Born

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Capítulo 11. 1976-1983. La dictadura y la búsqueda del tesoro

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Nosotros confiamos en David. Necesitamos el dinero para cumplir con nuestros objetivos —explicó el enviado de los Montoneros.

Isidoro respondió que no disponían de efectivo:

Vamos a cumplir, pero nos va a llevar un tiempo vender empresas para conseguir la plata —suplicó.

La organización no dispone de tiempo.

Tenían documentada la entrega del dinero a Graiver, pero en las nuevas circunstancias exigían obligaciones negociables a modo de garantía adicional.

En el momento de mayor tensión, el doctor Paz advirtió que la vida de los herederos podía correr peligro.

La amenaza de muerte se proyectó también sobre la hija de Papaleo, de apenas un año, cuando mencionó su nombre: María Sol.

Ahora nosotros nos vamos y ustedes esperan quince minutos para salir —les ordenó.

No hubo más encuentros.

Los Montoneros nunca pudieron recuperar ese dinero.

La información de que Graiver manejaba fondos de la guerrilla peronista ya se había filtrado. La filtración dejó a los herederos del banquero todavía más vulnerables a la voracidad de las Fuerzas Armadas.

Los militares decían que libraban una

guerra contra la subversión para defender los valores occidentales y cristianos en la Argentina. De paso, solían quedarse con los bienes de sus víctimas, y hasta con sus hijos pequeños. Con los Montoneros, tanto el Ejército como la Armada se entusiasmaron con la posibilidad de recoger unos millones que, para más fortuna, nadie podía reclamar. Pero no fue un esfuerzo conjunto: generales y almirantes salieron a competir por el botín de los Montoneros.

 

Gasparini fue secuestrado el 10 de enero de 1977 por un grupo de tareas de la ESMA que comandaba Jorge

el Tigre Acosta. Hasta que lo liberaron en agosto de 1978 —narró en su libro

Montoneros, final de cuentas— lo torturaron y lo obligaron a desarrollar trabajo esclavo. En los interrogatorios los marinos insistían en un punto: las inversiones de los Montoneros en Cuba, sus negocios con David Graiver y la identidad los doctores Paz y Peñaloza.34

El relato de Gasparini demostró que la Marina conoció el destino del botín de los Born antes de que el Ejército se lanzara a la caza de la familia Graiver, a comienzos de marzo de 1977.

Detrás de Gasparini, Papaleo y todo su entorno —unas veinte personas en total, incluidos el hermano, las secretarias y el sastre del banquero— cayeron en una redada del circuito que controlaba Ramón Camps, el general antisemita que comandó la Policía Bonaerense bajo las órdenes de Guillermo Suárez Mason, el jefe del I Cuerpo. El mismo sector secuestró a Timerman, el director de

La Opinión, poco después.

Isidoro Graiver, Papaleo y Timerman fueron sometidos a extensas sesiones de torturas a cargo del comisario Miguel Etchecolatz, la mano derecha de Camps. En otra derivación perturbadora del caso, Etchecolatz trabajaría años más tarde como custodio de Jorge Born.

El secuestro del periodista causó consternación en el mundo. Ante la presión internacional, Videla forzó a Suárez Mason a que

blanqueara su detención. Después de una intensa campaña sobre la Junta Militar, Timerman recuperó la libertad al cabo de cuarenta días. La inversión de Graiver en

La Opinión había sido anterior al acuerdo con los Montoneros y no existía ninguna evidencia de que el periodista hubiese estado al tanto de la relación comercial entre ellos, aunque percibía la afinidad política que habían desarrollado.

A Papaleo y a los Graiver les tocaría un calvario mucho más prolongado. No solo fueron torturados y juzgados sin derecho a defensa por un Consejo de Guerra Especial, que pretendió darle una pátina pseudo legal a los procedimientos de Camps. No solo los condenaron a quince años de prisión (a Fanjul le impusieron siete, por encubrimiento). También los despojaron del resto de sus bienes.

La Junta Militar se había arrogado la facultad de administrar el capital de aquellas personas que no podían justificarlo, ya que se presumía que podían haber “lesionado los intereses supremos de la Nación”. Así resultaron intervenidos el Banco de Hurlingham, el Comercial de La Plata, la Inmobiliaria Juan Graiver, EGASA, la Compañía Argentina de Seguros, Establecimientos Gráficos Gustavo y Editorial Olta, entre muchas otras propiedades del grupo Graiver. Luego se las transfirió sin cargo a la Comisión Nacional de Responsabilidad Patrimonial (CO.NA.RE.PA).

 

Los militares también siguieron la pista cubana, buscaron cuentas y cajas fuertes en Suiza y se apropiaron de la única sociedad que creían en manos de los Montoneros, las bodegas Calise.

A dos días de la muerte de Graiver, Crescencio Galañena Hernández y Jesús César Arias, empleados administrativos de la embajada de Cuba en Buenos Aires, fueron secuestrados al salir de su trabajo, en el barrio de Belgrano. Los llevaron al centro clandestino de detención de Automotores Orletti, donde se concentraba a los apresados como parte del operativo de coordinación entre las dictaduras de América del Sur, el Plan Cóndor. En Orletti, bajo la conducción de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y con la colaboración con inteligencia del Ejército, torturaron y mataron a los diplomáticos cubanos.

A la agencia de noticias

Associated Press llegó un sobre con las credenciales de Arias y de Hernández, junto a una nota supuestamente escrita por ellos que decía: “Nosotros hemos desertado”. La Cancillería argentina certificó las credenciales. Cuba nunca presentó una queja formal. La dictadura dio por cerrado el asunto.

Los cuerpos de los diplomáticos aparecieron décadas más tarde. Pero la identificación35 no despejó el misterio que rodeó a su muerte: ¿sus torturadores buscaban información sobre el dinero enviado en valijas diplomáticas hacia La Habana?

 

El Ejército también había detectado la ubicación de “la ferretería”, la

cárcel del pueblo en la que pasaron la mayor cantidad de tiempo los hermanos Born. El chapista Carlos Eduardo Herrera, vecino de la cuadra, relató que en un procedimiento del cual participaron oficiales de la Policía y del Ejército, se había secuestrado una gran cantidad de armas.

No obstante, el marino Massera corría con ventaja en la competencia con los generales para reunir información sobre la

Operación Mellizas.

Muchos de los prisioneros de la ESMA que habían integrado la Columna Norte caían con material valioso, como un juego de diapositivas y el guión del video sobre el secuestro de los Born que Quieto había elaborado con la división de Prensa de Montoneros. Allí mismo —donde torturaban, vejaban a las mujeres y robaban los bebés de las que secuestraban embarazadas— a cambio de sus vidas y de mejores condiciones de detención, algunos militantes montoneros habían sido forzados a cooperar con los marinos en tareas como falsificar documentos, procesar fotografías o reunir información de prensa.

Con la información abundante que circulaba en sus dominios, Massera no dejaba pasar una pista que lo pudiera acercar al botín de los Born.

Por orden del almirante, el empresario bodeguero Victorio Cerutti, de 75 años, fue secuestrado de su finca en la provincia de Mendoza en enero de 1977. Lo llevaron a Buenos Aires para que lo torturasen en la ESMA.

Cerutti poseía 25 hectáreas muy valiosas, afectadas a la producción de viñedos y de olivares, en Chacras de Coria. En el centro clandestino lo obligaron a firmar la venta falsa de los terrenos a una sociedad integrada por Eduardo Massera hijo y Carlos Alberto Massera, el hermano del almirante. Cerutti nunca apareció.

Massera había llegado hasta el empresario al seguir la pista del vínculo que los Montoneros tenían con sus hijos, Juan Carlos y Horacio Cerutti, quienes habían estado detrás de Calise. La bodega ya había pasado de manos a dueños nuevos: también ellos cayeron en la ESMA y fueron obligados a la venta simulada de sus acciones a otra sociedad ligada a Massera.

Escribió la periodista Susana Viau: “La doctrina del

botín de guerra, convertida en catecismo de la ESMA, había dado con estos dos golpes un salto en calidad. Massera suponía que habían encontrado la punta del ovillo que conducía a los 60 millones de dólares pagados por hermanos Born a los Montoneros. Política y caja eran una misma cosa”.36

 

Pablo González Langarica, ex integrante de la secretaría de Relaciones Exteriores de Montoneros, que había funcionado como enlace de la Conducción Nacional en algunas misiones reservadas, percibió en seguida la avidez de Massera. No le resultó difícil: la mayor parte de las preguntas de sus torturadores apuntaban a extraerle datos de las presuntas cuentas del grupo guerrillero en el extranjero.

González Langarica pensó que había encontrado la manera de salvar la vida.

Sé de una caja fuerte en Suiza, en un banco en Zürich. No tengo idea de qué hay adentro. Pero lo más probable es que sea dinero… —tentó a sus carceleros.

Los marinos exigieron detalles.

Una vez la tuve que abrir. Metí un maletín bastante grande que me habían dado, pero nunca miré lo que había dentro. Yo creo que debe ser plata.

—¿Quién accede a la caja?

—Yo tengo acceso, pero a ustedes no les van a dar las llaves. No sé quién más puede acceder… sí sé que yo podría. Si la quieren abrir me tendrían que llevar a mí.

Los marinos secuestraron a la mujer de González Langarica y a sus dos hijas, de cuatro y de dos años. Mientras durase el viaje, quedaban como rehenes en un predio de la Marina. Como si su familia no fuera garantía suficiente, González Langarica partió con una pierna enyesada para reducir su movilidad y evitar que intentara fugarse.

Los represores Miguel Ángel Benazzi, Alberto Eduardo González y Frimón Weber se embarcaron con él en un vuelo directo a Madrid. Pasaron la noche en un hotel en las inmediaciones del aeropuerto y al día siguiente volaron a Zürich.

El empleado del banco le entregó las llaves, sin sospechar nada extraño. En el segundo subsuelo, el prisionero de Massera abrió la caja fuerte. Benazzi sacó el maletín de cuero negro. Sonrió al abrirlo: contenía dólares. En total, 1.400.000 dólares.

Los cuatro juntos regresaron a Madrid. Los represores le exigieron a González Langarica que diera una conferencia de prensa ante los medios españoles para anunciar que dejaba la organización por diferencias políticas.

Decoraron el salón con una bandera de los Montoneros. Benazzi y González, ambos con la cara tapada con una capucha para simular que eran otros guerrilleros que también rompían con la cúpula, flanquearon al secuestrado. González Langarica leyó un documento y los encapuchados respondieron las preguntas de los periodistas, que no tardaron en percibir que podía tratarse de una farsa.

Al final de la conferencia los marinos le plantearon al ex enlace de la Conducción Nacional una nueva exigencia: que les diera los datos que conociera sobre los proveedores de armas de los Montoneros en Europa. González Langarica entregó un cargamento que ya se había acordado con un traficante de origen árabe. Cooperó otra vez y al cabo de siete meses se reencontró con su mujer y sus hijas en París.

 

Ante la campaña de la dictadura que presentaba a los Montoneros como un grupo derrotado en el plano militar y fundido en sus finanzas, el 26 de abril de 1977 la cúpula emitió un comunicado inusual. La organización, que siempre se había mostrado reacia a compartir detalles sobre sus recursos, por primera vez admitió su vínculo comercial con Graiver. No obstante, desmintió que hubiera perdido el acceso a los fondos.

El texto decía:

 

El principal aporte, aunque no el único, que recibió el Partido Montonero fueron los 60 millones de dólares pagados por el monopolio internacional Bunge y Born a cambio de la excarcelación de sus dueños.

Los fondos del Partido Montonero han estado, están y estarán a disposición de las organizaciones populares de la Argentina, de América o de cualquier parte del mundo que los empleen para combatir al imperialismo y liberar a sus pueblos.

Los fondos que el Partido Montonero había viabilizado a través de David Graiver no cayeron en manos de la dictadura. Estos fondos están en lugar seguro, aunque bloqueados temporariamente.

Con el paso del tiempo, el Partido Montonero los recuperará.

El Partido Montonero piensa que [Graiver]

posiblemente haya sido asesinado por la dictadura militar con complicidad de la CIA, o por la misma CIA a pedido de la dictadura. Pero esto no traba de ninguna manera la disponibilidad de fondos necesarios para que el Partido Montonero mantenga su ritmo de funcionamiento.

LIBERACION, PATRIA O MUERTE,

¡VENCEREMOS!

 

Desde fines de 1976, los dirigentes de mayor jerarquía habían abandonado la Argentina. Muchos salieron por Uruguay y pasaron por Brasil. Unos pocos siguieron viaje hacia Europa “para lanzar un espacio político exterior que le diera cobertura a la resistencia” que desarrollaban los militantes en la Argentina. En Roma, Firmenich, Fernando Vaca Narvaja y Roberto Perdía denunciaron a la dictadura por violar los derechos humanos y tendieron una red de contactos para intentar compensar su creciente debilidad interna. En España se encontraron con Felipe González, figura ascendente del Partido Socialista Español (PSOE); en el Líbano se entrevistaron con líder palestino Yasser Arafat, un antiguo contacto de Galimberti. Establecieron dos oficinas de prensa: una en México y otra en Roma.

La conducción en el exilio ignoraba o minimizaba las grandes pérdidas que padecían en la Argentina. Al cabo de un año las Fuerzas Armadas habían acotado de manera significativa la capacidad operativa del grupo guerrillero. Los Montoneros habían sufrido la pérdida de dos mil combatientes, una sangría atroz en un tiempo muy corto.37 En una situación de fortaleza, el general Leopoldo Fortunato Galtieri, a cargo del Segundo Cuerpo del Ejército, creyó que la dictadura daría el golpe de gracia si atrapaba a la cúpula en México.

El secretario general de los Montoneros en Rosario, Tulio

Tucho Valenzuela, había caído secuestrado junto con su pareja, Raquel Negro, embarazada de mellizos, y al hijo de ella de dos años. Galtieri los mandó a la Quinta de Funes, ubicada en las afueras de la ciudad. Allí ensayaba, como Massera en la ESMA, experimentos que ponían a sus víctimas a cooperar con la represión.

A Valenzuela le propusieron que viajara a la ciudad de México y que condujera a los oficiales del Ejército y de inteligencia, que viajarían con él, al encuentro de la cúpula montonera.

Su familia, desde luego, quedaría de rehén en la quinta.

Valenzuela aceptó. O simuló que había aceptado. Una vez en México, en lugar de tender la trampa a sus compañeros, le reveló la verdad a Miguel Bonasso, el primer dirigente montonero con el que se contactó.38 Al saber que los perseguían, Firmenich, Vaca Narvaja y Perdía se resguardaron en la embajada de Cuba en el Distrito Federal (D.F.). Desde su refugio ordenaron que Valenzuela diera una conferencia de prensa. Le exigieron que revelara los detalles de la

Operación México urdida por Galtieri y que denunciara los secuestros y tormentos en la Quinta de Funes. El militante obedeció el 18 de enero de 1977.

Galimberti, asentado en el D.F. desde que había escapado de la Argentina, preparó el operativo para la huida de sus jefes. Los llevó al aeropuerto disfrazados y con documentos falsos para que tomaran el vuelo a La Habana.

Cuando estuvo a salvo, la cúpula no le agradeció a Valenzuela por la información que les había permitido salvar las cabezas. Al contrario, en febrero lo sometió a un juicio revolucionario, y lo encontró culpable de “traición, delación e instigación”. Lo degradaron cuatro rangos, de mayor a subteniente.

Parecía una parodia. Los jefes del tribunal eran Firmenich y Perdía. Acusaban a Valenzuela de haber “colaborado con el enemigo para infiltrar la organización con objeto de asesinar a Firmenich”. Quienes eran jueces y parte involucrada vivían gracias a que el acusado había engañado a sus captores (los mismos que tenían de rehén a su mujer embarazada y al niño). Así y todo, concluyeron que no podían permitir que los militantes se lanzaran a negociar, cada uno según su criterio, intercambios por el estilo con el enemigo.

A la distancia, lejos del campo de batalla, los líderes montoneros exigían que sus combatientes en el terreno acataran un criterio moral estricto, sin atenuantes: para la ortodoxia ningún sacrificio resultaba prueba suficiente de lealtad. La lucha era a todo o nada: mejor muertos que secuestrados.

Porque los Montoneros tampoco podían saber —según argumentaron— si la cooperación realmente se había interrumpido. Debían ser inflexibles: no se podía aceptar ninguna forma de colaboración con los militares, aunque fuese simulada.

Valenzuela regresó a la Argentina en condiciones de mucho riesgo, durante la primera Contraofensiva, el polémico envío de militantes que se hallaban a salvo en el exterior para que volvieran a combatir en la Argentina. A los diez días se encontró encerrado por un grupo de la ESMA. Se tragó la pastilla de cianuro.

A su mujer, tras dar a luz, los militares la habían

trasladado, el eufemismo que encubría la muerte de los desaparecidos. Los bebés fueron robados y el hijo anterior, devuelto a los abuelos.

 

A fines de 1977 el escritor Rodolfo Walsh cayó asesinado. Había marcado, al igual que Quieto, sus disidencias con el rumbo que iba tomando la organización.

La Conducción Nacional, que también integraban Horacio Mendizábal y Roberto Yäger, se aisló todavía más en La Habana. Con la Argentina solo se comunicaba de manera indirecta vía México. En Cuba tenían muchas facilidades, gentileza del gobierno de Castro: una casa para las reuniones de la CN en el barrio de Miramar, residencias diplomáticas; departamentos para los jefes de la organización y militantes de rango; una camioneta para que se movilizaran; y una gran casa donde vivían chicos de todas las edades cuyos padres estaban en combate, la llamada

guardería de los Montoneros.

El contraste entre las comodidades de las cuales gozaba la cúpula en Cuba y las condiciones desesperantes en la Argentina para los combatientes rasos, disparó nuevos reclamos de las columnas más poderosas. El secretariado de Zona Norte pidió 10 millones de dólares para un plan de viviendas. Exigía acomodar a los obreros industriales que eran perseguidos y necesitaban protección, porque estaban demasiado expuestos y eran cada vez menos. Pero la cúpula ignoraba los pedidos y se cerraba sobre sí misma.

La conducción, que había procurado la independencia financiera para obtener libertad de acción, en realidad dependía por entero del gobierno de Castro.

 

El Banco Nacional de Cuba atesoraba las únicas reservas que les quedaban a los Montoneros. Después de fracasar en el intento de blanquear el dinero por Suiza, a fines de 1975 el gobierno de la isla le había encargado al coronel Filiberto Castiñeiras que trasladara el dinero a Praga, capital de la entonces Checoslovaquia.

Junto con otros funcionarios, Castiñeiras transportó los dólares en valijas que ni siquiera se mandaban como envíos diplomáticos: las subían a los vuelos de Czechoslovak Airlines o Cubana de Aviación directamente a bordo en el equipaje de mano.39 Para que se perdiera el rastro de su origen, una vez contabilizado el dinero, el Banco Central checo ingresó el botín en el circuito financiero de manera paulatina y mandó sucesivos giros al Banco Nacional de Cuba.

Filiberto dijo haber recibido en Cuba 42 millones de dólares. Sin embargo, a la luz de las pérdidas sucesivas que padecieron los Montoneros antes de llegar a La Habana, parece una cifra demasiado alta.

De los 60 millones de dólares del botín de los Born, 12 se habían extraviado con Graiver, y otros 5 —por lo menos— habían caído en manos de los militares y las fuerzas de seguridad (parte con González Langarica en Suiza, otro tanto en

casas operativas allanadas). El primer cobro, con certeza, había sido en pesos y se había esfumado a toda velocidad en las obligaciones impagas que arrastraban los Montoneros. Luego gastaron algún dinero en las elecciones de Misiones. Con la resta resulta difícil creer que hayan podido preservar 42 millones de dólares.

En una entrevista para este libro, Magario dijo que a Cuba habían enviado en valijas diplomáticas unos 15 millones de dólares. Tampoco resulta verosímil.

Un punto intermedio ubicaría el depósito en Cuba en un valor entre 25 y 30 millones de dólares.

Galimberti demandó que se le informara el monto exacto del depósito. También insistió en reclamar una voz en la discusión sobre el reparto del dinero. Su relación con la cúpula era cada vez más tensa. Firmenich, Vaca Narvaja, Perdía, Mendizábal y Yäger dieron muy poco lugar a sus demandas. Se concentraban entonces en las acciones con las que pensaban boicotear el Mundial de Fútbol de 1978.

Como parte de los preparativos, la dictadura había montado una farsa para contrarrestar las denuncias sobre el terrorismo de Estado: la campaña “Los argentinos somos derechos y humanos”. Los Montoneros armaron dispositivos para traspasar la censura que impedía que se conociera el accionar del terrorismo de Estado. Poco consiguieron. El triunfo del equipo argentino (que muchos controvierten por el curioso 6-0 clasificatorio de Argentina-Perú) ayudó mucho más a la causa de la Junta Militar que a los Montoneros.

La derrota más cruenta, no obstante, estaba por venir.

 

Después del Mundial ’78, la CN se dirigió a los militantes que se encontraban en el exilio —a salvo— con una oferta que no podrían rechazar: debían regresar clandestinos a la Argentina. Había llegado la hora de la Contraofensiva Revolucionaria.

Según la evaluación enajenada de la cúpula, la dictadura mostraba fisuras: aumentaba la conflictividad sindical y las internas en las Fuerzas Armadas debilitaban al gobierno. Había llegado el momento de pasar de la

defensiva estratégica a una serie de acciones de propaganda —militares, como la bomba en la casa de Guillermo Walter Klein, funcionario del Ministerio de Economía; comunicacionales, como la interferencia de los canales— que lograrían la recuperación de la iniciativa montonera en la movilización popular. Una especie de

revival de los tempranísimos ’70.

Mientras tanto, en la realidad…

La relación de fuerzas era otra. La represión continuaba. La orden significó una sentencia de muerte o una invitación al suicidio, aunque algunos hubieran recibido entrenamiento en Beirut.

 

El 22 de febrero de 1979, Galimberti encabezó el primer grupo que rompió con la cúpula e hizo pública una disidencia; lo acompañaron, entre otros, el poeta Juan Gelman. Ellos denunciaron en una carta “la falta absoluta de democracia interna que sofoca cualquier intento de reflexión crítica” y pidieron, una vez más, que se repartieran los fondos disponibles. Como un

boomerang, Galimberti sostuvo que nada, ni la delación bajo tortura, resultaba más egoísta que la actitud de quienes acaparaban las reservas para un grupo selecto, mientras que todos los demás combatientes ponían sus vidas en peligro cada día.

El sector que partió con Galimberti se apropió de la caja que manejaba en el momento. Si bien los adversarios internos de Galimberti hablaron de millones, Jorge

Topo Devoto, un hombre del riñón del secretario militar de la Columna Norte, replicó en la biografía de Firmenich40 que se habían quedado con la módica suma de 62.000 dólares.

Como se podía prever, el resultado de la Primera Contraofensiva fue desastroso en términos de pérdidas de vida, tanto de militantes de base como de cuadros importantes, Mendizábal entre ellos. Sin embargo, la cúpula persistía con sus análisis triunfalistas. En la previa de los preparativos de la segunda Contraofensiva, en 1980, se dio otra ruptura, impulsada por Bonasso, entonces secretario de prensa del Movimiento Peronista Montonero, la organización político-militar que habían lanzado en Roma en 1977.

Al término de la dictadura que se extendió desde 1976 hasta 1983 y de un enfrentamiento que costó 30.000 desaparecidos, los Montoneros acabaron —según Galimberti— en el reino del revés.

“En todas las luchas guerrilleras que se han librado en el mundo siempre se han perdido primero los recursos organizativos, básicamente los medios económicos”, explicó Galimberti; los Montoneros, en cambio, “perdieron la guerra, perdieron la gente y pasaron a ser los dueños de una cifra exorbitante de dinero”.

Es decir que los millones estaban en algún lugar.

La persecución del botín no podía concluir con la implosión de la dictadura por los coletazos de la derrota en la guerra de Malvinas.

Notas:

21 El historiador Federico Guillermo Lorenz me reveló la historia del reloj. Su tía, Ana Soffiantini, fue militante montonera y pareja de Hugo Onofri, el responsable de logística de la Columna Norte que se quedó con el Rolex de Born. A él lo secuestraron el 20 de octubre de 1976; a ella, un año más tarde. Ambos fueron a parar a la Escuela de Mecánica de la Armada. Onofri había fallecido por la tortura en el centro clandestino; ella sobrevivió. Supo con certeza que su pareja había estado en ese mismo lugar cuando vio el reloj en la muñeca de otra persona, pero nada dijo: no le convenía.

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