¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 13

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¡BOOM! 13

El hombre tenía la espalda bien erguida y una piel morena que me recordó a uno de esos arrogantes y valientes oficiales del Ejército de EE.UU. que ves en las películas bélicas norteamericanas. Pero él no era uno de ellos: no cabía duda de que era chino. Por su acento supe que era paisano mío. Usaba los mismos términos coloquiales que yo, aunque su ropa y forma de moverse me decían que tenía un origen misterioso, que no era alguien corriente. Era una persona de mundo. En comparación con él el distinguido Señor Lan de nuestro pueblo era un paleto. (Mientras pensaba eso podía escuchar las quejas del Señor Lan: «Sé que esos burgueses urbanos nos miran por encima del hombro y piensan que somos unos paletos. ¡Mentira! ¿Quién se creen ellos para llamarnos paletos? Mi tercer tío fue piloto de combate del Guomindang y el mejor amigo del general Chennault de los Tigres Voladores. Cuando la mayoría de los chinos no sabía que existía un país que se llamaba Estados Unidos mi tercer tío estaba saliendo con una chica norteamericana. ¿Cómo se atreven a llamarnos paletos?»). El hombre entró en el templo con una sonrisa traviesa y un brillo infantil en los ojos. Sentí como si le conociese; me pareció muy familiar. Entonces se bajó la cremallera enfrente de la puerta del templo y se puso a hacer pis. La orina salpicó en la tierra y algunas gotas cayeron en mis pies descalzos. Aquella cosa suya era tan grande como la del Espíritu Ecuestre. Pensé que debía estar tratando de humillarnos, pero el Señor Monje siguió inmóvil; de hecho su cara esbozó una imperceptible sonrisa. El Señor Monje estaba de frente a la cosa de ese hombre mientras que yo solo la veía de reojo. Si él podía observarle por completo y no enfadarse, ¿por qué me iba a enfadar a mí? La vejiga de ese hombre era sorprendente, capaz de ahogar un arbusto. La orina empezó a borbotear, como la espuma de la cerveza, mientras avanzaba por el putuan raído sobre el que estaba sentado el Señor Monje. Cuando el hombre acabó, se sacudió su cosa con desprecio. Al darse cuenta de que no le estábamos haciendo caso, se dio la vuelta, estiró los brazos, sacó pecho y emitió un leve rugido. El sol iluminó su oreja derecha, volviéndola tan rosa como la flor de la peonía. Entonces vi un grupo de mujeres que parecía de la alta sociedad de la década de 1930 con trajes tradicionales chinos ajustados que realzaban sus cuerpos delgados y esculturales. Tenían el cabello ligeramente rizado y sus cuerpos relucían por las joyas. Su modo de moverse y su manera de sonreír irradiaban una elegancia que las mujeres modernas no podían igualar. Desprendían un olor a antiguo pero majestuoso y me emocionó mucho. Sentí cierta vinculación con ellas. Esas mujeres parecían pájaros de colores, y su voz era tan dulce como el trinar de las golondrinas a medida que rodeaban al hombre de la chaqueta de piel. Algunas le tiraban de la manga, otras le agarraban el cinturón, otras le pellizcaban el muslo, algunas le metían papelitos en los bolsillos y algunas hasta le introducían caramelos en la boca. Una de ellas, de edad indeterminada, parecía más atrevida que las demás. Tenía los labios pintados de color plata y llevaba un traje blanco de seda con una flor roja de ciruelo bordada en el pecho. A primera vista daba la sensación de que le hubieran disparado y hubiera sobrevivido. Tenía el pecho turgente como una paloma y parecía una sirena. Se acercó al hombre, dio un salto en el aire, levantando sus tacones del suelo embarrado, y le agarró la oreja. «Pequi Lan, eres un canalla y un desagradecido», le maldijo con una voz ronca. El hombre, que se llamaba Pequi Lan, gritó de forma exagerada: «¡Ay, madre, puedo ser un desagradecido con los demás pero no contigo!». «¿Cómo te atreves a discutirme nada?», dijo mientras le apretaba con más fuerza. El hombre agachó la cabeza y suplicó: «Madre, madre querida, suéltame. Seré bueno a partir de ahora. ¿Qué te parece si te invito a cenar esta noche para pedirte perdón?». La mujer le soltó la mano y dijo furiosa: «Te conozco como la palma de mi mano. Si te crees que puedes hacer el tonto conmigo, voy a hacer que te corten las pelotas». El hombre se tapó sus partes con las manos y gritó: «Madre, las necesito para tener descendencia». «Puedes seguir haciendo el idiota —le insultó—, pero te voy a dar la oportunidad de que nos pidas perdón a todas nosotras. ¿Dónde quieres llevarnos a cenar?». «¿Vamos al Paraíso Terrenal?», preguntó el hombre. «No, de ninguna manera. Han contratado a un maldito japonés como guardia de seguridad que desprende un olor tan asqueroso que me da ganas de vomitar», dijo una chica que tenía los ojos grandes, la barbilla afilada y la voz aguda. Llevaba un vestido tradicional chino morado con florecitas y una coleta con una goma de seda morada. Su maquillaje era muy suave y tenía un aire refinado y sofisticado, tan elegante como la flor del azulejo. «Entonces dejemos que la Señorita Yü decida —dijo una mujer tan gorda que parecía que las costuras de su vestido de seda amarillo estaban a punto de explotar—. La Señorita Yü ya ha cenado con Pequi Lan en todos los restaurantes del pueblo por lo que debe saber dónde ir». La Señorita Yü consiguió seguir sonriendo aunque se veía un rastro de desdén en su cara. «No hay nada mejor que la sopa de aleta de tiburón de la Villa Imperial. ¿Qué dice Señora Shen?», preguntó buscando respuesta de la mujer que le había agarrado la oreja a Pequi Lan segundos antes. «Si a la Señorita Yü le gusta la Villa Imperial me parece bien», contestó con aire aristocrático. «¡Vámonos pues!», dijo el hombre mientras se iba en compañía de las mujeres, con las manos en el culo de las dos que estaban más cerca. Desaparecieron antes de que pudiera darme cuenta pero su fragancia permaneció e impregnó el aire, que se fundió con el hedor a orina del hombre, produciendo una combinación de olores extraña. Se oyeron los ruidos del motor del coche y a continuación se marcharon. Cuando volvió la tranquilidad al recinto y al templo eché un vistazo al Señor Monje y supe lo que él esperaba de mí: que siguiera con mi historia. «Dado que hay un principio tiene que haber un final». Entonces dije

Había pocos viajeros esperando el tren por lo que la sala de espera parecía mucho más grande de lo que era en realidad. Mi padre y su hija estaban sentados en un banco cerca de la estufa central de la sala. A su alrededor había una docena de pasajeros desperdigados. Los cálidos rayos del sol que entraban por las ventanas sucias le daban un brillo plateado a su cabello. Padre se estaba fumando un cigarrillo; unas volutas de humo blanco se levantaban a cada lado de su cara y le envolvían la cabeza, como si en vez de salir de su boca o nariz manaran de su cerebro. El olor del cigarrillo era horrible, como a piel podrida o tela quemada. En aquel entonces no tenía nada de dinero y solo podía fumarse las colillas que encontraba en el suelo, como los mendigos. O peor, de hecho. Yo conocía mendigos que tenían vidas lujosas, que comían buen comida y bebían buen vino, que fumaban cigarrillos de calidad y bebían licor importado. Durante el día se vestían con harapos y pedían limosna en la calle. Por la noche se ponían los trajes occidentales y zapatos de cuero para ir a un karaoke y luego ir a buscar chicas. Qi Yao, de nuestro pueblo, era uno de esos mendigos de alto nivel. Había pisado todas las provincias y ciudades del país; lo había visto y hecho todo. Podía hablar diez dialectos diferentes e incluso un poco de ruso. En el momento que abría la boca era alguien especial e incluso el Señor Lan, máxima autoridad de nuestro pueblo, le trataba con respeto y no se atrevía a desafiarle. En su casa tenía una esposa muy guapa y un hijo que siempre sacaba buenas notas en el instituto. Según él tenía varias mujeres, en diez o más ciudades, por lo que tenía un hogar al que regresar estuviera donde estuviera. Qi Yao comía cohombros y abalones, bebía licor Maotai y Wuliangye y fumaba Yuxi y Gran Zhonghua. Un mendigo como ese podía rechazar una oferta a alcalde. Si mi padre hubiera sido de ese tipo de mendigos, hubiese sido un honor para mi familia. Lamentablemente, él se encontraba en un limbo entre la vida y la muerte, y solo le quedaba fumarse las colillas de la calle.

Hacía mucho calor en la sala de espera, lo que creaba una atmósfera irreal. La mayoría de los viajeros dormía mientras esperaba, por lo que el lugar parecía un gallinero. Sus pertenencias, apiladas en bultos grandes y pequeños, yacían a sus pies junto con bolsas de piel de serpiente falsa que amenazaban con estallar. Las únicas dos «gallinas» que parecían fuera de lugar eran dos hombres que no llevaban equipaje aparte de dos maletines negros de cuero arañados y descoloridos que tenían sobre las piernas. Estaban tumbados en un banco el uno enfrente del otro y entre medias había un periódico con unas orejas de cerdo troceadas. No se podía decir que eran frescas pero sí comibles. Sabía que provenían de animales muertos; no de cerdos sacrificados sino de cerdos enfermos cuya carne se trataba para parecer apetecible. En mi pueblo daba igual cómo muriera el animal, peste porcina o erisipela, que teníamos modos de hacer que la carne de cualquier tipo pareciera apetitosa. «Ser ambicioso no es delito, pero ser derrochador es uno muy grave». Esa frase antirrevolucionaria la sentenció el Señor Lan y ya podrían haber condenado a pena de muerte a ese hijo de puta por ello. Esos hombres de la estación estaban comiendo carne y bebiendo licor local, que era una marca bastante conocida que producía la familia Liugong. ¿Quién era ese Liugong? Nunca lo supe. Jamás conocí a la familia de ningún Liugong que produjese licor. Lo que sucedió fue que alguien sin escrúpulos se apoderó de ese nombre y sacó al mercado el licor. Solo el olor podría matarte. ¿Sería metanol destilado? Metanol, formaldehído… China se había convertido en una nación de genios químicos. El metanol y el formaldehído significaban dinero en el banco. Tragué saliva y les vi pasarse la botella verde del licor una y otra vez, dando sorbos con alegría y parando solo para coger una oreja de cerdo (sin palillos, directamente con las manos) y metérsela en la boca. El que tenía la cara alargada y delgada hasta echó la cabeza hacia atrás y se lanzó una a la boca, haciéndome salivar y morir de envidia; el muy cretino e impresentable. Por su aspecto pensé que era un vendedor de cigarrillos o incluso un ladrón de ganado. No era una persona honesta, independientemente del trabajo que hiciera, aunque él se creía muy especial. ¿Conque estáis comiendo cerdo y bebiendo? ¿Y qué? Si yo quisiera comer carne, en nuestro pueblo sería mucho mejor. Nuestros matarifes saben distinguir entre la carne de cerdo podrido y la carne de cerdo fresco. Ellos nunca se alegrarían por comer carne de cerdo enfermo. Por supuesto que si no hubiera carne de cerdo fresco seguramente se comieran la que fuera. Una vez oí al Señor Lan decir que el pueblo chino tiene la suerte de contar con un estómago de hierro capaz de convertir alimentos podridos en nutrientes. Volví a mirar la cabeza de cerdo que tenía mi madre en la mano y se me hizo la boca agua.

Padre se dio cuenta de que había alguien de pie delante de él. Levantó la cabeza y su cara se puso morada de la vergüenza. Abrió un poco la boca y dejó entrever sus dientes amarillos. Su hija, mi hermanastra pequeña, que estaba durmiendo junto a él, se despertó. Su carita de dormida no podía ser más tierna. Se acurrucó más cerca de Padre y nos miró de reojo por debajo de su brazo.

Madre hizo un ruido con la garganta fingiendo que estaba tosiendo.

Padre hizo lo mismo, fingir que estaba tosiendo.

Jiaojiao tosió y se le encendió la cara.

Me di cuenta de que tenía gripe.

Padre le dio una palmadita en la espalda para aliviarle la tos.

Jiaojiao tosió un poco de flemas y empezó a llorar.

Madre me pasó la cabeza de cerdo, se agachó y trató de coger a la niña. Jiaojiao empezó a llorar con más fuerza y se pegó a los brazos protectores de mi padre, como si la mano de mi madre tuviese espinas, como fuese una secuestradora de niños. La gente que compraba y vendía niños o compraba y vendía mujeres siempre paraba aquí porque era un pueblo rico. Los vendedores de seres humanos eran muy astutos y no traían a los niños y mujeres consigo cuando venían a nuestro pueblo. Recorrían las calles pretendiendo ser vendedores de peines de madera y cuchillas de afeitar de bambú. Eran grandes embaucadores y genios de la actuación capaces de contar chistes graciosos y comentarios interesantes. Para demostrar la calidad de su cuchilla de afeitar hasta rajaban un zapato de piel con ella por la mitad.

Madre se puso recta, dio un paso hacia atrás, apretó las manos y miró alrededor, como si estuviese buscando ayuda. Tres segundos más tarde se giró y me miró, con los ojos vidriosos. Yo me estremecí de la pena que me daba. Al fin y al cabo era mi madre. Mientras bajaba las manos fijó la mirada en el suelo, y lo más seguro es que viera las botas de Padre, que a pesar del barro, se notaba que eran de piel buena. Eran el único rastro de la figura respetable que mi padre fue una vez.

—Esta mañana —dijo con una voz tan suave que parecía que hablase consigo misma—, hacía mucho frío, estaba muy cansada, de mal humor… He venido a pedirte perdón.

Padre se revolvió en su sitio, como si tuviese muchos piojos en el cuerpo. Levantó una mano y la sacudió mientras tartamudeaba:

—No digas eso. Tenías razón. Me merecía todo lo que dijiste. Debería ser yo quien te pidiera perdón…

Madre cogió la cabeza de cerdo que estaba en mis manos y me dijo:

—¿A qué estás esperando, idiota? Ayuda a tu padre a llevar sus cosas. Nos vamos a casa.

Después de decir estas palabras me miró enfadada, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta principal, cuyas bisagras oxidadas crujían. La cabeza de cerdo desapareció de repente tras la puerta.

—Maldita puerta… —la oí gruñir antes de salir del edificio.

Salté alegre, como un gorrión, hacia el banco en el que estaba sentado mi padre, para coger la alforja de lona pero él agarró la correa, me miró fijamente a los ojos y dijo:

—Xiaotong, vete a casa y cuida de tu madre. No quiero volver a causaros problemas…

—No —insistí negándome a soltarle—. Papá, quiero que vuelvas conmigo.

—Suéltame —empezó a decir mi padre con seriedad aunque enseguida se transformó en tristeza—. Hijo, el hombre necesita dignidad igual que un árbol necesita su corteza. Tu padre ahora no tiene nada, pero sigue siendo un hombre y lo que ha dicho tu madre es cierto: «Un buen caballo no come la misma hierba…».

—Pero Madre te ha pedido perdón…

—Hijo mío —dijo mi padre con la cara larga—, el corazón de un hombre es tan fácil de dañar como las raíces de un árbol… —Me cogió la alforja y apuntó con la mano a la puerta—. Vete a ayudar a tu madre…

—Papá, ¿ya no nos quieres? —dije entre lágrimas.

—No es eso, hijo —contestó mi padre con los ojos vidriosos—. No se trata de eso. Eres un niño muy inteligente, debes entenderlo…

—¡No, no lo entiendo!

—Vete —dijo Padre de forma rotunda—. Vete y deja de molestarme. —Cogió la alforja, levantó a Jiaojiao y miró rápidamente a toda la estación, como si buscara un sitio mejor en el que sentarse. Todo el mundo nos miraba, curiosos, pero mi padre no les hizo caso. Cogió a Jiaojiao y la llevó a un banco desvencijado cerca de la ventana. Antes de sentarse, abrió los ojos de par en par y me gritó furioso—: ¿Qué estás haciendo todavía aquí?

Retrocedí un paso, asustado. Nunca me había hablado así, o al menos que yo recordara. Giré la cabeza para echar un vistazo a la puerta principal, que estaba a mi espalda, esperando que Madre me pudiera decir lo que hacer, pero estaba cerrada. Solo entraron por las grietas de la puerta unos copos de nieve.

Una señora de mediana edad vestida con un uniforme azul y una gorra de seguridad entró en la sala de espera con un megáfono a pilas rojo.

—¡Billetes! ¡Billetes! ¡Todos los pasajeros del tren 384 pónganse en fila y muestren su billete!

Los viajeros se levantaron, se llevaron los bultos a los hombros y se pusieron en fila para enseñar el billete. Los dos hombres se bebieron de un trago lo que les quedaba de licor, se comieron los trozos de oreja de cerdo que quedaban en el periódico, se limpiaron la boca grasienta con la mano, eructaron y fueron a la entrada dando tumbos. Padre se colocó detrás de ellos, con Jiaojiao en brazos.

Me quedé mirando fijamente la espalda de mi padre, con la esperanza de que se diera la vuelta. Me negaba a creer que él se pudiera separar de mí con tanta facilidad. Pero él no se giró y yo me quedé ahí de pie, incapaz de quitar la vista de su abrigo, tan sucio y grasiento que hasta brillaba, como las paredes de la casa de un matarife. Sin embargo la carita de Jiaojiao asomó por encima de su hombro y me miró a escondidas. La revisora estaba esperando, de brazos cruzados, junto a la entrada del andén.

A medida que se acercaba el tren, el suelo retumbó asustado. Lo siguiente que oí fue un pitido largo y agudo y de repente un viejo tren de vapor entró en la estación de forma brusca, emitiendo un humo denso y negro.

En el momento en el que la mujer abrió la verja para revisar los billetes la multitud empezó a avanzar en tropel, como un trozo de carne mal mordido que baja a toda prisa por tu garganta. Enseguida llegó el turno de mi padre. Esto sería todo. Una vez que pasara la verja, desaparecería de mi vida para siempre.

Me quedé de pie a menos de cinco metros de distancia. En el momento en que le dio los billetes arrugados a la mujer grité con todas mis fuerzas.

—Papá…

Los hombros de mi padre se movieron, como si le hubieran disparado por la espalda. Aun así no giró la cabeza hacia atrás. Unos copos de nieve entraron por la verja abierta, impulsados por una brisa del norte, y le envolvieron como si fuera un árbol marchito.

La revisora miró a mi padre con recelo y luego me lanzó una mirada extraña. Entonces entrecerró un poco los ojos y examinó el billete por delante y por detrás con desconfianza, como si creyera que fuera falso.

Con el tiempo he sido incapaz de recordar, por mucho que lo he intentado, cómo hizo mi madre para materializarse de esa manera delante de mí en ese momento. Seguía con la cabeza de cerdo en la mano izquierda mientras apuntaba a la espalda de Padre con la derecha. En algún momento se desabrochó la chaqueta azul de pana y asomó el jersey de poliéster, rojo como el fuego. Esa imagen se me quedó grabada y siempre me revuelve por dentro.

—Tong Luo —empezó a decir mientras le señalaba—, eres un hijo de puta. ¿Qué tipo de hombre deja a su familia así?

Si un segundo antes mi grito impactó en mi Padre como la fuerza de una bala, el ataque de ira de mi madre fue como la metralla. Vi cómo le temblaban los hombros y cómo Jiaojiao, que había estado observándome con sus ojitos negros, se escondió con todas sus fuerzas entre los brazos de mi padre.

La revisora perforó el billete con dramatismo y luego se lo devolvió a Padre. En el andén, los pasajeros que habían llegado estaban bajando del vagón, como escarabajos peloteros arrastrando su bola de excrementos, abriéndose paso entre la gente que esperaba impaciente subirse al vagón. La revisora sonreía con disimulo y miró a mi madre, luego a mí y por último a mi padre. Solo ella podía verle la cara. La alforja de lona que llevaba en el hombro se escurrió, obligándole a detenerse, alargar la mano y agarrar la correa. Madre eligió ese momento para hacer un ataque verbal y letal.

—Venga, vete, ¡vete de una vez! ¿Qué tipo de hombre eres? Si te quedase algo de orgullo te irías con la cabeza alta y no te escabullirías como el perro faldero de la zorra esa con la que te marchaste. Es evidente que no te queda nada de orgullo porque de lo contrario no hubieses vuelto esta vez. Y no es solo que hayas vuelto sino que lo has hecho cargado de excusas y disculpas. Unos cuantos reproches y te derrumbas, ¿es eso? ¿Pensaste alguna vez en todos estos años cómo estaban tu mujer y tu hijo? ¿Te importó alguna vez que estuvieran sufriendo de forma inhumana? Tong Luo, eres un animal sin corazón y cualquier mujer que caiga en tus brazos está destinada a acabar como yo…

—¡Ya basta! —dijo Padre dándose la vuelta repente. Su cara parecía una teja de arcilla que nunca viese el sol; su barba, escarcha de esa teja. Pero su cuerpo erguido perdió su fuerza al cabo de unos segundos—. Ya basta… —dijo con una voz temblorosa que parecía salir muy hondo de su garganta.

Sonó un silbato fuerte en el andén y la revisora pareció despertarse de una pesadilla.

—Va a salir el tren —gritó—. Está a punto de partir. ¿Se va o se queda? ¿Qué va a hacer, hombre?

Padre se volvió a girar con dificultad y se tropezó. La alforja se le volvió a escurrir pero esta vez no le importó y la arrastró por el suelo como el estómago de una vaca lleno de hierbas podridas.

—¡Corra! —gritó la inspectora.

—¡Espera! —dijo Madre—. Espera a firmar los papeles del divorcio. Me niego a seguir siendo una mujer abandonada. —Entonces para enfatizar su desprecio dijo—: Te pagaré el billete de tren.

Madre me cogió de la mano y se dirigió orgullosa hacia la puerta. La escuché llorar aunque estaba tratando de ocultar los sollozos. Cuando me soltó la mano para abrir la puerta giré la cabeza y vi a Padre, que estaba con la espalda apoyada en la verja que la revisora, enfadada y desilusionada, trataba de cerrar. Por las rendijas de la verja vi que el tren abandonaba la estación lentamente. Escuché el ruido sordo de las ruedas del tren y vi el vapor arremolinándose con los ojos llenos de lágrimas.

Me sequé los ojos con la mano. Un par de lágrimas se aferraron a mi piel. Me emocionó mi propia historia pero el monje reaccionó con una sonrisa irónica. «¿Qué tengo que hacer para conseguir conmoverle?», refunfuñé. No lo sabía pero encontraría el modo de emocionarle. Llegado ese momento ya me daba igual convertirme o no en un monje. Lo único que me importaba era usar la agudeza de mi historia para atravesar la capa de hielo que cubría su corazón. Fuera, el sol pegaba fuerte y sabía dónde se hallaba por la sombra de los árboles; estaba en el sureste, a unas dos astas en el horizonte, según el sistema de medición de mi pueblo natal. Una parte del muro empapado que bloqueaba nuestro campo de visión, a pesar de sus grietas y brechas, se derrumbó después de la noche de fuertes lluvias. Lo único que hacía falta para tirar abajo la parte restante del muro era un viento fuerte. Los dos gatos, que no solían salir de su guarida del árbol, estaban caminando por esa parte inestable del muro. Iban de un lado a otro. Cuando avanzaban en dirección Este, la hembra iba primero y cuando iban hacia el Oeste, el macho lideraba. También había un potro rojizo como el dátil de pelaje sedoso apoyándose contra lo que quedaba del muro. Con ganas de venirse abajo pero incapaz de encontrar una razón para hacerlo esa fue la excusa que necesitaba el muro. Sus restos se desperdigaron por el suelo, sin vida. La mayor parte cayó en la zanja, mandando agua estancada por los aires que volvió a caer como una pequeña cascada. La gata salió de la zanja inundada y cubierta de barro; del gato no había rastro alguno. La gata empezó a maullar de forma lastimera mientras caminaba junto a la zanja. El potro se alejó al galope. A pesar de que el gato tenía posibilidades de morir, el derrumbamiento del muro fue un suceso apasionante. Cuanto más grande y aparatoso más apasionante sería. Ahora la avenida que estaba al otro lado del recinto quedaba expuesta ante nuestros ojos al igual que la plataforma de barro que estaba levantada en el campo cubierto de hierba. Tenía banderas de distintos colores y pancartas con eslóganes alrededor. También había un camión amarillo que tenía encima un generador eléctrico en funcionamiento. Aparcada a un lado yacía una furgoneta azul y blanca de la tele. Una decena de trabajadores que llevaban puesto un chaleco amarillo corrían de un lado al otro arrastrando unos cables a su paso. Diez motocicletas colocadas en un imponente triángulo venían hacia nosotros a cincuenta kilómetros por hora con el sol a su espalda. «No hay nada más imponente que un grupo de moteros». Esa frase la oí una vez en una película y se me grabó en la mente desde entonces. Cuando algo me alegra o me entristece mucho eso es lo que grito: «No hay nada más imponente que un grupo de moteros». «¿Qué significa eso?», me preguntó mi hermana una vez. «Significa justo lo que dice», contesté. Si mi hermana pequeña estuviera conmigo entonces le señalaría a las motocicletas y le diría: «Jiaojiao, eso es lo que significa, “no hay nada más imponente que un grupo de moteros”». Pero ella había fallecido por lo que nunca lo sabría. Eso me puso muy triste. ¡Nadie entiende mi dolor!

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