de la familia. El 3 de febrero de 1976 Miguel Roig —miembro del directorio y años más tarde, en una de las curiosas derivaciones del caso Born, ministro de Economía—, declaró que la compañía había sido ajena a cualquier tratativa que pudiera haber existido. José María Videla Aranguren, uno de los primeros interlocutores de los Montoneros, dijo que las negociaciones habían transcurrido en el exterior, con la ayuda de parientes de los Born que residían fuera del país. Se desentendió también del reparto de alimentos: había sido una actividad de la Fundación Bunge y Born, que se manejaba con autonomía.

 

Sin la protección del gobierno de Isabel Perón, los hermanos no podían regresar a la Argentina. Con Mario Hirsch, el nuevo presidente de la compañía, resolvieron trasladar los cuarteles centrales a San Pablo, la principal ciudad industrial de Brasil.

La mudanza significó mucho más que un cambio de domicilio.

Si bien Bunge y Born ya contaba con una oficina importante en San Pablo, Brasil pasó a concentrar los planes de inversión del grupo. Por el tamaño del mercado que ofrecía, si querían ser jugadores importantes debían volcar en Brasil las ganancias que el grupo obtuviera en otros países.

Ya tenían todo listo para la mudanza. Excepto la voluntad de Juan.

Jorge debió insistirle para que regresara de Europa.

A Juan le costaba dejar atrás el secuestro:

Acá estoy bien —se resistía.

En Brasil vas a estar mejor. Vamos a empezar una vida nueva. No es la locura de la Argentina. Vamos a estar tranquilos —intentaba convencerlo Jorge.

 

Pasó el verano de 1976, los chicos de Jorge y de Juan terminaron el año escolar en el Uruguay y en marzo todos juntos se instalaron en San Pablo. Eligieron vivir en Jardim América, un barrio residencial de torres y mansiones con mucho verde, cercano al centro y al colegio inglés St. Paul, el más tradicional de la ciudad. Junto con los hermanos, otros diecisiete directivos del grupo —todos capos— se mudaron también allí con sus familias.

El gobierno de facto de Ernesto Geisel facilitó los trámites para que la empresa pudiera fijar su sede en Brasil y les otorgó permisos de residencia a los ejecutivos. Los hermanos Born recibieron —además— la ciudadanía.

El clima de negocios resultó mucho más amigable que en la Argentina. El régimen cívico-militar que había surgido del golpe de 1964 (pionero de una serie que sembraría América del Sur de dictaduras feroces y prolongadas) ya se había asentado.

El frente legal se distendió tras el golpe del 24 de marzo de 1976, cuando los militares desalojaron a Isabel Perón, la concreción de un rumor que había crecido como una bola de nieve desde la Navidad anterior. Hirsch aprovechó sus contactos con el dictador Jorge Rafael Videla y le pidió en privado que la justicia cerrara los temas pendientes del secuestro. Videla fue receptivo y la causa se empezó a mover en otra dirección.

El fiscal Rongo concluyó que los Born habían sido víctimas y no cómplices de los Montoneros. En base a las inspecciones de la contabilidad y la administración de la compañía, determinó que no se podía comprobar la existencia de infracciones tributarias o cambiarias que se correspondieran con el pago de un rescate.

 

Muchas veces los hermanos habían recibido requisitorias para declarar en la causa. Y cada una de esas veces respondieron a los abogados con la misma sílaba:

No.

Por fin sintieron que contaban con garantías de que no los iban a perseguir, y aceptaron dar su testimonio a condición de que pudieran hacerlo sin moverse de Brasil.

El 13 de mayo de 1977 Jorge Born se presentó en un tribunal de San Pablo y relató generalidades acerca del secuestro. Evitó identificar a sus captores: dijo que solo había tratado con encapuchados.

Ni él ni su hermano estaban listos para dar detalles.

Declaramos en circunstancias muy particulares. Los Montoneros todavía operaban en la Argentina —diría años más tarde.20

Juan se escudó en su hermano mayor, una vez más. Los abogados le explicaron al juez que sus médicos aconsejaban que no le hicieran recordar su cautiverio. Le leyeron la declaración de su hermano.

—¿Tiene algo para agregar?

—Nada —dijo.

El 27 de septiembre de 1977 el juez Roberto Gitard dictó un sobreseimiento provisorio y la causa quedó paralizada, sin detenidos ni prófugos.

Los hermanos, que no habían pisado Buenos Aires desde su liberación por temor a que los detuvieran, ya no tenían impedimentos para regresar. Pero tampoco tenían razones para hacerlo. El momento sería otro.

Cada tanto le mandaban de las fábricas exigencias de dinero firmadas por los Montoneros. Born les mandaba a decir que ya no vivía en Argentina y las ignoraba, con la convicción de que provenían de una célula que actuaba sin conocer los acuerdos que se había hecho con la cúpula. Ya conocía el sistema de compartimentar la información que aplicaban los chiquilines, y saberlo lo ayudaba a preservar la calma.

 

Jorge Born sabía que la dictadura masacraba a la organización que lo había secuestrado junto a Juan, y a otras guerrillas también, como al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). “Les dieron una salsa terrible, de la cual nunca participé y con la cual nunca estuve de acuerdo”, se atajó el empresario en las entrevistas para este libro.

Nunca le interesó vengarse. Ni siquiera quiso obtener justicia por los nueve meses que había pasado en cautiverio.

En cambio le importaba, y mucho, perseguir el dinero del rescate. Con los años, se transformaría en una obsesión para él, que había logrado reducir la cifra desde los 100 millones que los Montoneros habían pedido al inicio de su calvario.

Born III se veía a sí mismo como “el hombre de los 60 millones de dólares”, traducción literal del inglés (“The Sixty Million Dollar Man”). Eso habían costado su vida y la de su hermano Juan. En cambio, la de Julio no se pudo pagar: después de operaciones y quimioterapias, su hermano menor murió en octubre 1983, a los 44 años.

También sentía que el precio había sido demasiado alto para su padre: se había derrumbado, viviría poco más de cuatro años desde el momento de su liberación. La necrológica que le dedicó el diario La Nación, tras su muerte el 13 de mayo de 1980, decía que el secuestro de sus hijos había sido para Jorge Born II “una pesada cruz”:

Cuando se aproximaba a los 80 años —habría cumplido el 24 de julio—, y tras soportar con espíritu cristiano una larga enfermedad, falleció ayer Don Jorge Born, gran empresario y cumplido caballero. Su desaparición enluta a las familias tradicionales, al empresariado argentino y, en definitiva, al propio país, al que sirvió trabajando en el desarrollo de un grupo industrial que sido fuente de trabajo para muchos y de riqueza para la Nación.

Aunque nació en Lomas de Zamora, desde su casamiento con Matilde Frías Ayerza se instaló en la señorial casona de las barrancas sanisidrenses, que fue su lugar de refugio y de descanso en los cortos lapsos que le permitía su agotadora labor en el complejo de empresas del que —en rigurosa escuela, en la que nada le valió ser hijo del fundador del grupo— fue subiendo peldaños del camino de la responsabilidad desde los cargos más modestos hasta la presidencia del directorio.

Vástago de una tradicional familia belga, culminó sus estudios en Bruselas, donde se graduó como licenciado en Ciencias Financieras. Entonces —tenía solamente 20 años— inició su trabajo en la empresa familiar, fundada en 1884 por su padre y don Ernesto Bunge; sería ocioso detenerse a reseñar lo que Bunge & Born S.A. como empresa exportadora y como cabeza de un poderoso “holding” industrial y agropecuario ha significado en la historia económica argentina, porque es perfectamente conocido, y el gran edificio de estilo flamenco, en 25 de Mayo y Lavalle, donde el extinto transcurrió tantas largas jornadas de trabajo, ha sido siempre uno de los grandes centros motores de la producción argentina.

Pero no es justo que la imagen del gran industrial escamotee la mucho más interesante y rica del simple hombre, del gran señor que hubo de cargar muchas pesadas cruces —una de ellas fue el secuestro por extremistas de sus hijos— y supo hacerlo con digna nobleza, sin utilizarlas jamás como pretexto para excusarse del cumplimiento de sus deberes.

Los veinte años —entre 1956 y 1976— en que ocupó la presidencia de la empresa no le impidieron cumplir a la vez con una intensa acción social, cuya expresión más visible fue la Fundación Bunge y Born, pero que, entrañablemente, se tradujo en una vocación de servicio callada. Siempre vivió austeramente y se exigió a sí mismo, pero siempre supo dar en silencio, como lo impera el Evangelio “que ni tu mano izquierda sepa lo que da la derecha”. Hombre cultísimo, gran caballero, padre y abuelo ejemplar, nunca se envaneció de los honores y siempre sintió la angustia de no haber podido hacer todo lo que creía que era su deber.

La tierra de sus mayores, Bélgica, lo reconoció con la Cruz del Mérito, la Orden de la Corona y la Orden del Rey Leopoldo. Su tierra natal, la Argentina, le reconoce con el dolor ante su muerte, apresurada por hondos pesares.

Los restos de Don Jorge Born se velan en su residencia de Florencio Varela 672, San Isidro, y su sepelio se realizará hoy a las 15 en la Recoleta, oportunidad en la que hablará Don Mario Hirsch, actual presidente del directorio de Bunge y Born.

 

Durante las décadas por venir, Hirsch y los herederos invertirían tiempo y dinero en tratar de averiguar quién había informado a los Montoneros los detalles sobre el poder económico de Bunge y Born.

Querían saber si alguien de la empresa los había traicionado.

Querían saber si algún político poderoso o un empresario rival los había señalado como presas.

Querían saber a dónde había ido a parar la plata del rescate.

Pero no serían los únicos en seguir la ruta del dinero. Apenas los hermanos se fueron de la Argentina, los militares salieron a cazar a los Montoneros. Y a perseguir el botín, también ellos.

Nota:

20 El 20 de diciembre de 1984, Jorge Born amplió su declaración por su propia iniciativa.

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