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Capítulo 7. Marzo a septiembre de 1975. Las conexiones internacionales

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Los guardias arrancaron a Jorge Born de la

cárcel del pueblo en la que yacía; abruptamente, sin que mediase explicación alguna. Otras veces se había inquietado por un desplazamiento así. Ahora apenas se preocupó por las molestias que sabía que acarreaba ese traslado a las apuradas cuyo sentido solía escapársele. Pero esta vez intuía de qué se podía tratar.

Con algo más de un semestre entre los Montoneros, había aprendido a interpretar sus movimientos. Si no se equivocaba, era más que probable que hubieran liberado a Juan. Por ende debían buscar una propiedad

limpia —en la jerga guerrillera—, a prueba de seguimientos.

Se alegró por Juan; también se alegró por él mismo —veía el final más cercano— y agradeció la mudanza. Lo dejaron en una habitación de una casa, un espacio más amplio y ventilado que las celdas de Piojo 1 y Piojo 2.

Cuando los Montoneros le confirmaron la libertad de Juan, también le comunicaron que habían levantado la

condena a muerte que pesaba sobre su cabeza. Como era previsible, la pena pasó a ser el pago de los restantes 30 millones de dólares del rescate. Jorge Born se impacientaba con la necesidad de sobreactuar que envolvía a sus captores, aunque él también necesitaba acomodar la realidad para que no chocara con sus principios.

Como si se tratase de un negocio más, calculó que había obtenido un recorte del 40 por ciento en el precio original (las pretensiones originales de los Montoneros) y que con la liberación de su hermano había alcanzado el 50 por ciento de los objetivos. Recurría a esa clase de cálculos para aliviar el sentimiento de culpa que lo acosaba cuando pensaba en su padre y en el dinero que le costaría su rescate. Pensar que había contribuido a bajar la cifra lo tranquilizaba.

Una vez cerrado el trato, un encapuchado le había advertido:

De aquí en más, si a usted le ocurre algo no será nuestra por nuestra responsabilidad.

Con un cabo suelto de la

Operación Mellizas, el peligro de una filtración se potenciaba.

Si los parapoliciales del ministro favorito de la presidenta Isabel Perón encontraban la cueva de su cautiverio, probablemente nadie saldría vivo. Ni siquiera él. Si caía en alguna redada oficial, lo mismo. El riesgo para su vida era mayor en esos escenarios que si seguía hasta el final con el plan de los Montoneros.

Vaya paradoja: ahora navegaba en el mismo barco que sus secuestradores. No sufría el Síndrome de Estocolmo: no había desarrollado un lazo afectivo con sus captores. Solo tenían objetivos en común.

 

Los guardias le habían confesado que las condiciones exteriores habían cambiado. La situación era cada vez más crítica. Casi no hacía falta que lo admitieran: ya había percibido el nerviosismo creciente de los encapuchados que venían a discutir con él cuestiones logísticas de los pagos que restaban. Aunque lo habían agotado con sus sermones ideológicos, los

comandantes habían empezado a manifestar más ansiedad por el dinero que por demostrarle la justeza de su causa.

José López Rega y sus asesinos se habían apropiado del Estado; sus métodos delictivos para combatir a las organizaciones guerrilleras contaban con la impunidad más completa. Secuestraban y torturaban para obtener información; solo ocasionalmente

legalizaban a sus prisioneros y le daban alguna clase de sostén jurídico a la detención. Las teorías de Mario Firmenich sobre la ventaja presunta de la estructura militar de Montoneros —células con capacidad para moverse de manera anónima y escurridiza en la gran ciudad— chocaban contra la realidad de una sociedad que rechazaba sus métodos y contra un adversario sin escrúpulos ni ley.

La violencia guerrillera debilitaba al gobierno de Isabel y generaba las condiciones para el golpe militar que preparaban los sectores más duros de las Fuerzas Armadas. Firmenich advertía esa realidad, pero había elegido la fuga hacia delante. Ahora necesitaba cobrar cuanto antes, acelerar la producción de armas, administrar la plata para un combate largo y terminar con las exigencias que el secuestro significaba para los cuadros de la organización. Aunque se había manifestado preparada para perder combatientes, la cúpula había comenzado a preocuparse por el ritmo creciente de las bajas que sufría y sus consecuencias.

Magario tenía la certeza de que un integrante de la Comisión de Finanzas que ya no se reportaba —Alejandro, por su nombre de guerra— había

caído y había

cantado bajo tortura. No encontraba otra explicación a la puntería de las fuerzas de seguridad para irrumpir en diversas

casas operativas de la zona norte donde se guardaba dinero. En total —calculó— se habían llevado en pesos el equivalente a 3,5 millones de dólares. Más del 10 por ciento del dinero que le habían sacado hasta entonces a Born padre se les había escapado de las manos.

Los Montoneros comprendieron que debían cuidar mejor el botín y revisar sus procedimientos.

Hasta ese momento, después de cada cobro, el dinero se dejaba en las

casas operativas señaladas a tal fin. Como todo equipamiento contaban con unas jaulas y unos artefactos para interferir en la emisión de señales, por si acaso las cajas de vino escondían, además de dólares, transmisores. Por falta de máquinas para contar billetes, el recuento manual requería que cinco militantes se encerraran durante cuatro días a verificar la suma recibida. Además de ser ineficiente, el sistema los exponía a riesgos innecesarios: demasiado tiempo, demasiada gente involucrada en la manipulación del dinero.

Entre los Montoneros se contaba una anécdota. Dos militantes, con los nombres de guerra de Sergio y Mercedes, terminaron de contar los billetes, dejaron las cajas debajo la cama doble, cerraron la puerta con llave y se fueron a pasar un fin de semana a una quinta. En el departamento quedó un hámster, la mascota de la pareja, aficionado a masticar papeles. Cuando regresaron y encontraron la jaula del hámster vacía, temieron lo peor. Corrieron a mirar las cajas: estaban intactas. El animal apareció en un placard.12

Born padre también tropezaba con algunas limitaciones de otra índole: movía el dinero desde los bancos extranjeros hacia la Argentina, pero aunque le tenían gran consideración como cliente ya no podía ingresar más dólares mediante el circuito oficial. Eso devino en un problema adicional que los Montoneros no habían previsto. Como carecían de una infraestructura financiera con soporte internacional, simplemente se habían negado a considerar la posibilidad de pagos en el exterior. En la etapa de la planificación no habían pensado en buscar socios: habían montado la

Operación Mellizas para alcanzar la independencia económica y no tener que someterse a la estrategia que le dictaran otros. Pero también eran conscientes de que arriesgaban demasiado. Necesitaban recalibrar los riesgos que corrían y evaluar si convenía delegar la custodia del botín.

 

Firmenich viajó a La Habana para tratar el asunto al nivel más alto. Los Montoneros tenían relaciones intensas con el gobierno cubano desde su primera formación. Muchos de sus integrantes habían recibido instrucción militar en la isla.

John William Cooke, ex delegado de Juan Domingo Perón y figura influyente del peronismo revolucionario, había sido el primer nexo entre ellos. Exilado en Cuba, Cooke invitó en 1967 a Fernando Abal Medina y a Norma Arrostito (parte del grupo fundador que se daría a conocer con el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu) a participar de la primera conferencia internacional de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad (OLAS).

De regreso en Buenos Aires, Firmenich comunicó:

He negociado personalmente con Fidel Castro para que el gobierno socialista reciba en depósito una parte de los fondos.

La División de Finanzas se sacó un peso de encima: vació las

casas operativas y entregó las cajas de vino Norton en la sede de la embajada de Cuba en Buenos Aires. El embajador Emilio Aragonés Navarro recibió instrucciones de mandar el dinero en valijas diplomáticas, en tandas espaciadas en el tiempo para no llamar la atención. No existían entonces vuelos directos entre Buenos Aires y La Habana, pero gracias a la Convención de Viena la correspondencia de embajadas y consulados podía hacer escalas sin que se revisara su contenido en las aduanas de terceros países.

En América del Sur, Lima ofrecía la mejor conexión aérea con la isla, reflejo de la cercanía política entre el castrismo y el gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas del general Juan Velasco Alvarado en Perú.

El periodista Horacio Verbitsky, miembro de los Montoneros desde 1972, discípulo de Rodolfo Walsh y parte del Servicio de Información, se encontraba en Lima.

Verbitsky había integrado la redacción del diario

La Opinión y luego la de

Clarín, hasta que le ordenaron que pasara al matutino de la organización,

Noticias. Había completado una investigación sobre la masacre de Ezeiza y aguardaba el permiso de la conducción para publicarla. Partió a Perú en septiembre de 1974, un mes después del cierre de

Noticias, por dos meses. Viajó invitado por el gobierno de Velasco Alvarado, en el que contaba con contactos de importancia, para escribir un libro sobre la revolución que lideraba el militar. Al cabo de dos meses informó a la cúpula que permanecería fuera del país más tiempo del previsto: le habían alertado que lo detendrían apenas pisara el aeropuerto de Ezeiza. Se quedó en Lima hasta finales de 1975. Allí se ocupó de recibir y asistir a los militantes montoneros que lograban cambiar la cárcel por la opción de salir del país, y lo hacían por Perú.

Con los años, Born concluyó que Verbitsky, además, había supervisado el paso de las valijas por Lima.13 Aunque las fechas coincidían, el periodista desmintió haber estado involucrado en el traslado del botín. “Jamás tuve nada que ver con esa plata. Ni en Perú, ni en Cuba. Es un invento de [Rodolfo] Galimberti”, enfatizó Verbitsky en una entrevista para este libro.

Antes de su partida de regreso a Buenos Aires —volvió clandestino—recibió en Lima a Roberto Perdía. “Vino como miembro de la conducción y nunca me dijo qué venía a hacer”, detalló. Verbitsky especuló que, de haber sido una misión para supervisar el tránsito del dinero hacia La Habana, él se habría enterado. Pero también recordó que el principio de compartimentar información se respetaba a rajatabla en la organización, con lo cual —agregó— pudo ocurrir que no se lo comunicaran.

 

Aragonés mantenía una relación muy buena con los Montoneros y con Antonio Núñez Jiménez, por entonces embajador de Cuba en Lima; era, además un cuadro de la revolución socialista. Por todos esos factores cumplió un papel capital en la ejecución de los movimientos del efectivo.

Aragonés inspiraba confianza entre los jóvenes guerrilleros: conocía a Castro desde su exilio en México, había participado de las misiones más delicadas (como las negociaciones secretas de 1962 que derivaron en la instalación de los misiles soviéticos en Cuba) y había acompañado a Ernesto Guevara en un viaje a China. Su amistad con el

Che lo había familiarizado con la política argentina. Mientras había estado a cargo del Instituto de Pesca, Castro lo había enviado a Madrid en distintos viajes para que tomara contacto con Perón. Cuando Héctor Cámpora reanudó las relaciones con la isla y le concedió un crédito de 200 millones de dólares, Aragonés fue designado embajador en la Argentina. Si bien mantenían también relaciones con el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de Mario Roberto Santucho, Aragonés sintonizaba mejor con los Montoneros.

Con mucho sigilo, las valijas diplomáticas con partes del botín de la

Operación Mellizas salieron con destino a la unidad de Tropas Especiales del Ministerio del Interior de Cuba, que dependía del viceministro José Abrantes, encargado de la seguridad de Castro. La división de Tropas Especiales, bajo el mando del brigadier Pascual Martínez Gil, servía también de enlace del gobierno cubano con los grupos guerrilleros a los que ayudaba alrededor del mundo. Nunca antes les habían pedido una asistencia como la que requerían los Montoneros; no obstante, los cubanos le habían garantizado a Firmenich que Martínez Gil se encargaría en persona de recibir los fondos.

Filiberto

Felo Castiñeiras, asistente de Martínez Gil, supervisó los movimientos. Al recibir una remesa, mandaba a contar los billetes y los guardaba en su oficina, en una caja fuerte enorme, con puerta y combinación. Allí se depositaban los documentos reservados de las operaciones especiales de Cuba en el exterior.14

Los dólares quedaban a salvo. Pero también ociosos: no devengaban intereses. El gobierno de Castro había prohibido la tenencia de moneda extranjera. Si los Montoneros querían usar o poner a trabajar su capital flamante, iban a necesitar lavarlo: hacerlo ingresar al sistema financiero para que luego saliera con una procedencia verificable. El coronel Antonio

Tony de la Guardia coordinó un operativo en Suiza: varios funcionarios cubanos viajaron a Ginebra e hicieron depósitos con identidades falsas. Pero no quedaron convencidos de que así se pudiera blanquear grandes cantidades de un golpe. Finalmente apelaron a sus contactos en Checoslovaquia, un país de Europa Central integrado al bloque soviético de países comunistas durante la Guerra Fría, para que el dinero reingresara por esa vía al Banco Nacional de Cuba.

Cuando faltaba completar la segunda parte de la

Operación Mellizas, los pocos dirigentes montoneros que participaban de la discusión sobre el botín, temieron que fuera imprudente mandar todo su capital a la isla. Mario Firmenich, Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja, los únicos tres dirigentes que —según Raúl Magario, jefe de Finanzas— tuvieron acceso a esos fondos, nunca revelaron la cifra total que llevaron a La Habana.15 Ellos evaluaron que les convenía dividir el riesgo y buscar otra opción. Una que, además, les rindiera intereses de inmediato.

 

Dos días después de la liberación de Juan, el 25 de marzo de 1975, la Dirección General de Aduanas descubrió en Ezeiza a dos sujetos que procuraban ingresar de contrabando un par de valijas cargadas de dólares. Al abrirlas, los funcionarios contaron, con asombro, 4.800.000 dólares en billetes de baja denominación. Labraron un acta, retuvieron el dinero y consignaron que los pasajeros se habían identificado como empleados de Bunge y Born.

Desde su celda, el heredero mayor llevaba semanas en el intento inútil de convencer a los Montoneros sobre el imperativo de completar los pagos en Suiza. Cuando supo del episodio en la Aduana se sulfuró:

¿Ven que son obcecados e inexpertos? ¡Este dinero que se perdió es responsabilidad de ustedes!

Desesperado por la intercepción, que le podía significar otra pérdida patrimonial y lo llevaba a incumplir un pago, Born padre le pidió ayuda a Alfredo Gómez Morales, el ministro de Economía. La diligencia exigía discreción máxima y no estaba exenta de riesgos: cualquiera podía adivinar el destino de esos fondos.

Al ministro, un economista liberal de recetas ortodoxas, los rumores le auguraban una salida intempestiva de un momento a otro. Se hallaba muy presionado. Cinco meses antes había reemplazado a José Ber Gelbard sin contar con el apoyo de López Rega —el Brujo aguardaba el momento indicado para encumbrar a su amigo Celestino Rodríguez— y en medio de una gran turbulencia de la economía. Después de una devaluación del peso del 50 por ciento, la inflación se había disparado.

Las centrales sindicales presionaban sobre el gobierno de la viuda de Perón. Y Gómez Morales había complicado la situación al hablar sobre los efectos “perjudiciales” de elevar los salarios: “Los ingresos, al ser mejorados y al ser plenos por la plena ocupación, le permiten al obrero concurrir a un espectáculo nocturno y al día siguiente sentirse mal, y no concurrir al trabajo. En otras circunstancias —se entusiasmó— aún con ciertas falencias, cuando uno se levanta a la mañana concurre igual al trabajo. Las condiciones de plena ocupación estimulan evidentemente cierto desgano, que es humanamente comprensible, pero es económicamente pernicioso”.

Born II era un viejo conocido de Gómez Morales, quien había presidido el Banco Central durante el primer gobierno de Perón y había conducido la cartera de Asuntos Económicos entre 1952 y 1955. El ministro, uno de los pocos peronistas importantes de la vieja ola, resultó muy receptivo: maniobró para que las valijas regresaran al banco suizo de origen sin dejar más registros.

La familia Born nunca lo pudo corroborar, pero supuso que el ministro no había consultado con la presidenta ni con López Rega, asumiendo un riesgo político importante. A los pocos meses, Gómez Morales fue desplazado por Rodríguez, quien ordenó investigar si se había tratado de una infracción aduanera.

El episodio en Ezeiza alteró a los Born, pero resultó determinante para que los Montoneros entendieran de una vez que ya no podían realizar entregas en Argentina.

 

La cúpula acudió por ayuda a David

Dudi Graiver, el hijo de un inmigrante polaco, un joven ambicioso. No superaba los 35 años y ya había comprado el Banco Comercial de La Plata y el Banco de Hurlingham. Se mantenía muy vinculado a la colectividad judía por sus actividades financieras. Atravesaba un período de expansión y se proyectaba hacia Israel, Bélgica y los Estados Unidos.

En la Argentina se había consolidado gracias a sus negocios con Gelbard, el ex ministro de Economía, quien le había facilitado una serie de negocios. En diciembre de 1973 había comprado al Grupo Civita parte del paquete accionario de Papel Prensa, una entidad que —en asociación con el Estado— desarrollaba la primera gran fábrica de papel de diario del país. Gelbard había movido sus influencias para que Perón nombrara a Graiver como asesor del Banco Central. También lo había presentado al periodista y editor Jacobo Timerman: aunque permaneció en las sombras,

Dudi fue el socio capitalista detrás de

La Opinión.

El banquero había asistido a los Montoneros cuando necesitaron ayuda financiera para sostener al diario

Noticias. Graiver vivía con la psicóloga Lidia Papaleo, ex pareja del periodista Enrique Walker, fundador de la revista

Gente y miembro de la organización. Por conocidos en común como Walker, la relación prosperó hasta que los Montoneros concluyeron que el banquero joven y audaz —en contraposición a Born, exponente de los intereses del imperialismo— representaba a la burguesía nacional, aliada natural del proceso revolucionario: podía llegar a ocupar el ministerio de Economía si ellos alguna vez conquistaban el poder.

Graiver, que apostaba sin medir riesgos, se hallaba a punto de concretar una operación muy osada en los Estados Unidos, para la cual necesitaba recaudar fondos.

¿De cuánto estamos hablando?

De 12 millones de dólares, para empezar —le respondió Roberto Quieto.

Acaso la suerte iba a favor del banquero: no tenía muchas alternativas para obtener tanto capital líquido. Empujado por el afán, ofreció una red de contactos de alto nivel y su estructura de sociedades fantasmas en Suiza, un interés mensual del 9,5 por ciento en dólares a pagar sin dilaciones y toda la asistencia necesaria para que los Montoneros llevaran un registro más profesional que la libreta de un almacenero. Iban a necesitar una buena contabilidad.

 

La presión creciente de la Triple A multiplicaba las precauciones de los Montoneros, que mudaban al secuestrado de lugar cada vez con más frecuencia. Born III se alteraba muchísimo con esos traslados. Le impedían preservar la rutina que tanto le había costado conquistar: el sueño regular, las tres comidas y los ejercicios diarios. Además, perdía confianza y familiaridad con sus cuidadores, que rotaban más que de costumbre. Ya no podía aspirar a generar un vínculo de confianza que le granjeara los placeres módicos de unos pocos cigarrillos al día, un par de medialunas de vez en cuando o una medida de whisky.

En abril de 1975 encontró una oportunidad para repetir la apuesta que le había allanado el camino a su whisky nocturno. Los Montoneros le comentaron, entusiasmados, que el 13 de abril participarían en las elecciones a gobernador en Misiones, tras la muerte del titular y el vice del Ejecutivo provincial, Juan Manuel Irrazábal y César Napoleón Ayrault. Se sospechó que la Triple A podría haber estado detrás del extraño accidente aéreo en el cual la provincia perdió sus funcionarios.

¿Desde cuánto les interesa lo que dicen las urnas? ¿No habían pasado a la clandestinidad?

Son las primeras elecciones después de la muerte de Perón —le aclaró un guardia—

. Se abre una oportunidad para disputar la herencia con Isabel.

¿La herencia de Perón? Born no creía lo que escuchaba. Los chicaneó:

No van a sacar más que un puñado de votos… ¿Para qué se presentan?

Apostaron. Born jugó a que sacarían menos del 10 por ciento de los votos.

Tras la muerte de Perón, Rodolfo Puiggrós y Oscar Bidegain —entre otros simpatizantes de los Montoneros— habían creado el Partido Auténtico que, en alianza con la fuerza de centroizquierda Tercera Posición, sumó el 9,4 por ciento de los votos. La herencia pertenecía a la viuda. La fachada civil montonera quedó muy lejos del candidato ganador del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI), Miguel Alterach, y de la Unión Cívica Radical. Born recuperó el derecho al vaso de whisky.

Ignoraba que había apostado contra su propio dinero: la campaña electoral en Misiones se había financiado con parte del rescate de Juan.

 

Cuatro días después de las elecciones perdidas los Montoneros debían recibir un pago parcial de 7 millones de dólares. Las condiciones de seguridad eran malas, pero la Conducción Nacional (CN) ya no podía postergar el cobro: Graiver esperaba el dinero. La decisión apresurada le costaría años de cárcel y tortura a un grupo de militantes montoneros de la Columna Oeste.

Después de una llamada telefónica y una serie de postas, Gans, el encargado de los pagos, llegó a la cuadra señalada, en el oeste del conurbano. Esta vez, con el visto bueno de los guerrilleros, lo acompañaba otro empleado de Bunge y Born. Se encontraban cerca de la Base Aérea de Morón en una camioneta cargada con cajas de vino, como siempre, algunas rellenas de botellas y otras de dólares.

Las fuerzas de seguridad habían montado un operativo especial en la zona: la presidenta se iba reunir al día siguiente con su par chileno, el general Augusto Pinochet, en la base aérea. Para evitar las protestas que el año anterior habían afectado el encuentro —también en Morón— de Perón con el dictador que había derrocado al socialista Salvador Allende, en las inmediaciones se movía una gran cantidad de militares y policías, uniformados y de civil, y de oficiales de inteligencia.

Un grupo de militantes de la Columna Oeste de Montoneros había recibido la orden de

volantear la zona con sus consignas. Cuando Emiliano Costa llegó al bar donde tenía su cita, Dardo Cabo, uno de sus referentes en la columna, le anunció un cambio de planes.

Tenés que cubrir a un compañero que se enfermó.

¿Qué hay que hacer?

Vas a manejar un auto de apoyo que va a recoger una encomienda.

Costa —pareja de Victoria Walsh, la hija mayor de Rodolfo, y cuñado de Julio Alsogaray, la rama montonera de la familia ultraliberal— respetó la regla que lo obligaba a no preguntar por datos que no le ofrecían. Sin embargo, una sensación vaga de inquietud lo hizo vacilar. No había estudiado la zona y no conocía las vías de escape, elementos que —lo sabía bien— se exigían para cumplir con el papel del chofer. Pero en la

Orga las órdenes se cumplían con disciplina militar.

Juan Carlos

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