¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 21

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¡BOOM! 21

Cuando fue cayendo la noche todos los participantes de los desfiles de la Ciudad Oriental y la Ciudad Occidental se marcharon, dejando el prado y la avenida llena de latas vacías, banderines rotos en el suelo, flores de papel y bolsas de estiércol. Un pequeño ejército de limpiadores que llevaban un chaleco amarillo se puso a recoger a toda prisa mientras los capataces les daban órdenes por un altavoz. Al mismo tiempo unos tractores, unos camiones con plataformas de tres ruedas, unos carros de caballos y otros vehículos transportaban hornos eléctricos, asadores con parrillas, freidoras y otro equipo de cocina. Con el propósito de contaminar menos la ciudad se iba a instalar ahí el mercadillo nocturno del Festival de la Carne, donde cocinarían todo tipo de carne asada. El enorme camión con el generador eléctrico se quedó para dar electricidad. La noche prometía ser maravillosa. Después de haber hablado tanto durante el día y de haber visto tantas escenas extrañas me había quedado sin energía. Aunque los boles del misterioso congee que comí la noche anterior habían avanzado más lento por mi sistema digestivo que otras comidas era al fin y al cabo un puré, por lo que en cuanto empezó a salir el sol, mi estómago comenzó a rugir y sentí las primeras punzadas de hambre. Miré al Señor Monje de reojo con la esperanza de que se diera cuenta del lapso de tiempo y me llevara al pequeño cuarto de atrás para descansar y comer algo. Quizá hasta me podría encontrar otra vez con la misteriosa mujer del día anterior. Una vez más quizá podría volver a desabrocharse la blusa y alimentar mi cuerpo y enriquecer mi espíritu con su dulce leche. Sin embargo, el Señor Monje seguía con los ojos cerrados y los pelillos negros de su oreja se movían, lo que significaba que estaba concentrado en mi historia.

Aquella noche inolvidable, después de beber el caldo de karasu y comer todos los raviolis de aleta de tiburón, mi hermanita susurraba que tenía sueño. En cuanto el Señor Lan se levantó para despedirse de nosotros, mis padres se pusieron en pie de un salto. Padre acunó a Jiaojiao entre sus brazos mientras le daba palmaditas con torpeza y acompañó a Madre a despedirse de nuestro excelente alcalde.

Bao Huang entró justo a tiempo, como siempre, y le puso al Señor Lan el abrigo por encima de los hombros. A continuación se adelantó para abrirle la puerta a su superior. Pero el Señor Lan no tenía prisa en irse. Todavía quería decirles algo a mis padres. Se giró hacia mi padre y luego bajó la cabeza hacia la cara de mi hermanita, que estaba en sus brazos.

—Es igual que ella… —dijo emocionado.

Esas palabras de elogio, cuyo verdadero significado era incierto, bajaron un poco los ánimos. Madre tosió con nerviosismo y Padre inclinó la cabeza a un lado para verle la cara a Jiaojiao.

—Jiaojiao, dale las gracias… —dijo Padre.

El Señor Lan sacó un sobre rojo del bolsillo interior de su abrigo, lo puso entre Jiaojiao y mi padre y dijo:

—Es un regalo por nuestro primer encuentro. Traerá buena suerte.

Padre lo agarró con mucha rapidez y dijo ruborizado:

—No, no, no, Señor Lan. No lo puedo aceptar.

—¿Por qué no? —dijo el Señor Lan—. No es para ti, es para la niña.

—De ninguna manera… —dijo Padre balbuceando.

El Señor Lan sacó otro sobre rojo y me lo dio a mí.

—Somos viejos amigos. ¿Qué dices?, ¿puedo tener el honor?

Lo cogí sin dudarlo un segundo.

—Xiaotong… —Mi madre me llamó con angustia.

—Sé qué estáis pensando —dijo el Señor Lan mientras pasaba los brazos por las mangas de su abrigo—. Os digo que el dinero no es nada bueno. No vienes a este mundo con él y tampoco te vas al otro mundo con él.

Sus palabras eran tan contundentes como un peso muerto que cayese al suelo de forma estridente. Mis padres se quedaron paralizados, con la mirada perdida, como si no pudieran entender lo que significaban las palabras del Señor Lan.

—Yuzhen Yang, hay otras cosas en el mundo aparte de ganar dinero —dijo el Señor Lan desde la entrada—. Los niños necesitan una educación.

Yo tenía el sobre rojo bien agarrado en la mano y Jiaojiao también agarraba el suyo. Dado que los habíamos aceptado ahora no podíamos rechazarlos. Cuando acompañamos al Señor Lan a la puerta unos sentimientos cruzados me invadieron. Las luces de las velas y de la lámpara alumbraron el jardín, el tractor de mi madre y mi mortero, que todavía estaba ahí dado que no había tenido tiempo para guardarlo en mi habitación. Estaba cubierto con una lona amarilla y parecía un soldado valiente y camuflado en el jardín a la espera de la orden de ataque de su capitán. Recordé mi promesa de destruir la casa del Señor Lan con el mortero y me sentí muy inquieto. ¿En qué estaba pensando? El Señor Lan no era una persona mala. De hecho era un hombre bueno, un modelo a seguir, y pensé en por qué le tenía tanto odio. Dado que mis pensamientos me estaban confundiendo los aparté de mi mente. A lo mejor solo era un sueño extraño («sueño, sueño, sueño; lo contrario de lo contrario»); eso era lo que solía decir mi madre para romper el hechizo de sus pesadillas, y hacía lo mismo con las mías. Al día siguiente (no, en cuanto se fuera el Señor Lan), llevaría el mortero al almacén. «Deja las armas en un almacén y suelta a los caballos en Montaña del Sur», así es como la paz reinará en la tierra.

El Señor Lan se fue rápidamente aunque se tambaleó un poco. Quién sabe, a lo mejor no era él quien se tambaleaba sino yo. Esa era la primera vez que bebía alcohol y la primera vez que estaba en compañía de adultos, y no de adultos cualquiera, sino del ilustre Señor Lan, lo que era un verdadero honor. Sentí que había entrado en el mundo de los adultos y que dejaba atrás a Fengshou, Pingdu, Pidou; a esos niños tontos que seguían viviendo su infancia.

Bao Huang abrió la verja de nuestra casa. Estaba en alerta, daba pasos rápidos y sus movimientos hábiles y precisos me impresionaron mucho. Durante todo el tiempo que estuvimos comiendo y bebiendo alrededor de la estufa, él había estado esperando fuera, bajo el viento y la nieve, tan firme como la cuerda de un arco. Sus ojos y oídos estaban en guardia y solo le preocupaba una cosa: la seguridad del Señor Lan ante cualquier ataque humano o animal. Nosotros acabábamos de cenar con su jefe y éramos beneficiarios colaterales de esa protección, por lo que deberíamos haber emulado ese espíritu de autosacrificio. Bao no solo se encargaba de la seguridad, también estaba atento a cuando el Señor Lan le llamaba con una palmada. Entonces, en silencio, se materializaba como un fantasma a su lado para llevar a cabo sus órdenes. Como por ejemplo cuando el Señor Lan le pidió el caldo de karasu. En cuestión de media hora trajo el caldo a nuestra casa, como si lo hubiesen mantenido caliente en una estufa no muy lejos y solo hubiese tenido que ir a por él. Cuando llegó a casa el caldo estaba tan caliente que nos hubiésemos quemado la lengua si lo hubiéramos comido. Antes de que se enfriara, Bao volvió con los raviolis de aleta de tiburón. También estaban muy calientes, como si los acabaran de sacar del agua hirviendo. Todo eso me pareció ininteligible y no era capaz de entenderlo. Parecía el «transporte mágico» del mono de la famosa leyenda china. Bao Huang entró con los raviolis con tranquilidad, el pulso firme y la respiración calmada, como si el plato hubiese estado a un paso de distancia. Dejó los raviolis en la mesa y se marchó rápidamente, como si fuera un truco de un mago. En aquel entonces pensaba emocionado que si me esforzaba podría llegar a ser una persona como el Señor Lan. Sin embargo, nada de lo que hiciera podría hacerme ser como Bao Huang. Él había nacido para ser un excelente guardaespaldas y si volviéramos a la dinastía Qing él sería el guardia imperial del Emperador y un verdadero maestro de kung-fu. Su existencia rememoraba tiempos remotos y servía para reflexionar sobre nuestro pasado y para preservar nuestras leyendas y fábulas.

Cuando llegamos a la puerta principal descubrimos que había dos caballos negros y grandes atados al poste de la luz. Del cielo pendía una media luna, cuya luz era débil en comparación con la de las estrellas, que se reflejaba en la piel de esos animales; sus ojos eran como perlas brillando en la noche. Lo que podía ver por sus siluetas era insuficiente para admirar por completo su belleza, pero podía darme cuenta de que no eran dos caballos normales, eran dos caballos celestiales. Se me aceleró el corazón y quería lanzarme a ellos, abrazarlos y subirme a su lomo. Pero el Señor Lan ya había montado en uno con la ayuda de Bao Huang, que enseguida subió en el otro de un salto. Los dos caballos, uno tras otro, salieron de la avenida Hanlin y se adentraron en el centro del pueblo, primero al trote pero enseguida empezaron a galopar como dos meteoros brillantes. Desaparecieron de nuestra vista enseguida y nos dejaron los oídos pitando con el retumbar de los cascos en el suelo.

Maravilloso, verdaderamente maravilloso. Había sido una noche mágica; la noche más memorable de mi vida. Lo que significó esa noche para nuestra familia y para mí lo sabríamos más tarde. En ese momento tan solo nos quedamos ahí atontados ante la imagen de los árboles congelados en ese precioso día de otoño.

Una brisa del norte me dio en la cara y me bajó los efectos del alcohol. ¿Estaban mis padres sintiendo lo mismo? Entonces no lo sabía; lo sabría después. Sabría que mi madre pertenecía a un tipo de bebedor conocido como acalorado. En invierno bebía hasta que empezaba a sudar y entonces empezaba a quitarse la ropa: primero el abrigo, seguido del jersey y luego de la blusa. Entonces paraba. Sabía que mi padre pertenecía al tipo de bebedor que no podía soportar el frío; cuanto más bebía más se encogía y más pálida se volvía su cara hasta que parecía una ventana hecha de papel o un muro encalado. Entonces le salían pequeños bultos en la cara, como cuando se te pone la piel de gallina, y empezaba a castañetear los dientes. Cuando bebía demasiado temblaba como un hombre enfermo de malaria; mi madre, por otra parte, se pondría a sudar incluso en el día más frío del invierno. En el caso de Padre, si bebía, aunque fuese el día más caluroso del verano le entraban escalofríos, como si fuera una cigarra agonizando agarrada a un sauce sin hojas. Por lo tanto imagino que cuando nos quedamos mirando cómo el Señor Lan y Bao Huang se iban después de esa noche tan importante para mi familia, esa brisa fue como una caricia para mi madre mientras que para mi padre su roce debió ser igual de doloroso que la hoja de un cuchillo o un latigazo. No sé cómo le afectó a Jiaojiao, porque no había bebido nada de alcohol.

El sol se había escondido tras el horizonte, por lo que todo se oscureció con la excepción del campo de enfrente, que estaba completamente iluminado. Unos coches lujosos entraron en el campo; sus faros iluminaban el camino, el sonido del claxon anunciaba su llegada; era una escena de riqueza y prosperidad. De los coches bajaban señoras con mucho estilo y señores distinguidos. La mayoría llevaba ropa informal y parecía gente normal, aunque en realidad sus prendas eran de marcas lujosas y caras. A pesar de que estaba contando acontecimientos del pasado mis ojos estaban fijos en el paisaje. En el instante en que empezaron los fuegos artificiales el interior del templo se iluminó. Vi la cara del Señor Monje, que parecía bañada en oro. Sentí que en ese instante se había transformado en una momia dorada. Los fuegos artificiales continuaron y los sonidos se iban acercando a mí. Después de cada uno se oían los gritos y aplausos de las personas que los observaban con la cabeza levantada. Justo como los fuegos artificiales, Señor Monje.

Los momentos maravillosos siempre pasan muy rápido mientras que los difíciles son muy duros. Sin embargo esa solo es una forma de verlo; otra es que los momentos maravillosos se recuerdan durante mucho tiempo, porque permanecen en la memoria, para poder acudir a ellos siempre que se quiera, mejorados, ganando riqueza y complejidad, hasta que se convierten en laberintos en los que es fácil entrar pero de difícil salida. Los momentos difíciles son por definición agonizantes, por lo que quien los sufre intenta escapar de ellos como quien huye de la peste. Eso es así incluso si uno los sufre por accidente. Si no se puede evitar lo mejor que se puede hacer es suavizar el impacto o disminuir los efectos, o tratar de apartarlos de la mente, difuminándolos hasta que no sean más que una bocanada de humo que se pueda llevar el viento con facilidad.

Fue así como llegué a esa teoría en aquella noche; fue tan fascinante que no que quería que se acabara. No quería dar ni un paso, renunciar a ese cielo estrellado, a la brisa del norte, a la avenida Hanlin reflejando la luz de las estrellas, pero, sobre todo, al maravilloso olor que dejaron esos dos fabulosos caballos en el aire. Mi cuerpo estaba de pie enfrente de nuestra verja pero mi alma se había ido detrás del Señor Lan, Bao Huang y ese par de caballos imaginarios. Me hubiese quedado ahí hasta el amanecer si Madre no me hubiera llevado dentro a rastras. Solía pensar que era una superstición que las almas se escaparan de los cuerpos, algo sin sentido, pero después de esa lujosa cena, después de que esos dos fabulosos caballos salieran a toda prisa de mi vista, entendí lo que era que un alma echara a volar. Sentí que una parte de mí se separaba de mi cuerpo, como un polluelo que sale de su huevo. Me volví más ligero y más manejable que una pluma, inmune a la fuerza de la gravedad. Todo lo que tenía que hacer era tocar el suelo con los pies para saltar en el aire como una pelota de goma. La brisa del norte tomó forma ante este nuevo yo, como agua que fluye en el aire, y me podía tumbar para que ella me llevara. Podía ir y venir donde quisiera, hacer lo que me apeteciera. Si estaba a punto de chocar con un árbol, le pedía al viento que me elevara alto para apartarme del peligro. Si no podía evitar darme con un muro, me convertía en una lámina casi invisible de papel y pasaba por un hueco tan pequeño que no era reconocible para el ojo humano.

Madre me llevó por la fuerza al jardín y cerró la verja con un fuerte ruido, lo que obligó a que mi alma volviera a regañadientes a mi cuerpo. Lo digo en serio, cuando mi alma volvió tenía la cabeza helada, como cuando un niño se tiene que tapar con un edredón después de haber estado mucho tiempo pasando frío. Si hiciera falta una prueba de la existencia del alma sería esta.

Mi padre llevó a Jiaojiao, que se había quedado dormida, al kang, y luego le pasó el sobre rojo a mi madre. Ella lo abrió y vio un puñado de billetes de cien yuanes. Contó hasta diez billetes y se puso muy nerviosa. Entonces echó un vistazo a mi padre, se escupió en los dedos y volvió a contar. Eran diez billetes; en total, mil yuanes.

—Este regalo es demasiado —le dijo Madre a Padre—. ¿Cómo podemos aceptarlo?

—No te olvides del sobre de Xiaotong —dijo Padre.

—Dámelo —dijo Madre con un tono que sonaba a enfado.

No tuve más remedio que entregarle el sobre a mi madre. Contó el dinero una vez rápidamente y luego se escupió en los dedos de nuevo y lo contó otra vez con detenimiento. También eran diez billetes de cien yuanes; en total, mil yuanes.

En aquella época dos mil yuanes eran mucho dinero y era por eso que cada vez que Madre pensaba en los dos mil yuanes que le había dejado a Gang Shen y que nunca le devolvería se ponía furiosa. En aquel entonces por setecientos u ochocientos yuanes podías comprar un búfalo de agua capaz de tirar de un arado; con mil yuanes podías comprar un burro que tirase de una carreta grande. Es decir, que el Señor Lan nos había dado a Jiaojiao y a mí dinero suficiente para comprar dos burros grandes. En la época de la reforma agraria a cualquier familia que tuviese dos burros grandes en su casa se la hubiese catalogado como de terratenientes y los tiempos de sufrimiento les esperarían a la vuelta de la esquina.

—¿Qué hacemos? —balbuceó Madre, que tenía las cejas arrugadas como una señora mayor de unos setenta u ochenta años. Tenía los brazos rígidos y la espalda arqueada, como si lo que tuviera en las manos no fuera dinero sino ladrillos.

—¿Por qué no lo devolvemos? —dijo Padre.

—¿Cómo? —preguntó Madre sin saber qué hacer exactamente—. ¿Vas tú a devolverlo?

—Manda a Xiaotong —dijo Padre—. Los niños no tienen sentido de la vergüenza y él no le dirá nada al niño…

—Los niños sí tienen sentido de la vergüenza —dijo Madre.

—Entonces tú decides —dijo Padre—. Haré lo que digas.

—De momento lo guardaremos —dijo Madre avergonzada—. Se suponía que íbamos a invitarle a cenar y no solo nos invita a caldo de karasu y a raviolis de aleta de tiburón, sino que además nos da un regalo como este.

—Eso significa que de verdad quiere recuperar la relación con nuestra familia —dijo Padre.

—Si quieres saber la verdad te diré que él no es tan mezquino como piensas. Cuando tú no estabas aquí, nos ayudó bastante. Me vendió su tractor a precio de chatarra y no pidió nada a cambio por aprobar la construcción de nuestra casa. Mucha gente le dio regalos y no consiguió su aprobación. Si no hubiera sido por él esta casa no se habría construido.

—Déjalo en mis manos —dijo Padre con un suspiro—. De ahora en adelante seré como su soldado de a pie y le devolveré el favor con otro favor.

—Este dinero no es para gastarlo. Ponlo en el banco —dijo Madre—. Podemos mandar a Xiaotong y a Jiaojiao al colegio después de la fiesta de Año Nuevo.

Los fuegos artificiales iluminaron el cielo de forma fugaz. De repente sentí miedo, como si estuviese en la frontera entre la muerte y la vida, como si estuviese viendo el mundo infernal y el mundo de los vivos, la luz y la oscuridad. En un momento de iluminación vi a Laoda Lan reunirse con la monja anciana en la entrada del templo, que le pasó ropa de cuna. «Señor, Huiming ha tomado la decisión de romper los lazos con este mundo material, cuídese por favor». Cuando los fuegos artificiales se disiparon, todo volvió a sumergirse en la oscuridad. Oí el llanto de un bebé. Cuando la siguiente tanda de fuegos artificiales comenzó vi la carita del bebé, que tenía la boca bien abierta, y el rostro impasible de Laoda Lan. Sabía que las emociones se agolparon en su pecho como las olas del mar porque vi algo brillar en sus ojos.

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