¡BOOM!

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Hace diez años en una mañana invernal; una mañana invernal de hace diez años. ¿Cuándo fue eso? «¿Cuántos años tenías?», preguntó el Señor Monje Lan, que había recorrido medio mundo como una nube en el cielo y cuyo paradero siempre era un misterio aunque en este momento estaba viviendo en un pequeño templo abandonado. Abrió los ojos y me hizo esa pregunta con una voz grave y amortiguada, como si me estuviese hablando desde una caverna profunda y oscura. Su voz me produjo escalofríos en ese día caluroso y húmedo de julio del calendario lunar. «Fue en 1990, Señor Monje, tenía diez años». Contesté a su pregunta con una voz muy diferente a la suya. Estábamos en un templo Wutong[9] que se situaba entre dos ciudades pequeñas pero prósperas. Según decían, su construcción fue financiada por un antepasado de nuestro alcalde actual, el Señor Lan. Aunque estaba cerca de una avenida principal y bulliciosa, muy poca gente venía aquí para quemar incienso dado que olía mucho a humedad y era muy viejo. Una mujer con un abrigo verde y una flor roja en la cabeza yacía en una brecha del muro del templo que parecía haberse abierto para crear un acceso fácil. Solo podía ver su cara pálida y redonda y su mano blanca apoyada en la barbilla. Los anillos de sus manos emanaban una luz cegadora. Esa mujer hizo que me viniera a la mente el edificio de tejas rojas que una vez perteneció a la familia de terratenientes Lan y que después de la Liberación[10] se convirtió en nuestro colegio. Muchas leyendas y fábulas decían que habían visto entrar y salir a mujeres como ella de esa casa en ruinas en mitad de la noche dando unos gritos escalofriantes que cortaban la respiración. El Señor Monje estaba sentado en la posición de loto en un raído putuan[11] enfrente del ídolo del Espíritu Wutong, que estaba semiderruido. El rostro del Señor Monje irradiaba la misma paz y serenidad que un caballo dormido. Un abalorio budista de color morado se movía entre sus dedos. El jiasha[12] que llevaba puesto parecía de mala calidad, como si se fuera a romper a la mínima, como si lo hubiesen confeccionado con papel higiénico calado por la lluvia. Las orejas del Señor Monje estaban llenas de moscas, aunque en su cabeza afeitada y en su cara grasienta no tenía ninguna. En el jardín había un ginkgo enorme y los incesantes cantos de los pájaros entraron de golpe, entre los cuales se oyeron los maullidos de unos gatos. Había dos, un gato y una gata; el gato estaba durmiendo en la parte hueca del árbol y la gata estaba cazando pájaros. De repente, el aullido de satisfacción de la gata retumbó en el templo, seguido del trágico chillido de un pájaro y del aletear del resto de la bandada, que asustada alzó el vuelo. En realidad, no percibí el olor de la sangre sino que lo imaginé; no vi con mis propios ojos la escena en la que la gata le arrancaba las plumas al pájaro y estas volaban por los aires, ni vi la sangre manar por el tronco. Ahora el gato estaba presionando al pájaro muerto con la pata y llamando la atención de la gata, que no tenía cola, para ofrecerle su presa. Aquella gata sin cola parecía más un conejo. Después de contestar las preguntas del Señor Monje esperé a que me hiciera más, pero antes de acabar con mi última explicación él cerró los ojos y me dio la sensación de que sus preguntas eran meras imaginaciones mías, de que le había imaginado cerrando los ojos y lanzándome esa mirada penetrante. En ese momento el Señor Monje tenía los ojos medio cerrados y los pelillos negros que le asomaban de sus fosas nasales se movían como las colas de los grillos. La imagen me recordó a la cómica escena de hacía diez años en la que nuestro alcalde, el Señor Lan, se estaba cortando los pelos de la nariz con unas tijeritas diminutas. El Señor Lan era un descendiente de la familia Lan y entre sus antepasados hubo personas muy notables: un académico de nuestro distrito durante la dinastía Ming, un académico de Hanlin durante la dinastía Qing y durante la época de la República China un general militar. Después de la Liberación, la familia Lan generó muchos terratenientes contrarrevolucionarios. Cuando terminó la lucha de clases la mayoría de ellos desapareció, pero los pocos que se quedaron consiguieron prosperar poco a poco, como fue el caso del Señor Lan, que consiguió llegar a ser el alcalde de nuestro pueblo. Cuando era niño, solía escuchar los lamentos del Señor Lan: «Ay, ¡cada generación es peor que la anterior!». Y también escuchaba lo que decía una y otra vez el Señor Meng, un hombre del pueblo que apenas podía leer. «Cada cangrejo es peor que el anterior. El Feng Shui de la familia Lan ha perdido su poder». Este Señor Meng trabajó como pastor para la familia Lan cuando era joven, por lo que fue testigo de la opulencia de los Lan. Siempre criticaba al Señor Lan a sus espaldas: «Maldita sea, no estás ni a la altura de los pelos del culo de tus antepasados». Una ceniza que se había levantado del suelo del templo empezó a bajar como un amento blanco de un álamo en flor y aterrizó lentamente en la cabeza afeitada del Señor Monje. Entonces otra ceniza hizo lo mismo, como si se tratara de su hermana gemela, y se posó junto a la primera emanando un aura de atemporalidad y de seductora belleza. En la cabeza del Señor Monje se veían con claridad las doce quemaduras de incienso[13] que adornaban su cabeza y que le daban un aire solemne. Esas heridas simbolizaban el honor de los verdaderos monjes, y con la esperanza de que algún día yo también pudiera tener esas doce cicatrices, le pedí por favor al Señor Monje que me dejara continuar con mi historia.

Nuestra casa era muy grande, terriblemente fría, y con tanta humedad que las paredes estaban cubiertas de una capa de escarcha. Tanto era así que cada mañana mi almohada tenía una fina película, como si fuera arena, de vaho congelado. La construcción de nuestra casa se concluyó el primer día de invierno y nos mudamos antes de que las paredes se secaran del todo. Cuando Madre se levantaba de la cama yo me hacía un ovillo debajo de las mantas para escapar del frío, que era tan cortante como un cuchillo. Desde el día en que Padre huyó con Tía Burrita, Madre decidió ser una mujer fuerte y salir adelante con su trabajo duro. Pasaron cinco años, tan rápido como si fuese un día, y gracias a su inteligencia y determinación consiguió ahorrar el dinero suficiente para construir la casa más alta y robusta de todo el pueblo. Cuando se mencionaba el nombre de mi madre, todos los vecinos la elogiaban y la consideraban un ejemplo de mujer. Y siempre que salía su nombre en una conversación criticaban a colación a mi padre. Yo solo tenía cinco años cuando mi padre se escapó con una mujer de nuestro pueblo que tenía muy mala fama y que era conocida como Tía Burrita; dónde fueron, nunca nadie lo supo.

«Las relaciones predestinadas existen en todas partes», murmuró el Señor Monje como si estuviera hablando en sueños, lo que significaba que aunque tuviera los ojos cerrados estaba prestando atención a mi historia. La mujer de verde y con la flor roja en la cabeza seguía en la brecha del muro con una mano en la cabeza. Me fascinaba por completo esa mujer pero no sabía si ella se había dado cuenta. Aquel gato pasó por la puerta del templo con un pajarito verde en la boca, como si fuese un orgulloso cazador que tuviese un tigre como botín y que lo estuviera exhibiendo por la avenida principal de su pueblo. Cuando el gato atravesó la puerta principal, se paró un segundo y giró la cabeza para echarnos un vistazo con una expresión que era igual a la de un curioso colegial.

Transcurrieron cinco años sin tener noticias fidedignas de Padre y Tía Burrita, aunque llegaban rumores cada cierto tiempo, como el ganado bovino que traían a nuestra pequeña estación del tren y que era conducido por los mercaderes al pueblo para luego vendérselo a nuestros matarifes (la especialidad de nuestro pueblo era la matanza). Los rumores recorrían el pueblo de punta a punta, como los pajarillos en el cielo. Se decía que mi padre se llevó a Tía Burrita al bosque del noreste de China y que allí construyeron una cabaña con madera de betula en la que pusieron una estufa de carbón donde crepitaba la leña de pino. El tejado de la cabaña estaba cubierto de nieve y en la pared había colgadas varias ristras de chiles rojos deshidratados. De los alerones caían numerosos carámbanos transparentes. Por el día cazaban y cogían ginseng, por la noche cocinaban carne de corzo siberiano. En mi imaginación, el fuego de la estufa se reflejaba en las caras de mi padre y de Tía Burrita, como si las pintara de rojo. También se decía que mi padre y Tía Burrita se escaparon a la Mongolia Interior envueltos en unas túnicas mongolas. Durante el día montaban a caballo y pastorearon el ganado bovino y ovino por la vasta meseta mongola cantando las canciones tradicionales de la etnia mongola; por la noche, entraban en su yurta[14], hacían una fogata con los excrementos secos de los bovinos, ponían una cazuela grande de hierro encima y cocinaban la carne de cordero. La deliciosa fragancia de la carne enseguida emanaba de la cazuela, que comían acompañada de un espeso té con leche. En mi imaginación, el fuego hecho de excrementos iluminaba los ojos de Tía Burrita, que eran tan brillantes como dos zafiros. Otro rumor decía que cruzaron a escondidas la frontera hasta Corea del Norte y abrieron un restaurante en una bonita y pequeña ciudad. Por el día, hacían raviolis y tallarines chinos para vendérselos a los coreanos. Por la noche, después de cerrar el restaurante, cocinaban una olla de carne de perro y abrían una botella de licor. Cada uno de ellos tenía en la mano una pierna cocida de perro (en la olla había dos piernas más) que desprendían un olor seductor que invitaba a comerlas. En mi imaginación, cada uno de ellos sostenía una pierna de perro en una mano y en la otra un cuenco de licor, e iban alternando el licor con la comida. Tenían la boca tan llena que sus mejillas parecían dos pelotitas aceitosas. Por supuesto, también imaginé lo que harían después de comer y beber, cómo se abrazarían y harían ya se sabe el qué… El Señor Monje me echó un vistazo rápido y de repente sus labios se movieron para emitir una fuerte carcajada. Entonces se paró de manera abrupta y el sonido siguió vibrando en el aire como si hubiesen tocado un gong. Me asustó y me mareé. No podía entender por qué emitió una risa así de extraña. ¿Significaba que podía seguir con mi historia o no? Vacilé un instante, pero dado que tenía que ser honesto con el Señor Monje, supe que tenía que contarle lo que estaba imaginando. Aquella mujer del abrigo verde seguía en el mismo lugar. Nada había cambiado. Tenía el mismo gesto y lo único diferente era que ahora estaba haciendo pompas con la saliva. Entrecerraba los labios para hacer las pompas, que explotaban bajo el sol. Traté de imaginar el sabor de aquellas pompas. «Continúa».

Se daban besos en sus grasientos labios, que eran interrumpidos por frecuentes eructos que impregnaban el aire de la yurta, de la cabaña de madera en el bosque, y del pequeño restaurante coreano, de olor a carne. Entonces se desnudaban el uno al otro y sus cuerpos quedaban expuestos. Conocía muy bien el cuerpo de mi padre porque en verano me solía llevar al río a bañarme. Pero en cuanto al cuerpo de Tía Burrita solo la espié una vez. Sin embargo esa única vez fue más que suficiente ya que tuve la oportunidad de verla de la cabeza a los pies. Su cuerpo era muy terso y estaba envuelto de una luz verdosa. Hasta mis dedos infantiles tenían ganas de tocarlo; querían estirarse para sentirlo una vez o, si no se enfadaba ni me pegaba, para tocarlo de forma minuciosa. ¿Cómo sería al tacto? ¿Estaría frío o caliente? De verdad quería saberlo, pero nunca la toqué. Por lo que nunca lo supe. Sin embargo mi padre la conocía muy bien. Sus manos acariciaban el cuerpo de Tía Burrita, desde sus nalgas a sus senos. La mano de mi padre era negruzca, pero las nalgas y los pechos de Tía Burrita eran blancos. Pensé que las manos de mi padre eran brutales y salvajes, como las manos de un bandido, y parecía como si estuvieran utilizando toda su fuerza para exprimir a Tía Burrita hasta dejarla seca. Tía Burrita gemía y sus ojos y labios emanaban luz. La misma que salía de los ojos y labios de mi padre. Los dos se abrazaban, daban vueltas sobre una manta de piel de oso, sobre el kang[15] calentito, o sobre el suelo de madera. Se acariciaban, se besaban y se movían con las piernas entrelazadas. Cada centímetro de sus cuerpos parecía estar al rojo vivo de la fricción…, produciendo calor y chispas hasta que sus cuerpos empezaban a iluminarse y a desprender destellos azulados, como dos anacondas entretejiendo sus cuerpos y cuyas escamas emiten luz. Mi padre tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad pero los gritos de Tía Burrita desgarraban su garganta. Ahora sé por qué gritaba así, pero en aquella época no sabía nada, era un niño inocente que desconocía las relaciones entre hombre y mujer y no entendía a qué estaban jugando. Pude escuchar los gritos de Tía Burrita: «Mi amor…, muero…, me estás matando…». Mi corazón latía con más fuerza esperando a ver qué ocurriría. No tenía miedo pero me sentía muy nervioso y angustiado, como si mi padre, Tía Burrita e incluso yo, el único observador, estuviéramos haciendo algo malvado. Vi que mi padre bajó la cabeza para juntar su boca con la de Tía Burrita y de esa forma pudo devorar casi todos sus gritos con la excepción de algunas sílabas sueltas que se le escaparon de sus labios. Eché un vistazo al Señor Monje; quería saber cómo reaccionaba, si es que lo hacía, ante mis descripciones eróticas. El Señor Monje no hizo ningún gesto y lo único que noté fue que su cara parecía un poco más roja. No obstante quizá siempre fue así. Pensé que debía mantener la compostura. Dado que ya no me importaba este mundo fútil y que había elegido un futuro asceta, cuando contaba las historias de mi padre me sentía como si estuviese hablando de seres ajenos de la antigüedad.

No sé si fue el olor de la carne o los gritos de Tía Burrita lo que atrajo a aquella multitud de niños pero de repente cientos de ellos rodearon la yurta, o se pegaron a la puerta principal de la cabaña del bosque con el culito en pompa, para espiarles a través de las rendijas de los troncos. Entonces imaginé que llegaban unos lobos (una manada, no solo uno) atraídos por el olor de la carne y que los niños asustados salían corriendo. Sus pequeños cuerpos se movían con torpeza por la nieve y dejaban huellas a su paso. Los lobos se sentaron fuera de la yurta y sus dientes rechinaban con ansia. Me preocupaba que rompieran la yurta o entraran en la cabaña de madera a la fuerza, que se comieran a mi padre y a Tía Burrita, sin embargo, aquellos animales no pensaban lo mismo que yo. Solo se sentaron alrededor de la cabaña o de la yurta como leales sabuesos.

Enfrente del muro del templo había una avenida que conducía al próspero mundo que se abría al otro lado de donde estábamos nosotros. Al otro lado de los ladrillos desgastados del muro y de las grietas ocasionadas por la gente puntual que lo trepaba; al otro lado de aquella mujer que en ese momento se estaba peinando su frondoso cabello después de dejar la flor roja en el muro. Inclinó el cuello, dejando caer el cabello en cascada por su pecho, y lo peinó con fuerza con un cepillo rojo. Sus bruscos movimientos me afectaron. Me daba lástima su cabello, tanto que me puse muy triste y casi rompí a llorar. Pensé que si me dejase peinarla lo haría con suavidad y delicadeza para no causar ningún daño a esos bonitos cabellos, aunque hubiesen sido el hogar de piojos e insectos, aunque los pájaros los hubiesen convertido en un nido para sus polluelos. Creí detectar enfado en su cara, lo que era común entre las mujeres que tenían que lidiar con tanto cabello. Mejor dicho, más que enfado era orgullo. El sutil aroma que se arraigaba en su cabello subió hasta mi nariz y me mareé, como si hubiese bebido mucho licor añejo. Vi los coches que avanzaban por la avenida. El brazo metálico de una grúa roja pasó de manera fugaz por delante de mi vista, como una enorme pintura al óleo en movimiento. Veinticuatro morteros que semejaban tanques con forma de tortuga y cuyos cañones desprendían una luz blanquecina pasaron rápidamente por mi vista, como la viñeta de un cómic. Otro camión de color azul con un altavoz en el techo saltó a mi vista; alrededor del vehículo había diversas banderas de diferentes colores que tenían pintada la cara pálida de una mujer con las cejas finas y los labios de un carmín intenso. Había una docena de personas de pie en la plataforma del camión vestidas con una camiseta azul y una gorra. Todas gritaban de manera unánime: «La diputada Dehou Wang trabaja, ni se luce ni se zafa». Cuando pasaron por la puerta principal del templo, sus gritos cesaron de repente y el camión parecía un bonito ataúd en movimiento. Al otro lado del muro, al otro lado de la avenida en una pradera que estaba justo enfrente de las ruinas de este templo Wutong, había un enorme bulldozer que estaba trabajando ruidosamente. Miré por encima del muro y pude ver la parte superior de esa máquina de color naranja, el brazo de hierro que se levantaba de vez en cuando y la horrible pala excavadora.

Señor Monje, no le estoy ocultando nada, le estoy contando todo lo que sé. En aquella época era un niño tonto que solo quería comer carne. A cualquiera que me ofreciese una pierna de cordero asada o un cuenco con jugosa carne de cerdo le llamaba sin vacilación papá, o me arrodillaba para hacerle una reverencia. O las dos cosas. Incluso hoy, después de todo este tiempo y de lo mucho que ha cambiado todo, si fueras a mi pueblo y preguntaras por mí (Xiaotong Luo) verías que se les iluminarían los ojos, desprendiendo una luz rara, como si hubieses mencionado al tercer tío del Señor Lan, el Hidalgo Lan. ¿Por qué? Porque cualquier asunto relacionado conmigo y con la carne pasaría por su mente como una viñeta de un cómic. Y todo eso era debido a todas las historias relacionadas con el famoso Hidalgo Lan, tercer hijo de la familia Lan, quien se exilió en el extranjero después de seducir a innumerables mujeres y quien había vivido fantásticas experiencias; esas historias también les pasarían por la cabeza como una viñeta de un cómic. Ellos no lo decían pero por dentro se lamentaban: «Ay, ese agradable, pobre, malo, honrado, odioso… pero extraordinario niño obsesionado con la carne… Ay, ese tercer hijo de la familia Lan tan misterioso, tan mágico…, ese demonio…».

Si hubiese nacido en otro lugar puede que no hubiera tenido estas ansias de comer carne, pero el destino hizo que naciera en un pueblo especializado en la matanza de animales en el que miraras donde miraras lo único que veías era carne colgada y carne troceada, pedazos de carne sanguinolenta y recién lavada, carne ahumada y sin ahumar, carne a la que habían inyectado agua y a la que no, carne en formaldehído y la que no, carne de cerdo, de ternera, de cordero, de perro, asno, caballo y de camello. Los perros callejeros de nuestro pueblo estaban tan gordos como los cochinillos porque se comían la carne que se echaba a perder; sin embargo, por el contrario yo estaba tan delgado como el viento porque nunca comíamos carne. No lo hacíamos no porque no tuviéramos dinero para comprarla sino porque mi madre era una mujer muy ahorradora y se negaba a gastarse el dinero en eso. Antes de que mi padre se fuera de casa, nuestro fogón siempre estaba manchado de la grasa de la carne y siempre había restos de huesos. A mi padre le encantaba comer carne, sobre todo cabezas de cerdo. Todas las semanas traía a casa una cabeza de cerdo blanca con las orejas rojas. No sabría decir cuántas veces mi madre criticó a mi padre debido a esas cabezas de cerdo, incluso algunas veces hasta se pelearon. Mi madre fue la hija de un viejo campesino de clase media. Desde pequeña la educaron para ser una joven trabajadora, una esposa humilde que no debía vivir por encima de sus posibilidades y que tenía que ahorrar dinero para construirse su propia casa y terreno. Después de la reforma agraria mi obstinado abuelo sacó los ahorros de la familia que tenía enterrados y le compró cinco acres de tierra a Gui Sun, un excampesino asalariado. Esa pérdida de dinero perjudicó a la reputación de la familia de mi madre durante varias décadas porque lo que hizo mi abuelo iba en contra del avance histórico y le convirtió en el hazmerreír del pueblo. Mi padre provenía de una familia del lumpemproletariado. Aun así, cuando era pequeño, la única cosa que aprendió de mi perezoso abuelo paterno fue a disfrutar de la vida y ser un vago y un glotón. Su filosofía de vida era: come bien hoy y no te preocupes del mañana. Vive el momento y tómatelo con calma. Mi padre había aprendido de la historia y de las enseñanzas de mi abuelo que si tenía un yuan en el bolsillo no podía gastarse solo noventa y nueve céntimos. Ese céntimo que no se había gastado le hacía tener pesadillas. Padre siempre intentaba convencer a mi madre de que la vida era una ilusión, de que lo único que era real era la comida que te llevabas a la boca. «Si te gastas el dinero en ropa —decía—, la gente te la puede quitar. Si lo usas para construirte una casa al cabo de unas décadas, posiblemente por razones políticas, te la quitarán». La familia Lan tenía muchas viviendas que al final les quitaron y convirtieron en un colegio. El santuario de Lan era un edificio muy lujoso y enorme pero al final se lo arrebataron y lo convirtieron en una fábrica para hacer tallarines de boniato. «Si te gastas el dinero en comprar oro y plata puedes perder la vida. Pero si te lo gastas en carne siempre tendrás la barriga llena y conseguirás la felicidad», decía Padre. Mi madre contestaba: «Las personas que viven para comer carne no van al cielo». «Si tienes comida en la tripa —contestaba mi padre entre risas—, hasta una pocilga es el cielo. Si no hay carne en el cielo no iría ni aunque el emperador del jade me invitara». Cuando era niño, no me importaban sus discusiones. Siempre que se peleaban, comía carne, y cuando había comido lo suficiente, me sentaba en un rincón y ronroneaba, como la gata sin cola del jardín del templo. Después de que mi padre nos abandonara, con el propósito de construir nuestra casa de cinco habitaciones, Madre se volvió demasiado ahorradora, tanto que no quería comprar comida para no gastarse el dinero del papel higiénico. Cuando finalizó la construcción de nuestra nueva casa pensé que Madre cambiaría de opinión y que después de tanto tiempo la carne volvería a nuestras vidas. Sin embargo se volvió mucho más tacaña que antes porque tenía en mente un proyecto más ambicioso: comprar un camión como el de la familia Lan, la familia más rica del pueblo. Era un camión producido por la Fábrica de Vehículos de Changchun No. 1, de la marca Jiefang, de color verde, con seis ruedas enormes y una plataforma de carga tan sólida como un tanque. Yo hubiese preferido seguir viviendo en nuestra cabaña de tres habitaciones si eso nos hubiera devuelto la carne a nuestros platos. Hubiese preferido ir en tractor por las carreteras rurales llenas de baches aunque me rompiera todos los huesos si eso nos hubiera devuelto la carne a nuestros platos. Al infierno la casa nueva de mi madre, al infierno su camión nuevo, al infierno la vida humilde sin una gota de grasa. Cuanto más rencor sentía hacia mi madre, más echaba de menos los días felices que pasamos cuando mi padre estaba en casa. Para un niño tan comilón como yo, una vida feliz significaba poder comer toda la carne que quisiera. Siempre que tuviera carne para comer, ¿qué me importaban las discusiones y peleas de mis padres? En esos cinco años llegaron a mis orejas como mínimo doscientos rumores sobre mi padre y Tía Burrita. Sin embargo los que me despertaban más nostalgia eran los tres que ya he mencionado, dado que en todos ellos aparecía la carne. Cada vez que me venía a la cabeza la imagen de ellos comiendo, tan real como si estuvieran enfrente de mí, mi nariz recreaba el olor a la carne, me rugía el estómago, empezaba a salivar y se me llenaban los ojos de lágrimas. La gente del pueblo siempre me veía sentado solo y llorando en la sombra del sauce que se situaba en la entrada de nuestro pueblo. «Pobrecito», suspiraban. Sabía que estaban malinterpretando el motivo de mi pesar pero no podía hacerles cambiar de opinión. Incluso si les decía que lloraba porque moría de ganas de comer carne no se lo creían. No podían entender que un niño llorara desconsolado porque no comía carne.

Un trueno retumbó a lo lejos, como una caballería cerniéndose sobre nosotros. Unas plumas entraron en el templo, cargadas del olor de la sangre, como niños asustados, meciéndose en el aire y pegándose a continuación en los ídolos del Espíritu Wutong. Esas plumas me recordaron la matanza que acababa de tener lugar fuera del árbol y anunciaban que se había levantado el viento. Así era y las ráfagas que entraron por la puerta desprendían un olor a tierra embarrada y vegetación. El sofocante templo empezó a enfriarse y comenzaron a caer más cenizas del techo, que aterrizaron en la cabeza del Señor Monje y en sus orejas cubiertas de moscas. Las moscas ni se inmutaron. Las observé con atención unos segundos y vi que se estaban restregando los ojos con sus patitas. A pesar de su mala fama, en realidad, eran una especie increíble. No creo que ninguna otra criatura pueda hacer eso con tanta elegancia. El ginkgo inerte del jardín silbaba con el viento, que se había vuelto más fuerte. Lo mismo sucedía con los olores que traía consigo, que ahora incluían el hedor de los animales en descomposición y de la inmundicia del estanque cercano. La lluvia no podía estar muy lejos. Era 7 de julio del calendario lunar y según la leyenda ese era el día en el que se reunían el legendario arriero y la tejedora (Altair y Vega) después de haber estado separados todo el año por la Vía Láctea. A esa joven pareja, en la flor de su vida, la habían obligado a estar separada por un río celestial y solo le permitían reunirse una vez al año durante tres días. ¡Qué tortura debía ser! La pasión de los recién casados no se puede comparar a la de esos dos jóvenes condenados a estar separados, que solo querían abrazarse durante esos tres días. Cuando era niño solía oír a las mujeres de nuestro pueblo decir cosas como esas. Los jóvenes derramaron muchas lágrimas durante esos tres días y por eso estaban destinados a ser muy lluviosos. Incluso después de tres años de sequía ese 7 de julio del calendario lunar no pasó desapercibido. Un relámpago iluminó todo los rincones del templo. La lasciva sonrisa del Espíritu Ecuestre, uno de los cinco ídolos del Espíritu Wutong, me asustó. Era una estatua con el cuerpo de un caballo y la cabeza de un hombre que se parecía mucho a la etiqueta de una famosa marca de coñac francés. Unos murciélagos dormían boca abajo colgados de una viga que estaba encima de la estatua mientras el rugir de los truenos se acercaba a nosotros, como las ruedas de molinos girando al unísono. A continuación hubo más relámpagos seguidos de truenos ensordecedores. Un olor a quemado entró en el templo desde el jardín. Asombrado, casi salté de mi asiento. Sin embargo, el Señor Monje se quedó ahí sentado más sereno que nunca. Los truenos se volvieron más sonoros y violentos y enseguida empezó a diluviar; cientos de gotas de lluvia nos cayeron encima. En ese momento vi lo que me parecieron unas bolas de fuego de color verde rodar por el jardín. Entonces vi una enorme garra afilada bajar del cielo y esperar, suspendida en la entrada, deseosa de entrar por la fuerza y atraparme, sí, a mí, y colgar mi cadáver del enorme árbol del jardín y grabarme caracteres indescifrables en la espalda para revelar mis crímenes a todos aquellos capaces de leer esas escrituras celestiales. De forma instintiva me coloqué detrás del Señor Monje, que me servía de escudo, y de repente me acordé de la hermosa mujer de la brecha del muro que se estaba peinando su cabello. Ya no había rastro de ella. La brecha del muro se había convertido en una cascada, y creí ver mechones de su pelo por el agua torrencial, que desprendía un ligero aroma a flor de olivo… Entonces oí decir al Señor Monje: «Continúa».

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