¡BOOM!

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Mi padre era mucho más inteligente que el Señor Lan. Nunca estudió física, pero lo sabía todo sobre electricidad negativa y positiva; nunca estudió biología, pero era un experto en esperma y óvulos; y nunca estudió química, pero era muy consciente de que el formaldehído podía matar bacterias, conservar la carne y estabilizar proteínas, y fue gracias a ese conocimiento que supo que el Señor Lan había inyectado formaldehído a la carne. Si mi padre hubiese querido enriquecerse no hubiese tenido ningún problema en convertirse en el hombre más adinerado del pueblo, de eso estoy seguro. Era el más ilustre de todos, pero la gente ilustre no tiene ningún interés en acumular propiedades. Era normal ver a pequeños animales como las ratas o las ardillas cavar hoyos para almacenar alimentos pero ¿quién había visto al tigre, rey de la selva en China, hacer algo así? Los tigres se pasaban el tiempo durmiendo en sus guaridas y salían solo cuando tenían hambre y se disponían a cazar. La mayoría del tiempo mi padre solo pensaba en comer, beber y divertirse, y únicamente salía a buscar dinero cuando el hambre apretaba. Sin embargo, mi padre no era como el Señor Lan o gente de ese tipo, que acumulaba dinero manchándose las manos de sangre. Tampoco estaba interesado en ir a la estación de tren para ganar el sueldo de los mozos de carga y descarga con el sudor de la frente, como hacían algunos de los hombres más sencillos del pueblo. Padre se ganaba la vida gracias a su inteligencia. En tiempos remotos hubo un famoso cocinero llamado Ding que era experto en trocear el ganado bovino. En ese entonces había un hombre que era un experto en tantearlo: mi padre. A los ojos del cocinero Ding los bovinos no eran más que huesos y carne comestible. Así era también a los ojos de mi padre. La visión de Ding era tan afilada como un cuchillo y la de mi padre era afilada como un cuchillo y precisa como una báscula. Lo que quiero decir es que si le llevabas una res bovina viva a mi padre, la rodeaba un par de veces, tres como máximo, a veces alargaba la mano y le tocaba la pata delantera (solo para presumir), y con determinación y en cuestión de segundos decía su peso bruto y el porcentaje de carne comestible. Su precisión era la misma que la báscula digital del matadero más importante de Inglaterra por lo que el margen de error era inferior a un kilo. Al principio la gente pensaba que decía tonterías pero después de varias veces de prueba, todos le creían y admiraban. El trabajo de mi padre acabó con la ambigüedad y falta de precisión de las negociaciones entre vendedores y matarifes, estableciendo verdadera justicia. Después de que se asentara su autoridad y posición, tanto los vendedores como los matarifes trataron de sobornarle, esperando que mi padre les ayudara a ganar más dinero. Sin embargo, al ser un hombre con una gran visión de futuro, no mancharía su reputación por un poco de dinero. Si venía un vendedor a nuestra casa con vino y cigarrillos, mi padre los tiraba a la calle y luego se subía encima del muro de nuestro jardín para insultarle a gritos. Tanto los vendedores como los matarifes decían que Tong Luo era un idiota pero también que era el hombre más justo y honesto que conocían. Cuando se estableció su fama de ser leal y nada corrupto la gente confió en él de forma incondicional. Si los vendedores y matarifes tenían problemas a la hora de una venta miraban a mi padre y decían: «Dejémoslo en manos de Tong Luo. A ver qué dice». «Vale, ¡Tong Luo, será el juez!». Entonces mi padre se acercaba al animal y lo rodeaba dos veces sin mirar ni al vendedor ni al matarife. A continuación levantaba la mirada al cielo y anunciaba el peso bruto y el porcentaje de carne comestible seguido de un precio. Luego se apartaba a un lado para fumarse un cigarrillo. El vendedor y el comprador se daban la mano y decían: «Trato hecho». Una vez que se terminaba la transacción, comprador y vendedor se acercaban a mi padre, le daban un billete de diez yuanes cada uno y le agradecían su trabajo. Los antiguos intermediarios eran señores mayores, demacrados y desdichados que todavía llevaban una trenza en la cabeza [16]. Eran expertos en el arte del regateo y lo hacían tapándose las manos con las mangas y estableciendo el precio con los dedos ocultos, lo que daba a esa profesión un aire misterioso. La aparición de mi padre acabó con las confusiones a la hora de comprar y vender ganado y puso fin a los aspectos más dudosos y sombríos del proceso. Además consiguió apartar de forma eficaz a esos intermediarios del panorama histórico. Este gran avance en la venta del ganado bovino fue un gran paso revolucionario en el desarrollo histórico. Mi padre no solo tenía ojo para el ganado bovino sino que también funcionaba con cerdos y ovejas. Al igual que un experto en carpintería es capaz de hacer una mesa, una silla o, si es especialmente habilidoso, un bonito ataúd, mi padre no tenía problemas en tantear hasta un camello.

Cuando llegué a ese punto creí oír unos sollozos que venían de detrás del Espíritu Wutong. ¿Podía ser realmente Tía Burrita? ¿Si era así, por qué su rostro no había cambiado después de una década? No, eso era imposible; no podía ser. Pero si no era, ¿por qué me sentía tan unido a ella? Quizá era el fantasma de Tía Burrita. En las leyendas se dice que los fantasmas no tienen sombra. Qué pena que no se me hubiera ocurrido mirar si tenía sombra cuando vino. Pero era un día lluvioso y gris y nadie tiene sombra si no hay sol. Por lo que no me hubiera servido de nada mirar. ¿Qué hacía detrás de la estatua? ¿Acariciar la grupa del Espíritu Ecuestre y cabeza humana? Hacía una década oí que había unas mujeres que se arrodillaban ante él y quemaban incienso para implorar que sus maridos recuperaran la potencia sexual y su virilidad. Entonces iban a la parte trasera del ídolo y le daban una palmada en la grupa de ese joven semental. Sabía que detrás de la estatua había una pared y una pequeña puerta que daba acceso a una diminuta habitación sin ventanas que estaba tan oscura que necesitabas una linterna para ver, incluso en pleno día. La habitación tenía una cama de madera un poco inestable con un edredón azul de algodón. La almohada hecha de paja y el edredón estaban llenos de manchas y suciedad. Cientos de pulgas estaban al acecho, listas para saltar encima de cualquier persona que entrara con la piel al descubierto. Lo mismo sucedía con los chinches que estaban en la pared y que parecían estar chillando: «Aquí viene la carne, aquí viene». El ser humano come carne de ternera, de cordero, de cerdo y de perro; las pulgas y los chinches comen carne humana. Eso es conocido como el sometimiento de una especie por otra o lo que es lo mismo ojo por ojo y diente por diente. A esa mujer, fuera o no Tía Burrita, quería decirle: «Sal ahora mismo de ahí. No dejes que esos terribles bichos dañen tu preciosa piel. Y no tienes por qué tocar la grupa del caballo. Me he enamorado de ti y me encantaría que me tocaras a mí». Sin embargo sabía que si era Tía Burrita entonces mis pensamientos eran pecaminosos. Pero no podía controlar mis deseos. Si esa mujer me llevara con ella abandonaría mi plan de entrar en su orden, Señor Monje. No podía seguir con mi historia porque esa mujer me había turbado la mente. Estaba confundido. El Señor Monje parecía leerme la mente. Yo no había dicho nada; solo lo había pensado. Pero él lo sabía. Su sonrisa burlona interrumpió mis pensamientos lascivos. Está bien, seguiré con la historia

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