Born

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Capítulo 5. 30 de octubre de 1974 - 28 de febrero de 1975. Carta al padre

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Las posturas políticas de Ali le parecían demasiado radicales, pero Born comprendía la problemática de la segregación racial y sus secuelas. Había sentido la tensión en Filadelfia a comienzos de los años ’50, mientras vivía en el campus de la Escuela de Negocios de Wharton, en la Universidad de Pensilvania. Allí los negros solo ingresaban para realizar las tareas de limpieza.

Gobernaba el militar republicano Dwight Eisenhower y Joseph McCarthy metía miedo con su caza de brujas desde el Comité de Actividades Antiestadounidenses del Senado, que perseguía a cualquier persona sospechada de simpatías a doscientos metros con el comunismo. Como la vida en la universidad no ofrecía grandes emociones, Born aprovechaba cada receso para escapar a Nueva York, donde asistió al nacimiento de los movimientos por los derechos civiles.

Sus conocimientos sobre Ali y el contexto en el que se desarrollaba la pelea le sirvieron para encontrar un tema de conversación con sus guardias. De las charlas surgió algo curioso, en función de las corrientes políticas de las partes: Born apostaba por el triunfo de Ali mientras que sus guardias montoneros se inclinaban por Foreman. Negro como Ali, Foreman no tenía compromiso con la causa de los derechos civiles. La elección de los guardias montoneros seguía un criterio estrictamente deportivo. Las apuestas ubicaban como amplio favorito a Foreman: tenía veinticinco años —nueve menos que el retador— y venía de ganar la corona en combate contra Joe Frazier, el mismo boxeador que había derrotado a Ali.

 

La noche de la pelea, ya entrada la madrugada, los guardias se aparecieron de sorpresa en la celda de Jorge Born con un televisor en blanco y negro y un vaso de whisky.

Vamos progresando… —les dio la bienvenida.

Le aclaro que fuimos autorizados por la conducción —se apuró a señalar un encapuchado, para que Born no creyera que cometían una transgresión que los acercaría más a su presa que a sus jefes.

En un gesto de cercanía física inédito en la

cárcel del pueblo, los guardias enchufaron el televisor y se sentaron en la cama junto a Born. En un espacio diminuto y con reglas tan rígidas, hasta el mínimo movimiento adquiría un significado.

Born se animó y lanzó una apuesta: si ganaba Clay, le darían un whisky todas las noches. Le respondieron que tendrían que consultar, pero el desafío quedó planteado aun si Born no tenía nada para ofrecer en caso de que perdiera.

Antes de que empezar la pelea, el Estadio Nacional en Zaire, repleto, ya rugía:

Ali bomaye!! Ali bomaye!! Ali bomaye! (¡Ali matalo!)

Al comienzo Ali rebotaba contras las cuerdas y Foreman dominaba la pelea.

Primer asalto. Segundo asalto. Tercer asalto. Cuarto asalto. Quinto asalto. Los movimientos ágiles del retador no alcanzaban a lastimar al campeón. No obstante, mantenía una actitud desafiante y murmuraba al oído de Foreman para provocarlo y desconcentrarlo: “¿Esto es todo lo que tienes para dar, George...? ¿Esto es todo?”.

Sexto asalto. Séptimo asalto. Ali seguía a la defensiva, aunque cada tanto pegaba un golpe certero. Peligroso. En el octavo asalto de quince, enganchó una combinación con la derecha y volteó a Foreman. El campeón cayó, K.O.

Mientras Ali festejaba bajo la lluvia en Zaire, en su cueva Born se deleitaba con el triunfo que le ganó una medida de whisky cada noche. Roberto Quieto, el mismo responsable del secuestro, se ocuparía de enviar a la

cárcel del pueblo las botellas que pagarían la apuesta. A la persona que se encargaba de las compras le llamó la atención el interés repentino de Quieto por el

scotch, pero nunca se atrevió a preguntarle a qué respondía.

 

En algún momento de febrero de 1975, cuando el agobio y la desesperanza lo apretaban, Jorge se recordó a sí mismo que existían algunos motivos para que se sintiera animado. Había mejorado la calidad de su vínculo con los guardias. Había encontrado un canal de diálogo con su padre, aunque no se hubiera producido todavía algún progreso concreto en las tratativas para su liberación.

Juan, al otro lado de la pared, nada sabía de esos avances, ni de nada. Se derrumbaba un poco más cada día.

Fue por entonces cuando los Montoneros resolvieron compartir con Jorge la inquietud que les causaba la salud de Juan.

Alguien —Born estimó que podía tratarse de Roberto Perdía— se presentó encapuchado y le anunció con tono grave:

Su hermano está desequilibrado. Es preocupante. Si ustedes no se apuran, esto va a terminar mal para todos.

Por primera vez en más de cuatro meses Jorge recibía noticias sobre Juan. Aunque la cifra millonaria le había permitido inferir que los guerrilleros pedían un rescate por ambos, al fin sabía con certeza que su hermano estaba vivo.

¿Y yo qué puedo hacer? —preguntó.

Lo vamos a llevar a que lo vea.

—¿Dónde está?

Eso no se lo vamos a decir. Le vamos a vendar los ojos hasta que esté dentro de la celda de Juan. Va a tener tiempo para hablar con él.

Juan siempre había sido más frágil que su hermano mayor, mucho más sensible a las exigencias que lo rodeaban. ¿Con qué se iba a encontrar Jorge? Quería que le anticiparan algo sobre el cuadro.

—¿Pero cómo está exactamente?

Bueno, ya le dije… No está normal.

Jorge Born se dejó atar las manos y los pies, y vendar los ojos. Lo sentaron en una silla y lo sujetaron. Lo levantaron entre varios, aunque a esa altura de su cautiverio había perdido cinco kilos, y ya se acercaba a los 76 con los que saldría. De nuevo sintió que sus piernas largas colgaban en el aire. Lo metieron y lo sacaron del hueco que daba al patio trasero de la carpintería. Al subir y bajar imaginó que estaba en una casa con escaleras. Supo que no había salido a la calle y que no había estado dentro de un auto, pero nunca sospechó que todos los movimientos habían sido apenas un teatro para fingir su traslado y dejarlo de nuevo en el punto de partida, solo que en la celda vecina.

Le quitaron las vendas.

Acá está su hermano.

Los guardias cerraron la puerta y los dejaron solos.

Encontró a Juan tirado en la cama, acurrucado, en calzoncillos, con el torso desnudo y el rostro demacrado. No lo había imaginado con tan mal aspecto. Jorge se arrimó a la cama y le habló al oído. Juan saltó, alterado:

—¡Salí, fantasma!

Soy Jorge, tu hermano.

—¡¡Salí de acá, fantasma!!

Pará, Juan. ¿Qué fantasma? No soy un fantasma. Soy yo. Jorge.

Juan lo observó sin reconocerlo. La soledad de meses en ese hueco vejatorio lo había convencido de que los asaltantes habían matado a Jorge. No podía estar vivo, habría sabido de él…

Jorge se desesperó. No aguantaba ver a su hermano menor en ese estado. Necesitaba hacerlo reaccionar. Sin pensarlo levantó la mano y le pegó una cachetada.

Los fantasmas no pegan. Soy yo. ¿Te das cuenta?

Vos, Jorge, estás muerto. ¡Muerto!

¿Cómo voy a estar muerto, si estoy acá?

¿Me dejás tranquilo, fantasma?

La impotencia desmoronaba a Jorge. ¿Cómo demostrarle a alguien perdido en un cuadro alucinatorio algo tan absurdo como que él no era un fantasma? La cachetada no había funcionado. El diálogo resultaba aún más ineficaz para extraer a Juan de su delirio.

—¿Qué te parece si nos fumamos un cigarrillo? ¿Te queda alguno?

No sé… Pediles a estos guachos que te den uno.

Esa hostilidad había marcado su relación con los guardias desde el comienzo. No podía tolerarlos y no les dirigía la palabra. Si intentaban el mínimo contacto, estallaba con violencia o los incomodaba: a veces se tocaba, y así lograba que se marchasen.

Jorge golpeó la puerta y consiguió un cigarrillo encendido. Juan se incorporó en la cama. Se había sentado: ese pequeño gesto marcaba un progreso. Miró a su hermano, pestañeó como quien despierta de un sueño y preguntó:

¿Dónde estamos?

Metidos en una cárcel del pueblo de los guerrilleros.

Son unos degenerados.

No, son unos atorrantes: quieren guita. Como siempre.

Juan conectaba y desconectaba. La conversación no fluía, los minutos pasaban. Jorge intuía que pronto lo sacarían y no concebía la posibilidad de dejarlo en un estado tan lamentable. Quizás si creía que pronto lo iban a liberar —aunque fuese mentira— toleraría mejor la espera…

En cualquier momento me vuelven a llevar adonde me tienen encerrado, pero vos quedate tranquilo que yo estoy hablando con ellos y voy a arreglar las cosas.

—¿Cuándo vas a volver?

No tengo idea, pero vos calmate y dejá de pensar en fantasmas.

Avisame, avisame…

Yo te aviso. Vos quedate tranquilo.

Jorge llamó a la puerta para que lo devolvieran a su celda. Necesitaba salir de la de su hermano, donde de pronto el aire parecía enrarecido, como si las emociones lo contaminaran.

Los Montoneros descubrieron en seguida que habían logrado el efecto que buscaban. Jorge no había sido capaz de pedirle a su padre por su propia suerte —extrañamente, lo vivía como una traición— pero implorar por el hermano le resultaría fácil. El débil, el necesitado de ayuda, ya no sería él.

¿Cómo lo vio? —le preguntó uno de esos encapuchados de nivel superior dentro de la organización.

—Lo veo muy mal, qué quiere que le diga… No va a mejorar mientras siga acá. Tienen que dejarlo ir.

Usted sabe muy bien que eso es imposible hasta que se arregle el pago. ¿Por qué no le escribe a su padre?

No serviría de nada… Ustedes no entienden cómo piensa mi padre. Ustedes no entienden nada. Ni siquiera saben cuánto dinero es 100 millones de dólares… No tienen la menor idea. Pero dada la situación de mi hermano, si bajan a 50 millones podemos empezar a conversar.

Son 50 millones por cada uno de ustedes y no vamos a liberar a ninguno hasta no haber arreglado por ambos.

Entonces cierren la puerta y hagan lo que quieran.

Jorge lo dijo con la fuerza de saber que por fin había abierto la negociación: los Montoneros no habían declarado imposible una rebaja, solo les importaba arreglar. Del lado de Born, el hijo había mencionado una cifra —50 millones de dólares— que quintuplicaba la contraoferta inicial del padre.

 

A partir del encuentro de los hermanos ocurrió algo significativo, que cambiaría el curso de los hechos. Aunque les había dicho que de nada serviría, Jorge aceptó la sugerencia de los Montoneros y le escribió una carta a Born II.

Se sentía más liberado para hacerlo. Contaba con un logro para exhibir: la cifra se podía discutir. Y con una urgencia para presionar: la situación delicada de Juan. Pensó mucho en el texto y en el tono. Si sus verdugos dejaban pasar una nota en la cual él mencionaba una cifra menor a los 100 millones de dólares, el padre iba a inferir que habían aceptado una rebaja. Le propondría una comunicación intelectual más allá de la literalidad del texto.

Por instrucciones de los Montoneros mencionó la fragilidad psíquica de Juan pero sin describir la gravedad completa del cuadro. El menor de los hermanos se había convertido en un problema para los guerrilleros: en algún tramo de los intercambios Jorge podía utilizar a su favor el apuro que tenían por liberarlo.

Contra los protocolos de seguridad y con un riesgo que no habían esperado, la Columna Norte había colado dentro de la cárcel a un montonero ajeno al operativo, un psiquiatra que permitió que la militancia le ganase a la profesión: en lugar de indicar que sacasen al paciente de la situación que le causaba tanto daño, cooperó para prolongar el encierro.

Querían que medicara al secuestrado problemático con algo más eficaz que el Valium, un ansiolítico y relajante muscular, que le suministraban sin resultados. El psiquiatra eligió Halopidol, uno de los primeros antipsicóticos que se usaron en el siglo XX para tratar delirios y manías. Lo dejaría sedado y despejaría su confusión. Les advirtió que no se excedieran en las dosis porque Juan podía sufrir desde movimientos involuntarios hasta convulsiones o alteraciones respiratorias. La medicación le producía una somnolencia profunda y lo mantenía en calma durante algunas horas. Pero pronto Juan volvía a gritar, porque el Halopidol solo trataba el síntoma, la expresión del trauma de estar en la

cárcel del pueblo. Para su mal existía una única solución duradera: la libertad.

En la carta al padre Jorge empleó un lenguaje coloquial para suavizar el relato del cuadro: “Con lo nervioso que es Juan, ya se viene tragando unos cuantos meses acá adentro, y es muy duro. Está en una situación bastante desagradable. Yo tampoco estoy demasiado bien, como te podrás imaginar”. Con ese matiz de equiparación quiso disimular el deterioro de la salud mental del hermano menor.

También escribió que tal vez ellos podían ofrecer 50 millones de dólares, “una cifra horrible” pero la mitad de lo que reclamaban “los guerrilleros sinvergüenzas”…

A la nota de Jorge los Montoneros sumaron otra, escrita a máquina, de tono muy amenazante, con abuso de la mayúscula para enfatizar la inflexión imperativa. Reiteraban, en calidad de condiciones innegociables, todas las exigencias que habían surgido del juicio político: el reparto de comida, la colocación de bustos de Juan y Eva Perón en las fábricas, la solución de todos los conflictos gremiales, la publicación de solicitadas en medios internacionales. Y, desde luego, el rescate de 100 millones de dólares.

 

Born II recibió los dos textos. Los leyó y sin vacilar les mandó a decir a los Montoneros que nada de lo que pretendían era viable y que, si no tenían otra propuesta, que hicieran lo que tenían que hacer con sus hijos.

Apostó fuerte: poco antes, el 26 de febrero, los Montoneros habían secuestrado al cónsul honorario de los Estados Unidos en Córdoba, el ingeniero retirado John Patrick Egan. Habían dado 48 horas para cambiarlo por cinco presos políticos. El gobierno de Isabel Perón no podía cooperar: al menos dos de los cinco se habían esfumado en las manos de los parapoliciales. El cadáver de Egan había aparecido el 28 de febrero, puntualmente, envuelto en una bandera celeste con la inscripción “Montoneros”.

Si hacían eso con un representante diplomático estadounidense, podían hacer cualquier cosa con sus hijos. Pero Jorge le había dado a entender que los guerrilleros solo querían dinero. Para eso debían mantenerlos vivos.

Como quien otorga una gracia, Born II agregó que podía aceptar una negociación sobre la base de la carta que había escrito Jorge.

Nota:

9 Eduardo Anguita y Martín Caparrós,

La voluntad, Tomo 2, Planeta, Buenos Aires, 2013, p. 456.

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