¡BOOM!

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¡BOOM! 39

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¡BOOM! 39

La noche acababa de caer y el decorado para la ópera estaba terminado; los cuatro artesanos llevaron al Dios de la Carne recién pintado a un lado del escenario. Su rostro cobró vida con los rayos del sol poniente de julio; apoyaron sus pies sobre una base de madera para evitar que volcara. Mi corazón se fue acelerando a medida que golpeaban unos clavos gruesos y largos y mis pies sufrían espasmos. No pensé que me fuese a desmayar hasta que lo hice. Las manchas en mis pantalones eran una prueba, como lo eran el sabor a sangre tras morderme la lengua y el dolor punzante que sentía entre mi boca y mi nariz. Una joven que llevaba el emblema de una escuela de medicina cosido a su blusa se levantó y le dijo a un compañero con el pelo teñido de rubio y que llevaba un emblema similar: «Es posible que se trate de un episodio epiléptico». Él se agachó y preguntó: «¿Existen antecedentes de epilepsia en su familia?». Confundido, sacudí la cabeza, que estaba más bien vacía. «¿Cómo se supone que va a entender esa pregunta?», dijo ella mirándole. «¿Ha sufrido alguien en su familia esta clase de ataques?». Intenté hacer memoria, pero me encontraba tan débil que apenas podía levantar los brazos. «¿Un ataque?». Bueno, el padre de Zhaoxia Fan solía pasear por la calle con espuma saliéndole de la boca y sufriendo violentos espasmos, y oí decir a la gente que eran ataques. Pero nunca ocurrió en mi familia, ni siquiera cuando mi madre se enfurecía con mi padre o conmigo. Volví a negar con la cabeza e intenté incorporarme para sentarme, mis brazos estaban débiles como fideos hervidos. «Podría ser un ataque sintomático, tal vez causado por un trauma», dijo la mujer. «¿Qué clase de trauma puede tener alguien con una vida intelectual tan simple?». «¡Qué te jodan!», dije para mis adentros. ¿Qué sabía él de mi supuesta vida intelectual y de que fuera sencilla? Mi vida es compleja de narices. La mujer levantó la voz. «Evite las alturas, no se meta en el agua, no conduzca ni coche ni moto y no monte a caballo». Entendía cada palabra, pero no creo que mi aspecto lo reflejase. «Vámonos, Tiangua —dijo su compañero—. La ópera está a punto de empezar». ¿Tiangua? Mi corazón dio una sacudida cuando una avalancha de recuerdos golpeó mi cabeza. Era una posibilidad remota, pero esa estudiante de universidad delgaducha, con piernas largas, el pelo por la altura de los hombros, facciones hermosas y gran corazón debía ser la hija del Señor Lan, la chica de pelo de color apagado e insulso. Tiangua se había convertido en una mujercita. Realmente no se puede saber cómo será una niña cuando crezca. «¡Tiangua!», podría haberlo gritado yo o el Espíritu Ecuestre. Por supuesto esperaba haber sido yo, porque se dice que si el Espíritu Ecuestre grita a una chica guapa y ella comete el error de responder, tendrá que luchar por escapar de un destino nefasto. Esta vez se dio la vuelta para comprobar quién la llamaba. Yo no significaba nada para ella, así que resultaba difícil pensar que podría ver en mí al fanfarrón Xiaotong Luo de su niñez y no al del estado actual, un mendigo medio inconsciente. No es que yo fuera un mendigo, pero estaba seguro de que era lo que ella y su novio pensaron, al fin y al cabo estaba tumbado en el suelo de un templo en ruinas sufriendo un ataque. Se quedó de pie, con su ombligo pegado a la cara del Señor Monje, que ni siquiera se inmutó. Parecía que no pensaba en nada cuando se inclinó hacia delante, estiró el brazo y acarició el cuello del Espíritu Ecuestre. «¿Has leído la historia de Wutong en Historias extrañas de China?», preguntó a su novio sin siquiera girarse hacia él. «No —contestó avergonzado—. Solo estudiábamos los libros de texto para poder entrar en la universidad. La competitividad era enorme porque exigían una notas altísimas». «¿Qué sabes de Wutong?», dijo girándose hacia él con una maliciosa sonrisa. «Nada». «Lo suponía». «Bueno, cuéntame qué es», dijo él. «No es de extrañar que el escritor Songling Pu dijese: “Tras el éxito de Wan con las armas, la zona de Wu no tuvo problemas con los restos del Espíritu Wutong”», bromeó ella. «¿Eh?», fue lo único que supo responder él. Ella sonrió. «Olvídalo, pero mira esto. —Ella extendió su mano manchada de barro—. ¿Ves? El Espíritu Ecuestre está sudando». Él le agarró la mano y se encaminaron hacia la salida del templo. Ella volvió a girarse, reacia a marcharse, y aunque era al ídolo a quien miraba, se dirigió a mí cuando dijo: «Deberías ir al hospital. No vas a morir, pero deberían darte algún tratamiento». Suspiré, en parte por gratitud y en parte por las vicisitudes de la vida. Había cada vez más gente junto a la multitud que se había formado fuera, incluidos ancianos y niños, que llevaban taburetes para sentarse, y la masa se extendía a los lados de la carretera y en los campos cultivados detrás del templo. Lo que me resultó extraño era que no hubiese ni un solo coche en la carretera, algo que solo se explicaría si la policía hubiese acordonado la zona. Me pregunté por qué no habían levantado el escenario en el campo de enfrente en lugar de en el estrecho recinto del templo. Nada resultaba como debería ser, nada tenía sentido. Levanté la mirada y allí estaba el Señor Lan con su brazo en cabestrillo y una gasa tapándole el ojo izquierdo. Caminaba hacia el templo desde el maizal de detrás de nosotros con aspecto de soldado vencido, acompañado por Biao Huang. La niña a la que llamaban Jiaojiao corría feliz delante de ellos, con una mazorca de maíz en la mano. Su madre, Zhaoxia Fan, la vigilaba. «No corras, cielo, podrías tropezar y caerte». Un hombre en camiseta interior, sujetando un abanico plegado y sonriendo con ganas, se apresuró para dar la bienvenida a los recién llegados nada más verles. «Jefe Lan —dijo—, ¡qué bien que haya venido!». Un hombre que iba junto al Señor Lan hizo las presentaciones. «Este es el jefe de la compañía Jiang, de la Ópera Qingdao. Es todo un artista». «Entenderá que no pueda estrecharle la mano —dijo el Señor Lan—. Mis disculpas». «No es necesario que se disculpe, jefe. Si la compañía existe es gracias a usted». «Nos ayudamos los unos a los otros —respondió el Señor Lan—. Dígales a sus actores que hagan el mejor trabajo posible y que den las gracias al Dios de la Carne y al Espíritu Wutong. Yo ofendí a los dioses disparando un arma frente al templo y recibí mi merecido». «No se preocupe, jefe, nos dejaremos la voz en ambas óperas». Los electricistas subían las escaleras con las herramientas colgadas al hombro para instalar la iluminación del escenario, y verles subir y bajar me recordó a los hermanos que nos instalaron la electricidad en el Pueblo de la Matanza hacía años. Las cosas habían cambiado desde entonces. Lo que nos rodeaba seguía igual, pero las personas habían cambiado. Yo, Xiaotong Luo, había tocado fondo y estaba seguro de que no volvería a recuperar mi vida. Mis habilidades no iban más allá de sentarme en ese templo en ruinas, para después levantar mi cuerpo agotado a causa de lo que podría haber sido un ataque epiléptico y narrar viejas historias al Señor Monje, cuyo cuerpo era como madera podrida.

Un enorme ataúd de un rojo purpúreo brillante descansaba en la sala de estar del Señor Lan. La urna funeraria llena de huesos se había guardado dentro. Me preguntaba por qué se tomaban tantas molestias. Pero entonces el Señor Lan se arrodilló junto al ataúd y lo golpeó, y recibí mi respuesta. Una mano golpeando en un ataúd vacío era la única manera de crear un sonido tan emotivo; solo un majestuoso ataúd quedaba a la altura de la imponente imagen del Señor Lan arrodillado; y solo un ataúd de ese tamaño era capaz de otorgar esa atmósfera tan solemne. No tenía modo de comprobar si mis conjeturas eran ciertas, porque lo que estaba a punto de ocurrir me hizo perder el interés en algo tan trivial.

Me senté a la cabecera del ataúd, vestido con el uniforme de luto. Tiangua se sentó en el lado opuesto, con la misma vestimenta. Una fuente de arcilla para quemar dinero espiritual estaba colocada entre ambos. Los dos comenzamos a prender las hojas de papel amarillo estampado como si fuese dinero en la llama de la lámpara de aceite colocada sobre el ataúd, y luego las dejábamos consumirse en la fuente de arcilla, donde se convertían en cenizas blancas y humo. El sofocante calor de ese día de julio lunar, unido a nuestra vestimenta de cáñamo y el fuego de la fuente, hacían que sudara por todos mis poros. Miré a Tiangua, que se encontraba exactamente igual. Hicimos turnos. Cogíamos las hojas del montón y las quemábamos. Mantenía un gesto sobrio, sin mostrar dolor, y no había rastro de lágrimas en sus mejillas, pero tal vez no le quedasen lágrimas que derramar. Sabía por las habladurías que la mujer del ataúd no era su madre biológica y que habían comprado a la niña a un traficante de personas. Otra versión aseguraba que ella era el resultado de un romance entre el Señor Lan y una joven de otro pueblo, y que fue traída para que la criase su mujer. Miré a la niña y a la mujer de la fotografía y no les encontré ningún parecido. Luego la comparé con el Señor Lan y tampoco se parecían, así que tal vez fuese cierto que había sido comprada.

Madre se acercó con una toalla húmeda y me limpió el sudor.

—No lo quemes muy rápido —me susurró—. Lo suficiente para mantener el fuego.

Tras secarme la cara, dobló la toalla, se acercó a Tiangua e hizo lo mismo.

Tiangua miró a Madre y puso los ojos en blanco. Debería haberle dado las gracias, pero no lo hizo.

Intrigada por cómo quemábamos el dinero, Jiaojiao se puso de puntillas y se acercó a mí. Cogió una de las hojas, la echó en la fuente de arcilla y suspiró:

—¿Podríamos asar carne aquí?

—No —contesté.

Los dos periodistas que contratamos entraron para grabar lo que ocurría alrededor del ataúd, uno llevaba la cámara de vídeo y el otro un foco. Madre se apresuró para llevarse a Jiaojiao, pero cuando esta se resistió, tuvo que agarrarla de las axilas y arrastrarla fuera.

Como me estaban grabando, fingí un gesto triste al dejar uno de los papeles en la fuente. Tiangua hizo lo mismo. El cámara dirigió el objetivo hacia el fuego, casi rozando las llamas, después me enfocó a mí y luego a Tiangua. Mis manos, las manos de ella, el ataúd y por último la fotografía de la difunta, lo que dirigió mi atención hacia la enorme y pálida cara en la pared. Había tristeza en los ojos de Tía Lan mientras fingía una ligera sonrisa. Al mirarla me di cuenta de que me observaba. Me sobrecogió todo lo que esa mirada escondía y mi cobardía me impidió devolverle la mirada. Miré a lo lejos, primero a los periodistas en la puerta y luego a Tiangua, que permanecía con la cabeza agachada, y me resultaba cada vez más extraña. Cada vez era menos persona y más una especie de espíritu, mientras que la Tiangua real murió junto a su madre (biológica o no, da lo mismo), y lo siguiente que recuerdo es el coche fúnebre tirado por cuatro caballos dirigiéndose hacia el sureste, llevando a Tía Lan y a Tiangua, con sus blancas vestimentas volando al viento como alas de mariposa.

Al mediodía, la mujer de Biao Huang nos llamó a Tiangua y a mí a la cocina, donde preparó un plato de albóndigas, una sopa caliente de melón con jamón y una cesta de empanadillas hervidas para los dos y para Jiaojiao. Yo no tenía mucho apetito, había hecho mucho calor durante todo el día y había pasado la mañana respirando el humo del papel quemado. Pero Tiangua y mi hermana devoraron la comida, mojando las albóndigas en la sopa y acompañándolas con una empanadilla. Comieron sin mirarse, como si estuviesen en un concurso de comida. El Señor Lan entró antes de que terminásemos. No se había peinado ni afeitado, su ropa estaba arrugada, se le notaba abatido y sus ojos estaban irritados.

La esposa de Biao Huang se levantó y le miró con sus ojos claros.

—Director general —le dijo con un tono de preocupación en la voz—, imagino lo difícil que es para usted todo esto. Una noche entre un hombre y una mujer puede conducir a toda una vida de afecto. Y ustedes estuvieron juntos muchos años. Su esposa era una mujer virtuosa, tan buena que todos estamos tan tristes como usted. Nos ha dejado y no podemos hacer nada al respecto, pero tiene una familia a la que cuidar, y la empresa no podrá seguir adelante sin usted. Es la columna vertebral de este pueblo. Así que, hermano mayor, debe comer algo, si no por usted, por sus vecinos.

Con los ojos enrojecidos e hinchados, el Señor Lan dijo:

—Gracias por su amabilidad, pero no puedo comer. Asegúrese de que los pequeños comen, yo tengo mucho que hacer.

Acarició mi cabeza, después las de Jiaojiao y Tiangua, antes de salir de la cocina llorando. La esposa de Biao Huang le siguió con la mirada.

—Es un buen hombre con un gran corazón —dijo emocionada.

Cuanto terminamos de comer, volvimos a quemar más papel en el ataúd.

Había un continuo flujo de personas que entraban y salían del jardín, sin ser molestadas por los perros de la familia, que habían enmudecido tras la muerte de la esposa del Señor Lan. Estaban tumbados en el suelo con las cabezas descansando sobre sus patas delanteras y los ojos llorosos, tristes y mansos, aunque seguían vigilando a la gente que quedaba en el jardín.

La suposición de que los perros comparten cualidades humanas no podía ser más cierta. Un grupo de trabajadores que traía recortes con forma de hombre y de caballo hechos de papel maché entró en el jardín y armó un circo para encontrar el lugar donde dejar las figuras. El artesano que los había hecho era un hombre mayor con la mirada perdida, desde luego no era alguien a quien tomar a la ligera. Su cabeza era tan suave y brillante como una bombilla, aunque tenía un par de pelos en el mentón. Madre les pidió a los hombres que colocaran las figuras frente al ala oeste de la casa. Allí había cuatro caballos, cada uno del tamaño de un caballo de verdad, blancos, con pezuñas negras y los ojos hechos con cáscaras de huevo. Aun siendo grandes tenían el aspecto travieso de los ponis. La cámara enfocó primero a los caballos, después se movió hasta el artesano que los hizo y por último grabó las figuras con forma humana. Había dos, un chico y una chica. El nombre del niño era Laifu («buena suerte»); el de ella, Abao («tesoro»). Sus nombres colgaban de su pecho. La gente decía que el viejo era analfabeto, y sin embargo, cuando llegaba el fin de año, levantaba un puesto en la plaza del mercado para vender pergaminos de Año Nuevo. Él no escribía lo que aparecía en los pergaminos, copiaba lo que veía en otros. Era un verdadero artista, un artista modélico. Existían muchas anécdotas sobre aquel hombre, ninguna que pueda contar aquí. También hizo un árbol de dinero, con las ramas hechas de papel, de las que colgaban hojas, cada una era una moneda cuyo brillo cegaba los ojos.

Pero justo antes de que Madre despidiese a los artesanos del papel, un segundo grupo apareció, este con aire occidental. La líder, nos dijeron, era estudiante de la escuela de arte, una chica de pelo corto y pendientes de aro. Llevaba una blusa corta hecha de tela de red y lo que parecían trapos sobre los vaqueros. Su vientre estaba desnudo y sus pantalones rotos, con agujeros en las rodillas. Imaginad una chica así en un lugar como ese. Sus hombres sostenían un Audi A6 de papel, una pantalla grande de televisión, un estéreo y todo tipo de cosas modernas. Nada parecía estar fuera de lugar. Sí lo estaban, sin embargo, las figuras humanas que trajo, también un niño y una niña. El rostro del niño, que llevaba puesto un traje y zapatos de piel, estaba empolvado y sus labios pintados de rojo. La niña vestía de blanco con escote. Todo en ellos decía marido y mujer, nada de figuras fúnebres. El interés del cámara por este nuevo grupo empequeñeció el del anterior. Grabó a los componentes y se arrodillaba para sacar primeros planos. El periodista del pequeño periódico, que se sentía interesado sobre todo en la fotografía de personas, llegaría a ser un retratista famoso.

Qi Yao se abrió paso a través de las figuras de papel del jardín y se encaminó hacia una orquesta, dirigida por un hombre con una suona colgando de la cintura, al que acompañaba un monje en sotana con sus abalorios. Se dirigieron a Madre, que se secaba con el dedo el sudor que caía sobre sus cejas.

—Tong Luo —gritó al otro lado de la casa—, ven aquí y ayúdame.

Mientras el sol se ponía, yo seguía en la cabecera del ataúd, lanzando de manera mecánica el dinero en la fuente de arcilla y mirando el tumulto en el jardín y, de cuando en cuando, echaba un vistazo a Tiangua, que bostezaba, apenas capaz de permanecer despierta. Jiaojiao había desaparecido de allí. La esposa de Biao Huang, que estaba llena de vida y olía a carne, se mantenía activa como un torbellino, entrando y saliendo del vestíbulo. El Señor Lan estaba en la habitación contigua, hablando a gritos con alguien, pero no pude saber con quién, dada la cantidad de gente que había asistido. La casa era como un centro de mando repleto de oficiales, trabajadores, asistentes, peces gordos, burgueses y demás. Padre salió del ala este, inclinado sobre su cintura con gesto triste. Madre se había quitado el abrigo y ahora llevaba solo una camisa blanca metida por dentro de la falda negra. Su cara estaba roja como la de una gallina que acaba de poner un huevo. Tras haber inspeccionado los dos grupos de artesanos del papel, señaló a Padre, que era tan frío como ella eficiente y pasional, y dijo:

—Él os pagará.

Sin decir una palabra, Padre se dio la vuelta y regresó al ala este; los artesanos intercambiaron una mirada despectiva antes de seguirle. Madre ya estaba hablando con Qi Yao, los músicos y los monjes. Su voz, alta y estridente, golpeaba contra mis tímpanos. Me estaba quedando dormido.

Debí de dar una cabezada, porque la siguiente vez que miré al jardín todas las figuras de papel se habían juntado para hacer sitio a dos mesas y a una docena de sillas plegables. El sol estaba oculto tras las nubes. Los días de julio, como el rostro de una mujer, siempre están cambiando. La esposa de Biao Huang salió al jardín.

—Por favor, por favor, que no llueva —dijo al entrar de nuevo.

—No puedes evitar que llueva —dijo una mujer de vestido blanco que había aparecido en la puerta con su pelo recién rizado, sus labios pintados de negro y la piel llena de granos—. ¿Dónde está el Jefe Lan? —preguntó.

La esposa de Biao Huang miró a la recién llegada de arriba abajo.

—Así que eres tú, Zhaoxia Fan —dijo con desdén—. ¿Qué haces aquí?

—¿Estás diciendo que tú eres bienvenida pero yo no? —preguntó Zhaoxia en el mismo tono—. El Jefe Lan me llamó para que viniese a afeitarle.

—Eso es mentira y lo sabes, Zhaoxia Fan —siseó la esposa de Biao Huang—. Después de lo que ha pasado, no ha sido capaz de comer en dos días, ni siquiera de beber agua. Así que afeitarse debe ser lo último que tenga en la cabeza.

—¿De verdad? —dijo Zhaoxia fríamente—. Pues era él al teléfono. Reconocí su voz.

—Me pregunto si no tendrás fiebre —contestó la otra con malicia—. Eso podría explicar tus delirios y por qué has venido aquí a soltar tonterías.

Zhaoxia Fan escupió para mostrar su desprecio.

—¿Por qué no te vas a algún sitio a tranquilizarte? —dijo—. Su cuerpo aún no se ha enfriado y aquí estás tú actuando como si estuvieses al mando.

Zhaoxia Fan intentó abrirse paso hacia el dormitorio con su kit de barbero, pero fue retenida por la esposa de Biao Huang, que la bloqueó extendiendo sus brazos y piernas.

—¡Apártate! —ordenó Zhaoxia.

La esposa de Biao Huang miró a sus pies y señaló con la barbilla.

—Aquí hay un túnel para ti.

—¡Eres una perra! —la insultó Zhaoxia lanzándole una patada a la entrepierna.

—¡Cómo te atreves! —aulló.

Devolvió el ataque agarrándole un mechón de pelo, pero Zhaoxia le enganchó un pecho e inmediatamente se liaron en una pelea.

Biao Huang vio la actividad frenética del jardín cuando salió con su cesta llena de utensilios de cocina. Pero entonces vio la pelea de gatas y se dio cuenta de que una de ellas era su mujer. Gritó, tiró su cesta dejando caer las cazuelas y las sartenes contra el suelo y se unió a la pelea, con puños y patadas. Pero no dio en el blanco y se hizo daño al pegar una patada en el culo a su mujer y darle un puñetazo en el hombro.

Un pariente de Zhaoxia Fan se lanzó sobre ellos y golpeó a Biao Huang con su hombro. Había trabajado en la estación de tren, tenía músculos de acero y hombros que podían aguantar ochenta kilos. Su golpe lanzó hacia atrás a Biao Huang que fue a caer junto a su cesta. Furioso, comenzó a lanzar platos y cuencos, llenando el aire de porcelana. Algunos golpearon contra la pared, otros cayeron sobre los invitados, algunos se hicieron añicos, y otros salieron rodando. Me pareció muy divertido. Pero el Señor Lan apareció en la sala.

—Parad —dijo—. Parad todos.

No cabía duda de quién era el jefe. Como un halcón en un bosque acallando a los pájaros, o un tigre dejando su guarida y obligando al resto de animales a ocultarse, bastó un grito suyo. Su pelo estaba revuelto, la barba cubría su mentón y sus ojos estaban enrojecidos.

—¿Estáis aquí para ayudarme? —dijo—, ¿o para aprovecharos? ¿De verdad creéis que os habéis librado del Señor Lan?

Con eso regresó a su dormitorio. Las dos mujeres se soltaron, pero siguieron intercambiando miradas de odio. La pelea había acabado. Ambas mujeres necesitaron recobrar el aliento y curarse sus heridas. Zhaoxia Fan perdió un mechón de pelo. Los botones arrancados de la blusa de la esposa de Biao Huang permitían que se viera la parte superior de sus pechos arañados.

Madre se enfrentó a ambas.

—Bien —dijo con frialdad—. Os podéis marchar ya.

Las mujeres gruñeron algo mientras se marchaban llorando.

En el jardín, los siete monjes y los músicos (también siete) ocuparon su lugar bajo la dirección de sus líderes, como equipos opuestos. Los monjes tomaron asiento en la mesa de la izquierda, donde dejaron su caja china, sus campanillas y sus platillos. Los músicos se sentaron en la otra con sus trompas, suonas y flautas de dieciocho agujeros. El líder de los monjes vestía sotana color azafrán, mientras que el resto iba de gris. La ropa de los músicos estaba tan rota que dos de ellos mostraban sus abdómenes. Cuando la enorme campana de madera en casa del Señor Lan sonó tres veces, Madre se giró hacia Qi Yao.

—Podemos empezar —dijo.

Qi Yao estaba entre ambas mesas y levantó sus brazos, como un director de orquesta.

—¡Empieza, maestro! —dijo dejando caer sus brazos.

Le encantaba ser el centro de atención. Debí haber sido yo, pero estaba encerrado dentro, haciendo de hijo solícito, sentado a la cabecera del ataúd. ¡Mierda!

A la orden de Qi Yao, dos tipos de música llenaron el jardín. En un lado, los golpes secos de la caja china, el timbre de las campanillas y los platillos acompañaban el cántico de sutras. Por otro lado, una melodía fúnebre de trompas, instrumentos de viento y flautas. Cuando el crepúsculo por fin se asentó, la habitación se oscureció y la única luz era la llama verde de la lámpara de aceite que formaba un halo del tamaño de una sandía. Vi la cara de una mujer bajo esa luz y, al enfocar bien, pude distinguir que se trataba de la esposa del Señor Lan, con una palidez fantasmagórica, sangrando por cada orificio.

Asustado, bajé la voz y dije:

—Mira, Tiangua.

Pero se había quedado dormida, su cabeza descansaba sobre su pecho, como un pollito apoyado en una pared. Sentí que un frío recorría mi espalda, tenía la piel de gallina y mi vejiga estaba a punto de estallar. Eran razones más que suficientes para dejar mi puesto en el ataúd. Mojar los pantalones sería poco respetuoso con la difunta, ¿verdad? Así que cogí un puñado de papel y lo lancé a la fuente, me puse en pie y corrí hacia el jardín, donde respiré aire fresco antes de dirigirme a la letrina que estaba junto a la caseta del perro, y vacié mi vejiga con una sacudida. Las hojas de los árboles temblaron a causa del viento, pero yo no oía ni el viento ni las hojas, ambas eran ahogadas por la música fúnebre, los cánticos y otros ruidos. Pude ver a los periodistas tomar foto tras foto de los músicos y los monjes.

—¡Pongan más entusiasmo, caballeros! —gritó Qi Yao—. Vuestro anfitrión os lo agradecerá más tarde.

La desagradable cara de Qi Yao brillaba, un insignificante hombrecillo intoxicado por su gloria imaginaria. El mismo hombre que se acercó una vez a mi padre con un plan para derrotar al Señor Lan era ahora su principal lacayo. Pero yo sabía que era de poco fiar, que tenía la sangre de aquel capaz de apuñalar por la espalda, y que el Señor Lan era listo si lo mantenía a su lado. Ahora que yo estaba fuera, no tenía intención de volver a la cabecera del ataúd, así que, junto a Jiaojiao, que había aparecido sin más, corrí por el jardín, hablando de lo que había sucedido con toda la emoción que albergaba. Ella había arrancado los ojos del caballo de papel y los había guardado como si de un tesoro se tratase.

Cuando la música de los monjes y la orquesta acabó, la esposa de Biao Huang, que se había cambiado de vestido, salió al jardín como un personaje de una ópera y sirvió el té en ambas mesas. Servía el té mordiéndose el labio inferior. Después, tras haberse bebido el té y fumado un par de cigarros, fue el momento de continuar. Los monjes empezaron a entonar cánticos altos y rítmicos, sonidos llenos de devoción, que recordaban al croar de los sapos en una noche de verano. Los melódicos golpes metálicos de los platillos y los golpes secos de la caja china resaltaron las voces. Tras un rato los monjes abandonaron el coro, dejando al monje anciano y de voz profunda cantar en solitario con su asombrosa modulación, para hechizar a todos los que escuchaban; nadie se atrevió a hacer un ruido y aguantaban la respiración para sumergirse en cada nota sagrada que salía del pecho del monje anciano, con sus espíritus elevándose hacia las nubes. El monje siguió cantando durante un rato hasta que llegado un punto cogió los platillos y los golpeó cambiando el ritmo. Más y más rápido, abría los brazos y volvía a golpearlos, después el movimiento se hacía más sutil. Los sonidos cambiaban con los movimientos de sus manos y brazos, campanazos fuertes daban paso a otros más suaves. En un momento del crescendo, uno de los platillos salió lanzado al aire y dio vueltas como un talismán. El anciano monje rezó una oración budista, empezó a girar sujetando el platillo que le quedaba detrás de su espalda, esperando a que la pareja cayese del cielo y golpeara el suelo con un resonar metálico que llenara el aire. Cuando el entusiasmo del público creció, el monje lanzó ambos platillos al cielo, uno detrás de otro, como gemelos inseparables, y cuando se encontraron produjeron un sonido metálico. Al volver a caer parecían buscar las manos del monje. Ese día la actuación del monje, un devoto budista, dejó una impresión duradera en todo aquel que estuvo presente.

Ahora que su participación había terminado, los monjes se sentaron y volvieron a su té. El público se centró ahora en los músicos en espera de algo nuevo. La actuación de los monjes era algo difícil de igualar, pero no superarlo nos hubiese decepcionado y ellos hubiesen perdido su prestigio.

Sin dudarlo un segundo, los músicos se pusieron en pie y comenzaron al unísono con el tema «Sigue adelante, hermanita». Después tocaron «Cuándo regresarás». Tras el tercer tema, «El pequeño pastor», dejaron descansar sus instrumentos y miraron hacia su maestro, quien se quitó la chaqueta revelando un cuerpo tan delgado que se podían contar las costillas del pobre hombre. Cerró los ojos, alzó la cabeza y tocó una melodía fúnebre con su suona de modo que su nuez se movía rítmicamente de arriba abajo en su garganta. Yo no conocía el tema, pero su tristeza me afectó de manera incompresible. Según tocaba, la suona se movía de su boca a una de sus fosas nasales, que enmudecía las notas mientras retenía la melodía apenada del instrumento. Sin abrir los ojos, alargó la mano y un discípulo le colocó una segunda suona. Introdujo la lengüeta en su otra fosa nasal, y ahora los dos instrumentos creaban una melodía de sobrecogedor dolor. Su rostro estaba de un rojo encendido, su sien palpitaba. Su público estaba tan conmovido que olvidó aplaudir. Qi Yao no mentía al decir que había contratado a un maestro de la suona de renombre. Cuando la melodía terminó, se sacó los instrumentos de la nariz, se los dio a sus discípulos y cayó sobre su asiento. Sus discípulos corrieron a servirle un té y a ofrecerle un cigarro, que él encendió e, inmediatamente, le dio una calada, dejando que dos bocanadas de humo saliesen por su nariz, como bigotes de dragón. Y entonces un hilo de sangre se deslizó por ambas fosas nasales.

—Tu pago por tan maravillosa interpretación —dijo Qi Yao.

Han Xiao, el inspector, corrió con un par de sobres idénticos rojos y posó cada uno en una mesa. Después el anciano monje y el director de orquesta se enzarzaron en una competición de hombre a hombre, y resultaba difícil decir quién ganó. Pero dudo que eso le interese, Señor Monje, así que me lo saltaré, e iré directamente a lo que ocurrió a continuación.

De vuelta al ala este, Qi Yao estaba fanfarroneando por el buen trabajo que había hecho delante de mi padre, de Han Xiao y de otros hombres que habían estado ayudando, diciéndoles que había viajado lejos para conseguir que los dos grupos viniesen a actuar, dejándose las suelas de los zapatos en el intento. Levantó uno de sus pies como prueba. Han Xiao, conocido por sus comentarios mordaces, dijo:

—Tengo entendido que solías considerar al Señor Lan tu principal enemigo. Me pregunto cómo has llegado a ser su lacayo.

Los labios de Padre se fruncieron, y aunque intentaba ocultarlo, su rostro le delataba.

—Todos somos lacayos —se defendió Qi Yao—. Pero al menos yo me vendo a mí mismo. Otros venden a su mujer y a sus hijos.

La cara de Padre se ensombreció.

—¿De quién estás hablando? —preguntó apretando los dientes.

—Solo hablo de mí, Tong Luo, no hay que ponerse así —respondió con astucia, y luego añadió—: He oído que pronto estarás casado.

Padre cogió la caja de tinta y se la lanzó a Qi Yao. Este se puso en pie.

Una mirada de furia de Qi Yao fue suplantada por una sonrisa siniestra.

—Qué mal genio, hermano —dijo cínicamente—. Has de deshacerte de lo viejo antes de involucrarte con lo nuevo. Para un importante jefe como tú, nada debe ser más fácil que ponerle las manos encima a una jovencita. Déjamelo a mí. Tal vez no tenga lo que se necesita para ser oficial, pero como celestina soy incomparable. ¿Qué tal con tu hermanita, Han Xiao?

—¡Qué te jodan, Qi Yao! —le grité.

—Director Luo, no, debería ser Director Lan —dijo Qi Yao—. Tú eres el príncipe heredero en este pueblo.

Han Xiao corrió hacia el hombre antes de que lo hiciese mi padre, le agarró del brazo y le hizo girar tan fuerte que perdió el control. Después le empujó contra la puerta, clavó sus rodillas en el culo de Qi Yao y le pegó un empujón que le lanzó hacia afuera como disparado por un cañón. Se quedó tirado en el suelo durante un buen rato.

A las cinco era el momento de comenzar la ceremonia fúnebre. Madre me agarró por el pescuezo y me devolvió a la cabecera del ataúd. Dos velas blancas tan gruesas como unos rábanos se consumían en la mesa que había detrás del ataúd, la llama titilante traía hasta mi nariz el olor rancio del sebo de oveja. La luz de la lámpara de aceite brillaba tanto como una luciérnaga junto a la vela, y eso en una habitación con una chandelier de veintiocho bombillas rodeada por veinticuatro puntos de luz. De haber estado todo encendido, podrían haberse contado las hormigas del suelo. Pero las luces eléctricas carecían del misticismo de las velas. Tiangua parecía aún más extraña y menos humana bajo la luz titilante, pero cuanto más intentaba no mirarla, más difícil se me hacía y menos humana era su imagen. Su rostro sufría cambios constantes, como ondas en el agua. En un momento era un pájaro, al siguiente un gato y al otro un lobo. Y entonces me di cuenta de que sus ojos estaban fijos en mí. Pero lo que hizo que mi corazón se acelerara era que estaba sentada al borde del taburete, con las rodillas dobladas y rígidas, echada hacia delante, como la pose de un depredador a punto de atacar. En cualquier momento se levantaría de su taburete, pasaría por encima de la fuente de arcilla en la que ardía el papel y se lanzaría sobre mí, agarrándome del cuello para comenzar a mordisquear mi cara (ñam, ñam) como si masticase un rábano, y me dejaría sin cabeza. En ese momento aullaría y tomaría su verdadera forma, con una larga y peluda cola, y huiría sin que pudiesen seguirla. Yo sabía que la verdadera Tiangua había muerto hacía tiempo y que la figura sentada frente a mí era en realidad un demonio que había tomado su forma y esperaba el momento oportuno para devorar la carne de Xiaotong Luo, el carnívoro, cuya carne era más sabrosa que la del resto de los niños. Una vez escuché a un monje hablar sobre la rueda de la vida, diciendo que aquellos que comen carne serían devorados por otros carnívoros. El monje era un respetado budista, Señor Monje, de los muchos que había por la zona. Pongámosle de ejemplo. Una vez se sentó en la nieve a mitad de invierno, desnudo hasta la cintura, en la posición del loto, sin comer ni beber durante tres días. Muchas mujeres bondadosas, temiendo que se congelase, le llevaron mantas para mantenerle caliente, pero más tarde descubrían que su rostro estaba satisfecho y rojizo, y un vapor emanaba de su cuero cabelludo, casi como si su cabeza hirviera. Las mantas era lo último que necesitaba. Hubo gente que decía que había tomado una pastilla de fuego de dragón, y que no se trataba de un don especial. ¿Pero quién ha visto nunca una de esas pastillas? No son más que leyendas. ¿Pero el monje en la nieve? Lo vi con mis propios ojos.

La cara de Tianle Cheng, que acababa de perder un diente, estaba marcada por las arrugas. Él oficiaría la ceremonia fúnebre; llevaba un lazo blanco sobre los hombros y un sombrero blanco plisado que parecía la cresta de un gallo. Hizo una última aparición haciendo que todos se preguntaran dónde se había metido hasta ese momento. Olía mucho a alcohol, pescado en salazón y tierra húmeda, lo que me hizo suponer que había estado en la bodega del Señor Lan comiendo salazón y bañándolo con licor. A causa de su embriaguez, tenía problemas para enfocar la vista y sus ojos además estaban rodeados de residuos pegajosos. Su ayudante era Gang Shen, el mismo que nos debió dinero en el pasado. Olía igual que Cheng (obviamente también estuvo en la bodega) y vestía de negro con un par de manguitos blancos. En una mano llevaba un hacha, en la otra un gallo blanco con cresta negra. El hombre que les seguía no podemos pasarlo por alto. Era Zhou Su, el hermano pequeño de la mujer del Señor Lan, un pariente cercano que debía haber hecho acto de presencia mucho antes. Su retraso era o bien intencionado o causado por el tráfico.

Padre, Qi Yao, Han Xiao y un grupo de fornidos hombres siguieron al trío hasta la sala principal. Se habían dispuesto en el jardín un par de bancos, donde hombres con barras esperaban bajo el porche.

—Celebremos el homenaje.

Mientras los gritos de Tianle Cheng resonaban en la sala, el Señor Lan se apresuró a salir de su dormitorio y se arrodilló frente al ataúd. Golpeando la tapa con una mano, sollozó:

—Oh, querida madre de nuestra hija, nos has abandonado cruelmente a Tiangua y a mí.

Los golpes aumentaron sobre la tapa y las lágrimas mancharon la cara del Señor Lan, todo eran signos de la abrumadora pena que enseguida despertó rumores.

Fuera, en el jardín, los músicos estaban tocando una marcha fúnebre, y los monjes entonaban sus cánticos, con gran entusiasmo. Fuera y dentro el ruido vencía, creando un aura de insoportable dolor. En ese momento no pensaba en el demonio frente a mí, ya que las lágrimas corrían por mi rostro.

Incluso el cielo echó una mano, primero lanzando truenos, luego con gotas del tamaño de monedas de oro que tatuaron el suelo. La lluvia golpeaba las cabezas afeitadas de los monjes y empapó las caras de los músicos. Pronto las gotas se hicieron más pequeñas, pero la lluvia se espesó. Aun así, bajo el aguacero, los monjes y los músicos continuaron.

El agua empapando las cabezas de los monjes tenía un efecto relajante sobre la gente, aunque el sonido enlatado de las trompas y los compases lúgubres de la suona hacían que la tristeza creciese. Pero en ningún sitio causó tantos estragos la lluvia como en las figuras de papel. Golpeadas por las gotas, se ablandaron y comenzaron a romperse. Se hicieron agujeros por todas partes, que dejaban ver el esqueleto de madera sobre el que habían sido confeccionadas.

Tras el disimulado gesto de Tianle Cheng, Qi Yao llevó al apesadumbrado Señor Lan a un lado. Madre se puso delante del ataúd; la esposa de Biao Huang y Tiangua estaban a los pies. Nuestras miradas se encontraron. Como un hechicero, Tianle Cheng hizo sonar el gong, terminando con los cánticos y la música de fuera. Ahora lo único que se escuchaba era el repicar de la lluvia golpeando el suelo y el porche. Gang Shen se acercó solemne hasta el ataúd y apoyó el gallo que estaba atado por las patas. Levantó el hacha sobre su cabeza.

El gong sonó, la cabeza del gallo cayó.

—Levantad el féretro.

Al grito de Cheng, los portadores del ataúd dieron un paso al frente, lo levantaron y lo sacaron al jardín, donde lo apoyaron sobre los bancos, le pasaron un par de cuerdas y lo levantaron sobre los hombros para sacarlo por las calles de camino al cementerio. Ahí se iba a enterrar en el nicho que habían preparado, después se sellaría y se colocaría la lápida, terminando con todo de manera ordenada. Pero eso no fue lo que ocurrió.

Inesperadamente, el cuñado menor del Señor Lan, Zhou Su, se apresuró, se tiró sobre el autaúd y gimió:

—Oh, hermana mayor, mi adorada hermana mayor, qué trágica tu muerte, qué injusta y sospechosa.

Golpeó la tapa, manchándose las manos de sangre de gallo, y un silencio incómodo vino después. Todo el mundo miraba con los ojos bien abiertos.

Una vez Cheng recuperó la razón, se acercó y agarró al hombre de su ropa.

—Ya está bien, Zhou Su. Ahora que has expresado tu dolor es el momento de enterrar a tu hermana y dejar que descanse en paz.

—¿Descansar en paz? —gritó Zhou Su. Se enderezó, se volvió de espaldas al ataúd y pegó un brinco para sentarse sobre él. Destellos verdes se reflejaban en sus ojos, que miraban a la multitud—. ¡De ninguna manera! —gritó como si lanzara un juramento—. ¿Descansar en paz? No destruiréis las pruebas de un crimen atroz. ¡De ninguna manera!

El Señor Lan mantuvo la cabeza agachada y se mordió la lengua todo lo que pudo, pero el arrebato de Zhou Su hizo imposible que otros le contestaran, así que finalmente dijo el Señor Lan desanimado:

—Continúa, Zhou Su, dinos lo que quieras.

—¿Lo que yo quiero? —El hombre estaba desatado—. Digo que tú asesinaste a tu mujer, un crimen de una maldad imperdonable.

El Señor Lan sacudió la cabeza y dijo con palpable agonía:

—No eres un niño, Zhou Su. Un niño puede decir lo que quiera y no pasa nada, pero tú has de medir tus palabras. La ley no permite la injuria.

—¿Injuria? —contestó Zhou Su entre risitas—. Ja, ja, ja, injurias… ¿Y qué dice la ley de asesinar a la mujer de uno?

—¿Qué prueba tienes? —dijo el Señor Lan con calma.

Zhou Su golpeó el ataúd con su mano ensangrentada.

—¡Esta es mi prueba!

—Tendrás que conseguir algo mejor.

—Si no ocultases algo, ¿por qué tendrías tanta prisa en incinerarla? ¿Por qué no me esperaste para sellar el ataúd?

—Envié a gente a por ti en varias ocasiones y me dijeron que te habías ido al noreste a reponer tu stock o que estabas de vacaciones en la isla de Hainan. Te esperamos dos días, con un tiempo tan caluroso que hasta los rollos de amasar germinaban.

—No creas que has destruido las pruebas solo con quemar el cuerpo —dijo Zhou Su riendo con frialdad—. Años después de la muerte de Napoleón fueron capaces de dictaminar que había muerto envenenado con arsénico solo con examinar los huesos. Jinlian Pan quemó a Dalang Wu, pero Song Wu encontró cicatrices en sus huesos. No te saldrás con la tuya.

—Qué broma tan magnífica —dijo el Señor Lan a la multitud con lágrimas en los ojos—. Si mi matrimonio hubiese sido desgraciado podría haber pedido el divorcio. ¿Por qué iba yo a hacer lo que él dice que he hecho? Mis vecinos no se dejan engañar fácilmente. Ahora os pregunto, ¿es el Señor Lan capaz de algo tan estúpido?

—Entonces dime: ¿cómo falleció mi hermana? —preguntó Zhou Su con fiereza.

—No me das otra opción, Zhou Su —dijo el Señor Lan agachándose y cubriéndose la cabeza con los brazos—. Me obligas a revelar la deshonra de mi familia… Por alguna estúpida razón, tu hermana tomó el camino más fácil y se ahorcó…

—¿Y por qué lo hizo? —insistió Zhou Su lloroso—. Dime por qué decidió ahorcarse.

—Madre de Dios, cómo puedes ser tan tonto… —gimoteó el Señor Lan golpeándole en la cabeza.

—Hijo de puta —dijo Zhou Su apretando los dientes—. Tú y tu amante secreta matasteis a mi hermana, luego lo hicisteis pasar por suicidio. Ahora vengaré su muerte. —Agarró el hacha, saltó del ataúd y fue tras el Señor Lan.

—¡Paradle! —gritó Madre.

La gente se apresuró, agarraron a Zhou Su y le inmovilizaron los brazos alrededor de la cintura, pero no antes de que él lanzara el hacha hacia la cabeza del Señor Lan. Centelleó con la luz de la sala como si cortase el aire, arrastrando un hilo de sangre. Madre se movió rápido y apartó al Señor Lan de en medio, así que el hacha cayó al suelo sin herir a nadie, y ella le dio una patada para alejarla.

—Zhou Su —gritó ella alarmada—, ¿qué impulso salvaje te lleva a intentar matarle a plena luz del día?

—Ja, ja, ja —rio Zhou Su con ganas—. Yuzhen Yang, eres una mujer lasciva, fuiste tú, tú conspiraste con el Señor Lan para matar a mi hermana.

El rostro de Madre cambió de rojo a blanco y sus labios temblaron al apuntar con el dedo a Zhou Su.

—Tú…, embustero…, difamador…

—Tong Luo —gritó Zhou Su señalando a Padre—, ¡no vales nada como hombre, no eres más que un cornudo! ¿Eres un hombre o no? Te hicieron jefe de la planta y a tu hijo director solo para que ella pudiese acostarse con tu jefe. ¿Cómo tienes la poca vergüenza de vivir entre la gente normal? Si yo fuese tú, me habría ahorcado hace tiempo, pero ahí sigues con tu vida perfecta.

—Que te follen, Zhou Su —dije corriendo hacia él y pegándole un puñetazo.

Algunos hombres se apresuraron a apartarme.

Qi Yao intentó suavizar las cosas.

—Hermano —le dijo a Zhou Su—, no se golpea a un hombre y se le humilla delante de sus hijos. Después de sacar todo el asunto a la luz, cómo va a ocultar Tong Luo su vergüenza.

—Que te follen, viejo Qi Yao —grité.

Jiaojiao se abrió camino hasta mí y me emuló.

—Que te follen, viejo Qi Yao.

—Qué niños tan valientes —dijo Qi Yao con una sonrisa—. Siempre hablando de follar. ¿Pero sabéis cómo se hace eso?

—Controlad vuestra lengua —ordenó Tianle Cheng—. Ya hemos oído suficiente. Yo oficio la ceremonia y lo que digo es ley. ¡Levantad el féretro!

Nadie le prestó atención, todos miraban a Padre, como si esperaran que algo ocurriese.

Padre se había refugiado en un rincón, con la cabeza en alto como si estudiase los dibujos del papel del techo. Ni el insulto de Zhou Su ni el sarcasmo de Qi Yao parecían tener efecto sobre él.

Fuera, el aguanieve salpicaba con estruendo. Los monjes y músicos permanecían en pie como si fuesen de madera, sin que la constante lluvia les hiciera moverse. Una golondrina de vientre amarillo se coló en la sala y dio vueltas con pánico mientras el batir de sus alas hacía temblar las llamas de las velas.

Padre suspiró y se alejó de la pared con pasos cortos: uno, dos, tres, cuatro…, las miradas de todos le seguían: cinco, seis, siete, ocho. Se paró frente al hacha, la miró, se agachó y la agarró por el mango de madera con el índice y el pulgar de su mano derecha. Limpió con su chaqueta la sangre de gallo del filo con la meticulosidad de un carpintero que limpia sus herramientas. Entonces agarró el hacha con su mano izquierda. Mi padre era el zurdo más famoso del pueblo; mi hermana y yo también lo éramos. Se cree que los zurdos son más listos, pero cuando comíamos, nuestros palillos golpeaban siempre contra los de Madre, ya que ella era diestra. Padre fue hacia Qi Yao, que no tardó en buscar protección detrás de Zhou Su. Entonces Padre fue hasta Zhou Su, que se refugió detrás del ataúd de su hermana. Lo cierto era que no significaban nada para Padre. Caminó hacia el Señor Lan, que se mantuvo firme y asintió tranquilamente.

—Tong Luo, una vez tuve grandes esperanzas en ti, pero lo cierto es que no eres digno de Tía Burrita ni de Yuzhen Yang.

Padre levantó el hacha sobre su cabeza.

—¡Padre! —grité corriendo hacia él.

—¡Padre! —gritó también Jiaojiao.

El periodista local levantó la cámara.

Los cámaras de televisión enfocaron a Padre y al Señor Lan.

El hacha recorrió el aire dando vueltas y partió la cabeza de Madre.

Sin hacer un ruido, ella se quedó de pie como un palo durante unos segundos antes de desplomarse entre los brazos de Padre…

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