¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 17

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¡BOOM! 17

Los desfiles de las dos ciudades se estaban reuniendo en el prado. La carroza del cerdo, la carroza del cordero, la carroza del asno, la carroza del conejo… Todas las carrozas (dedicadas a un gran número de animales, cuya carne se ofrece para el consumo humano) se dirigían a su sitio previsto en el prado, rodeadas de gente de todas formas y tamaños que las colocaron en un cuadrado para esperar la llegada de los señores importantes que hacían la evaluación. Todo el mundo estaba en su lugar menos los avestruces del Señor Lan, que seguían corriendo en el jardín del templo. Dos de ellos se estaban peleando por un trozo de tela naranja manchada de barro, como si fuese una comida deliciosa. Recordé a aquella mujer que apareció el día de la tormenta y la escena me entristeció. Cada pocos minutos un avestruz asomaba la cabeza por la puerta del templo, con sus ojos redonditos llenos de curiosidad. El aura de cansancio de los niños y niñas que estaban sentados en los escombros del muro derrumbado contrastaba mucho con el estado frenético de los avestruces. Los trabajadores de la empresa del Señor Lan hablaban sin parar por el móvil. Otro avestruz asomó la cabeza por la puerta pero esta vez abrió la boca y picoteó la cabeza del Señor Monje. De forma instintiva le lancé uno de mis zapatos, pero el Señor Monje levantó con parsimonia la mano e interceptó el misil volador. Entonces abrió los ojos y miró al avestruz con una gran sonrisa (como la cara de un abuelo bonachón que observa a su nieto dar sus primeros pasos). Un coche de la marca Buick vino a toda prisa desde el Oeste tocando el claxon. De repente sobrepasó a las carrozas y paró en seco delante del templo. Un hombre con una protuberante barriga salió del coche. Llevaba puesto un traje de color gris con doble botonadura y una corbata de cuadros rojos; la etiqueta bordada de la manga mostraba que era una marca famosa y lujosa. Pero daba igual lo que se pusiera, esos ojos grandes y amarillos me decían que era mi enemigo mortal, el Señor Lan. Señor Monje, hace muchos años, le disparé cuarenta y un proyectiles de mi mortero y el último partió al Señor Lan en dos. Por esa razón me exilié. Más tarde me enteré que después de todo no había muerto; de hecho su negocio prosperó mucho y su salud era mejor que nunca. Del coche también salió una mujer gorda que llevaba un vestido morado y unos zapatos de tacón alto rojo oscuro. Una parte de su pelo rizado estaba teñida de color rojo fuego, como una cresta. Llevaba seis anillos, tres de oro y tres de platino, y dos collares, uno de oro y otro de perlas. Aunque estaba más gorda supe de inmediato que era Zhaoxia Fan, la mujer que tenía relaciones sexuales con el Señor Lan con la navaja en la mano. Durante el tiempo que yo estuve huyendo corrió el rumor de que se había casado con el Señor Lan y la escena que tenía delante de mis ojos me confirmaba que el rumor era verdad. En cuanto bajó del coche abrió los brazos y se lanzó a los niños que estaban sentados en la montaña de escombros del muro. La niña que luchó contra el avestruz hasta que consiguió derribarle también corrió hacia ella. Zhaoxia Fan abrazó a la niña y empezó a besarle toda la cara como una gallina picoteando arroz mientras le decía palabras cariñosas como: «Mi pequeña», «mi vida», «mi cielo». Cuando vi la preciosa carita de la niña tuve sentimientos cruzados. No podía imaginar que el hijo de puta del Señor Lan hubiera podido tener una hija tan mona como esa. Esa niña me recordó a mi difunta hermanita, Jiaojiao, que en ese momento hubiese tenido quince años. El Señor Lan empezó a insultar a los trabajadores de su empresa, que estaban de pie delante de él muy erguidos. Uno de ellos quiso explicarle algo y cuando abrió la boca el Señor Lan le escupió a la cara. El grupo de avestruces de su empresa iba a hacer una actuación de danza en la ceremonia de inauguración del Festival de la Carne: un verdadero espectáculo que hubiese impresionado mucho a todos los empresarios y sobre todo a los oficiales de alto mando que vinieron desde todas las provincias de China. Los elogios y las órdenes de pedidos hubiesen sido enormes. Sin embargo, antes de que empezara la actuación se había echado a perder, por culpa de esos idiotas. La ceremonia de inauguración estaba a punto de empezar y el Señor Lan sudaba sin parar. «Traed a esos avestruces aquí ahora mismo o seréis pienso de avestruz». Los empleados no necesitaron que les dijeran nada más para ir tras los avestruces. El problema era que los animales no cooperaron nada y no perdieron la oportunidad de salir corriendo a toda prisa, como caballos en estampida. El Señor Lan se remangó la camisa para tratar de detener a los avestruces en persona pero pisó una montaña de excrementos de avestruz y se cayó de espaldas al suelo. Sus empleados acudieron a toda prisa a ayudarle a ponerse de pie pero tuvieron que contraer la cara para contener la risa. «¿Os creéis que es muy gracioso? —dijo el Señor Lan de forma mordaz—. Venga, reíd. ¿Por qué no os ibais a reír?». El empleado que parecía más joven no pudo controlarse y se puso a reír, lo que contagió de repente a los demás. El Señor Lan también se rio, pero solo durante unos segundos. «Creéis que es muy gracioso, ¿eh? —gruñó—. ¡El siguiente que se ría quedará despedido!». Los empleados se callaron de golpe. «Traedme mi rifle. Voy a matar a cada uno de esos malditos pajarracos», gritó el Señor Lan.

La tercera noche después de la Fiesta de la Primavera nosotros cuatro nos sentamos alrededor de una mesa redonda y plegable y esperamos al Señor Lan; al hombre que tenía un tercer tío que poseía un miembro prodigioso que le hizo famoso; al hombre que le rompió el dedo a mi padre y al que mi padre le arrancó un trozo de oreja; al hombre que había inventado el método de inyectar agua presurizada a la carne, el tratamiento de ahumar con azufre, el blanqueo con agua oxigenada, y el sistema de inyección de formaldehído; al hombre que se había ganado el nombre de Sabio Matarife y que como alcalde del pueblo había llevado a sus habitantes por el camino de la riqueza; al hombre cuyas palabras eran ley y cuya autoridad era indiscutible: el Señor Lan. El Señor Lan, que había enseñado a mi madre a conducir el tractor; el Señor Lan, que mantuvo relaciones con Zhaoxia Fan, la peluquera del pueblo; el Señor Lan, que juraba que había matado a todos los avestruces; el Señor Lan, aquella persona cuyo mero nombre me sacaba de quicio.

La mesa estaba llena de platos de pollo, pato, pescado y carne roja, pero no podíamos comerlo, a pesar de que el aroma y el calor se estaban disipando un poco. Eso era la cosa más dolorosa, más molesta y más desagradable del mundo. De verdad, una vez juré que si algún día tuviese la capacidad celestial acabaría con todas las personas que comían carne de cerdo. Pero eso fue un ataque de rabia después de aquella vez que comí tanto cerdo que casi morí de gastritis aguda. El ser humano es un animal que sabe adaptarse a las circunstancias y hablar de acuerdo con la situación; nadie discutía eso. Esa es nuestra manera de ser. En aquella ocasión el mero recuerdo del cerdo me provocaba náuseas y dolor de estómago, así que ¿por qué no podía quejarme? Después de todo era un niño de diez años. No puedes esperar que un niño de esa edad hable como el Emperador, cuyas palabras eran tan valiosas que no se podían modificar. Cuando ese día llegué a casa de la peluquería Cabello Bello, Madre nos sirvió las sobras de la carne de cerdo de esa mañana.

Traté de aguantar el dolor de tripa lo más que pude y le juré a mi madre:

—Yo no quiero más. Si como otro bocado de eso me voy a convertir en un cerdo.

—¿De verdad? —preguntó Madre con sarcasmo—. Mi querido hijo se ha rapado la cabeza y ahora dice que deja de comer cerdo. ¿Acaso te quieres ir de casa y convertirte en un monje budista?

—Espera y verás —dije yo—. La próxima vez que coma cerdo será el día que me haya hecho monje budista.

Una semana más tarde todavía recordaba el juramento que había hecho, pero volvía a tener ganas de comer carne de cerdo. Y no solo cerdo, sino que también quería ternera, y pollo y asno, y la carne de cualquier animal que caminase por la faz de la tierra. Después de terminar de comer, mis padres se pusieron manos a la obra. Madre sacó la ternera en salsa de soja, el hígado de cerdo ahumado y la salchicha de jamón que había comprado, lo cortó todo y lo puso en la vajilla de porcelana de Jingdezhen que nos había dejado la familia de Changsheng Sun. Mientras, mi padre limpiaba con un trapo húmedo la mesa redonda plegable que también nos había dejado la familia de Changsheng Sun.

Todo lo que necesitábamos para esta improvisada cena con nuestro invitado lo conseguimos gracias a Changsheng Sun, dado que su mujer era la prima de mi madre. Changsheng Sun no dijo nada cuando le pedimos todas esas cosas aunque su cara seria nos dejó ver lo que pensaba. Por otro lado, la prima de mi madre puso mala cara cuando vio a mis padres irse con sus cosas, nada contenta con sus familiares. Era una mujer que no tenía ni cuarenta años de edad pero tenía muy poco pelo. Sin embargo, sin ningún sentido de la vergüenza, se lo recogía en dos trenzas enanas que parecían dos judías secas. La imagen era terrible.

Mientras la prima de mi madre sacaba las cosas del armario, según la lista de mi madre, farfullaba cada vez más alto.

—Yuzhen, nadie puede vivir como vosotros; así, sin nada. No digo que debáis tener la casa llena de muebles, pero es que no tenéis ni unos palillos de sobra.

—Conoces nuestra situación —contestó Madre con una sonrisa lastimera—. Nos gastamos todo nuestro dinero en la construcción de la vivienda…

La prima echó un vistazo a mi padre y dijo con menosprecio:

—Para llevar un hogar tienes que amueblar lo básico. Pedir prestado lo que necesitáis no es la respuesta.

—Tenemos que ganarnos su estima —explicó Madre—. Él es después de todo el alcalde del pueblo y es él quien lo supervisa todo.

—No sé cómo piensa el Señor Lan, pero después de todo lo sucedido puede que acabéis cenando vosotros solos —continuó diciendo la prima de mi madre—. Si yo fuese el Señor Lan, no iría a vuestra casa. No en estas fechas. Y mucho menos por una mísera comida. Si queréis ganaros su estima, dadle un sobre lleno de dinero.

—Mandé a Xiaotong tres veces hasta que aceptó venir —dijo mi madre.

—Eso dice mucho de Xiaotong —comentó la prima de mi madre—. Pero si queréis invitarle de verdad hacedlo bien. Él se reirá como le deis algo mediocre. No invitéis a alguien si tenéis miedo de gastar dinero. Dado que vais a ser sus anfitriones, entonces gastad. Te conozco muy bien y te pasas de tacaña.

—Prima, las personas no son montañas, pueden cambiar… —dijo mi madre con la cara encendida mientras controlaba su enfado.

—Salvo que es más fácil cambiar el curso de un río que la naturaleza de una persona. —La prima de mi madre estaba tratando de poner las cosas difíciles.

Changsheng Sun fue el primero que saltó.

—Bueno, ya está bien —le gruñó a su mujer—. Si te pica la boca, en lugar de decir palabrotas restriégala en la pared. Tu bondad no es comparable con tu mal comportamiento. ¿Por qué tienes que ofender a tu prima que solo quiere que le prestes un par de cosas?

—Solo estoy pensando en ellos —se defendió la prima de mi madre.

—Changsheng, ella no nos ha ofendido —se apresuró a decir mi madre—. Mi prima es así. Si no fuerais familia no hubiese venido a pediros nada. Tiene el derecho de hablarme así.

Changsheng Sun sacó un paquete de cigarrillos y le dio uno a mi padre.

—Como dice el refrán —dijo—: «¿Quién no ha tenido que bajar la cabeza para no darse con el tejado alguna vez?».

Mi padre no dijo nada pero asintió con la cabeza.

Repasé en mi mente el episodio de los muebles prestados de principio a fin para matar el tiempo. Unos tres centímetros del aceite de la lámpara se habían consumido y goteaba mucha cera de la vela blanca que sobró en Nochevieja, pero seguía sin haber rastro del Señor Lan. Padre se giró y echó un vistazo a Madre.

—Quizá deberíamos apagar la vela —dijo con cautela.

—Déjala encendida —dijo Madre mientras daba un golpecito con el dedo a la vela y la cera salía volando. La vela brilló, lo que iluminó más nuestra habitación e hizo que la comida de la mesa, sobre todo la piel roja del pollo en salsa barbacoa, se viera más sabrosa.

Mi hermanita y yo corrimos junto a la tabla de cortar, con los ojos fijos en las manos de Madre, que estaban cortando el pollo. Nos fascinó la destreza con la que separaba la carne de los huesos. Puso un muslo en la bandeja y a continuación el otro.

—Madre —pregunté—, ¿hay pollos que tengan tres muslos?

—Puede ser —respondió con una sonrisa—. Pero nunca lo he visto con mis propios ojos. Lo que me encantaría es que existiera uno con cuatro muslos, así cada uno de vosotros tendría uno ahora y podría satisfacer los gusanos hambrientos de vuestra tripa.

Este era un pollo de la tienda de la familia Dong. Ellos solo preparaban pollos de granja, nada de pollos tontos y enjaulados a los que engordaban con químicos y cuya carne sabía a algodón y cuyos huesos eran como madera podrida. No, sus pollos comían semillas, hierbas salvajes y saltamontes. Su carne era firme y sus huesos, sólidos. Eran muy nutritivos y con un gran sabor.

—Pero he oído decir a Du Ping, hijo de Shanchuan Ping, que a los pollos de la familia Dong también les inyectan hormonas cuando están vivos y formaldehído una vez muertos —dije yo.

—¿Y qué? —dijo Madre mientras cogía un poco de carne y la metía en la boca de Jiaojiao—. Nosotros los campesinos tenemos unos estómagos de hierro.

Jiaojiao volvía a ser tan alegre como antes y su relación con Madre había mejorado mucho. Mientras abría la boca para comerse el trozo de pollo mantuvo los ojos en las manos de mi madre. Luego Madre cogió otro trozo más grande y me lo metió en la boca, con piel y todo. Lo tragué sin masticar, tan rápido que pareció que se deslizó por la garganta por decisión propia. Jiaojiao se lamió los labios con su lengua roja justo cuando mi madre cogía otro trozo de carne y se lo metía en la boca.

—Sed unos niños buenos y pacientes —dijo—. En cuanto nuestro invitado haya terminado de cenar os podéis comer todo lo que sobre.

Jiaojiao seguía mirando las manos de mi madre.

—Ya basta —dijo mi padre—. No la consientas demasiado. Los niños tienen que aprender modales. No es bueno consentirlos.

Mi padre salió al jardín y caminó de un lado a otro.

—No parece que vaya a venir —dijo Padre—. He debido ofenderle demasiadas veces.

—No lo creo —respondió mi madre—. Dijo que vendría y así lo hará. El Señor Lan es un hombre de palabra. —Madre se giró hacia mí—. Xiaotong, ¿qué es lo que te dijo a ti?

—Cuántas veces tengo que repetírtelo —contesté molesto—. «Está bien. Ahí estaré. Cuenta con ello».

—¿Mandamos a Xiaotong para recordárselo? —preguntó Padre—. Quizá lo haya olvidado.

—No hace falta —dijo mi madre—. No lo ha olvidado de ninguna manera.

—Pero los platos se están enfriando —dije cada vez más enfadado—. No es más que el alcalde de un pequeño pueblo.

Mis padres me miraron a la vez y se rieron.

Ese hijo de puta era más que el alcalde de nuestro pequeño pueblo. Según decía la gente el gobierno municipal había designado al Pueblo de la Matanza como una nueva zona de desarrollo económico para atraer la inversión extranjera. Se habían construido muchas fábricas y habían hecho un lago artificial, que se había vuelto el hogar de muchos barcos de turistas con forma de patos y cisnes. Alrededor de ese lago se habían construido muchos chalés modernos y lujosos, creando una especie de mundo de ensueño. Los hombres que vivían ahí conducían coches lujosos: Mercedes, BMW, Buick, Lexus o Hongqi. Las mujeres paseaban sus perros con pedigrí: pekineses, caniches, shar peis, papillones, algunos que parecían ovejas pero que no lo eran, incluso unos que parecían más tigres que perros. Una vez un par de dogos arrastraron a una mujer de piel suave, manos delgadas y apariencia delicada a la orilla del lago. Debía ser la segunda esposa de alguien y acabó boca arriba en el suelo, como si estuviese nadando de espalda en el lago o cultivando un campo. Señor Monje, en la sociedad de hoy día, lo máximo a lo que pueden aspirar las personas trabajadoras es a ganar lo suficiente para tener una vida decente. La mayoría ni siquiera consigue eso, y se conforma con tener para comer y poder resguardarse del frío. Solo las personas atrevidas, despiadadas y sinvergüenzas encuentran el modo de enriquecerse y hacerse millonarias. Como el Señor Lan, que consiguió tener dinero, prestigio y estatus social. ¿Dónde está la justicia en este mundo? El Señor Monje sonrió sin decir nada. Sabía que mi enfado no servía de nada y que como decía el refrán: «La rabia del mendigo no vale nada», pero quizá hasta ahí podía llegar en ese momento. Quizá me podría tomar las cosas con más calma después de raparme la cabeza, hacerme monje y dedicar tres años a las prácticas budistas. Por ahora soy una persona que dice lo que piensa, y eso, Señor Monje, es motivo suficiente para aceptarme como discípulo. Si no soy capaz de entender la filosofía budista, me puede echar del templo con un shippei. Mire, Señor Monje, el canalla del Señor Lan ha conseguido que le mandaran un fusil artesanal. Me pregunto si tiene las agallas de convertir este templo Wutong que construyeron sus antepasados en un matadero. Apuesto a que sí. Sé lo que es capaz de hacer. En ese momento le quitó el fusil de las manos a un empleado suyo. Para ser precisos debería llamarse mosquete. No parecía gran cosa pero era un arma de capacidad destructora. Mi padre tuvo una como esa en el pasado. El Señor Lan empezó a soltar tacos y sus ojos amarillos parecían bañados en oro. Llevaba un traje elegante y los zapatos relucientes pero seguía siendo un bandido. Miró y apuntó a aquellos avestruces, que bajaron la cabeza y le miraron. Entonces apretó el gatillo y justo en ese momento le cayó en la nariz un excremento de pájaro. Encogió el cuello entre los hombros, levantó el fusil y mandó la bala a las tejas del templo junto a una explosión ensordecedora. De repente empezaron a caer trozos de tejas rotas en la puerta del templo, a meros pasos de nosotros. Me asusté y grité pero el Señor Monje siguió sentado y tranquilo como si nada hubiera pasado. El Señor Lan tiró el mosquete al suelo y se limpió la cara con los pañuelos que le pasaba su empleado. A continuación miró al cielo, que era de un azul intenso, casi negro, salvo por los grupos de nubes. Una bandada de urracas con el vientre blanco anunciaba su paso de Norte a Sur. El excremento que aterrizó en la nariz del Señor Lan venía de una de ellas. Oí a uno de los empleados del Señor Lan decir: «Jefe, es excremento de urraca. Eso significa buena suerte». «Joder, qué tontería —gritó el Señor Lan—. El excremento de urraca no es más que mierda. Recarga el mosquete, voy a matar a cada uno de esos malditos pájaros». Un empleado se arrodilló sobre la pierna derecha y puso el mosquete sobre la pierna izquierda. Cogió un cuerno de pólvora y la echó en el mosquete. El Señor Lan gritó: «Más pólvora. Hasta arriba. Maldita sea. Hoy tengo muy mala suerte. Unos buenos disparos y acabaré con ella». Mientras el empleado se mordía el labio inferior echaba más pólvora con una baqueta. En ese momento Zhaoxia Fan se acercó con la niña en brazos. «¿Qué andas haciendo, cabeza de chorlito? Mira lo que le has hecho a nuestra pobre Jiaojiao». Cuando oí ese nombre di un brinco. Una mezcla de furia y tristeza subió a mi cabeza. Habían llamado a su hija como mi hermana. ¿Lo habían hecho a propósito? ¿Lo habían hecho con buena o mala intención? Me vinieron a la mente imágenes de la cara saludable de mi hermanita Jiaojiao y de la cara de dolor justo antes de morir. Uno de los empleados del Señor Lan, el que tenía una cara aniñada, se acercó y le dijo al Señor Lan de forma respetuosa: «Jefe Lan, señora, no debemos perder más tiempo aquí. Deberíamos volver y organizar a los camellos para la inauguración. Si lo hacen bien las críticas serán muy positivas. En lo que se refiere a los avestruces podemos intentarlo el año que viene». Zhaoxia Fan le miró con un gesto de aprobación. «Tiene la cabeza de un bandido», dijo refiriéndose a su marido. El Señor Lan contestó enfadado: «¿Y qué? ¿Dónde crees que estaríamos hoy si no fuera por mí? La rebelión de unos estudiantes fracasaría en diez años; la rebelión de unos bandidos funcionaría a la primera. ¿A qué estás esperando? Dámelo cuando termines», le gritó al empleado que estaba recargando el mosquete. El hombre se lo dio con las dos manos al Señor Lan. «Llévate a Jiaojiao lejos —le dijo a Zhaoxia Fan—, y tápale los oídos». «Maldita sea, nunca cambiarás», gruñó Zhaoxia Fan mientras se alejaba con Jiaojiao. La niña estiró un brazo y chilló: «Papá, yo también quiero disparar». El Señor Lan apuntó a los avestruces. «Vosotros, canallas de plumas insulsas. Desagradecidos de mierda. Lo único que os pedí era que bailaseis y no lo hacéis. ¡Muy bien, idos al infierno!». Una bola de fuego amarilla explotó enfrente de él, seguida de un ruido ensordecedor y de una nube de humo negro. Entonces el fusil artesanal saltó en mil pedazos en todas direcciones y la figura del Señor Lan se quedó paralizada durante un instante antes de desplomarse en el suelo. Zhaoxia Fan empezó a chillar y se le cayó la niña de los brazos. De repente todo el mundo salió de su estupor y corrió hacia él, llenando el aire de gritos: «¡Señor Lan! ¡Señor Lan!».

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