¡BOOM!

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¡BOOM! 40

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¡BOOM! 40

Dos electricistas enérgicos golpearon un clavo en la pared interior del templo, pasaron un cable y colgaron una lámpara. Cuando la encendieron, su luminosidad empalideció el oscuro vestíbulo. Intenté proteger mis ojos a pesar de los espasmos de mis brazos y piernas, mientras que una ruidosa cigarra me desquiciaba. Temí que mi enfermedad regresara y enseguida le pedí al Señor Monje que entráramos en su habitación detrás del ídolo, para huir de esa luz. Pero él estaba sentado tranquilo y cómodo. Entonces encontré un par de gafas caras en el suelo junto a mí, posiblemente pertenecían a la estudiante de medicina, que aún no podía asegurar que se tratara de la hija del Señor Lan, ya que el mundo está lleno de gente con el mismo nombre. Se las debió dejar después de atenderme. Le debía una por salvarme la vida, y devolverle las gafas sería lo correcto. Pero se había marchado sin dejar rastro, así que me las coloqué para protegerme de la luz. Si regresaba se las devolvería. Si no las seguiría llevando, ya que una joven como ella no querría unas gafas que alguien como yo hubiese llevado. Todo cambió de color, tomando un tono cremoso, y volví a sentirme cómodo. El Señor Lan entró en el templo con el brazo sano doblado hacia el pecho como señal de respeto y después hizo una reverencia y dijo con voz jocosa: «Adorado Espíritu Ecuestre, por mi ignorancia y por haberos ofendido os dedicaré esta ópera. Os pido que me ayudéis a hacerme rico, y cuando lo sea donaré lo que haga falta para restaurar este templo y le daré una nueva mano de pintura dorada. Incluso os conseguiré un harén de mujeres para vuestro placer y así no tendréis que entrar en las casas de la gente a mitad de la noche». Su súplica despertó risas entre su gente, que se cubrió la boca con las manos. Zhaoxia Fan sonrió. «¿Le estás pidiendo algo al espíritu o intentas enfadarle?», preguntó. «¿Qué sabrás tú? El espíritu me entiende. Adorado Espíritu Ecuestre, ¿qué opináis de esta mujer mía? Estaría dispuesto a cederos sus servicios si así lo desearais». Zhaoxia Fan le dio una patada. «Desde luego tienes un pico de oro —dijo ella—. Espero que el Espíritu Ecuestre se te presente y te quite las penas a base de patadas». «Papá, mamá —les llamó su hija desde el jardín—, quiero un algodón de azúcar». El Señor Lan acarició el cuello del ídolo y dijo: «Adiós, Espíritu Ecuestre. Hacedme saber en sueños qué mujer os gusta y me encargaré de que la consigáis. Las mujeres estos días se van con los peces gordos». El Señor Lan dejó el templo seguido por su largo séquito. Un grupo de niños con palos de algodón de azúcar iban de un lado a otro. Un vendedor ambulante de maíz tostado avivaba el carbón con un abanico roído por las polillas. «Maíz tostado —gritaba remarcando cada letra—. Un yuan la mazorca». La gente se apiñó frente al escenario de la ópera, donde los músicos llenaban el aire con el sonido de los platillos y el golpe de los tambores. Los músicos de la sección de cuerda afinaban sus instrumentos. Un niño peinado con raya en medio, un peto rojo y rostro colorado; una Qingyi con túnica abotonada a un lado y pantalones sueltos, su pelo recogido en la nuca con un moño; un viejo con sombrero de bambú y sandalias de esparto, luciendo una barba de chivo blanca; un cómico de rostro azulado y su compañera con una gasa en la sien, todos se acercaban al templo. La Qingyi dijo enfadada: «¿Llamas a esto un teatro? ¡No hay ni siquiera una silla!». El anciano de la barba dijo: «Intenta ser positiva, ¿vale?». «No, no vale —dijo—. Voy a hablar con el Director Jiang. Esta no es manera de tratar a la gente». Al oír su nombre, Jiang entró y dijo con cautela: «¿Qué problema hay?». «No somos actores famosos, director —dijo—, y no tenemos grandes exigencias. Pero somos seres humanos, ¿verdad? Cuando no hay agua caliente la tomamos fría, cuando no hay arroz ni verduras comemos pan, y cuando no tenemos vestuario nos cambiamos en la camioneta. Pero un sencillo taburete no es mucho pedir, ¿verdad? No somos mulas que puedan dormir de pie». «Debéis arreglaros con lo que hay —dijo—. Llevaros al teatro Changan o la Ópera de París, donde no os faltase de nada, sería mi sueño. ¿Pero qué posibilidades tenemos? Seamos sinceros. Somos mendigos de clase alta, tal vez no lleguemos ni a eso. Los mendigos tiran una cazuela cuando está rajada. Y seguimos pensando que somos mejores que ellos». «Entonces ¿por qué no salimos a mendigar? —dijo la mujer—. Seguro que ganaríamos más dinero del que hacemos ahora. Mira a todos esos mendigos que viven en casas de estilo occidental». «Opina lo que quieras —dijo el director—, pero no pasarías por mendiga ni aunque lo intentases. Compañeros —continuó bajando la voz—, intentad arreglaros. Casi he tenido que besarle el culo al Señor Lan para que nos pagara quinientos yuanes más. Soy graduado en arte dramático, lo que pasa por un intelectual. En los setenta, una obra que escribí recibió el segundo premio en un concurso provincial, y si hubieseis visto cómo me arrastré ante los lacayos del Señor Lan… Me avergüenzo de las palabras que salieron de mi boca, y de hecho, cuando me quedé solo, me abofeteé. Y ya que sois reacios a abandonar ese mínimo sueldo y seguís aferrándoos a este pobre y pedante arte nuestro, debemos aceptar algo de humillación para hacer lo que hemos venido a hacer y, como tú has dicho, beber agua fría cuando no haya caliente, cuando no haya arroz ni verduras, comer pan. Y, por último, si no hay taburetes, tendremos que permanecer de pie. De hecho, quedarse de pie es mejor, ya que tu vista alcanza más allá». El niño, ese que pretendía parecerse al legendario Príncipe Naza, corrió entre el Señor Monje y yo y saltó a la espalda del Espíritu Ecuestre. «Tía Dong —gritó—, súbete aquí. ¡Es genial!». «Eres un niño de la carne muy tontito», dijo la Qingyi. «No soy un niño de la carne, soy un dios de la carne, carne inmortal», contestó el niño, que brincaba sobre el caballo, cuyo empapado y débil lomo empezó a resquebrajarse, para terror del niño, que bajó corriendo. «La espalda del Espíritu Ecuestre se ha roto», gritó. «Eso no es lo único que está roto —dijo ella mirando el templo—. Este sitio parece estar a punto de derrumbarse. Solo espero que no ocurra esta noche y nos haga picadillo». «No se preocupe, señora —dijo el anciano de pelo blanco—, el Dios de la Carne la protegerá ¡ya que usted encarna a su madre!». Justo en ese momento el director entró con una silla desvencijada. «Prepárate para salir a escena, niño de la carne. —Colocó la silla detrás de la Qingyi—. Perdone, Xiao Dong —le dijo—, esto es lo mejor que he podido encontrar». El niño de la carne se limpió el polvo de encima, frotó sus manos para deshacerse del barro, salió del templo y subió los escalones de madera que llevaban al escenario. Los tambores y platillos dejaron de sonar, dando paso al huqin de dos cuerdas y la flauta. «He venido a rescatar a mi madre —dijo el niño de la carne levantando la voz—. He viajado día y noche». Corrió hasta el centro del escenario al terminar su frase. Pude ver con dificultad, a través de un hueco entre las cortinas azules del fondo del escenario cómo el niño daba un par de volteretas. Los tambores y platillos despertaron un estrépito que se unió a los gritos entusiasmados del público, que aplaudía al niño acróbata. «Subí montañas, vadeé ríos y crucé un pueblo dormido para ver a un médico de renombre; él recetó un brebaje para mi madre, y menuda mezcla de ingredientes: aceite de crotón, jengibre molido e incluso un bezoar, una mezcla extraña. En la farmacia entregué la receta y el dependiente me pidió dos dólares de plata, a mí, que venía de una familia sin dinero. Eso supuso una terrible aflicción para este niño de la carne». En ese momento el niño se tiró al suelo dando vueltas para expresar su agonizante pesar. Con el ruido de los tambores y el sonido metálico de los platillos a mi alrededor, sentí como si él y yo nos fundiésemos en uno. ¿Cuál era la relación entre la historia del comedor de carne Xiaotong Luo y el yo que estaba sentado frente al Señor Monje? Era como la historia de otro niño, mientras que la mía se interpretaba sobre el escenario. Para poder conseguir el brebaje de su madre, el niño fue en busca de una mujer que compraba y vendía niños y se ofreció como mercancía. La comerciante de niños subió al escenario con un aire cómico. Todas sus frases rimaban: «Soy vendedora de niños, eso soy, y mi nombre es Wang. Mis ingeniosas palabras siempre alegrías me dan. Puedo hacer que pienses que un pollo es un pato y hacer que del culo de un caballo salga un gato. Me creerás si digo que los muertos pueden volar, y que los vivos en el infierno tristes letras suelen cantar…». Al escapar las palabras de su boca, una mujer desnuda con el cabello despeinado trepó por un poste y después cayó en el escenario. Un clamor comenzó al pie de ese mismo escenario y terminó en un extasiado «¡bravo!». «¡Señor Monje! —grité—, puedo ver la cara de la loca desnuda y es (¡oh, Dios mío!) la famosa actriz Feiyun Huang». El niño de la carne y la comerciante de niños se quitaron de en medio mientras ella daba vueltas en el escenario como si no hubiese nadie más, hasta que su atención se posó sobre el Dios de la Carne, al borde del escenario. Ella se acercó y le tocó el pecho con un dedo. Después (plas, plas) le abofeteó la cara. Tenía que saltar para alcanzar su rostro. Los hombres se abalanzaron para bajarla del escenario, pero ella escapaba de sus manos como si su piel resbalase. Subieron un par de hombres más, todos mirándola con lascivia. Formando una cadena humana consiguieron encerrarla. Ella sonrió y se echó hacia atrás despacio. Atrás, atrás… Dejadla en paz, bastardos. Ese era mi corazón gritando. Pero la tragedia fue irremediable. Feiyun Huang cayó de espaldas escenario abajo, despertando los gritos de todos. Un segundo después escuché un grito femenino, era la estudiante de medicina Tiangua. Estaba muerta. ¡Hijos de puta! ¿Por qué tuvisteis que hacerlo? Me rompió el corazón, Señor Monje, no podía contener las lágrimas. Noté una mano en mi cabeza, fría como el hielo. Con los ojos turbios pude ver al Señor Monje. Esta vez no intentó ocultar su tristeza. Un suave suspiro escapó de su boca. «Sigue con tu historia —le oí decir—. Te estoy escuchando».

Madre estaba muerta, Padre había sido arrestado. El Señor Lan, que al parecer conocía la ley, dijo que Padre era culpable de un crimen muy serio, y lo que se podía esperar era la sentencia de muerte con un indulto de dos años. La pena de muerte sin indulto era otra posibilidad. Jiaojiao y yo éramos ahora huérfanos.

Señor Monje, nunca olvidaré el día en que arrestaron a Padre. Hoy hace diez años. También llovió mucho la noche anterior y la mañana era tan calurosa y húmeda como la de hoy, con el mismo sol abrasador. Un coche policial llegó al pueblo después de las nueve de la mañana, con la sirena en marcha. La gente esperaba fuera para ver qué pasaba. El coche paró delante de la comisaría, donde Lao Wang y Wu Jinhu sacaron a Padre. Después de que Wu le quitara las esposas, el policía municipal se acercó y esposó a Padre con las suyas. Jiaojiao y yo permanecíamos a un lado de la carretera mirando la cara congestionada de Padre y su pelo, que había encanecido a lo largo de la noche. Mis lágrimas caían, pero no me sentía tan mal. Padre asintió hacia nosotros, hizo una seña para que nos acercáramos y obedecimos al momento. Paramos unos pasos antes de alcanzarle y él extendió sus brazos como si quisiera tocarnos. Pero no lo hizo. Sus esposas brillaban bajo la luz del sol, cegándonos por un momento. Se dirigió a nosotros con suavidad.

—Xiaotong, Jiaojiao, perdí la cabeza… Si necesitáis algo id a ver al Señor Lan, él os cuidará.

Pensé que mis oídos me engañaban. Miré hacia donde apuntaba él con ambas manos, y ahí estaba el Señor Lan, de pie con los brazos caídos y los ojos turbios a causa del alcohol. Iba recién rapado, mostrando protuberancias y abolladuras en la cabeza. También se había afeitado, lo que revelaba una pronunciada y fuerte barbilla. Su oreja deforme se veía peor que nunca, de hecho era una imagen patética.

Después de que el coche de policía se marchase, el grupo de fisgones se dispersó. El Señor Lan se acercó tambaleándose hacia nosotros, con un gesto triste en su rostro.

—Niños —dijo—, desde hoy os quedaréis conmigo. Nunca pasaréis hambre mientras haya comida, y me aseguraré de que siempre vayáis bien vestidos.

Sacudí mi cabeza para liberarla de todo el tumulto emocional y concentrar mi energía para poder pensar con claridad.

—Señor Lan —dije—, no podemos quedarnos contigo. Todavía no hemos decidido qué hacer, pero lo que dices no va a ocurrir.

Tomé a Jiaojiao de la mano y regresé con ella a nuestra casa.

Allí vimos a la esposa de Biao Huang, con zapatos blancos, pelo rubio y un broche con forma de libélula. Esperaba en la verja con una cesta de comida. No podía mirarnos a los ojos. Quería echarla de allí, porque sabía que si estaba ahí era porque el Señor Lan se lo había ordenado. Pero no lo hice, ya que dejó la cesta en el suelo y se marchó antes de que pudiese decirle nada, caminando a toda prisa, contoneándose sin mirar atrás. Quise patear la cesta, pero el olor a carne me frenó. Con una madre muerta y un padre en prisión nuestra pena era enorme, pero no habíamos comido nada en dos días y el hambre arañaba nuestras entrañas. Yo podía soportarlo pero Jiaojiao era solo una niña, y cada comida que se saltaba le costaba cientos de miles de células cerebrales. Perder algo de peso no era para tanto, pero al ser su hermano mayor, ¿cómo le haría justicia a Padre y a Tía Burrita si dejaba que el hambre le afectase a la cabeza? Recordé películas y cuentos ilustrados donde los revolucionarios se hacían con un caldero del enemigo lleno de carne y empanadas hervidas. Con ánimo, el comandante decía: «¡Comed, camaradas!». Así que cogí la cesta y rebusqué dentro, sacando la comida que dejé en la mesa. Como el comandante, le dije a mi hermana:

—Come, Jiaojiao. No dejes que se eche a perder, es gratis.

Nos lanzamos sobre la comida como bestias hambrientas y no paramos hasta que se nos hinchó la tripa. Yo descansé un instante y después empecé a darle vueltas a la cabeza. Era como un mal sueño. Nuestro destino había cambiado antes de darnos cuenta. ¿Quién fue el causante de esta tragedia? ¿Padre? ¿Madre? ¿El Señor Lan? ¿Zhou Su? ¿Qi Yao? ¿Quiénes eran nuestros enemigos? ¿Quiénes nuestros amigos? Estaba confuso. Mi inteligencia estaba siendo sometida a la mayor prueba de mi vida.

La cara del Señor Lan apareció frente a mí. ¿Era él nuestro enemigo? Sí, era él. No pensábamos aceptar el consejo de Padre, era un terrible consejo. ¿Cómo íbamos a vivir en su casa? Yo aún era bastante joven, pero era el jefe del taller de limpieza de la carne y había participado en un concurso de comer carne, y vi a esos hombres inclinarse ante mí en señal de derrota. Había sido un chico duro y lo era más ahora. «Cuando la suegra muere, la nuera se convierte en matriarca; cuando un padre muere, el hijo mayor se convierte en el rey del gallinero». Mi padre no había muerto, pero como si lo estuviese. Mi momento como rey había llegado y tenía la venganza en mi mente. Llevaría a Jiaojiao conmigo para ponerla en práctica.

—Jiaojiao —dije—, el Señor Lan es nuestro enemigo mortal y vamos a matarle.

Ella negó.

—Pero yo creo que es un buen hombre.

—Jiaojiao —dije con seriedad—, eres joven e inexperta y no puedes decir qué hombre es bueno solo por su apariencia. El Señor Lan es un lobo vestido de cordero. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Lo entiendo —dijo Jiaojiao—. Matémosle entonces. ¿Le llevamos al taller primero y le hacemos un tratamiento de agua?

—Para un caballero la venganza se sirve fría. No debemos darnos mucha prisa. No lo haremos hoy, pero tampoco dentro de diez años. Lo primero será hacernos con un buen y afilado cuchillo y después esperar al momento adecuado para quitarle de en medio. Debemos hacer creer a todos que somos un par de niños desvalidos, hacer que nos tengan lástima, hacer que se confíen. Entonces esperaremos para actuar. Es un hombre poderoso y si luchamos según sus reglas perderemos, sobre todo con la protección del maestro en artes marciales Biao Huang. —Debía considerar la situación desde todos los ángulos—. En cuanto al tratamiento de agua, esperaremos antes de decidirnos.

—Lo que tú digas, hermano.

Una mañana, no mucho más tarde, nos invitaron a tomar una sopa de huesos a casa de Tianle Cheng. Nutritiva y rica en calcio, la sopa era la clase de plato que Jiaojiao, que estaba creciendo, necesitaba. Era una olla grande, con muchos huesos. Si alguien conocía los huesos ese era yo: de caballo, buey, oveja, burro, perro, cerdo, camello y zorro. Cuela un hueso de burro en un montón de huesos de oveja y yo lo reconoceré. Pero los huesos en esa olla eran nuevos para mí. Los bien desarrollados huesos de las piernas, la ancha columna vertebral y la sólida rabadilla me hicieron pensar en algún tipo de felino. Tianle Cheng era un buen hombre, de eso estaba seguro, y yo le caía bien. Nunca me haría daño, así que no podía haber nada malo en lo que me ofreciese para comer. Jiaojiao y yo nos sentamos en una pequeña mesa junto a la olla y empezamos a comer, un tazón tras otro, hasta llegar a cuatro. La mujer de Cheng permanecía de pie con un cucharón, llenando nuestros cuencos cada vez que se vaciaban. Cheng nos animó a comer tanto como quisiésemos.

Mientras estuvimos en casa de Cheng nos las ingeniamos para conseguir un puñal oxidado con la hoja en forma de oreja de vaca. No queríamos un cuchillo grande. Necesitábamos uno que pudiese ocultarse, y este resultaba perfecto. Nos llevamos una piedra de afilar a casa, subimos el volumen del televisor al máximo, cerramos la puerta, tapamos las ventanas y afilamos el cuchillo con el que íbamos a matar al Señor Lan.

Mi hermana y yo nos habíamos convertido en invitados de honor en los hogares de todo el pueblo y nos servían comida de primera calidad. Comimos joroba de camello (básicamente una masa de grasa animal), rabo de oveja (manteca pura), sesos de zorro (un plato lleno de astucia). No puedo enumerar todo lo que comimos, Señor Monje, pero he de contarle que en casa de Tianle Cheng, además de la sopa, nos invitaron a una copa de licor amargo verde. Cheng no nos dijo lo que era, pero imaginé de dónde venía; de la vesícula biliar de un leopardo. Supuse entonces que los huesos que comimos pertenecían al mismo animal. Así que Jiaojiao y yo tomamos vesícula de leopardo (llamada «la poción del coraje»), que nos transformó de tímidos ratoncitos en jóvenes cuya valentía no conocía límites.

Atiborrándonos de la mejor comida que tenían, mis vecinos nos infundían fuerza y coraje, y aunque nadie estaba dispuesto a decirlo, no teníamos dudas del porqué de estas deferencias. Normalmente, tras ser invitados a una buena cena les dábamos las gracias a nuestros anfitriones con vagas expresiones como: «Estimados señor y señora, tío y tía, hermano y hermana, por favor sean pacientes. Mi hermana y yo nos comprometemos a hacer lo correcto. Recompensaremos su amabilidad».

Cada vez que soltábamos este pequeño monólogo, un aire de solemnidad cruzaba mi mente y la sangre caliente recorría mis venas. Aquellos que nos escuchaban se conmovían; sus ojos se encendían y los suspiros escapaban de sus bocas.

El día del ajuste de cuentas se acercaba.

Y entonces llegó.

Se había organizado una reunión en la sala de conferencias de la planta de empaquetado para discutir el cambio de un sistema de propiedad colectiva a uno de accionistas. Jiaojiao y yo éramos accionistas, con veinte participaciones cada uno. No malgastaré el tiempo con la estúpida reunión, ya que la única razón por la que se convirtió en la comidilla del pueblo fue por nuestro intento de venganza. Saqué el puñal de mi cinturón y grité:

—¡Señor Lan, devuélveme a mis padres!

Mi hermana sacó de su manga unas tijeras oxidadas; antes de salir le dije que las afilara, pero se negó, dijo que las tijeras oxidadas le causarían tétanos a cualquiera al que se apuñalara con ellas.

—¡Señor Lan —gritó—, devuélveme a mis padres!

Levantamos nuestras armas y corrimos hacia el Señor Lan, que estaba en el estrado.

Jiaojiao tropezó en las escaleras, cayó de bruces y comenzó a llorar.

El Señor Lan dejó de hablar, fue hacia ella y la cogió en brazos. Le levantó el labio con un dedo y vi un corte, tenía sangre en los dientes.

Esto supuso un problema para mis planes. Desinflado como un neumático pinchado, sentí mi enfado disiparse. ¿Pero cómo daría la cara entonces ante mis vecinos? ¿Cómo vengaría a mis padres si tiraba la toalla? Así que conteniendo la respiración levanté mi puñal una vez más y moviéndome de manera amenazadora tuve la visión de mi padre haciendo lo mismo con su hacha en la mano. Como si yo fuese mi padre. El Señor Lan secaba las lágrimas de Jiaojiao con una mano.

—Buena chica —dijo—, no llores, no llores…

Él tenía lágrimas en los ojos, lo crean o no, cuando dejó a mi hermana en brazos de la peluquera Zhaoxia Fan, que estaba en primera fila.

—Llevadla a la enfermería —dijo.

Zhaoxia la cogió en brazos y el Señor Lan se agachó para coger las tijeras y lanzarlas al estrado. Después cogió una silla, la acercó a mí, la puso en el suelo y se sentó.

—Justo aquí, querido sobrino —dijo golpeándose el pecho.

Cerró los ojos.

Miré a su abollada cabeza recién afeitada, después a la barbilla, la oreja a la que mi padre había arrancado un trozo y por último al recorrido de las lágrimas en su rostro. La pena me atravesó junto al humillante deseo de lanzarme en brazos de ese hijo de puta. En ese momento entendí por qué Padre había clavado el hacha en la cabeza de Madre. Pero no había nadie cerca del Señor Lan y no había discutido con nadie, así que no sabía a quién apuñalar. Estaba paralizado. Pero ya se sabe lo que dicen: «El cielo no cierra todas sus puertas». El guardaespaldas del Señor Lan, Biao Huang, entró en la sala. Ese bastardo, matarle sería como cortarle el brazo derecho al Señor Lan. Así que levanté mi puñal para atacarle. Un grito de guerra escapó de mi boca y mi mente se quedó en blanco. Ya le he hablado de Biao Huang, Señor Monje. Quién era yo para enfrentarme a un hombre con su inusual facilidad para las artes marciales. Me lancé con el puñal hacia su estómago, pero prácticamente ni le rocé. Me agarró de la muñeca y tiró de mi brazo hacia atrás. Escuché el sonido de mi hombro dislocándose.

Mi venganza había llegado a su fin.

Durante mucho tiempo, la venganza de Xiaotong Luo fue razón de burla en todo el pueblo y aunque mi hermana y yo sufrimos una considerable humillación nos hicimos famosos. Algunos incluso nos defendían en nombre de la justicia, asegurando que no debían tomarnos tan a la ligera y que el día en que el Señor Lan tuviese que responder por sus pecados llegaría cuando nos hiciésemos mayores. Fuera como fuese, dejaron de invitarnos a sus casas a comer. El Señor Lan y la esposa de Biao Huang nos enviaron comida un par de veces, pero no por mucho tiempo.

Biao Huang dejó a un lado el rencor para enviarme un mensaje de parte del Señor Lan pidiéndome que regresara a la planta como director del taller de limpieza de la carne. Lo rechacé. Podía ser pequeño e insignificante, pero tenía mi orgullo. ¿De verdad esperaba que regresara al trabajo en la planta ahora que no estaban ni mi padre ni mi madre? Sin embargo, esa decisión no afectó a mis recuerdos de los buenos tiempos allí, y a menudo Jiaojiao y yo nos encontrábamos paseando por los alrededores sin querer.

Nuestras piernas nos llevaban solas, así de simple, y allí estábamos frente a una imponente puerta de granito negro con un nuevo cartel, con el nombre de la empresa en letras grandes, que colgaba a un lado, y una puerta doble automática. La planta había sufrido toda una transformación, de la humilde planta de empaquetado de carne a la impresionante planta de procesado de carne Huachang. Los alrededores eran paisajes de plantas exóticas y árboles, y los trabajadores que entraban y salían iban vestidos con batas blancas. La gente familiarizada con el lugar sabía que era un matadero, pero cualquier otro hubiese pensado que era un hospital. Había algo, sin embargo, que no había cambiado: la plataforma de renacimiento de pino seguía en pie en una esquina como un símbolo del pasado. Una noche tanto Jiaojiao como yo soñamos que subíamos a la plataforma donde yo veía a Padre y Madre bajando por un camino en un carro llevado por un camello. Ella veía a nuestra madre sentada en una mesa con platos llenos de buena comida y brindando sin parar. El licor de las copas era verde y se preguntó si se trataría de vesícula de leopardo. No había manera de saberlo, claro.

Lo que más me dolía esos días no era el hambre, ni la soledad, sino la vergüenza, que había sido el resultado de mi fracaso a la hora de vengarme. No podía seguir así; tenía que encontrar un modo de acabar con la vergüenza, y eso significaba hacer sufrir al Señor Lan. Matarle ya no era posible, ni era del todo necesario. Si me las ingeniaba para clavarle un cuchillo, sufriríamos el mismo destino. Tenía que existir alguna manera mejor. ¿Pero cuál? Entonces se me ocurrió el plan perfecto.

Un bonito día de otoño al mediodía Jiaojiao y yo entramos en la planta con nuestro puñal y nuestras tijeras. Nadie intentó frenarnos. Nos encontramos con Biao Huang y le preguntamos dónde estaba el Señor Lan. Él frunció los labios y señaló hacia el comedor.

—¡Eh, valiente! —gritó a nuestra espalda.

El Señor Lan y el nuevo jefe de la planta, Qi Yao, estaban entreteniendo a los clientes. Ofrecían delicias como morros de burro, anos de vaca, lenguas de camello y testículos de caballo, todas piezas desagradables con sabores únicos. Fuimos recibidos por olores picantes. Ni Jiaojiao ni yo habíamos probado la carne en mucho tiempo y la visión de ese banquete nos tentaba. Pero teníamos una misión entre manos y no nos podíamos distraer. El Señor Lan nos vio cuando entramos en la sala; su contagiosa sonrisa fue reemplazada por un fruncimiento de ceño. Tras un gesto discreto del Señor Lan, Qi Yao vino a recibirnos.

—Oh, sois vosotros, Xiaotong y Jiaojiao. La comida está en la otra sala. Seguidme.

—Son los huérfanos de dos de nuestros antiguos trabajadores —les explicó el Señor Lan a sus invitados—. Nos hacemos cargo de su manutención.

—¡Fuera de mi camino! —dije empujando a Qi Yao hacia un lado y acercándome al Señor Lan—. No tengas miedo, Señor Lan —le tranquilicé—, no sudes ni dejes que se te encoja el estómago, porque no hemos venido a matarte, estamos aquí para dejar que nos mates. —Le ofrecí mi puñal y Jiaojiao hizo lo propio con sus tijeras—. ¡Vamos, Señor Lan! —grité—. Ya hemos vivido lo suficiente, más que suficiente, así que mátanos.

—Si no lo haces —añadió Jiaojiao—, serás un cobarde hijo de puta.

La cara del Señor Lan se enrojeció y forzó una sonrisa.

—Niños —dijo—, ¿es esto una broma?

—No es ninguna broma. Hemos venido a pedirte que nos mates.

Se quedó pensando por un momento.

—Niños —dijo con una sonrisa triste—, sois las víctimas de un enorme malentendido. Sois demasiado jóvenes para llegar a entender de verdad lo que les ocurre a los adultos. Apostaría a que alguna persona malvada os ha convencido de esto. Lo entenderéis en el futuro, así que no intentaré explicároslo ahora. Si tanto me odiáis, podéis matarme cuando queráis. Os estaré esperando.

—¿Matarte? ¿Por qué querríamos hacer eso? Nosotros no te odiamos. Solo es que no deseamos seguir viviendo y nos gustaría morir en tus manos. Por favor, hazlo.

—Soy un hijo de puta, un verdadero hijo de puta. ¿Qué os parece?

—No es suficiente —dijo Jiaojiao—. Has de matarnos.

—Xiaotong, Jiaojiao, sed buenos chicos y dejad esta pantomima. Me siento fatal por lo de vuestros padres, de verdad. No consigo encontrar la paz. Y he estado pensando en vuestro futuro. Hacedme caso y terminad con esto. Si queréis un empleo me encargaré de conseguíroslo, y si preferís ir a colegio, también me haré cargo. ¿Qué me decís?

—Morir es lo único que queremos. Has de hacerlo hoy.

Riendo, un cliente gordo dijo:

—¿De dónde has sacado a estos niños? Estoy impresionado.

—Son un par de zorros —dijo el Señor Lan con una sonrisa a su invitado. Entonces se volvió hacia nosotros—: Xiaotong, Jiaojiao, id a comer algo, que Biao Huang os dé la mejor carne que tengamos. Estoy ocupado en este momento, ya pensaremos cómo solucionar este problema más tarde.

—No —dije—. Me da igual lo cansado que estés, esto te llevará solo un minuto. Dos puñaladas rápidas serán suficientes. Una vez estemos muertos podrás continuar con lo que estés haciendo. No te robaremos mucho tiempo. Y si no lo haces ahora seguiremos molestándote lo que haga falta.

—¡Sois unos pesados, pequeños insolentes! —dijo el Señor Lan con brusquedad, realmente enfadado—. Biao Huang, llévatelos de aquí.

Biao Huang vino y me agarró del cuello con una mano y a Jiaojiao con la otra. No opusimos resistencia cuando nos sacó de la sala. Pero al segundo de soltarnos, regresamos, con las armas en la mano, rogando que las usara contra nosotros.

Nuestro prestigio subió como la espuma, como fuegos artificiales iluminando el cielo, y nos aprovechamos de ello buscando al Señor Lan a la salida de la planta cada día. Si le veíamos le suplicábamos que nos matara. Cuando contrató guardias para que vigilaran en la puerta que no entrásemos, nos sentábamos fuera y esperábamos a que su coche saliese, corríamos hacia él, nos arrodillábamos delante, levantábamos nuestras armas y rogábamos que nos matara. Al final cerró todo el recinto así que esperábamos en la puerta y gritábamos:

—Señor Lan, oh, Señor Lan, sal y mátanos. Señor Lan, oh, Señor Lan, haz el favor de matarnos.

Cuando estábamos solos, simplemente nos sentábamos ahí, pero cuando había gente alrededor, nos poníamos en pie y gritábamos. Los transeúntes se acercaban y nos preguntaban qué estaba ocurriendo. Nuestra respuesta era seguir gritando:

—Señor Lan, oh, mátanos, te lo suplicamos.

Suponíamos que lo que estábamos haciendo pronto llegaría a la mitad del país, y lo hizo, porque los clientes de la planta de empaquetado de carne venían de todos sitios.

Un día, el Señor Lan se disfrazó de anciano e intentó dejar la planta en un viejo Jeep. Jiaojiao y yo reconocimos su particular olor mucho antes de que llegara a la puerta. Nos pusimos delante del Jeep, sacamos al Señor Lan y colocamos nuestro puñal y nuestras tijeras en sus manos.

—Un loco descontrolado —dijo— causará problemas tarde o temprano.

Colocó su pie derecho en el estribo del Jeep, se arremangó el pantalón, cogió el puñal y lo hundió en su pantorrilla. Tras bajar del estribo subió su pie izquierdo, se remangó el pantalón, y clavó las tijeras oxidadas en la otra pantorrilla. Una vez hecho, bajó de nuevo, mantuvo el pantalón subido sobre las heridas, con el puñal y las tijeras aún en ellas, y dio vueltas alrededor de la entrada dejando un rastro de sangre en el suelo. Después volvió a apoyar el pie derecho en el coche, sacó el puñal de la pierna, liberando un chorro de sangre de color rojo oscuro, y lo lanzó a mis pies. Después apoyó en el Jeep el pie izquierdo, se arrancó las tijeras, chorreando sangre azulada, y las lanzó a los pies de Jiaojiao. Me dedicó una mirada de desprecio.

—Veamos de qué estás hecho, pequeño gamberro. Haz lo que acabo de hacer si tienes agallas.

Supe en ese instante que habíamos sido derrotados de nuevo. Ese hijo de puta nos había arrinconado otra vez. Por supuesto, sabía que todo lo que Jiaojiao y yo teníamos que hacer era apuñalarnos para vencer al Señor Lan, que entonces solo podría suicidarse para salvar su orgullo. ¡Pero apuñalarme la pantorrilla dolería demasiado! Confucio dijo: «Tu cuerpo es el regalo que te hacen tus padres, y mantenerlo a salvo del dolor es la primera regla del buen hijo». Así que apuñalarnos intencionadamente iría en contra de Confucio y demostraría que no éramos buenos hijos… Todo lo que pude decir fue:

—¿A qué demonios ha venido eso, Señor Lan? ¿Crees que puedes asustarnos con técnicas de matón? No a nosotros. Sobre todo ahora que no tenemos miedo a morir. No vamos a apuñalarnos a nosotros mismos, si eso es lo que nos pides. Puedes cortarte toda la carne de tu pantorrilla, pero eso no cambiará nada. Si estás buscando limpiar tu conciencia, el único modo es matándonos.

Cogimos nuestro puñal y nuestras tijeras ensangrentadas y se las ofrecimos de nuevo. Cogió el puñal y lo lanzó tan lejos como pudo. Voló hasta el otro lado de la calle y cayó vete tú a saber dónde. Entonces agarró las tijeras de Jiaojiao e hizo lo mismo, con el mismo resultado.

—Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo —gimió casi llorando—, ya está bien de estas tonterías. ¿Qué queréis de mí?

—Es muy simple —contestamos Jiaojiao y yo al unísono—, hemos vivido lo suficiente y ahora queremos que nos mates.

Subió al Jeep sangrando y se marchó.

Señor Monje, hay un dicho que reza: «Dale a probar a un hombre su propia medicina». ¿Sabe quién lo dijo? ¿No? Yo tampoco. Pero el Señor Lan lo sabía, porque siguió ese dicho para solucionar su problema. Todo cambió después de que rastreáramos la zona con un imán en forma de herradura que tomamos prestado de Guangtong Li en el taller de reparaciones de televisores y que utilizamos para localizar el puñal y las tijeras y poder seguir rogando al Señor Lan que nos matase. Tres días después de que se marchase, al mediodía, estábamos sentados en la puerta de la planta gritando a un cortejo nupcial que queríamos que el Señor Lan nos matase, cuando un tipo bajito de nariz abultada y prominente barriga cervecera vino cojeando hacia nosotros con un cuchillo de carnicero. Tenía aspecto de matón, de verdadera bestia, con una desagradable sonrisa.

—¿No me reconoces?

—Eres…

—Xiaojang Wan, el tipo al que venciste en el concurso de comer carne.

—Vaya, sí que has engordado.

—Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo, como vosotros, yo ya he vivido suficiente, más que suficiente. Un minuto más sería demasiado, así que os ruego que me matéis. Podéis hacerlo con el puñal, las tijeras o este cuchillo de carnicero. No me importa cómo, vosotros veréis. Pero hacedlo.

—Piérdete —dije—. No tenemos ningún asunto pendiente contigo así que por qué íbamos a matarte.

—Cierto —contestó—. No tenéis nada que ver conmigo pero aun así quiero que me matéis. —Intentó poner el cuchillo en mi mano y tanto Jiaojiao como yo nos echamos atrás. Pero no cesó en su empeño, seguía acercándose a nosotros, moviéndose más rápido de lo que cabía suponer viendo su obeso cuerpo. Parecía el resultado de un cruce entre gato y ratón. No teníamos ni idea de cómo podíamos definirle, pero no podíamos escapar de él por mucho que lo intentásemos—. ¿Me vais a matar o no?

—No.

—De acuerdo, si no lo hacéis vosotros lo haré yo mismo, despacio.

Giró la hoja del cuchillo hacia él, abriendo un profundo agujero en su barriga, del que se desprendió grasa amarilla y sangre.

Jiaojiao vomitó ante esa visión.

—¿Me vais a matar o no?

—No.

Se apuñaló una segunda vez.

Nos dimos la vuelta y salimos corriendo, pero nos pisaba los talones. Llevaba el cuchillo levantado y la sangre caía de su estómago. Nos persiguió gritando una y otra vez:

—Matadme, matadme, Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo. Haced una buena acción matándome.

A la mañana siguiente, apenas nos habíamos acercado a la puerta de la planta de empaquetado cuando apareció corriendo sobre sus piernas gruesas y cortas, con el cuchillo en la mano y la camisa abierta enseñando sus heridas.

—Matadme, matadme, Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo. Haced una buena acción matándome.

Huimos, pero incluso desde lejos podíamos oír sus gritos.

De vuelta a casa, antes de que recuperásemos el aliento, un hombre con gafas oscuras montado en la moto de un sidecar verde paró frente a nuestra puerta. Xiaotong Wan bajó del sidecar y entró en nuestro jardín, aún sujetaba el cuchillo, mostraba su barriga y seguía chillando:

—Matadme, matadme.

Cerramos la puerta y él la golpeó con el mango del cuchillo, gritando. Su voz era afilada y sonaba como si pudiese cortar cristal. Nos tapamos los oídos, pero no sirvió de nada. La puerta empezó a vencerse, especialmente por el lado de las bisagras que estaban sueltas. Por fin la puerta cayó, acompañada de ruido de cristales. Entonces entró.

—Matadme, matadme. —Su grito nos arrinconó.

Jiaojiao y yo conseguimos huir escabulléndonos por debajo de sus axilas y corriendo como locos hasta que llegamos a la calle. El sidecar fue detrás de nosotros, igual que los gritos de Xiaojiang Wan.

Salimos del pueblo hacia los campos de alrededor, pero el conductor, que debía de ser uno de esos malditos corredores profesionales, se metió entre la hierba crecida y las acequias sorprendiendo a los animalillos que estaban en sus madrigueras. En cuanto a Xiaojiang Wan, sus inquietantes gritos nunca nos dejaron.

Y así empezó todo, Señor Monje. Abandonamos nuestro hogar y empezamos a vivir una vida desarraigada, todo para escapar de Xiaojiang Wan. Tres meses más tarde regresamos a casa y nada más cruzar la puerta descubrimos que nos habían robado. No teníamos televisión, ni reproductor de vídeo, los armarios estaban abiertos, los cajones arrancados, incluso se habían llevado la olla. Lo único que habían dejado era el hueco de dos de los fogones de la cocina, que parecían dos bocas abiertas, feas y desdentadas. Afortunadamente mi mortero seguía cubierto de polvo en un rincón.

Nos sentamos en la puerta y, entre sollozos, a veces sonoros y a veces más silenciosos, miramos a la gente pasar. Nos trajeron bandejas, cestas, e incluso bolsas de plástico, todas llenas de carne, fragante y maravillosa carne, y la dejaron a nuestros pies. Nadie dijo una palabra. Nos miraban en silencio, y nosotros sabíamos que querían que empezáramos a comer la carne que habían traído. De acuerdo, buena gente, nos la comeremos, nos la comeremos.

Y comimos.

Comimos.

Comimos.

Comimos tanto que no podíamos ponernos en pie, así que nos dimos la vuelta sobre nuestras barrigas hinchadas y gateamos hacia el interior de casa. Jiaojiao dijo que estaba sedienta. Yo también lo estaba. Pero no teníamos agua en casa. Buscamos por ahí hasta encontrar un cubo lleno hasta la mitad de agua, probablemente de la lluvia otoñal. Insectos muertos flotaban en la superficie, pero nos la bebimos de todas formas…

Si, así fue, Señor Monje. Cuando amaneció, mi hermana estaba muerta.

Al principio no me di cuenta de que estaba muerta. Escuché a la carne gritar en su estómago y vi que su cara estaba amoratada. Entonces vi piojos abandonar su cabellera y supe que había muerto. «¡Hermanita!», quise gritar, pero apenas salió la palabra de mi boca cuando empecé a vomitar trozos de carne no digerida.

Vomité, mi estómago era como un váter sucio y el olor a carne pútrida escapaba de mi boca; la carne me maldecía. Trozos que habían salido de nuestros estómagos empezaron a arrastrarse como sapos… Me dio asco y me repugnó. En ese momento, Señor Monje, juré que nunca volvería a comer carne. Antes preferiría comer la basura de las calles que un solo trozo de carne, antes comería excrementos de caballo, antes moriría de hambre que volver a comer carne…

Me llevó varios días limpiar mi estómago. Me arrastré hasta el río y bebí agua limpia con trozos de hielo, y tomé una batata que alguien había tirado. Poco a poco mi fuerza regresó. Un niño vino corriendo hasta mí.

—Xiaotong Luo. Tú eres Xiaotong Luo, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Claro que lo sé —contestó—. Ven conmigo. Alguien quiere verte.

Así que le seguí hasta una choza de dos habitaciones en un bosque de melocotoneros, donde vi a la pareja de ancianos que nos había vendido el mortero años atrás. El burro, que había crecido mucho, también estaba allí, detrás de un melocotonero comiendo hojas secas del árbol.

—Abuelito, abuelita… —Me lancé a los brazos de la mujer anciana, como si realmente fuera mi abuela, y empapé su ropa con mis lágrimas—. Todo se ha terminado —sollocé—. No me queda nada. Madre ha muerto, Padre está en prisión, mi hermanita falleció y he perdido mi habilidad de comer carne…

El hombre me sacó de los brazos de su mujer y me sonrió.

—Mira hacia ahí, hijo.

Miré hacia donde señalaba. En un rincón de la choza había siete cajas con letras pintadas en ellas. Eran tan extrañas para mí como yo para ellas.

El señor abrió una con una palanca y arrancó una hoja de papel vegetal para descubrir seis objetos con forma de bolo con una especie de ala al final. Dios mío, proyectiles, lo que siempre había soñado, ¡proyectiles!

Con cuidado sacó uno de los proyectiles y me lo enseñó.

—Cada caja contiene seis de estos, excepto esta última, a la que le falta uno, en total hay cuarenta y uno. Probé un proyectil antes de que llegases. Le até una cuerda en uno de los alerones y lo lancé por el acantilado. Estalló como debe ser. La explosión resonó entre las montañas, sacando a los lobos de sus guaridas.

Miré los proyectiles, que tenían un brillo extraño a la luz de la luna. Después miré a los ojos del anciano, que brillaban como carbón ardiendo, y sentí todas mis debilidades desvanecerse, reemplazadas por un sentimiento de heroicidad. Apreté la mandíbula y dije:

—¡Señor Lan, el ajuste de cuentas ha llegado!

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