¡BOOM!

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Dejé que disparara el vigésimo noveno proyectil por su cuenta pero no apuntó bien y el proyectil se desvió y aterrizó en una montaña de carbón en la zona de carga abandonada de la pequeña estación de tren. El polvo del carbón y el humo de la pólvora se elevaron en cielo y bloquearon gran parte de la luz de la luna.

El chico se sintió muy avergonzado, se rascó la cabeza y volvió a su puesto para limpiar los proyectiles.

El Señor Lan aprovechó ese instante para ponerse el mono azul de trabajo, subirse a unas cajas de cartón y gritar:

—Xiaotong Luo, para ya, guárdate los últimos proyectiles para cazar conejos.

Eso me enfadó mucho por lo que apunté a su cabeza y disparé el trigésimo proyectil. El Señor Lan corrió al taller y cerró la puerta a su paso, lo que volvió a salvarle de cualquier peligro.

El proyectil número treinta y uno atravesó el techo del taller y aterrizó en una montaña de cajas de cartón, reventando diez cajas por lo menos y convirtiendo la carne de camello, que se chamuscó con el calor, en puré. El olor a carne quemada se unió al de la pólvora.

La arrogancia del Señor Lan me hizo perder la razón y me olvidé de ser cauto con los proyectiles. De forma rápida disparé el trigésimo segundo, trigésimo tercero y trigésimo cuarto y formé un triángulo, tal y como enseñaban en los cursos de artillería. Ninguno consiguió matar al Señor Lan pero volaron por los aires el taller de embalaje, igual que el anterior proyectil detonó la sala de matanza.

El señor mayor, como un niño, me pidió disparar alguno. Quería decirle que no pero era un anciano y la persona que me había provisto de los proyectiles del mortero. No tenía excusa para negarme a su petición. Se colocó junto al cañón, levantó el pulgar y cerró los ojos para medir la distancia. El proyectil número treinta y cinco acabaría con la caseta de seguridad junto a la puerta principal. ¡Boom! No más caseta de seguridad. El proyectil número treinta y seis fue a parar a la torre de agua que acababan de levantar. Se abrió un enorme agujero a la altura de la mitad de la torre, lo que soltó un chorro de agua enorme. La famosa planta de empaquetado de carne Huachang estaba en ruinas. Pero entonces me di cuenta de que seis de las cajas ahora estaban vacías, lo que solo me dejaba una con cinco proyectiles.

Los trabajadores del turno de la noche corrían confundidos entre las ruinas y pisando agua ensangrentada. Puede que algunos de los trabajadores se hubieran quedado atrapados entre los escombros. Un camión de los bomberos rojo, con la sirena atronadora, estaba de camino desde la capital del condado, seguido de una ambulancia blanca y una grúa amarilla. Unas llamaradas naranjas barrían el aire de un lado a otro, probablemente procedentes de cables eléctricos rotos. Entre todo el caos, el Señor Lan se subió a la plataforma de renacimiento de la esquina noreste. En su día era la estructura más alta del recinto, y ahora que el taller y la torre de agua habían sido destruidos, parecía más alta y más imponente que nunca, capaz de tocar las estrellas y la luna. Estás usurpando el puesto de mi padre, Señor Lan. ¿Qué haces ahí arriba? Sin pensármelo dos veces disparé el proyectil treinta y siete a la plataforma, a unos novecientos metros de distancia.

El proyectil pasó entre los huecos de los árboles y dio en un muro hecho de ladrillos sacados del cementerio. Una bola de fuego hizo un agujero en el muro. Una vez oí una historia sobre una cosa que ocurrió durante la apertura de una tumba. Yo no había nacido por lo que no pude presenciarlo. Una muchedumbre se reunió enfrente de una vieja tumba con estatuas de hombres y caballos (las tumbas ancestrales del Señor Lan) y entre llantos y pañuelos vieron a unos hombres sacar una pieza de artillería oxidada. Un especialista del Instituto de Estudios Arqueológicos comentó que nunca había visto que enterraran a nadie con un cañón, lo que planteaba la pregunta: ¿por qué aquí? Hasta el momento no habían dado una explicación plausible. Cuando el Señor Lan mencionó la profanación de las tumbas de su familia estaba ofendido y enfadado.

—¡Vosotros, cabrones, habéis destrozado el Feng Shui de la familia Lan y habéis hecho que sea imposible que nazca un futuro presidente del país!

El Señor Lan se estaba apoyando en un poste de madera en la plataforma mientras miraba a lo lejos en dirección noreste. Esa era la dirección hacia donde mi padre también solía mirar. Yo sabía por qué; ahí fue donde él y Tía Burrita habían pasado días de tristeza y momentos de alegría. ¿Qué derecho tienes, Señor Lan, de copiarle? Apunté a su espalda. ¡Boom! El proyectil número treinta y ocho dio en la parte superior de la estructura. El Señor Lan ni se inmutó.

El niño limpió el proyectil número treinta y nueve con tan poco cuidado que cuando se lo estaba pasando al señor mayor se le resbaló de las manos y cayó al suelo. Grité y me cubrí detrás del mortero. El proyectil dio vueltas por el tejado sin parar y entonces oímos un ruido. El señor mayor, la señora mayor y el niño se quedaron de pie paralizados y boquiabiertos. ¡Maldita sea! Si la cosa esa explotaba ahí y hacía reacción en cadena con los últimos dos proyectiles los cuatro estábamos muertos.

—¡Al suelo! —grité, pero no obtuve ninguna respuesta de ellos tres, que se habían quedado inmóviles.

El proyectil se acercó a mis pies como si quisiera tener una conversación íntima conmigo. Lo cogí y lo lancé lo más lejos que pude. ¡Boom! Explotó en la calle. Menudo desperdicio. Una pena.

El señor mayor me pasó el proyectil número cuarenta como si fuera un objeto precioso. No necesitaba que me recordaran que después de lanzar ese proyectil, nuestro ataque al Señor Lan llegaría a su fin. Agarré el proyectil con mucho cuidado, como si fuese el único heredero en una línea de sucesión. Me latía el corazón. Pensé en los últimos treinta y nueve lanzamientos y llegué a la conclusión de que si no había podido matar al Señor Lan no se debía a mi mala técnica a la hora de disparar el mortero sino al destino celestial. Al parecer ni el Rey del Infierno quería saber nada del Señor Lan. Revisé otra vez la mirilla, calculé de nuevo la distancia y realicé otra vez los cálculos. Todo estaba como debía estar. A no ser que hubiese un repentino huracán de grado tres cuando el proyectil estuviese en el aire o se chocara con un satélite que estuviera cayendo del cielo o sucediera algo que yo no era capaz de prever, este proyectil debía aterrizar en la cabeza del Señor Lan. Le mataría incluso aunque no explotara. Cuando metí el proyectil en el cañón suspiré:

—¡Proyectil, no me falles!

El proyectil atravesó el cielo. No había viento, ni restos de un satélite; todo estaba perfecto. Sin embargo aterrizó en la cima de la plataforma y… nada pasó.

La señora mayor tiró lo que le quedaba de rábano al suelo, cogió el proyectil cuarenta y uno de las manos del señor mayor y me apartó con el hombro.

—¡Idiota! —murmuró.

Se colocó junto al mortero y respirando con dificultad metió el proyectil en el cañón. El proyectil cuarenta y uno voló lentamente en el aire como una cometa. Voló y voló, trazando un arco perezoso, distraído, sin rumbo fijo, del Este al Oeste, como un cabrito desbocado. Al final aterrizó a veinte metros de la plataforma de renacimiento. Pasó un segundo dos, tres y… nada. Vaya, otro proyectil defectuoso. Antes de poder decir esa frase en voz alto, ¡boom!, el aire tembló y se resquebrajó como una tela de algodón rasgada. Un trozo de metralla un poco más grande que la palma de mi mano silbó en el aire y partió al Señor Lan en dos…

El cacarear de un gallo pendía en el aire desde un pueblo lejano; era el sonido de uno de los gallos que estaba aprendiendo a anunciar el alba ese año. Yo recibí el alba con una narración repleta de fuego de artillería que llenó el cielo de cicatrices. Durante el transcurso de mi historia, la mayor parte del templo Wutong se fue derrumbando, dejando solo una columna que sujetaba peligrosamente una parte del tejado, que ahora parecía más una esterilla bajo el rocío de la mañana. Querido Señor Monje, ya no importa si voy a renunciar o no a este mundo. Lo que quiero saber es si le ha conmovido mi historia. También espero que me pueda decir si es verdad o mentira lo que el Señor Lan decía sobre su tercer tío. ¿Puede decírmelo o no? El Señor Monje suspiró, levantó la mano y apuntó delante del templo. Me sorprendió ver dos desfiles. El del Oeste constaba de ganado vacuno que llevaba puestas ropas de colores, cada prenda con un carácter grande escrito en la tela, y en su totalidad formaban un eslogan en contra de la construcción del templo del Dios de la Carne. Eran exactamente cuarenta y una cabezas de ganado. Caminaron por la carretera y formaron un círculo alrededor de nuestro templo con el Señor Monje y yo en el medio. Les habían atado unos puñales en los cuernos y como tenían la cabeza gacha parecían listos para cargar, con mocos en el hocico y llamaradas de odio en los ojos. El desfile del Este estaba compuesto por mujeres desnudas con caracteres grandes pintados en su cuerpo, que en conjunto formaban eslóganes defendiendo la reconstrucción del templo Wutong. Eran cuarenta y una mujeres exactamente. Corrieron por la carretera, se subieron a los toros como amazonas y nos rodearon al Señor Monje y a mí. Muy asustado me refugié detrás del Señor Monje pero ni siquiera eso garantizaba mi seguridad. Madre, ayúdame

De repente apareció, seguida de Padre, con mi hermana a los hombros. Ella me saludaba con la mano. Detrás de ella estaba el cojo y ciego del Señor Lan y su esposa, Zhaoxia Fan, con la pequeña Jiaojiao en sus brazos. A continuación aparecieron el amable de Baio Huang y el valiente de Bao Huang. Detrás de ellos estaba la joven y guapa esposa de Biao Huang, sonriendo de forma enigmática. Les seguía Qi Yao, el corpulento de Gang Shen y el odioso de Zhou Su. Mis tres rivales del concurso de carne, Shengli Liu (Victoria Liu), Tiehan Feng (Hombre de Hierro Feng) y Xiaojiang Wan (Pequeño Río Wan), iban después, seguidos del Señor Han, el director de la estación de inspección de la planta de empaquetado, y su asistente Han Xiao. Les seguían el ahora desdentado Tianle Cheng y Kui Ma, tan mayor que casi no podía andar. Detrás de ellos iban los cuatro artesanos del pueblo de escultores y detrás el artesano del papel del viejo colegio y su aprendiz, que estaban justo enfrente de la nueva artesana de papel del nuevo colegio, de pelo dorado y labios plateados, y su asistente. El capataz Cuatro Grandes, con un traje con las perneras remangadas, y sus asistentes iban detrás, seguidos del viejo y casi desdentado jefe de los músicos y su compañía. Estaban justo delante del anciano monje del templo Tianqi, con su pez de madera y sus discípulos. Les seguían la profesora Cai del colegio Hanlin y un grupo de estudiantes. Detrás estaban los estudiantes de medicina Tiangua y el cobarde de su novio. Les seguían el niño que limpió los proyectiles de mi mortero y la leal pareja de señores mayores; a continuación estaba la multitud de personas que fue al recinto del Dios de la Carne, en la avenida y en la plaza al aire libre. Luego estaban el fotógrafo, Caballo Flaco, y el hombre de la cámara de vídeo, Sun Pan, junto a su asistente. Treparon a un árbol con su equipo para grabar todo lo que pasaba debajo. Pero también había un gran contingente de mujeres, liderado por la Señora Yaoyao Shen, y por Feiyun Huang y la cantante Mimi Tian; no pude distinguir al resto pero deslumbraban como un precioso atardecer. Toda la escena era un cuadro fijo en el tiempo mientras una mujer que parecía que acabase de darse un baño, exudando sus encantos femeninos, con un aspecto que parecía tanto Tía Burrita como una mujer que nunca había visto en mi vida, separó a la gente y al ganado y caminó hacia mí..

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