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Capítulo 11. 1976-1983. La dictadura y la búsqueda del tesoro

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El Rolex que los Montoneros le habían quitado a Jorge Born el día de su secuestro, contra lo que le dijeron, nunca había sido desarmado. Hugo Onofri, integrante del equipo de logística de la Columna Norte, hábil para preparar bombas y falsificar documentos, lo preservó íntegro y se lo quedó.21

Lo usaba todos los días. Lo exhibía como un trofeo: el reconocimiento que la Conducción Nacional (CN) nunca había brindado a los militantes que llevaron adelante la

Operación Mellizas. De las dos grandes acciones de la guerrilla peronista —el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu y el secuestro doble de los herederos de Bunge y Born—, había sido la más osada desde la perspectiva logística y la más exitosa desde la caja.

El rastro del Rolex se perdió cuando Onofri fue arrojado, privado de su libertad sin causa formal, en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Eran los dominios de Emilio Eduardo Massera, un almirante de grandes ambiciones políticas y ávido de dinero.

En el predio funcionó uno de los centros clandestinos de detención más importantes de los muchos que se habilitaron en comisarías, cuarteles y espacios

ad hoc. Otro fue La Perla, en Córdoba, bajo la conducción del Ejército, concentrado en apresar, torturar y matar a militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), como lo estaba la Marina en la ESMA con los militantes de los Montoneros. Se estima que por cada uno de esos dos

chupaderos pasaron cinco mil personas.

Los militares que derrocaron a Isabel Perón el 24 de marzo de 1976 habían asumido el poder en una junta que integraban los jefes de las tres Fuerzas Armadas: el general Jorge Rafael Videla, el almirante Massera y el brigadier Orlando Agosti. Con Videla como presidente de facto, la modalidad que había germinado con la Triple A —el terrorismo ejercido desde las instituciones— se había apropiado del Estado en su conjunto. Los campos de tortura y de exterminio se habían multiplicado en el país entero.

La represión se organizó por armas y por zonas geográficas. La mayoría de los integrantes

chupados de la Columna Norte cayó en la ESMA, una propiedad equivalente a varias manzanas con ingreso por Avenida del Libertador al 8100. En el límite de la Capital Federal: el predio se recostaba sobre la General Paz, la autopista que separa la ciudad de Buenos Aires del conurbano. Allí fueron a parar los rastros del secuestro de los Born.

Al hallazgo del Rolex le siguió el de un encendedor de oro, cuya propiedad los marinos también le atribuyeron a los herederos, aunque nunca les había pertenecido. Pero el almirante no se iba a contentar con el pillaje de esos objetos de valor tan menores: Massera se lanzó a la búsqueda del tesoro mayor que sus víctimas escondían.

 

Antes del golpe, los Montoneros habían ampliado sus reservas con el secuestro de Heinrich Franz Metz, un ciudadano alemán que ocupaba la Gerencia de Producción de Mercedes-Benz Argentina. Al cabo de una negociación de apenas dos meses, a fines de 1975 cobraron un rescate de cinco millones de dólares y obligaron a la empresa a reincorporar a 200 empleados que habían sido despedidos. Eligieron otra vez a David Graiver como depositario de esos fondos.

Sumados los botines de los Born y de Metz, el banquero pasó a administrar 16.825.000 dólares, siempre a un interés del 9,5 por ciento anual. Con el incremento de capital, el dinero que cobraba puntualmente en concepto de intereses el jefe de Finanzas, Raúl Magario, se elevó de 133.000 a 160.000 dólares al mes.

Graiver giraba el dinero desde Nueva York. Había renunciado a su cargo de asesor del Banco Central después de que su cuñado Osvaldo Papaleo, secretario de Prensa y Difusión de Isabelita, le soplara que su nombre figuraba en las listas de blancos de la Triple A.

Su mano derecha en los negocios, Jorge Rubinstein, supervisaba la operatoria de los pagos en Buenos Aires con la asistencia de Silvia Fanjul, una empleada de mucha confianza. Graiver la había tomado por recomendación de su pareja Lidia Papaleo, que había sido terapeuta de Fanjul durante años. Por esa relación tan íntima, a Fanjul le habían confiado una tarea que exigía la máxima discreción. Cualquier filtración podía interferir en la aprobación de la compra del

American Bank and Trust (ABT) en Estados Unidos, y haría peligrar sus vidas.

Fanjul no pedía explicaciones. Un día recogió a Rubinstein en el Aeroparque y su jefe la llevó sin previo aviso a la pizzería Kentucky, en la esquina de la avenida Santa Fe y la calle Thames, en la zona de Plaza Italia. Necesitaba ponerla en contacto con alguien, le dijo. Nada inusual, hasta que agregó: cuando él viera que esa persona se acercaba a la mesa, le indicaría a ella que fuera al baño y esperase diez minutos. Necesitaba unos momentos a solas con el invitado misterioso antes de proceder a la presentación.

El jefe de Finanzas de Montoneros llegó más preparado: sabía que iba a conocer a quien sería su interlocutora para arreglar los detalles de los cobros. Lo había convenido por teléfono con Graiver. Ni Fanjul ni la fiel secretaria del banquero, Lidia Gesualdi, podían conocer su nombre verdadero. Tampoco se presentaría como

el Gordo Kuki, como lo conocían en la

Orga.

¿Entonces qué le digo a tu secretaria? —preguntó Magario.

Te presentás como el doctor Peñaloza.

—¿El doctor Peñaloza? ¿Doctor en qué sería?

Doctor en Biología Marina.

Magario, que era contador, sonrío ante la ocurrencia del banquero.

Pasaron los diez minutos. Fanjul regresó a la mesa. Rubinstein hablaba con un hombre y le dijo:

Te presento al doctor Peñaloza.

Fanjul le estrechó la mano. Sin más, Rubinstein fue al grano.

Cada mes el biólogo marino llamaría al conmutador de Empresas Graiver Asociadas Sociedad Anónima (EGASA) para concertar una cita con ella. En sus manos quedaba la realización de unos pagos al doctor Peñaloza. No debían verlos juntos en el piso 19 de Suipacha 1111, los cuarteles centrales del grupo:

Podemos usar las oficinas de la avenida Córdoba —sugirió Fanjul.

—Sí. O se encuentran directamente en la sucursal del Banco Comercial de La Plata acá en Capital —dijo Rubinstein.

De regreso a su despacho, Magario avisó que si alguien preguntaba por el doctor Peñaloza, él atendería la llamada. El jefe de Finanzas ocupaba la sede porteña del Establecimiento Vitivinícola Francisco Calise, en la calle Pinzón 1445. La bodega, que tenía un viñedo en Godoy Cruz, en la provincia de Mendoza, pertenecía a un grupo ligado a los Montoneros y contribuía con su logística a la movilización de dinero y armas por todo el país. Graciela Daleo fungía de secretaria y Julio Alsogaray —hijo del general de ese nombre y sobrino del ingeniero Álvaro—, de administrador.

El montaje detrás de la bodega fue parte de un esfuerzo de la CN para evitar que el golpe, ya en el horizonte político, encontrase a la agrupación desguarnecida en materia de infraestructura. También procuraron quedar bien abastecidos de armas: calcularon que ingresarlas desde el exterior se les haría cada vez más difícil. Robaron la fábrica Halcón y con el dinero del rescate de los Born, se montó un taller de importancia en el Gran Buenos Aires y otros de menor tamaño en el resto del país para aumentar la producción del Servicio de Fabricaciones Montoneras.

 

Durante los últimos meses del gobierno de Isabel, además, habían extremado las precauciones. Ante la inminencia de la intervención militar, necesitaban resguardar a sus cuadros.

Antes de la Navidad de 1975 la CN recordó a sus militantes que bajo ninguna circunstancia debían ceder a la tentación de contactar a los familiares que estuvieran en la superficie y emplearan sus apellidos verdaderos. Por las torturas que sufrían al ser detenidos, el solo hecho de que un militante

cayera ya representaba un riesgo y un daño para la organización.

Aunque nada revelaran, de todos modos los jefes debían abandonar los inmuebles que pudieran haber quedado comprometidos por una delación. Por esa misma prudencia, tenían que mover a los cuadros que pudieran haber sido identificados.

De ahí que la obligación suprema del combatiente se sintetizara en una orden sombría: “No entregarse vivo”.

Había que “resistir hasta escapar, o morir en el intento”.

 

El 28 de diciembre de 1975, a los pocos días de emitida la orden, Roberto Quieto, quien fuera el máximo responsable de la

Operación Mellizas, cayó secuestrado por un grupo de policías de civil.

Había desoído las órdenes que él mismo había impartido. Quería ver a sus chicos.

Quieto citó a su mujer y le pidió que llevara a su hija de diez años y a su hijo de seis a los juegos de una playa pequeña en la costa del Río de la Plata, a la altura de San Isidro, en la zona norte del conurbano. También fue uno de sus hermanos, Amílcar, con su mujer y su bebé, y otros parientes: unas veinte personas entre adultos y niños.

Luego de diversos planteos de diferencias con el resto de la CN —sobre todo, con Mario Firmenich—, Quieto había bajado los brazos. Había apoyado la participación en las elecciones en Misiones (aquellas en las que Jorge Born apostó un whisky nocturno en su cautiverio si sacaban, como resultó, un porcentaje inferior al 10 por ciento) y, en general, creía que había que fortalecer la oposición civil al gobierno de Isabel, tratar de anticipar las elecciones y menguar el militarismo de

la Orga que solo apuraba el golpe de Estado. Lo dijo por última vez en la reunión de octubre de 1975 del Consejo Superior Montonero. Lo ignoraron como siempre.

Al llegar a la playa no llevaba armas ni custodia. Quienes lo conocieron atribuyeron eso menos a un descuido que a su desmoronamiento anímico.

Cuando vio que estaba rodeado por individuos armados cargaba en brazos a su sobrino pequeño. Lo puso a salvo. La esposa la emprendió a golpes contra los secuestradores, pero Quieto entró a uno de los autos a culatazos y a golpes.

Nunca más se lo volvió a ver: otro desaparecido durante el gobierno democrático justicialista.

Sin tardanza los Montoneros lanzaron una campaña para que legalizaran su detención. Por aquellos tiempos, apostar a la cárcel era la única forma de salvar la vida. Para romper el cerco de la censura, pintaron paredones del gran Buenos Aires —“QUE APAREZCA QUIETO, SECUESTRADO POR LAS FUERZAS ARMADAS GORILAS” o “QUIETO PRESO POR EL EJÉRCITO GORILA”— y lanzaron bombas incendiarias en locales de la Capital Federal para exigir por su “integridad física”. Norberto Habegger, ex subdirector del diario

Noticias, hizo gestiones secretas ante el jefe del Estado Mayor del Primer Cuerpo de Ejército, Albano Harguindeguy. “No lo tenemos. Y si lo tuviéramos, no se los entregaríamos”, dijo el futuro ministro del Interior de la dictadura.

Al cabo de unos pocos días, la campaña se silenció.

De golpe, los Montoneros dejaron de buscar un integrante de la CN secuestrado.

El misterio se aclaró de la peor manera posible: las pintadas se cambiaron por “QUIETO TRAIDOR”.

La cúpula anunció que un Tribunal Revolucionario lo juzgaría por “incumplimiento del deber revolucionario en su caída en manos del enemigo” y le sumó una imputación todavía más grave: la delación.

Una racha de secuestros y redadas en

casas operativas plantó la sospecha de que Quieto había cooperado con el enemigo.

El tribunal, constituido en febrero de 1976, le suspendió el rango de Oficial Superior, evaluó las pruebas que había reunido el Servicio de Informaciones Montonero y las consideró contundentes. Según el fallo publicado en el número 12 de

Evita Montonera, Quieto se encontraba desarmado y no opuso resistencia: solo atinó a aferrarse a un árbol, hasta que lo metieron a la fuerza en un patrullero.

Se había entregado vivo. Como una presa fácil.

La sentencia pretendió reforzar el mensaje que ponía la militancia ante todo: el caso mostraba qué pasaba cuando no se observaban las normas que la organización había emitido para regir la vida personal de sus integrantes.

Quieto había caído por “malas resoluciones de su vida familiar”.

También aleccionó a los militantes sobre los sacrificios que la causa histórica les exigía, sin atenuantes: “Hablar, aun bajo tortura, es una manifestación de egoísmo y desprecio por los intereses del pueblo”.

 

La batalla de Argel les había enseñado que otras organizaciones guerrilleras ponían un plazo —48 horas— al cabo del cual sus militantes quedaban liberados de la obligación de no entregar ningún dato al enemigo. Los Montoneros exigían más que el movimiento anticolonialista argelino: la tolerancia al dolor de la carne quemada por la descarga eléctrica de una picana o al ahogo por la asfixia del submarino debía ser indefinida.

Con los asesinatos de Fernando Haymal22 y de Carlos Roth, ultimados por sus propios compañeros, la cúpula había puesto en marcha la política de “ejecuciones ejemplares”. Los militantes debían saber que si obtenían la libertad a cambio de informaciones sobre la organización, afuera los esperaban la vergüenza y una condena a muerte.

Un poco más adelante en el tiempo, y ante las pérdidas significativas que venían sufriendo, la cúpula tuvo que ofrecer una salida. Eligió la pastilla de cianuro, que proveía a sus cuadros de cierta importancia. Debían llevarla siempre encima: si se encontraban en peligro de caer vivos, debían tragarla.

El poeta Francisco Urondo, que había organizado la conferencia de prensa cuando Born recuperó la libertad, la tomó el 17 de junio de 1976. La CN lo había

despromovido por cuestiones de su vida privada: vivía con la montonera Lili Mazzaferro cuando se enamoró de Alicia Cora Raboy. Con los años su hijo Javier sabría comprenderlo: “No era un militante ortodoxo. Tenía, para el lenguaje de la época, demasiadas

desviaciones pequeño-burguesas: le gustaban el vino y las mujeres, y eso le traía algunos problemas de disciplina en los años ’70’”.23 Lo mandaron a la Regional Cuyo, que era de altísimo riesgo por el despliegue militar y porque él era conocido en Mendoza. Allí lo emboscaron pocas semanas después, en un Renault 6 en el que iba junto con Raboy, la hija de ambos de once meses y otra militante, Renée Ahualli. Se tomó la pastilla, luego lo remataron.24

Sus ex compañeros devenidos jueces encontraron a Quieto culpable del delito de delación, “agravado por la rapidez de la delación y lo importante de la información que había entregado”. El tribunal no aportó pruebas que sustentaran su decisión.

El destino final de Quieto nunca se supo con precisión. Según escribió Alejandra Vignollés en el libro

Doble Condena, el tiempo reveló indicios de que había sido detenido-desaparecido en una dependencia especial del Batallón 601 de Inteligencia en los cuarteles de Campo de Mayo.25 Por su jerarquía como militante, debió caer en manos de las brigadas del Ejército que se especializaban en técnicas de tortura para interrogatorios. Integrado por civiles y militares que se movían sin uniforme, al Batallón 601 reportaban los principales servicios de inteligencia del país. La información, que se procesaba en un edificio de Viamonte y Callao, jugó un rol central en la represión ilegal.

Quieto conocía todos los secretos de la

Operación Mellizas. Él y muy pocos más sabían de las valijas diplomáticas y de la existencia de un banquero de los Montoneros. Estaba al tanto de dónde se hallaba el dinero y de cómo se había repartido. Su potencial para generar daño superaba ampliamente lo que le reprochaban: la caída de algunas

casas operativas. ¿Había entregado el nombre de Graiver? ¿Había contado lo de Cuba? Nada se aclaró en el fallo.

“Por todo lo dicho, este tribunal ha encontrado a Roberto Quieto culpable de los delitos de DESERCIÓN EN OPERACIÓN Y DELACIÓN, con los agravantes expuestos, y propone la DEGRADACIÓN Y MUERTE a ser aplicadas en el modo y oportunidad a determinar.”

Urondo, Carlos Quieto (hermano menor de Roberto, y militante de Montoneros) y Lila Pastoriza le transmitieron la decisión a la esposa, Alicia Beatriz Testai.

Ella —relató Vignollés— no hizo preguntas. Solo les dijo:

Todos ustedes se pueden ir a la puta madre que los parió.

 

El 7 de agosto de 1976 el avión que transportaba a Graiver, único pasajero de un vuelo privado entre Nueva York y Acapulco, se estrelló contra un cerro en el estado mexicano de Guerrero. Su muerte, a los 35 años, es un misterio hasta el día de hoy.

Los restos de la nave no contribuyeron a que se hallara una explicación convincente sobre las causas del presunto accidente; una parada en Houston, que implicó un cambio en plan de vuelo, sumó suspicacias.26 La Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia Federal de Investigaciones (FBI) de los Estados Unidos plantearon la hipótesis de que el banquero había simulado su muerte para eludir la responsabilidad por los fraudes sobre los cuales la Fiscalía de Distrito de Nueva York había comenzado a indagar, pero terminaron por descartar la sospecha.27

Los Montoneros entraron en pánico. La novedad los encontró ya acorralados por la dictadura. Habían concretado más de cuatrocientas operaciones en lo que iba de 1976, con más de trescientas víctimas entre militares, policías y empresarios,28 pero las pérdidas propias eran superiores. Sin los fondos que les proveía Graiver, su capacidad de resistencia iba a menguar más aún. Cuba les guardaba la otra parte del botín, pero el gobierno de Fidel Castro no tenía la misma disponibilidad para facilitarles el dinero.

La codicia los había empujado a un abismo.

Difícilmente pudieran aducir que los hechos los habían tomado por sorpresa. La sobreexposición y la vida al límite del banquero siempre había sido motivo de debate y de preocupación para la cúpula.

Pocos meses antes de su muerte, Graiver había recibido a Magario, enviado a su encuentro en Punta del Este con un mensaje de la CN:

La evaluación es que conviene que te mudes a Alemania Occidental, lejos de las operaciones de la CIA.

El banquero, poco acostumbrado a recibir órdenes, despreció el comentario con el tono mismo de su respuesta:

Mmm no, no creo.

—¿Qué? ¿Por qué?

Mi padre no se adaptaría a vivir en Alemania.

Como aún no contaba con la residencia permanente en los Estados Unidos, viajaba con frecuencia a México. Pronto —esperaba— iba a recibir la

green card que le permitiría moverse menos.

Pueden estar tranquilos —cerró Graiver.

Magario se despidió con la convicción de haber hecho lo correcto. “Lo mataron, pero yo cumplí: le di el alerta en nombre de la Organización”, dijo.29

Juan Gasparini había reemplazado a Magario como jefe de Finanzas de Montoneros antes de que se produjera la muerte de Graiver. En lugar del doctor Peñaloza, cobró los últimos intereses un tal doctor Paz.30 El banquero informó a Fanjul del cambio, pero no hizo falta que le inventara una especialidad: la asistente ya había comprendido que no tenía que hacer preguntas.

Según Rodolfo Galimberti, Graiver alcanzó a entrenar a Gasparini en Nueva York para que ocupara un lugar en el directorio del banco que planeaba adquirir, en representación de las acciones que compraría con el dinero de los Montoneros.31 Habían desarrollado una relación estrecha y cordial. Después, la familia del financista conocería otra cara de los jóvenes guerrilleros.

El doctor Paz se presentó en las oficinas de EGASA en Buenos Aires. Fanjul, quien recibía las condolencias en nombre de la familia, se sobresaltó: no se tenían que ver en un lugar tan expuesto.

El doctor Paz parecía demasiado nervioso. Fanjul lo llevó a una oficina contigua para que pudieran conversar a solas y cerró la puerta.

Para nosotros es una gran pérdida. Irreparable —dijo el doctor Paz mientras daba golpecitos en la mesa con la yema de los dedos.

Sí, sin dudas. Muchas gracias. Se lo transmitiré a la familia —abrevió Fanjul, a la espera de que la conversación avanzara hacia su objetivo verdadero.

Comprometido con los intereses nacionales, era el hombre de recambio de la burguesía nacional… —seguía con los elogios el doctor Paz.

Sí. Sí —repitió Fanjul, casi desconcertada por tanto lamento. Pero entonces su interlocutor le dio a entender, sin sutileza, el verdadero objetivo de su visita:

Un hombre de palabra, fiel a sus compromisos. Que, por cierto, no prescriben con su muerte. ¿Verdad? Si ustedes quieren corroborarlo, tenemos todos los papeles.

A nadie le convenía que la dictadura conociera el origen de los fondos que había llevado a los Estados Unidos, interpretó Fanjul.

 

En Acapulco, todavía aturdida por la noticia de la muerte de su marido, Papaleo recibió un llamado amenazante: seguramente estaba al tanto —escuchó— que su marido administraba 17 millones de dólares que pertenecían a los Montoneros.

Parece que David le debía mucha plata a los muchachos —le comentó Gesualdi, la secretaria que había sido más allegada al banquero, quien la ayudaba con los trámites en México.

—¿A los muchachos?

Sí, a los montos…

De regreso en Buenos Aires, Papaleo corroboró con Rubinstein la verosimilitud de los llamados que la acosaban.

Cuando recibió la confirmación de los negocios de Graiver con los Montoneros, la viuda presintió que la historia del botín caería sobre ella como el rayo que supuestamente había destrozado el avión en el que viajaba su marido.

Desesperada, Papaleo movió sus contactos para pedir una audiencia con Videla. Le quería explicar que ella nada supo hasta que resultó demasiado tarde. Pero el dictador nunca la recibió.

La viuda se encontró entre muchos fuegos cruzados. Jacobo Timerman le exigió de mala manera que transfiriera las acciones ocultas de

La Opinión, porque quería impedir que la quiebra del grupo Graiver lo arrastrara. Las Fuerzas Armadas asediaban sus bienes y las acciones de Papel Prensa como buitres. En los Estados Unidos la obligaron a firmar un documento para que respondiera con sus bienes por la caída del

American Trust Bank.

El despojo arrancó con Papel Prensa. En noviembre de 1976 el gobierno militar forzó a Papaleo y a la familia Graiver a vender su parte de la principal fábrica de papel para diarios a sus clientes principales:

La Nación, Clarín y

La Razón.32

Papaleo vivía con terror a que la conexión con los Montoneros se hiciera visible. Los esquivaba. Pero el doctor Paz se presentó en las oficinas de EGASA en diciembre de 1976. Cansado de las dilaciones, exigió un nuevo encuentro cumbre con toda la familia Graiver.

La viuda sintió miedo. No podía negarse. Procuró un lugar discreto: le pidió a Gesualdi su departamento, en Junín y Las Heras. Le pasó las coordenadas al doctor Paz.

Llegó a la cita con su cuñado Isidoro; Juan, el suegro, prefirió no asistir. Los Montoneros los esperaban en la esquina. Subieron en el ascensor todos juntos; Papaleo abrió la puerta. Cuando se sentaron en el living, el doctor Paz ordenó que clavaran la mirada en el piso: no quería que se familiarizaran con su rostro. Había otro hombre, que apenas abrió la boca.

El doctor Paz reclamó el pago inmediato del monto adeudado: 17 millones más los intereses, que seguían corriendo a medida que ellos conversaban.33

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