¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 4

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¡BOOM! 4

En las mañanas de principios de verano la gente estaba agotada dado que las noches eran muy cortas. Era como si nada más cerrar los ojos saliera el sol y te tuvieras que levantar. Padre y yo nos adentrábamos a toda prisa en la polvorienta calle, pero no nos librábamos de los gritos de Madre procedentes del jardín. En ese momento todavía vivíamos en la cabaña de tres habitaciones que heredamos de mi abuelo paterno. La cabaña tenía muy mal aspecto, estaba encajada entre unas casas de tejas rojas recién construidas y parecía un pequeño mendigo arrodillado delante de un grupo de nobles y mercaderes ricos vestidos con ropa de seda y satén que les estuviera pidiendo limosna. El muro de nuestro jardín era la mitad de alto que una persona y estaba cubierto de maleza. No impediría por tanto que entrara una perra preñada, ni qué decir tiene de un ladrón. De hecho, la perra preñada de Liu Guo solía saltar a nuestro jardín a menudo para mordisquear los huesos de la carne. Yo solía observar, fascinado, cómo subía el muro y cómo se daba con el borde en las ubres negras, que se mecían mientras aterrizaba en el suelo. Padre me llevaba a hombros y desde ahí arriba veía a Madre raspando y cortando boniatos mientras nos regañaba cuando pasábamos por delante de ella. Esos boniatos los recogió Madre de la montaña de basura que estaba enfrente de la estación de tren. Gracias al glotón y vago de Padre teníamos una vida muy extrema, en la que comíamos como reyes en los momentos buenos y en la que no teníamos nada que llevarnos a la boca en los malos. Como respuesta a los insultos de Madre, Padre decía:

—Un día de estos empezará la segunda reforma agraria y entonces me lo agradecerás. No envidies ni por un segundo al Señor Lan porque acabará como el terrateniente de su padre, asesinado en un puente por un grupo de campesinos pobres.

Padre apuntó con el dedo a la sien de Madre como si tuviera un rifle imaginario y disparó:

—¡Boom!

Ella se tapó la cabeza con las dos manos, con la cara pálida del miedo. Pero la segunda reforma agraria nunca llegó y Madre se veía obligada a coger los boniatos podridos que usaban para alimentar a los cerdos. Como esos dos animalitos nunca tenían comida suficiente, chillaban hambrientos casi todo el tiempo. Era muy molesto.

—¿Por qué demonios chilláis? —les gritó Padre una vez muy enfadado—. Si seguís chillando, os voy a meter en una cazuela y vais a ser mi cena de esta noche.

Con el cuchillo de carnicero en la mano Madre le miró fijamente.

—Ni se te ocurra —dijo—. Esos cerdos son míos. Yo los he criado y nadie les va a tocar ni un pelo. Tendrás que pasar por encima de mi cadáver.

Padre sonrió alegre y respondió:

—Tranquila. No le hincaría el diente a esas dos montañas de piel y hueso por nada del mundo.

Miré durante un buen rato a esos dos cerdos; la verdad es que no tenían mucha carne aunque bien era verdad que esas cuatro orejas hubiesen sido un gran aperitivo. Para mí la parte más sabrosa de la cabeza del cerdo eran las orejas: no tenían mucha grasa y contaban con unos huesecitos crujientes muy ricos. Lo mejor era comerlos con pepino de flor amarilla, ajo picado y aceite de sésamo.

—Papá, ¿podemos comernos sus orejas? —dije.

Madre me miró enfadada:

—¡Antes te corto las tuyas y me las como, pequeño insolente!

Furiosa, se abalanzó sobre mí con el cuchillo en la mano y yo corrí aterrado a los brazos de Padre. Madre me cogió de una oreja y tiró de ella con fuerza mientras Padre me agarraba del cuello para tratar de liberarme de ella. El dolor era tal que empecé a gritar, temeroso de que me arrancara la oreja. Mis gritos eran igual de altos que los chillidos de los cerdos que descuartizaban en el pueblo. Al final Padre consiguió apartarme de Madre. Después de examinarme la oreja herida, levantó la cabeza y le dijo:

—¡Cómo puedes ser así de cruel! Dicen que ni el tigre se comería a su cría. Eso te convierte en un demonio, peor que el tigre.

La furia hizo que la cara blanca de Madre y sus labios se pusieran morados. Se quedó de pie junto a la estufa, temblando de la cabeza a los pies. Al contar con la protección de mi padre me envalentoné y empecé a insultar a Madre:

—¡Yuzhen Yang, vieja asquerosa, estás haciendo que mi vida sea un infierno!

Madre se quedó de piedra y sin habla mientras mi padre se rio con disimulo, me cogió en brazos y salió corriendo. Cuando llegamos al jardín oímos los gritos desesperados de mi madre salir de la habitación.

—Podría morir de la rabia que tengo. Y todo es por tu culpa, pequeño insolente.

Los dos cerdos movieron el rabo mientras escarbaban el suelo junto al muro, como si fueran dos prisioneros tratando de escapar de la cárcel. Padre me dio una colleja y me preguntó:

—Granujilla, ¿cómo te sabías el nombre de tu madre?

Levanté la cabeza, le miré a su cara seria y respondí:

—Te lo oí decir a ti.

—¿En qué momento te dije que se llamaba Yuzhen Yang? —preguntó.

—Se lo dijiste a Tía Burrita. Tus palabras fueron: «¡Yuzhen Yang, vieja asquerosa, estás haciendo que mi vida sea un infierno!».

Padre me tapó la boca con la mano y dijo:

—Hijo, cállate, maldita sea. Hasta ahora he sido un buen padre, por lo que no estropees las cosas.

Su mano desprendía cierto olor a tabaco y clavo. No era el tipo de mano que solías encontrarte en un pueblo agrícola. Pero mi padre había sido un vago la mayor parte de su vida y nunca había hecho ningún trabajo manual. Resoplé disgustado ante su actitud. Justo en ese momento Madre salió corriendo de casa todavía con el cuchillo en la mano y el pelo alborotado, como el nido de la urraca del sauce llorón de nuestro pueblo.

—¡Tong Luo! —gritó Madre histérica—. Xiaotong Luo, sois unos hijos de puta, malditos canallas. No me importaría morir hoy si os pudiera llevar conmigo. ¡Hoy va a ser el final de esta familia!

Los espantosos gestos de la cara de mi madre revelaban que no estaba bromeando, que esta vez lo decía en serio, que estaba dispuesta a matarnos. Se rumoreaba que ni diez hombres podrían escapar de una mujer furibunda. En esa situación o corríamos o moriríamos. ¿Qué era lo mejor? ¡Correr para tratar de sobrevivir! Puede que mi padre fuera muy perezoso pero no era tonto. Sabía evitar el peligro. Me levantó del suelo, me cogió en brazos, se giró y corrió hacia el muro del jardín de casa, no hacia la verja, que hubiera sido un error, dado que aunque no teníamos nada de valor, Madre había heredado de su familia la mala costumbre de cerrar la verja con un candado de metal durante la noche. De hecho, la única cosa que teníamos que nos podía dar el dinero suficiente para comprar una cabeza de cerdo era ese candado. Estaba seguro de que cuando mi padre se moría de ganas de comer carne había pensado en venderlo. Sin embargo Madre quería ese candado tanto como su propia vida porque era parte de su dote, el único regalo que simbolizaba lo que sus padres sentían por ella. Era además un objeto muy significativo ya que con él mi abuelo materno le había cerrado todas las puertas a ser feliz en la vida. Si mi padre me hubiera llevado directamente a la verja, y aunque hubiese forzado el candado, a mi madre le hubiese dado tiempo a llegar con el cuchillo en la mano y cortarnos la cabeza como dos capullos en flor. Por lo tanto me llevó al muro, lo saltó con destreza conmigo en brazos y nos escapamos. Atrás quedaba mi furiosa madre y todos los problemas. No tenía ninguna duda de su capacidad de saltar el muro, pero decidió no hacerlo. Una vez que atravesó el jardín dejó de perseguirnos. Dio saltos durante un rato junto al muro y a continuación volvió dentro para terminar de cortar los boniatos mientras soltaba tacos al aire. Era perfecto para que descargara su furia sin finales sangrientos o desagradables, y sin que infringiera la ley. Aun así sabía que esos boniatos podridos eran como las cabezas de sus enemigos. En aquel entonces creía que sus enemigos éramos nosotros pero ahora entiendo que era Tía Burrita. Estaba segura de que esa mujer había seducido a mi padre pero yo no sabía si era cierto o no. En lo que concernía a la relación entre mi padre y Tía Burrita, los únicos que sabían quién sedujo a quién, quién se insinuó antes, eran ellos dos.

Cuando llegué a ese punto de la historia, sentí algo extraño en mi interior. Aquella mujer que se acababa de esconder detrás del Espíritu Ecuestre se parecía mucho a Tía Burrita. Aunque me resultaba tan familiar no quería que mis pensamientos fueran en esa dirección porque Tía Burrita había fallecido hacía diez años. O quizá no. O quizá sí y había resucitado. O quizá el alma de otra persona estaba usando su cuerpo. Una oleada de confusión atravesó mi mente y sentí que la escena que tenía delante pendía en el aire.

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