¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 2

Página 5 de 49

¡BOOM! 2

Me rechinaban los dientes del frío. Enterré la cabeza debajo de las mantas y me hice una bola. El calor de las ascuas del fuego de debajo del kang hacía mucho que se había extinguido y las sábanas eran demasiado finas como para protegerme del gélido suelo de hormigón. No me atrevía a moverme y deseaba poder convertirme en una mariposa dentro de su capullo. De repente me di cuenta de que mi madre estaba encendiendo el fuego de la estufa de carbón en la habitación de al lado y oí cómo partía los trozos de leña poco a poco (esa era su forma de descargar el odio que sentía hacia Padre y Tía Burrita). ¿Por qué no encendía el fuego más rápido? Esa era la única manera de acabar con la humedad heladora de la habitación. Al mismo tiempo no quería que se diera prisa porque en cuanto encendía el fuego me hacía levantar de la cama. Primero me llamaba con relativa suavidad pero la segunda vez su voz era más alta y molesta. La tercera vez rugía furiosa. Nunca hacía falta una cuarta vez porque si no me levantaba después del tercer grito venía como un rayo a mi habitación, tiraba de mis mantas y me pegaba en el culo con la escoba. Si sucedía eso sabía que me perseguiría la mala suerte durante todo el día. Si me levantaba de la cama y me escondía bajo el alféizar de la ventana o me alejaba de su alcance y me situaba en la otra punta del kang, ella se subía sin ni siquiera quitarse los zapatos embarrados, me agarraba del pelo o de la nuca, me inmovilizaba en el kang y empezaba a pegarme con la escoba sin parar. Si no trataba de defenderme o de escapar se lo tomaba como una señal de desprecio y me pegaba más fuerte. Fuera como fuera, si al tercer grito no estaba de pie, mi trasero y la pobre escoba estábamos condenados a sufrir. Los golpes venían acompañados de sonidos guturales y fuertes jadeos. Eran como los rugidos de una bestia, cargados de emoción pero sin palabras identificables. Después de pegarme alrededor de treinta veces con la escoba sus brazos perdían fuerza y bajaba la voz. Los gritos iban desapareciendo y daban paso a los insultos: «Chucho, tortuga miserable, renacuajo insolente», y a continuación se metía con mi padre. De hecho no se paraba mucho a pensar en sus insultos porque repetía más o menos lo que me había dicho a mí con ligeros cambios. No se esforzaba mucho y notaba que le faltaba empuje. Cuando querías ir a la ciudad desde nuestro pueblo tenías que pasar por la pequeña estación de tren. Cuando Madre terminaba de insultarme, se metía con mi padre de pasada para llegar a Tía Burrita, su último destino. Entonces volvía a elevar la voz y las lágrimas que le empañaban los ojos cuando nos insultaba a Padre y a mí se secaban y se transformaban en verdadera ira. Hubiera invitado a cualquier persona que no se creyera el refrán que decía «Cuando los enemigos se encuentran cara a cara sus ojos irradian puro odio» a que vieran los ojos de mi madre mientras insultaba a Tía Burrita. Con mi padre siempre usaba los mismos tres o cuatro adjetivos, una y otra vez, pero cuando le tocaba el turno a Tía Burrita la riqueza de la lengua china alcanzaba su mayor esplendor: «El purasangre de mi marido no sabe hacer otra cosa que follarse a una burrita», «Mi marido es un elefante que le está sacando la sangre a una perrita», y frases por el estilo. Sus insultos eran creación suya, pero a pesar de todas las variaciones, nunca se alejaban del mismo tema central. Mi padre, la verdad sea dicha, se había convertido en su arma principal de descarga. Solo imaginándole a él como una bestia grande y poderosa y a Tía Burrita como un animalito indefenso abrumado por su poder, era capaz de liberar el odio que invadía su corazón. Mientras describía lo humillante que era que Padre tuviera relaciones sexuales con Tía Burrita me iba pegando más lento con la escoba y los golpes eran cada vez más suaves, hasta que se olvidaba de mí. En ese momento me levantaba en silencio, me vestía y me quedaba de pie escuchando, embobado, sus insultos mientras me venían una serie de preocupaciones a la mente. En primer lugar estaba desconcertado por los insultos que me había profesado. Si era un chucho, ¿quién me había engendrado? Si era una tortuga miserable, ¿de dónde procedía? Si era un renacuajo insolente, ¿quién era mi mamá rana? Ella pensaba que me estaba insultando a mí pero en realidad se estaba insultando a ella misma. Incluso los insultos que decía de Tía Burrita, si lo pensabas bien, no tenían sentido. Mi padre no podría convertirse en un elefante o en un purasangre en un millón de años y, aunque así fuera, ¿cómo iba a cruzarse con una perra? Un purasangre domesticado a lo mejor se hubiese cruzado con una mula salvaje, pero eso solo hubiese ocurrido si ella lo hubiese tolerado. Por supuesto que nunca le conté nada de esto a Madre. No me podía imaginar lo que hubiese supuesto. Nada bueno, eso seguro, y no era lo bastante tonto para buscarme problemas. Una vez que Madre se cansaba de insultar rompía a llorar; miles y miles de lágrimas brotaban de sus ojos. Cuando no le quedaban más se secaba los ojos con la manga y salía al jardín, arrastrándome con ella, para empezar a ganar el sueldo del día. Como si tuviera que compensar el tiempo perdido en los llantos e insultos duplicaba la velocidad. Además no me quitaba ojo de encima. Todo eso demuestra por qué nunca me sentí atraído por ese kang, que jamás estaba lo bastante calentito. Nada más oír el crepitar del fuego me levantaba, independientemente de que Madre me gritara o no. Enseguida me ponía la ropa, que estaba tan fría como una armadura de hierro, estiraba las mantas, iba al baño a hacer pis y me quedaba de pie en el pasillo, esperando a que Madre me dijera lo que tenía que hacer. Como he dicho, mi madre no era ahorradora sino muy tacaña y al principio no encendía la estufa nunca. Una vez la humedad de la habitación nos puso muy enfermos: se nos hincharon las rodillas y se pusieron muy rojas; las piernas se nos quedaron entumecidas y tuvimos que gastarnos mucho dinero en medicinas para poder caminar. El médico nos advirtió que si queríamos seguir viviendo, teníamos que calentar la casa y acabar con la humedad de las paredes.

—El carbón es más barato que las medicinas —dijo.

Madre no tuvo más remedio que comprar una estufa de carbón. Entonces fue a la estación de tren y compró una tonelada de carbón para calentar la casa nueva. Cómo hubiera deseado que el médico hubiera dicho: «Si no queréis morir pronto tenéis que empezar a comer carne». Pero nunca dijo eso. De hecho, el muy incompetente nos dijo que no comiéramos nada con mucha grasa, que siguiéramos una dieta blanda, a ser posible vegetariana. Nos dijo que no solo nos daría salud sino longevidad. ¡Capullo! Debía haber sabido que desde que Padre se fue solo comíamos platos insulsos todos los días, tan verdes como el Amazonas, tan blancos como la nieve del Himalaya. En esos cinco años nunca había comido carne. Apostaría lo que fuera que si me limpiaban los intestinos con el mejor lavavajillas del mundo no sacarían ni una gota de grasa.

Como había hablado tanto tenía la boca seca. Afortunadamente, tres piedras de granizo tan pequeñas como el hueso de una ciruela entraron en el templo y aterrizaron a mis pies. Si no había sido el Señor Monje, que podía leerme el pensamiento, el que había hecho que de forma mágica esas tres piedras de granizo cayeran a mis pies, era una increíble coincidencia. Le eché un vistazo mientras él estaba sentado con la espalda totalmente erguida y los ojos cerrados en estado de completa relajación. Los pelillos negros que sobresalían entre las moscas de sus orejas se movían, por lo que sabía que me estaba escuchando. Yo era un niño muy precoz con mucha experiencia, y había visto cosas muy raras y conocido a gente muy extraña pero la única persona que había visto con pelillos en las orejas era el Señor Monje. Esos pelos de la oreja me inspiraban mucho respeto, además de su extraordinario talento y su asombroso saber. Cogí una piedra de granizo y me la metí en la boca. Al moverla con la lengua para evitar que me congelara las encías rechinó contra mis dientes. De repente un zorro empapado por la lluvia con aspecto demacrado y viejo se detuvo en la puerta y vaciló un segundo en entrar, con la mirada triste y lastimera. Antes de que yo pudiera reaccionar se coló en el templo y desapareció detrás del ídolo de arcilla. Unos minutos después el fuerte olor de su pelaje húmedo impregnó el aire. No me resultó un olor desagradable porque ya había estado con zorros antes. Hablaré sobre eso de forma más detallada más tarde. En mi pueblo durante una época se puso de moda criar zorros. En aquel entonces los zorros habían perdido su misticismo mágico, aunque todavía parecían furtivos y misteriosos; incluso en las jaulas eran capaces de camuflarse y de usar sus poderes mágicos. Eso fue hasta que los matarifes empezaron a sacrificarlos como cerdos o perros; a despellejarlos y comerlos. Una vez que los zorros ya no pudieron mostrar sus cualidades sobrenaturales, se acabaron sus leyendas. Fuera, los truenos personificaban la furia de la naturaleza. Una oleada tras otra de un fuerte olor a quemado entró en el templo, lo que me hizo temblar del miedo y me recordó a la leyenda del Dios del Trueno que castigaba a las personas malvadas y a los animales condenados eternamente. ¿Estaba ese zorro condenado a la pena eterna? Si así era, refugiarse en el templo era como esconderse en una caja fuerte ya que el Dios del Trueno no lo destruiría, independientemente de lo enfadado que estuviera o de la violencia de su Dragón Celestial. El Espíritu Wutong lo integraban, de hecho, cinco animales divinos. El Cielo había permitido que se volvieran espíritus divinos y había erigido un templo para alojar sus representaciones icónicas. Podían por tanto disfrutar de la devoción y alabanzas del ser humano, de sus ofrendas compuestas de deliciosa comida y de la visita de sus preciosas mujeres. Quizá algún día ese zorro se convertiría en uno de esos espíritus. En ese momento entró otro zorro. No sabía si el primero era macho o hembra pero este que acababa de entrar no había duda de que era hembra, una hembra preñada. ¿Cómo lo sabía? Porque su abultada panza y enormes ubres dieron contra las jambas de la puerta al pasar. Por eso y por su movimientos, que eran menos ágiles que los de su predecesor. ¿Podía ser que el primero fuera su pareja? Si era así estaban a salvo, porque no había nada más justo que la ley natural, y la justicia divina nunca haría daño a las crías de un zorro. Poco a poco el granizo se fue derritiendo en mi boca hasta que se deshizo por completo. En ese momento el Señor Monje abrió un poco los ojos y me miró. Parecía no haberse percatado de la llegada de los zorros ni prestaba atención a la tormenta de fuera, ni al rugir del viento, los truenos o la lluvia, lo que me hizo darme cuenta de lo diferentes que éramos. Está bien, seguiré con mi historia.

Ir a la siguiente página

Report Page