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Capítulo 2. 1955-1970-1974. Historias que convergen en una cárcel del pueblo

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Después de cruzar la vía, los tres autos de escape de los Montoneros se desviaron de la calle Roma. Buscaban un camino menos transitado. Atravesaron la Avenida Maipú y pasaron debajo de la Autopista Panamericana. Se mantenían a la velocidad máxima o apenas por encima, como la corriente de autos: no querían llamar la atención.

Se dirigían a Piojo 1, la primera

cárcel del pueblo donde Jorge y Juan Born quedarían confinados de manera provisoria, hasta que los secuestradores pudieran establecer con certeza que las fuerzas de seguridad les habían perdido el rastro.

El viaje duró poco: se movían dentro de los márgenes del norte del conurbano. A medida que se alejaban del Río de la Plata dejaban atrás el paisaje de las grandes casas de los ricos y se adentraban en la geografía de los barrios típicos de la clase media.

Rodolfo Galimberti había elegido el primer destino para los hermanos. El capitán montonero, que había llegado a secretario militar de la Columna Norte con solo veintisiete años, había sido un guerrillero extravagante desde sus inicios, como creador de la Juventud Argentina para la Emancipación Nacional (JAEN). Juan Perón lo entronizó como secretario de la Juventud Peronista y luego lo destronó. Su peinado a la gomina y su sobretodo negro parecían acompañar su pasión por las armas.

A él le había tocado la responsabilidad de supervisar a quienes acondicionaron la

casa operativa —como se llamaba a las propiedades que se asignaban a las actividades clandestinas de la organización— de la calle Manuel García 5030/5050, en la localidad de Carapachay, municipio de Vicente López. La escala inicial de los Born: Piojo 1.

Galimberti —Alejandro, por su nombre de guerra— había elegido la propiedad dentro del territorio que correspondía a la Columna Norte: los municipios de San Martín, San Fernando, Tigre, San Isidro y General Sarmiento (que en 1994 se dividiría en José C. Paz, San Miguel y Malvinas Argentinas). La casa de Carapachay ofrecía buenas condiciones de seguridad. Además, su frente doble alojaba un garaje ancho y una cortina metálica que permitían el ingreso de dos vehículos a la vez: una ventaja en caso de que los guerrilleros y sus secuestrados llegasen en medio de una persecución policial.

El auto se detuvo. Todavía confuso por los efectos del golpe que le habían propinado con la culata de un arma, Jorge Born sintió que lo tomaban de las axilas y lo jalaban hacia la puerta. Una vez fuera del vehículo caminó un trayecto que le pareció corto. Le quitaron las esposas, le colocaron una cuerda entre las manos y le ordenaron que se sujetara. Experimentó una levedad extraña, mezcla del aturdimiento y el modo en que el suelo bajo sus pies se había esfumado; como si no pesara sus ochenta y tres kilos.

Quedó con las piernas suspendidas en el aire. De pronto creyó entender que no lo habían alzado sino que lo habían metido dentro de un hueco en el cual su metro ochenta no alcanzaba para que tocara el piso. Descendió 2,40 metros.

Sintió que lo sostenían desde abajo. Al fin pisó una superficie.

Le indicaron que avanzara unos pasos. Escuchó cómo se cerraba una puerta detrás de él.

Se quitó la capucha.

¿Qué era esa caja de zapatos donde se encontraba?

La midió con sus pasos. Tendría a lo sumo dos metros de ancho por tres de largo. Seis metros cuadrados. La falta de ventanas acrecentaba la impresión del encierro.

En un espacio tan restringido el mobiliario no podía sino ser escaso: una silla pequeña, un catre diminuto, un estante de fórmica y una mesita que se plegaba en una pared.

Sin los zapatos que le habían sacado durante el viaje, el frío se le filtraba por las medias. Pensó que el piso podía ser de cemento. Otros materiales le resultaban extraños: el techo y las paredes estaban recubiertos con planchas de telgopor. Más adelante descubriría que eso aislaba el sonido de su celda: por más que gritara, nadie lo escucharía.

El mayor desafío, supo pronto, sería tolerar el ahogo que le provocaban la falta de aire y la oscuridad. La única fuente de ventilación, un tubo que asomaba por un hueco en el piso, difundía apenas una corriente leve. La luz mortecina de una bombita de 60 watts que colgaba del techo no alcanzaba para iluminar ni siquiera un ámbito tan pequeño. Tendría que habituarse a vivir en esa semipenumbra sofocante.

Mientras exploraba el lugar, Jorge Born se preguntaba por su hermano. ¿Estaría bien? ¿Lo habrían soltado? ¿O lo habrían encerrado en otro pozo como a él? En ese caso, ¿podría verlo?

Ignoraba que Juan se encontraba en una celda enfrentada a la suya, de proporciones idénticas.

Habían pasado pocas horas de su ingreso a la

cárcel del pueblo cuando un hombre informó a Jorge Born, con toda pompa, que él y su hermano estaban en manos de la Organización Político-Militar Montoneros.

 

La guerrilla peronista había regresado a la clandestinidad apenas trece días antes. A dos meses de la muerte de Perón, que el 1º de julio de 1974 había dejado el poder en manos de su viuda, los jóvenes revolucionarios habían retomado la lucha armada. No creían que el gobierno de Isabel Perón, débil y desprestigiado, pudiera concretar la utopía de patria socialista dentro de las normas institucionales.

CAUSA JUDICIAL Nº 41.811

Frente de Piojo 1, la primera cárcel del pueblo en la que fueron alojados los secuestrados.

Entre 1972 y 1974 habían participado del proceso político que puso fin a la proscripción del justicialismo de casi dieciocho años y permitió el regreso de Perón al país. Ellos habían allanado el camino para su tercera presidencia, se atribuían el triunfo. Y él había frustrado sus expectativas muy rápidamente: se había inclinado por la derecha del movimiento —la burocracia sindical, el ministro José López Rega— e inclusive los había repudiado.

Los Montoneros habían apoyado la salida electoral y en especial la presidencia fugaz de Héctor Cámpora, y para eso habían suspendido sus actividades clandestinas, habían aportado funcionarios y diputados, habían expuesto a sus organizaciones de superficie y habían gastado sus fondos en publicaciones (un diario, entre ellas), movilizaciones y campañas. Cuando más las necesitaban, decididos a volver a las armas y la clandestinidad, sus reservas se habían agotado.

Entonces concibieron la

Operación Mellizas.

Un único golpe que les procurase un botín millonario. Una garantía para la continuidad de la organización durante décadas. Un rescate récord que los inscribiera en la historia mundial.

Y la clausura definitiva de una etapa: el abandono del intento de acceder a la revolución mediante el sistema democrático.

Un

dato, como decían en su jerga los jóvenes revolucionarios, definió la elección del objetivo. Un competidor de Bunge y Born, o tal vez alguien con mucho poder, sopló a un integrante de la Conducción Nacional (CN) de Montoneros que podían pedir hasta 200 millones de dólares. El grupo era tan poderoso que sus recursos en Suiza eran más que suficientes para afrontar pagos millonarios sin tener que vender siquiera una de sus empresas.

Hasta ese momento, el rescate más alto que una compañía había pagado por uno de sus gerentes era de 14.200.000 dólares.

Desde comienzos de 1972 diversos grupos guerrilleros habían perfeccionado el secuestro extorsivo como medio de financiación. Sus víctimas habituales, los directivos de las compañías extranjeras y los empresarios locales, les permitían recaudaciones mejores que —por ejemplo— el asalto a una sucursal bancaria, y sin correr tantos riesgos como en esas operaciones, en las cuales intervenían factores impredecibles como el público y los encargados de la seguridad. Los casos que involucraban a compañías o apellidos poderosos ofrecían, además, un golpe de propaganda.

Pero no todos terminaban de la mejor manera.

El secuestro del presidente en Argentina de la automotriz italiana Fiat, Oberdan Sallustro, el 10 de abril de 1972, conmocionó al país. El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) lo capturó mientras se desarrollaba un conflicto sindical en la planta. Murió asesinado cuando la Policía Federal descubrió la

cárcel del pueblo donde lo habían alojado, en el barrio de Mataderos de la Capital Federal.

Sallustro había nacido en Paraguay en una familia de inmigrantes que había combatido en Italia contra Mussolini: siempre se interpretó como una ironía trágica que cayera asesinado en nombre del socialismo. Más allá de la parábola, su muerte comunicó a otros empresarios un mensaje tan inequívoco como perturbador: permanecer en la Argentina significaba poner en riesgo la vida, además del capital.

Durante 1973 se concretaron ciento setenta secuestros, entre uno y dos de alto impacto al mes. Fue el período más activo del ERP, el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) que lideraba Mario Roberto Santucho. Entre las víctimas se contaron directivos y gerentes de compañías internacionales como Swissair, Coca Cola, Eastman Kodak, el Banco de Londres y Peugeot. A veces ni tan siquiera el pago del rescate garantizaba la tranquilidad: Charles Lockwood, de la firma de neumáticos Firestone, sufrió dos secuestros. También los empresarios argentinos corrían peligro. En el mismo período Santiago Soldati, hijo del presidente del Nuevo Banco Italiano, y Carlos Pulenta, productor vitivinícola, debieron pagar por su libertad.

Según el semanario estadounidense

Time, hacia fin del año el sesenta por ciento de los representantes de firmas extranjeras habían abandonado el país.

La mayoría de sus pares huían, pero Jorge Born II, el padre de Jorge y de Juan, se había negado a considerar siquiera una mudanza temporaria al exterior. Pocos entendían su empecinamiento: podía elegir entre muchos destinos sin tener que comenzar de nuevo. Por su actividad original, la venta de granos, su empresa operaba con oficinas en el mundo entero: Londres, París y Amberes en Europa; también en los Estados Unidos y en varios puntos de América Latina.

Dentro del país, entre los directivos y las diversas sociedades del grupo, sumaban la propiedad de medio millón de hectáreas y de industrias cada una líder en su rubro: textiles Grandes Fábricas Argentinas (Grafa), envases Centenera y pinturas Alba, entre otras. La empresa de alimentos del grupo, Molinos Río de la Plata, producía algunas de las marcas más emblemáticas de la mesa de los argentinos de la época: el aceite Cocinero, la mayonesa Ri-ka y la yerba Nobleza Gaucha. La presencia dominante del grupo en el mercado interno le daba mucha visibilidad y lo convertía en un objetivo apetecible para las guerrillas clandestinas.

Pese a tanta exposición, Born II no había accedido siquiera a pagar el

impuesto revolucionario que diversos grupos le exigían para poder hacer negocios en paz: en teoría —y al estilo de la mafia— ese desembolso protegía a los empresarios de males mayores.

El presidente del

holding se negaba a ceder a la extorsión. Se ofuscaba: “Lo que es correcto es correcto, y lo que no es correcto no es correcto. Y punto”.

El dispositivo de seguridad de Bunge y Born —integrado por hombres ligados a los servicios de inteligencia y bien conectados con los militares— le había advertido de los riesgos que corrían él, sus hijos y sus familias.

“¿Cómo nos vamos a ir nosotros, que somos los capos? Diecisiete mil personas trabajan en nuestras empresas. Nos tenemos que quedar. Pase lo que pase”, solía repetir con fastidio cada que vez que alguien le insistía con que dejara la Argentina por un tiempo.

Después de recibir el

dato inicial que puso en la mira a la familia Born, la conducción de Montoneros —que integraban Firmenich, Roberto Perdía, Horacio Mendizábal, Roberto Quieto y Julio Iván Roqué— ordenó a Horacio Campiglia, alias

Petrus, que investigara al grupo. El jefe del Servicio de Informaciones de la guerrilla peronista pidió a Rodolfo Walsh —el periodista que en 1973 se había sumado a Montoneros proveniente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y ahora trabajaba bajo sus órdenes— que relevase los datos necesarios para planificar la operación. Debían atender en especial a los movimientos de sus directivos.

Si bien Bunge y Born se caracterizaba por el hermetismo que la protegía, los Montoneros lograron perforar esa barrera y conocer alguno de sus secretos. Concluyeron que Born padre y su principal socio eran demasiado mayores como para sobrevivir un período largo en una

cárcel del pueblo. Born II nacido el 1º de julio del 1900, tenía 74 años; Mario Hirsch, el vicepresidente del grupo, 63. Aunque entre ambos manejaban los negocios en la Argentina (un conglomerado de empresas y grandes extensiones de tierra que concentraban la parte más sustancial de la riqueza del

holding), los herederos Jorge y Juan Born resultaban una presa mucho más conveniente.

Se llevaban once meses, el mayor tenía apenas 40 años, se mantenían saludables y ocupaban cargos de relevancia en la estructura. Jorge era el número tres detrás de Hirsch y se encargaba de las ramificaciones del comercio de granos en los Estados Unidos y en Brasil; Juan tenía a su cargo el área administrativa de Bunge y Born e integraba el directorio de Grafa.

El seguimiento preliminar del Servicio de Informaciones arrojó que Born padre y su esposa Matilde Frías se habían mudado a un departamento en la Avenida del Libertador al 3500, junto al Palacio Bosch (la residencia del embajador de los Estados Unidos en Argentina) y frente al Parque Tres de Febrero, en la Capital Federal. La propiedad familiar de Béccar, una zona de colinas y mansiones en el norte del conurbano bonaerense, había quedado para los dos hijos mayores. Desde allí Jorge y Juan viajaban juntos al centro de la ciudad, hasta

La Maison, el edificio donde compartían oficinas con un centenar de gerentes, argentinos y extranjeros que atendían los negocios de Bunge y Born en el mundo.

Los desplazamientos compartidos ofrecían un costado tentador: la promesa de un botín doble en un golpe único.

El entusiasmo inicial se aplacó cuando comprobaron que el esquema de seguridad que rodeaba a los herederos no parecía presentar fisuras. Se movían siempre con un auto de custodia y recorrían un trayecto casi sin desvíos por la Avenida del Libertador, una de las más transitadas del área metropolitana.

Los hermanos, conscientes del peligro que los rodeaba, no tomaban riesgos innecesarios. Pasaban casi todo su tiempo libre dentro de la mansión, detrás de una muralla cuya altura habían elevado y en la que habían duplicado los puestos de vigilancia.

Juan y su familia —su mujer Virginia Agote y sus cuatro hijos: Juan Cristian, Virginia, Pablo y Santiago— habían recibido la casa principal que había decorado Jean Michelle Frank, un diseñador de interiores francés de fama en los años ’20. Jorge Born II y Matilde lo habían frecuentado en su atelier de París: Frank les mostraba las maquetas a medida que desarrollaba el proyecto, y luego les mandaba las obras de sus artistas amigos —una lámpara del escultor Alberto Giacometti o un mueble del surrealista español Salvador Dalí— por barco.

Jorge Born III, su mujer Inés Magrane de Alvear y sus hijos Jorge, Inés Alejandra, Marisa y José Eduardo se habían acomodado en la casa secundaria, la más cercana a la pileta olímpica.

En su conjunto, la propiedad ocupaba la mitad de una manzana; la otra mitad pertenecía a la escritora Victoria Ocampo. En 1931 la vecina había fundado la revista

Sur y su editorial, que difundieron en América Latina la mejor literatura local y extranjera en traducciones memorables, como las de Jorge Luis Borges o las de José Bianco. Por su casa, luego conocida como Villa Ocampo, pasaron los intelectuales y hombres de letras más destacados de buena parte del siglo XX. En el recuerdo de los hermanos, que habían correteado esos mismos jardines que ahora disfrutaban sus hijos, quedaban las quejas de Ocampo, fastidiada por el ladrido de sus perros.

Los Born ni siquiera salían los fines de semana; debía tratarse de algo imprescindible para que se hiciera una excepción. La custodia había decidido que dejasen de llevar a los hijos a sus colegios en Olivos (los varones a la Escuela Escocesa San Andrés y las mujeres al Northlands, ambos privilegiados, bilingües y de doble turno; ninguno mixto). Las esposas de Jorge y de Juan a veces se agotaban: preferían dejar el país antes que vivir de esa manera.

El Servicio de Informaciones de los Montoneros llegó a considerar que resultaría casi imposible emboscar a los hermanos. Hasta que un día, por casualidad, se vislumbró un plan viable. Los militantes a cargo del seguimiento vieron cómo una cuadrilla de poda de árboles cortaba el camino y desviaba a los automóviles sin trastorno alguno. Ese hecho los inspiró.

Cuando por fin recibió la propuesta de Campiglia para emboscar a los hermanos Born, la dirigencia que encabezaba Firmenich encargó a la Columna Norte que ejecutase el plan. Le correspondía: la sección de cuatrocientos hombres y mujeres tenía la responsabilidad de los operativos en la zona donde se produciría el secuestro doble.

En la estructura de los Montoneros la base territorial se hallaba en los municipios, en las

Unidades Básicas de Combate. Las

columnas agrupaban a un conjunto de unidades, por lo general de municipios vecinos. A su vez las columnas se concentraban en un número acotado de

Regionales (Cuyo, Noroeste, Córdoba, Noreste, Patagonia, La Plata, Mar del Palta, Paraná, Santa Fe-Rosario y Buenos Aires). En el vértice de la pirámide se ubicaba la Conducción Nacional (CN).

La Columna Norte, al mando de Galimberti, gozaba de cierto prestigio dentro de la organización. A la personalidad arrolladora de su jefe se sumaban las características de su territorio, que lo convertían en un escenario ideal para el ensayo revolucionario: en esa parte del conurbano había emergido un cordón industrial pujante, con gran cantidad de fábricas cuyas comisiones internas habían reemplazado a la ortodoxia sindical por la izquierda peronista. Los Montoneros desarrollaban un trabajo territorial importante en las villas como La Cava pero también en barrios de clase alta como La Horqueta —contiguo a La Cava— cuyos jóvenes rebeldes llevaban el mensaje revolucionario a sus conocidos del Colegio Nacional y la Catedral de San Isidro.

La organización se ordenaba con jerarquías que mostraban la fascinación extrema de los Montoneros por las estructuras militares. El rango de

miliciano equivalía al de soldado raso. Le seguían los de

subteniente,

teniente,

teniente primero y

capitán, el máximo dentro de cada columna. Los titulares de las Regionales debían ser

oficiales mayores, un grado por debajo del

oficial superior que se reservaba a los integrantes de la Conducción Nacional. Cada ascenso se debatía en tribunales que se constituían con ese fin, cuyas decisiones quedaban

ad referéndum de los oficiales superiores. El procedimiento reforzaba otro rasgo muy marcado de la organización con posterioridad a 1974: el verticalismo.

Como la CN no se sometía a un proceso democrático para la toma de decisiones, simplemente

bajaba a los milicianos su principio de

subordinación estratégica, que clausuraba los debates.

En operaciones guerrilleras menores regía el principio de

autonomía táctica: las distintas columnas podían desarrollar una acción sin la supervisión de la CN. “Son formaciones reagrupables”, explicó Firmenich al semanario francés

Le Nouvel Observateur. “Se aproximan al objetivo en forma dispersa, si se trata de grandes operaciones, pero el ataque se libra en forma reagrupada, es decir, como una formación de infantería. La formación se dispersa otra vez para la retirada y cada grupo tiene la autonomía para librar pequeños combates con éxito”.1

En la

Operación Mellizas, dada su relevancia, participaron representantes de todos los niveles: el jefe de la Columna Norte, el capitán Galimberti, el de la Regional Buenos Aires, el oficial mayor Fernando Vaca Narvaja, y un delegado de la CN, el oficial superior Roberto Quieto.

Este abogado de 36 años provenía de las FAR, que se habían creado como un grupo de apoyo al foco guerrillero que Ernesto

Che Guevara lideró en Bolivia. Hacia el final de 1973, se habían fusionado bajo el nombre de los Montoneros al igual que las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y los Descamisados. Comparado con Firmenich, Quieto era un viejo guerrero: acumulaba más años de vida y de experiencia en operativos que la mayoría de los integrantes originales de la organización.

Quieto había realizado planificaciones complejas: robos a bancos (una sucursal del Galicia en Gerli y otra del Comercial de La Plata), el asalto a un camión militar y el copamiento de un destacamento policial. Firmenich solo había tenido protagonismo en la liberación de cuatro presas políticas de la cárcel del Buen Pastor, en la Provincia de Buenos Aires, en junio de 1971, cuando formaba parte de las Organizaciones Armadas Peronistas, el germen de Montoneros. Había cumplido un papel secundario en el debut de la Organización: el secuestro y el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu.

“Es natural imaginarse que un hombre que no sale de su casa sino para cumplir acciones de guerra ha estado muchas veces al borde de la muerte”, escribió Gabriel García Márquez en su famosa entrevista a Firmenich, que publicó en la revista italiana

L’Espresso en 1977. “Pero él solo ha tenido la impresión de estarlo una vez, y en una operación que vista a la distancia no valía la pena.”2

La anécdota, de diciembre de 1970, ubica a Firmenich y a un compañero, disfrazados de vendedores de café, en la quinta presidencial de Olivos. Le quitaron una subametralladora a un policía, quien se resistió e hirió a Firmenich en un dedo. “Fue un milagro”, citó el autor colombiano al guerrillero. “El dedo impidió que la bala me diera en el corazón.”

Quieto no solo podía ser considerado un veterano en comparación con Firmenich, había vivido, además, la épica de la espectacular fuga de la cárcel de Rawson, donde estuvo preso junto con Vaca Narvaja y los jefes del ERP, Santucho y Enrique Gorriarán Merlo, en 1972. Los diecinueve guerrilleros que salieron detrás de ellos quedaron atrapados en el aeropuerto, y fueron detenidos en la Base Naval Almirante Zar, donde los ametrallaron en un intento de fuga que fingió la Marina. Solo tres sobrevivieron a la Masacre de Trelew.

A pesar de los antecedentes de Quieto, el resto de la CN le reprochaba un punto débil: su familia.

Los Montoneros, inspirados en la concepción del Hombre Nuevo del Che Guevara, creían que la entrega del revolucionario debía ser total. Condenaban los lazos sentimentales con personas que no formaran parte de la organización y solo autorizaban la formación de parejas con idéntico compromiso, capaces de entender la prevalencia de la lucha revolucionaria por encima de cualquier otro impulso.

Alicia Beatriz Testai, la compañera de Quieto y madre de sus dos hijos, no compartía la militancia. Y él intentaba mantener el contacto con su familia: una colisión de sentimientos que le costaría la vida.

 

Del operativo, bautizado

Operación Mellizas, iban a participar en total cuarenta y cinco militantes, pero solo diecinueve necesitaban conocer ciertos detalles. A los demás, integrantes del anillo externo de contención, solo les darían instrucciones para el seguimiento de los autos: armarían un sistema de postas para vigilar al objetivo desde el punto de salida en la mansión de Béccar hasta la intersección elegida para la emboscada.

A los combatientes, que había seleccionado en atención a su experiencia y manejo de armas, Quieto los juntó por única vez y para un repaso general en la etapa final de la planificación. Los integrantes de los equipos de ataque y de contención del secuestro de los hermanos Born se conocieron entre sí el sábado 14 de septiembre de 1974, en el camping de un sindicato en Tandil, Provincia de Buenos Aires.

Las medidas de seguridad también se les aplicaban a ellos. Los condujeron

tabicados, como se decía en la jerga montonera: los ojos tapados con algodones, escondidos detrás de anteojos negros grandes, para que no reconocieran puntos de referencia del trayecto. Los choferes sabían solo la dirección a la que se dirigían: ignoraban a quiénes llevaban y que se trataba de la

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