¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 14

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¡BOOM! 14

La procesión de motocicletas estaba bien unida, como si estuviera soldada a un tubo de acero invisible. Los moteros llevaban el mismo casco y uniforme blanco con un cinturón ancho en la cintura, del que colgaba un arma negra. Detrás de las motos, a unos treinta metros de distancia, había dos coches negros de policía con unas luces azules y rojas cegadoras y una sirena ensordecedora, que abrían paso a tres coches más negros todavía. Señor Monje, eran tres Audis, por lo que los hombres de dentro debían ser funcionarios de alto mando. Los ojos del Señor Monje se abrieron un poco y emitieron unos rayos de luz morada a esos coches, pero enseguida los cerró. Había otros dos coches de policía más en la parte trasera pero no tenían sirena. Seguí esa caravana majestuosa con los ojos, tan emocionado que quería gritar. Pero la tranquilidad férrea del Señor Monje mitigó mi emoción en un segundo. «Debe ser gente muy importante —dije con suavidad—, gente muy muy importante». El Señor Monje no hizo caso a mi comentario. ¿Qué hace gente así de importante aquí en un día como este?, me dije a mí mismo. No es ninguna fiesta, ningún día especial, tan solo un día cualquiera. Ah, ¡claro!, caí. ¿Cómo lo pude olvidar? Era el primer día del Festival de la Carne, Señor Monje. Es una fiesta que crearon los matarifes de mi pueblo. Hace diez años, a nosotros (a mí principalmente), se nos ocurrió esta fiesta, pero enseguida el ayuntamiento tomó el control. Después del primer año fue la gente de la ciudad la que se apoderó de ella. Señor Monje, después de atacar con mi mortero al Señor Lan me alejé lo más que pude de mi pueblo pero seguía enterándome de las noticias y escuchando todo tipo de historias sobre mí. Señor Monje, si fuera a mi pueblo natal y le preguntara a la primera persona que se encontrara por la calle: «¿Le suena de algo el nombre de Xiaotong Luo?» le contarían un montón de leyendas y cotilleos sobre mí. Soy el primero en admitir que muchas de las cosas que se cuentan son puras exageraciones y en mi caso muchas cosas que hicieron otras personas me las adjudicaron a mí. Pero no se puede negar que Xiaotong Luo o mejor dicho el Xiaotong Luo de hace diez años fue una persona especial. Por supuesto hubo otra persona que tuvo una reputación similar, y no hablo del Señor Lan. No, me refiero al tercer tío del Señor Lan, una persona increíble que estuvo con cuarenta y una mujeres en un día, una hazaña que le hizo entrar en el libro Guinness. O eso es lo que dijo el cretino del Señor Lan, y eso es lo que creímos todos. Señor Monje, no hay nadie de mi pueblo que yo no conozca. El Festival de la Carne duraba tres días y tenía un sinfín de eventos relacionados con la carne. Todos los fabricantes de maquinaria de matanza y de producción cárnica montaban sus puestos en la plaza del centro de la ciudad; la gente se reunía en los hoteles para hablar de la subida del precio del ganado, del procesamiento de la carne o del valor nutritivo de alguna carne en concreto. Al mismo tiempo los restaurantes grandes y pequeños hacían una gran demostración de su arte culinario. Durante esos tres días podías comer toda la carne que imaginaras todo el tiempo que quisieras. Uno de los eventos destacados era la competición de carne que se hacía en la plaza Julio, que atraía expertos de todo el mundo. El ganador recibía trescientos sesenta vales de carne, que le permitían comer todo lo que quisiera en cualquier restaurante de la ciudad. Si prefería podía cambiarlo por mil ochocientos kilos de carne. He dicho que esta competición era uno de los eventos destacados del festival pero lo verdaderamente atractivo era «El desfile de la carne». Todos los festivales tenían un momento álgido, y el nuestro no era una excepción. La Ciudad Oriental y Occidental estaban conectadas por una carretera y formaban una metrópoli, como una mancuerna. Los participantes del desfile atravesaban esta calle. Los del Este caminaban hacia el Oeste, los del Oeste hacia el Este, y en un punto del camino se encontraban y avanzaban en direcciones opuestas. Señor Monje, hoy he tenido la premonición de que esos dos grupos de gente se van a encontrar enfrente de nuestro templo, en el campo que está al otro lado de la carretera, y estoy seguro de que el muro se derrumbó para que pudiéramos ver a la perfección ese encuentro. Señor Monje, sé que usted tiene grandes poderes, por lo que ha debido ser usted el responsable de todo esto… Seguí hablando sin parar cuando vi un Cadillac plateado acelerar hacia nosotros desde la Ciudad Occidental bajo la protección de dos Volvos. No había ninguna moto o coche de policía abriéndoles paso pero esos vehículos mostraban un aire de indiferencia y solemnidad misteriosa. Cuando los coches estaban enfrente del templo giraron de forma brusca, se salieron de la carretera para adentrarse en el campo y frenaron en seco con seguridad, en especial el Cadillac, que tenía unos cuernos de toro dorados en el capó, lo que hacía que el coche pareciera un animal que fuera a embestir y de repente se detuviera de golpe. El frenazo y chirriar del coche me afectó mucho. «Señor Monje, mire eso —dije con un mero susurro—. Tenemos a un pez gordo». El Señor Monje se quedó sentado en su sitio, más tranquilo que el Espíritu Ecuestre que se situaba detrás de él, y empecé a temer que pudiera morir en esa posición. Si así fuera, ¿quién escucharía mi historia? Sin embargo no quería perder más tiempo mirando al Señor Monje. Lo que estaba pasando fuera era demasiado interesante como para perdérselo. Los primeros en salir (del Volvo plateado) fueron cuatro hombres fuertes con una cazadora negra y gafas de sol. Tenían el pelo de punta como las púas de un erizo y a mis ojos parecían cuatro trozos de carbón. Entonces el pasajero del Cadillac abrió la puerta del coche y salió; él también llevaba una cazadora negra: era el quinto trozo de carbón. De repente se acercó a la parte trasera del coche, abrió la puerta con una mano y dejó salir a una persona de negro con rapidez y solemnidad. Les sacaba una cabeza a sus guardaespaldas y tenía unas orejas enormes que parecían hechas de cristal rojo. Iba vestido todo de negro aparte de la bufanda blanca de seda que llevaba al cuello. En su boca tenía un puro tan grueso como una salchicha cantonesa. La bufanda era ligera como una pluma. A la mínima ráfaga de viento volaría por los aires (estaba convencido). Estaba seguro de que el puro era cubano o importado de Filipinas. El humo azulado que salía de su boca y de su nariz formaba una imagen preciosa bajo el sol. Al cabo de unos minutos llegaron tres Jeep americanos desde la Ciudad Oriental, cubiertos por una red de camuflaje verde, repleta de hojas. Cuatro hombres vestidos con un traje blanco salieron del Jeep y formaron un cordón protector alrededor de una mujer que llevaba una minifalda blanca. De hecho era tan corta que no debería llamarse siquiera minifalda. A cada paso que daba se podía ver el encaje de su ropa interior. Sus piernas eran columnas de marfil y su piel estaba ligeramente rosada. Llevaba unas botas de piel de cordero de tacón que le llegaban por la altura de la rodilla y una bufanda roja de seda que hacía que su cuello pareciera envuelto en llamas. Su pequeña y delicada cara estaba oculta bajo sus enormes gafas de sol. Tenía la barbilla afilada, un lunar a la izquierda de la boca y su pelo castaño caía por sus hombros. Caminó con seguridad hacia el hombre grande y se quedó a un metro de él. A su espalda estaban los cuatro hombres de blanco, a unos dos metros. Ella se quitó las gafas, que revelaron unos ojos tristes, y dijo con una sonrisa mustia: «Laoda Lan, soy la hija de Gongdao Shen, Yaoyao Shen. Sé que si mi padre hubiese venido hoy no hubiese vuelto con vida, por lo que le eché un somnífero en su bebida y he venido a morir en su lugar. Puede matarme, pero le ruego que deje en paz a mi padre». El hombre se quedó inmóvil como una estatua, pero no sabía el efecto que causaron en él tales palabras porque sus ojos estaban ocultos bajo las gafas de sol. Pero imaginaba que ella le había puesto en una situación extraña. Yaoyao Shen se quedó enfrente de él muy calmada, sacando pecho para recibir un disparo. Laoda Lan tiró el cigarro con un movimiento seco hacia los Jeep, se giró y volvió a su Cadillac. El conductor dio un paso al frente para abrirle la puerta. El coche retrocedió un poco, giró y volvió a la carretera. Entonces los cuatro hombres de negro se abrieron la cazadora, sacaron la pistola y dispararon a los Jeep antes de subirse a los Volvo y perseguir a toda prisa el Cadillac, levantando una nube de polvo a su paso. El templo se impregnó de pólvora, lo que me aterró y me hizo toser. Parecía una escena de una película. No era un sueño. Los tres Jeep perdiendo aceite y las ruedas pinchadas eran prueba de que era cierto. Al igual que los cuatro hombres de blanco que estaban ahí de pie estupefactos. Y al igual que la mujer de blanco. Vi dos hileras de lágrimas caer por su cara pero se puso las gafas de sol y sus ojos se desvanecieron de mi vista. Lo que pasó a continuación fue la parte más emocionante: empezó a caminar hacia la entrada del templo. Era muy agradable observarla. Algunas mujeres pierden su encanto al caminar. Otras caminan con elegancia pero no son especialmente atractivas. Esta mujer tenía una gran figura, una preciosa cara y caminaba con gracia. Era, en definitiva, una mujer de una belleza excepcional. Y era por eso que ni Laoda Lan, el hombre más despiadado y cruel del mundo, la dispararía. La forma de andar de la mujer no mostraba ningún indicio de la aterradora escena que había sucedido hacía unos momentos. En cuanto estuvo más cerca pude ver que llevaba medias de nailon, y esos muslos envueltos en aquella tela me excitaron más que si estuvieran al descubierto. Sus botas tenían borlas de piel de cordero como adorno. Solo la podía ver de cintura para abajo porque no me atrevía a mirar la parte superior de su cuerpo. En cuanto entró por la puerta el ligero aroma de su perfume me despertó una maraña de sentimientos. Nunca antes me había sentido así. La imagen de sus hermosas rodillas me daba punzadas de deseo. Si tuviera valor me pondría de rodillas para lamérselas. Sí, Señor Monje, yo, Xiaotong Luo, un hombre que en su día fue un tipo duro que no temía nada. Si hubiese tenido a mi alcance el pecho de la esposa del Emperador lo hubiera acariciado. ¿Pero ese día? Fui tan tímido como un ratón. La mujer acarició la cabeza del Señor Monje. Dios santo, qué extraño, qué absurdo, qué afortunado. No tocó la mía. Cuando saqué fuerzas para levantar la cabeza y mirarla con los ojos llorosos con la esperanza de que tocara la mía, lo único que vi fue su preciosa espalda. Señor Monje, ¿sigue escuchándome?

Al mediodía, cuando Padre apareció por segunda vez en el jardín con mi hermanita en brazos, Madre estaba muy tranquila, como si Padre acabara de volver de visitar a unos vecinos con su hija. Su comportamiento también me sorprendió. Estaba calmado, caminaba con naturalidad y no parecía un hombre que volviera a casa después de haber sufrido y luchado mucho en la vida. Por el contrario parecía un marido corriente y hogareño que había llevado a su hija al mercado.

Madre se quitó la chaqueta y se puso unos manguitos grises que compramos con la chatarra para fregar el wok, llenándolo con agua, y luego recogió leña para la estufa. Para mi sorpresa, en lugar de restos de goma echó al fuego la mejor madera de pino que sobró del material que usamos para la construcción de nuestra casa. La debía haber cortado y guardado, pensé, para una ocasión especial. Mientras la habitación se iba impregnando del aroma a pino, el calor del fuego me calmó. Madre se sentó enfrente de la estufa tan alegre que parecía que hubiese vendido todo un tractor de chatarra de mala calidad sin que la pillaran los inspectores de las empresas de productos locales.

—Xiaotong, vete a comprar un kilo y medio de salchichas de judías verdes. —Madre estiró una pierna, sacó tres billetes de diez yuanes y me los pasó—. Asegúrate de que están recién hechas —dijo alegre—. Y compra un kilo y medio de tallarines en la tienda de la esquina.

Cuando llegué a casa con las grasientas salchichas de judías y los tallarines, mi padre se había quitado el abrigo y Jiaojiao su chaqueta larga hasta los pies. La rebeca que ahora llevaba mi padre estaba totalmente manchada de aceite y suciedad y le faltaban algunos botones, pero tenía mejor aspecto que el abrigo. Jiaojiao llevaba una chaqueta tradicional china blanca que tenía florecitas rojas y las mangas tan cortas que no le tapaban sus delgaditos brazos y unos pantalones de cuadros rojos. Era una criatura encantadora y obediente, como una corderita blanca, y no podía evitar tenerle afecto. Tanto ella como mi padre estaban sentados a la mesa roja de madera de catalpa y de patas cortas que solo usábamos en la Fiesta de la Primavera. El resto del año Madre la tenía envuelta en plástico y colgada del techo, como si fuese una joya preciosa. Ahora tenía sobre ella dos vasos de agua humeante y trajo una jarra envuelta en plástico. En cuanto le quitó el plástico y levantó la tapa vi algo blanco y brillante. Mi olfato me dijo enseguida que era azúcar. Era increíble. Yo era consciente de que no podía haber niños más glotones que yo por lo que daba igual dónde escondiera Madre la comida que siempre me las arreglaba para encontrarla. Pero no con esta jarra de azúcar. No tenía ni idea de cuándo la compró o la encontró. Era obvio que mi madre era más astuta de lo que pensaba, sin duda mucho más que yo, lo que me hizo pensar: ¿cuánta más comida había escondido?

En lugar de sentirse culpable por haberme escondido el azúcar parecía orgullosa. Cogió una cucharita de acero y echó azúcar en el vaso de Jiaojiao, una muestra de generosidad que nunca pensé que vería hasta que el sol saliera por el Oeste, las gallinas pusieran huevos de pato o los cerdos engendrasen elefantes.

Jiaojiao miró a Madre con ojos miedosos y luego a Padre, cuyos ojos brillaban. Entonces alargó la mano para quitarle la gorra de lana de la cabeza. A continuación fue a echarle una cucharada de azúcar a Padre pero se detuvo de repente. Vi que fruncía los labios como una niña enfadada mientras sus mejillas se ruborizaban. ¡No podía entender a esa mujer! Dejó con fuerza la jarra de azúcar delante de mi padre y murmuró:

—Échatela tú. Así no podrás decir nada malo de mí.

Padre la miró confuso pero Madre enseguida se dio la vuelta, evitando cualquier contacto visual. Mi padre sacó la cucharita de la jarra y la puso en el vaso de Jiaojiao. Luego puso la tapa y cerró la jarra.

—Una persona como yo no merece comer azúcar —dijo mientras daba vueltas a la cuchara del vaso de la niña—. Jiaojiao, dale las gracias a tu tía.

Ella obedeció pero no complació a mi madre.

—Bébetelo y punto —dijo Madre—. No hay que darle las gracias a nadie.

Mi padre sacó la cucharita con el líquido, se la acercó a los labios, sopló y la acercó a la boca de Jiaojiao. Pero entonces de repente la volvió a dejar en el vaso y, nervioso, levantó su vaso y se bebió el contenido de un trago. El agua estaba tan caliente que abrió la boca con los dientes apretados y empezó a sudar. Entonces cogió el vaso de Jiaojiao y echó la mitad en el suyo. Cuando juntó los vasos para ver si tenían la misma cantidad me pregunté qué tenía en mente. Enseguida lo supe. Movió uno de los vasos hacia mí y dijo con tono de disculpa.

—Xiaotong, este vaso es para ti.

Eso me emocionó mucho. Un espíritu noble aplacó la glotonería que me carcomía el estómago.

—Soy muy grande para eso, papá. Que se lo beba ella.

Madre volvió a resoplar. Entonces se giró y se secó los ojos con una toalla negra.

—Es para ti —dijo enfadada—. Puede que no tenga mucho pero siempre tengo agua. —Dio una patada a una silla de la mesa y sin mirarme dijo—. ¿A qué esperas? Si tu padre te dice que bebas pues bebes.

Padre colocó de nuevo la silla y me senté.

Mi madre le quitó la cuerda de hierba que ataba los trozos de salchicha y los colocó en la mesa enfrente de nosotros. Me pareció que le daba el trozo más grande a Jiaojiao.

—Venga, a comer. Los tallarines estarán listos en un minuto.

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