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Capítulo 5. 30 de octubre de 1974 - 28 de febrero de 1975. Carta al padre

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En enero de 1975 los Montoneros hicieron un balance de la marcha de la

Operación Mellizas.

Durante más de tres meses habían acumulado un puñado de contactos, todos frustrantes, con distintos empleados de Bunge y Born. El padre no se había dignado a atenderlos: recibía sus mensajes por medio de terceras personas.

Al primer pedido de rescate, de 100 millones de dólares, uno de sus intermediarios había transmitido su contrapropuesta, tan irrisoria que bordeaba lo temerario. Un abogado

cajetilla que por alguna razón trataba a los Montoneros como si fueran sus subordinados, les había

ofertado, como quien se cree en la posición de poner condiciones, 10 millones de dólares.

Apenas el 10 por ciento del monto exigido.

Una burla. Ni siquiera ameritaba consideración.

En respuesta, los Montoneros cortaron toda comunicación. Pensaron que al pasar semanas sin noticias Born II comprendería de una vez quién mandaba. Pero ni siquiera el silencio forzó una movimiento del empresario.

 

Los hermanos habían entrado en el año 1975 sin advertirlo. Ni en Navidad ni en Año Nuevo les ofrecieron un menú especial. Nada aconteció que les alterase la rutina. Por el aislamiento sonoro de las celdas, tampoco escucharon los fuegos de artificio.

La clausura en la que vivían superaba la cuestión de los ruidos. La realidad se había difuminado poco a poco, con un efecto de desestabilización psíquica grave para Juan y una sensación de alejamiento del mundo para Jorge. Todo se reducía a ese espacio de seis metros cuadrados donde despertaban cada día, lleno de nada, y a las negociaciones casi inexistentes por su libertad.

Ignoraban que la violencia política había progresado, más lentamente desde la izquierda que desde los parapoliciales de José López Rega. Su Triple A había asesinado a Julio Troxler, sobreviviente de los fusilamientos en los basurales en José León Suárez en 1956, apenas un día después de que los Born cayeran emboscados; y una semana más tarde, a Silvio Frondizi, el hermano marxista del ex presidente Arturo Frondizi.

En octubre, mientras Jorge y su hermano transitaban la adaptación imposible que pretendían los Montoneros, el dirigente clasista Agustín Tosco escapó del allanamiento del sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba, solo para vivir en la clandestinidad y morir por falta de cuidado un año más tarde. Los gobernadores Jorge Cepernic (Santa Cruz) y Miguel Ragone (Salta) habían sido desplazados, y sus provincias intervenidas, como parte de la creciente influencia del Brujo sobre la presidenta Isabel Perón: no permitían

infiltrados en sus gobiernos, se argumentó.

 

Los Montoneros habían dado un golpe espectacular el 1° de noviembre, y ni una palabra le había llegado a Born III. Ni para jactarse de sus hazañas corrían el riesgo de conectarlo con el mundo exterior.

Horacio Mendizábal había planificado la acción que comenzó a la una de la madrugada de ese día, cuando el buzo táctico Máximo Nicoletti y otros tres militantes (una mujer entre ellos) se sumergieron en el atracadero Sandymar, en el Tigre, donde el comisario Alberto Villar guardaba su embarcación

Marina. Llevaban veinte kilos del explosivo trotyl, resistente al agua, que colocaron a la altura del asiento de Villar.

En su periplo (que lo llevaría de la guerrilla a cooperar con la Marina, adherir a los carapintadas y por fin asaltar un camión de caudales), Nicoletti negó su participación en la voladura, que se ejecutó a las 10.30 de la mañana, cuando el policía que había interrumpido el funeral de los fusilados en la Masacre de Trelew, y codirigía la Triple A, se instaló en el bote con su mujer, Elsa María Pérez. Ambos murieron en el momento.

Born III tampoco sabía que, si no bastaran con sus limitaciones internas, las encontraría también fuera: la presidente había decretado el Estado de Sitio el 6 de noviembre. Pero se enteraría al quedar en libertad: la medida se mantuvo hasta el golpe del 24 de marzo de 1976, y las juntas militares lo heredaron, como la simiente del terrorismo de Estado pergeñada por López Rega.

A mediados de diciembre, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que jamás había depuesto las armas, suspendió su campaña de atentados contra militares. Once días antes habían matado al capitán Humberto Viola y, en el operativo balearon también a su hija Cristina, de tres años, que viajaba en el automóvil. Los Born se mantuvieron ajenos a la indignación nacional que provocó la disculpa por la muerte de la niña y el anuncio de que la guerrilla de izquierda ya no atacaría a los uniformados en las calles.

 

Un mes y medio antes de entrar a Piojo 1, los Born habían asistido con el asombro unánime mundial a la primera dimisión de un presidente de los Estados Unidos: tras el escándalo del espionaje en una oficina del edificio Watergate del Partido Demócrata que había revelado el diario

Washington Post y ante el riesgo de que le plantearan cargos formales de conspiración para obstruir la justicia, el republicano Richard Nixon había renunciado el 9 de agosto. Al reemplazarlo Gerald Ford, la vicepresidencia había quedado vacante. El 19 de diciembre Nelson Rockefeller ocupó ese lugar: el mismo empresario por cuya visita a la Argentina, durante las puebladas de 1969, se habían incendiado los supermercados Minimax. La familia tenía amistad con los Rockefeller. Jorge solía visitar a David, el hermano de Nelson vinculado a los negocios con América Latina, cada vez que coincidían en Nueva York. Pertenecían al mismo mundo, pero los Born, incomunicados, no supieron del ascenso político de los Rockefeller.

Tiempos agitados en los Estados Unidos: perdían la primera guerra televisada de la historia, que no los mostraba como los héroes de antaño sino como los intervencionistas que rociaban aldeas con napalm. El Congreso había ya cortado los fondos para las actividades militares en Vietnam, la opinión pública presionaba por el regreso de los soldados estadounidenses. Sin ese apoyo, el régimen de Vietnam del Sur comenzó a resquebrajarse.

Aquel enero de 1975 se combatía a 120 kilómetros de Saigón; el Viet Cong ganaría tres meses más tarde. A los Estados Unidos les quedó el saldo de una derrota histórica y deshonrosa ante una suerte de David comunista e independentista, más 58.000 muertos, 300.000 heridos y otros cientos de miles traumatizados.

 

Aunque había perdido la cuenta de los días, Jorge intentaba mantenerla. Juan, en cambio, había renunciado a la noción del tiempo y su psiquis se desmoronaba. Su hermano mayor lo ignoraba, como ambos desconocían que estaban en la

cárcel del pueblo Piojo 2 apenas separados por una pared doble y un hueco aislante.

Los guardias ya no sabían cómo tratar a Juan.

Uno de ellos presentó una queja ante Rodolfo Galimberti: “Está totalmente chiflado. No te puedo explicar lo insoportable que se pone. Empieza a los gritos, se tira de los pelos, tiene alucinaciones, dice cosas espantosas”, detalló.9 Según la descripción de su comportamiento, Juan podía haber caído en un estado psicótico, pero ningún médico lo podía diagnosticar a la distancia.

La Columna Norte presionó sobre la cúpula para acelerar los tiempos. Galimberti no tenía la cantidad suficiente de hombres dispuestos a pasar una semana encerrados en un hueco con un secuestrado de perfil alto que parecía haber perdido la razón y les hacía pasar momentos muy desagradables las pocas veces que entraban en contacto con él, cuando entraban a llevarle comida o a cambiar el agua del balde. Tampoco podía rotar más parejas: muy pocos militantes debían saber que los hermanos estaban bajo su cuidado. En esas condiciones, el grupo corría riesgos que comprometían la seguridad de la acción.

 

La Conducción Nacional (CN) de los Montoneros decidió pasar la presión a Jorge Born padre, quien después de todo era el que prolongaba innecesariamente el proceso. Le envió un mensaje imposible de ignorar.

La víctima elegida: Antonio Muscat, de 52 años, gerente de Administración de la fábrica de pinturas Alba del grupo Bunge y Born.

El 7 de febrero de 1975 Muscat manejaba su auto por Quilmes, el municipio del sur del conurbano donde vivía. Su hija Silvia, de 23 años, iba en el asiento del acompañante. En una maniobra muy rápida, cuatro autos le bloquearon el camino y lo obligaron a bajar. Le tiraron gas pimienta en el rostro y sin que mediase siquiera una palabra le dispararon a corta distancia. Murió mientras lo trasladaban al sanatorio más cercano.

Como un correo ensangrentado, el homicidio de Muscat llevó un ultimátum a las oficinas centrales de Bunge y Born: o el padre de los cautivos empezaba a negociar de una vez o más directivos del

holding serían asesinados.

Ocho días más tarde los Montoneros balearon el frente de las casas de Alberto Méndez y de León San Juan, ambos gerentes de Molinos; en ese momento, además, la empresa enfrentaba un conflicto gremial importante. Quedó demostrado que la organización armada manejaba información detallada sobre esos hechos coyunturales y también sobre los movimientos y las viviendas particulares de los directivos de la compañía.

Todos se debían sentir amenazados.

Y así fue. Después de esos atentados, la empresa aceptó todas las demandas sindicales en sus fábricas e instalaciones. Y, por fin, se avanzó en las negociaciones por los secuestrados.

 

El círculo familiar de los Born había dejado el país a los pocos días del secuestro. La esposa del patriarca, las nueras y los nietos aguardaban el desenlace en Punta del Este, el balneario del Uruguay que la clase alta argentina elegía para veranear.

Matilde Frías Ayerza, la madre de los secuestrados, se había instalado de manera permanente en la casa que tenían en la zona de la punta, a metros del puerto y una marina con un muelle donde atracaban embarcaciones de lujo, entre el Río de la Plata y el Océano Atlántico. Compartían la casa con ella su nuera, la esposa de Jorge hijo, Inés Magrone de Alvear —miembro de una familia patricia, descendiente de dos presidentes— y los cuatro hijos del matrimonio. Virginia Agote, casada con Juan, prefirió que ella y sus hijos ocupasen una propiedad de su familia, un poco más alejada del centro, camino a las playas de la Barra.

Los chicos en edad escolar —los ocho primos, cuatro hijos de Jorge y cuatro de Juan, tenían entre dos y doce años— comenzaron las clases en un colegio uruguayo: sus madres no querían que perdiesen la escolaridad ni una rutina que les estructurase los días de angustia. Se preparan para una larga espera.

Born padre vivía la distancia con alivio: su mujer lo había presionado sin tregua para que pagara de una vez cuanto dinero hiciera falta. Como madre, Matilde se rebelaba contra la demora de las negociaciones. Él, en cambio, sabía separar los papeles: hacía a un lado al padre y dejaba que el empresario tomase el control de la situación. Aun cuando se trataba de las vidas de sus hijos.

La historia del secuestro corría como un rumor misterioso entre las familias con casa en Punta del Este y las que llevaban a sus chicos a los colegios del norte bonaerense donde los niños Born dejaron de ir de modo abrupto y sin que mediaran explicaciones. En esos círculos se rumoreaba que Matilde había amenazado con pedirle el divorcio a ese hombre de 73 años con el que había compartido gran parte su vida si algo le pasaba a sus hijos mayores. Aún sin conocer el estado tan delicado de Juan, Matilde padecía por los hermanos encarcelados.

El tercer varón, Julio, se mudó a Madrid con su mujer, Victoria Hueyo, y sus dos hijos. Tan solo Matilde,

Mili, la única mujer de los cuatro hermanos, permaneció en Buenos Aires con su marido, Celedonio Pereda, y sus hijos.

Pereda, gran terrateniente de la provincia de Buenos Aires, presidía, desde 1972, la Sociedad Rural Argentina (SRA), la entidad privada más poderosa de los productores del campo. Poseía, entre otras estancias, la Villa María, cuyo casco —una construcción Tudor de tres mil metros cuadrados— había sido diseñado por el arquitecto Alejandro Bustillo, cuyo prestigio se cimentaba también en el Hotel Provincial de Mar del Plata y la Villa Ocampo.

Cuando gran parte de su familia política emigró, Pereda no quiso dejar el lugar de poder que ocupaba en la SRA (desde allí sería uno de los grandes sostenes del golpe militar de 1976) ni descuidar sus negocios, y eligió permanecer en la Argentina. Además debía cuidar de

Mili, quien había sufrido poco antes del secuestro una trombosis, que como secuela le dejó una renguera.

 

Después del asesinato de Muscat, cuando ya había quedado muy solo en Buenos Aires, Born padre debió aceptar que también Mario Hirsch, su principal apoyo en la empresa, se marchase. Con los hermanos en peligro, resultaba imperioso resguardar la sucesión de la compañía. El vicepresidente de Bunge y Born se radicó en Madrid con Elena de Olazábal, su segunda esposa, y los tres hijos de ella de un matrimonio anterior. Escapó de los guerrilleros argentinos pero en España resultó víctima de ladrones comunes que lo maniataron durante horas para robar objetos valiosos de su casa.

Born iba a sentir su ausencia más que cualquier otra: el secuestro se produjo cuando ya estaba en trámite su jubilación. A los 63 años, Hirsch se preparaba para asumir el control de la compañía. Como los Hirsch eran más jóvenes que los Born, la alternancia entre las familias fluía a la perfección y las ciclos se cumplían con armonía.

Mario Hirsch había logrado recrear con Jorge Born II un vínculo tan sólido como el que habían labrado sus padres, Jorge Born (presidente desde 1884 hasta 1920) y Alberto Hirsch (presidente entre 1928 y 1956, detrás de Ernesto Bunge). Los Hirsch pasaban de generación en generación su gratitud a los Born porque el primer Jorge había reconocido el aporte transformador al crecimiento de la compañía y los había elevado de empleados a socios principales. Con el secuestro de los hermanos, Hirsch hijo honró la confianza que Born I había depositado en su padre.

La compañía aún no era pública, de modo que a Born II y a Hirsch les alcanzaba con consultar entre ellos para disponer de dinero. Gracias a que no existían otros accionistas que opinasen, podían mover grandes sumas a discreción, sin necesidad de asentar en las actas de las reuniones de directorio datos que pudieran comprometer a Bunge y Born ante las autoridades o en causas judiciales.

En un gesto de lealtad —que reciprocaba otros de la familia Born hacia la suya— Hirsch le entregó a su socio la disposición total del dinero que creyera necesario para pagar la libertad de sus hijos.

El

insider que les había pasado a los Montoneros información sobre la capacidad financiera de Bunge y Born no se había equivocado en lo esencial: la compañía se hallaba en condiciones de pagar la cifra que le exigían sin necesidad de vender alguna de sus empresas, sin tener que tomar crédito y sin poner en riesgo sus inversiones. Lograría cubrir el pago con sus cuentas en el extranjero. Sin dudas chocaría con complicaciones logísticas para entregar tantos millones de dólares a una guerrilla clandestina —es decir, a un grupo cuyas actividades el gobierno había declarado ilegales— en un país con control de cambios. Pero por lo demás, la firma podía afrontar la cifra que le pedían.

Así las cosas, un único impedimento separaba a Born II de la puerta hacia la negociación: él mismo.

Cavilaba. No quería dar el brazo a torcer.

¡Estamos hartos de su padre! ¿Qué le pasa que no nos atiende el teléfono? —los Montoneros se quejaban ante Jorge.

Ustedes no lo conocen, es evidente. A mi padre no lo mueve nadie. Pueden intentar lo que quieran.

¿Por qué no le escribe a su madre?

No serviría de nada. Si se trata de hacer algo que él considera que está moralmente mal, a mi padre no lo mueve nadie: ni mi madre, ni el Dios de arriba —respondía con calma. Ningún detalle de la narración montonera lo sorprendía: era un retrato de la actitud habitual de su padre. Tanta serenidad irritaba a sus captores.

¿Pero de qué están hechos ustedes? —repetían.

Born vio que otra persona se sumaba a los guardias. Alguien de mayor jerarquía, especuló al medir su actitud. Le preguntó sin preámbulos:

Si no es con su padre, ¿con quién podemos hablar?

En otras circunstancias hablarían conmigo. Yo soy la persona indicada, pero yo estoy metido acá dentro.

Entiendo. Pero seguramente hay alguien de su confianza a quien podríamos contactar. ¿Quién podría ser?

Su madre quedaba descartada de plano. Aunque Matilde era una mujer fuerte e independiente, el hijo suponía —y acertaba— que el padre ya la había corrido a un costado. Además ella, que jamás interfería en los temas vinculados a la empresa, habría dejado el asunto en las manos de él, como de costumbre. Cualquier intento por arrastrarla al centro de la escena conduciría al fracaso, y acaso al riesgo de que el padre lo interpretara como un truco para torcer su voluntad. No funcionaría.

Pensó entonces en un familiar cercano, más o menos de su edad, con quien él tenía una relación afectuosa y a quien su padre escucharía. Eligió preservar la identidad del hombre y les entregó solo un número de teléfono y un apodo.

Desde el momento en que ofreció un canal para llegar al padre, Jorge Born sirvió y se volvió funcional a los intereses de los Montoneros. Pero sentía otra cosa: que por primera vez en meses de cautiverio hacía algo por su destino y el de su hermano. El padre podía ignorar las llamadas de los guerrilleros, pero le resultaría imposible desoír un mensaje que le llegase por un intermediario que hubiera designado su hijo. El primer mensaje —el más relevante en la etapa que atravesaban— no requería de texto: al elegir a una persona cercana a él, el hijo le pedía que abriera el diálogo.

El amigo no lo defraudó: atendió el teléfono y se mostró dispuesto a trasladar el mensaje a Jorge Born padre. Todo un progreso.

A pesar del miedo y de una cierta repulsión que le provocaban los guerrilleros, acudió al lugar que le indicaron y siguió las instrucciones hasta dar con una carta escondida detrás del espejo de un baño en un bar. El texto, escrito a máquina, se dirigía a Born padre en un tono amenazante. Decía que se debía comenzar a negociar de forma inmediata porque, si continuaban las dilaciones, se verían acciones todavía más drásticas. Para destacar algunas palabras y su propio nombre, los Montoneros usaban las mayúsculas.

Una semana más tarde, el abogado de la compañía, José María Videla Aranguren, contactó a la persona que Born hijo había elegido de correo y le preguntó si tenía manera de entregar una repuesta. Sería la primera comunicación efectiva, con ida y vuelta, entre los secuestradores y el padre que, por fin, había reaccionado.

El amigo, un profesional exitoso cercano a la familia, se encontró de pronto inmerso en un mundo desconocido, lleno de riesgos y de códigos que alguien como él, ajeno a la militancia política de los años ’70, no alcanzaba a comprender. Pero aprendió a moverse y a interpretar para transformarse, a pedido de los Montoneros y por su afecto hacia los cautivos, en el correo que llevaba y traía notas.

La tarea creó una suerte de rutina, que comenzaba cuando el amigo atendía las llamadas telefónicas en las que se le indicaban las primeras instrucciones en clave. A continuación las ponía en práctica, lo cual lo llevaba a recorrer varias postas. Los Montoneros lo guiaban mensaje a mensaje por estaciones de tren como Constitución y Retiro; por bares, hospitales y otros espacios públicos de la ciudad de Buenos Aires y de la provincia, hasta que se sentían seguros de que se movía

limpio: que nadie lo seguía. Al final del recorrido, las notas podían aparecer en un sobre escondido en algún lugar insólito o debajo de una piedra en un parque.

Terminó el mes de enero. Cuatro meses y medio sin saber de sus hijos, y Born padre seguía sin avenirse a las exigencias de los Montoneros. Pero al menos aceptaba la conversación que su hijo había propuesto desde Piojo 2.

 

Hacía ya bastante tiempo que Jorge había logrado entablar una relación de cierta cordialidad con sus carceleros. Acaso había sido parte de una estrategia deliberada de los Montoneros: como el padre no había cedido por la fuerza, intentaron seducir al hijo. O tal vez habían comprendido que, paradójicamente, el propio secuestrado era el único que poseía la llave para que ellos pudiesen cobrar su rescate. Necesitaban de su fortaleza mental.

Born soportaba bien la rutina del cautiverio. Extrañaba más lo superfluo que lo básico: su whisky y sus cigarrillos predilectos, los Chesterfield que se habían convertido en señal de distinción gracias a una publicidad eficaz con estrellas de Hollywood de la época. Alguna vez los guardias le habían convidado un cigarrillo, de otra marca. En su celda diminuta y con ventilación escasa, donde se concentraba el humo, inhalaba con fuerza, exhalaba y se quedaba envuelto en una nube de olor embriagante. Lo disfrutaba.

Soñaba con fumar un paquete entero. Y cuánto mejor si pudiera completar esa ceremonia del tabaco con un

scotch

¿Nos podríamos tomar un whisky juntos? —se había atrevido a preguntarle una noche, pocas semanas después de su secuestro, a uno de sus custodios.

La respuesta, si bien seca, no había sonado terminante sino casi parecida a una disculpa:

Somos combatientes, no podemos tomar whisky con usted…

De la confrontación áspera de las primeras semanas, su relación con algunos de sus vigilantes había evolucionado hacia un diálogo más ameno, que incluía momentos de distensión y de desafío mediante algunos juegos. Todo había empezado con las palabras cruzadas que llenaban en la sala de guardia: si algún renglón quedaba incompleto, lo consultaban a Born para intentar que, con su ayuda, se llenaran todos los casilleros.

Los custodios tenían además un mazo de barajas españolas y un tablero para jugar a las damas, y algunos se habían mostrado dispuestos a compartir sus pasatiempos con el cautivo. Born ignoraba las reglas del truco, un juego popular, y hasta que las aprendiera y llegase a un nivel de entretenimiento habría pasado demasiado tiempo. Entonces apelaron a los más sencillos, como la casita robada. A Born le pareció que las damas eran una versión elemental del

backgammon, un juego de mesa antiguo, de azar y estrategia, muy difundido entre las clases altas, en el cual él se destacaba.

En esas distracciones habían fluido las conversaciones casuales. Y se había abierto una puerta interesante para Born: las apuestas con los guardias. Tal vez podría, a través de alguna, ganar un whisky y unos Chesterfield.

 

La oportunidad se le había presentado la noche de una pelea de box cargada de simbolismos que excedían al deporte.

El 30 de octubre de 1974 Muhammad Ali retó a George Foreman en África. Buscaba recuperar el cinturón que le habían arrebatado por razones políticas en 1967, cuando se mantenía como campeón invicto de los pesados.

En aquel momento los movimientos por los derechos civiles habían logrado sus primeras conquistas para terminar con las leyes de la segregación en los Estados Unidos. Ali se había sumado a los grupos más radicales, que representaba Malcom X; había adoptado la religión musulmana y había dejado de usar el nombre con el cual había sido bautizado —el de su padre, que honraba a un abolicionista del siglo XIX—, Cassius Marcellus Clay. La guerra de Vietnam aún despertaba más sentimientos de patriotismo que de rechazo entre los estadounidenses. Cuando Ali se negó a enrolarse por objeción de conciencia, el gobierno rechazó su reclamo, le quitó el título y lo dejó cuatro años sin pelear —en un periodo clave para su carrera— hasta que en 1971 la Corte Suprema falló a favor del boxeador.

Ya la historia empezaba a inclinarse a su favor: con las tropas en retirada, el clima político había cambiado. Faltaba poco para que cayera Saigón y Vietnam se reunificara como país bajo el mando del norte comunista.

Ali pelearía en un escenario que reivindicaba, además, su condición de negro: en África, en la República de Zaire, en un estadio al aire libre, delante de 60.000 personas. A través de Don King, un joven promotor en aquel tiempo, el dictador Mobutu Sese Seko había ofrecido cinco millones de dólares a cada boxeador para que el mundo viera un estadio repleto de gente que coreaba su nombre.

Diez millones.

Una cifra extraordinaria para el deporte. Pero nada en comparación con lo que pretendían los Montoneros para liberar a los hermanos Born.

 

Jorge Born admiraba la agilidad de bailarín con la que el retador recorría el ring, aunque casi nada sabía sobre el boxeo. En sus tiempos de estudiante universitario en los Estados Unidos, apenas había seguido la segunda etapa de la trayectoria exitosa de Sugar Ray Robinson. Aquel campeón de los medianos terminó elegido como el mejor boxeador del siglo XX.

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