¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 3

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¡BOOM! 3

El viento del norte aullaba aquella mañana y arrastraba consigo el crepitar del fuego de la estufa. La placa de metal que cubría la parte inferior de la chimenea se puso al rojo vivo y las virutas grisáceas de suciedad de la superficie salieron volando. La escarcha de las paredes se transformó en perlas de agua cristalina que todavía no estaban listas para caer al suelo. Los sabañones de mis pies y manos me picaban mucho y me supuraban las orejas. El deshielo para los humanos es un proceso muy doloroso. Madre, que había preparado congee de maíz en un wok de metal demasiado pequeño, cogió un rábano del frasco de verdura encurtida que estaba fuera de la ventana de la cocina, lo partió por la mitad y me dio el trozo más grande. Ese sería nuestro desayuno. Sabía que Madre tenía ahorrados unos tres mil yuanes en el banco, aparte de los dos mil que le había prestado a Gang Shen, un vendedor de carne ahumada, a un veinte por ciento de interés al mes (un verdadero caso de usura, con intereses acumulados). Me preguntaba por qué teníamos que desayunar eso. ¿Cómo podía estar contento con esa clase de desayuno con la cantidad de dinero que teníamos? Pero yo solo era un niño de diez años, cuya opinión no contaba para nada. A veces me quejaba, pero solo recibía miradas de hartazgo, seguidas de reprimendas por ser un desconsiderado. Madre me explicó que todo el dinero que estaba ahorrando era para mí, para que algún día pudiera comprarme una casa y un coche, lo que además la ayudaría a ella a encontrarme una esposa.

—Hijo —dijo—, el sinvergüenza de tu padre nos ha abandonado y tengo que demostrarle todo lo que hemos conseguido. Quiero que la gente de nuestro pueblo vea que estamos mejor sin él.

También me contó que su padre, mi abuelo, le solía decir que la boca de las personas no era más que un mero conducto, y que una vez que pasaban por ahí la carne, el pescado o los cereales no había diferencia entre ellos. Puedes darle caprichos a un burro o a un caballo, pero no a ti mismo. Si quieres vivir bien tienes que dominar tu boca. Entendía la lógica de sus palabras; si hubiésemos comido como reyes durante los cinco años que estuvimos sin Padre, ahora no tendríamos una casa. ¿Y de qué servía tener la barriga llena o un plato a rebosar de comida si teníamos que vivir en una cabaña de paja? Su filosofía de vida era totalmente diferente a la de Padre, que decía: «¿Quién quiere vivir en una mansión si tienes que subsistir a base de verduras y cáscara de cereales?». Estaba completamente de acuerdo con la visión de mi padre y totalmente en contra de la de mi madre. Deseaba que volviera y me llevara con él, aunque fuera solo durante un día, y me trajera de vuelta a casa después de haber comido un plato de deliciosa y grasienta carne. Pero él solo pensaba en sí mismo, en comer bien y disfrutar la vida con Tía Burrita. Se había olvidado de mi existencia.

Cuando terminamos el congee, rebañamos tanto los boles con la lengua que no necesitaban lavarse. Entonces Madre me llevó al jardín, donde amontonábamos mercancías en la bandeja de carga del viejo y desvencijado tractor que abandonó el Señor Lan. En el volante todavía estaba la marca de sus manazas. Los neumáticos estaban desgastados, los pistones y el cilindro del motor muy viejos, la válvula atascada, y el motor sonaba como un anciano con problemas de corazón y asma. Cuando por fin arrancaba, soltaba mucho humo negro. Tenía una fuga de combustible y de aire y eso producía un sonido extraño que se situaba entre tos y un estornudo. El Señor Lan siempre fue un hombre muy generoso, y esa generosidad aumentó drásticamente cuando consiguió su fortuna inyectando agua a la carne. Fue él quien inventó el método científico de introducir agua presurizada en las arterias pulmonares de los animales sacrificados. Con ese método se podía inyectar un cubo de agua a un cerdo de cien kilos mientras que con el antiguo apenas se podía inyectar medio cubo a una vaca. Desde ese momento, ¿cuánta agua compró la gente del pueblo cuando adquiriría la carne? Nadie lo sabía, pero estaba seguro de que era una cifra sorprendentemente alta. El Señor Lan tenía una barriga muy grande, unos mofletes muy rojos y una voz tan aguda como el repicar de una campana. En resumidas cuentas había nacido para ser un oficial rico. Estaba latente en su familia. Después de conseguir el puesto de alcalde le enseñó a todo el pueblo su método de inyectar agua presurizada y se convirtió en el líder del movimiento local de enriquecerse de forma ilegal con la carne. Algunas personas le criticaron y otras pegaron pósteres acusándole de pertenecer a la clase de terratenientes que trataba de derrocar la dictadura del proletariado de nuestro pueblo. Pero este tipo de discursos estaban anticuados. La respuesta del Señor Lan a todo eso, tal y como anunció por el altavoz del pueblo, fue: «Los dragones engendran dragones, los fénix engendran fénix y los ratones nacen únicamente para cavar hoyos».

Tiempo más tarde nos dimos cuenta de que el Señor Lan era como un maestro de kung-fu que no enseñaba todo lo que sabía a sus aprendices, alguien que siempre se guardaba algo para sí mismo. La carne del Señor Lan tenía agua inyectada como la de los demás, pero la suya parecía más fresca y tierna. La podías dejar al sol dos días y no se estropeaba, mientras que la de los demás se llenaba de gusanos si no la vendían el primer día. Por lo tanto el Señor Lan no se tenía que preocupar nunca de bajar el precio si no se vendía enseguida; su carne tenía tan buen aspecto que nunca corría el peligro de no venderse. Padre me dijo que no era agua lo que le inyectaba el Señor Lan a la carne sino formaldehído. Más tarde, cuando la relación entre el Señor Lan y mi familia mejoró, nos contó que no bastaba con inyectarle formaldehído. Para que la carne mantuviera su color y frescura también se tenía que ahumar con sulfuro durante tres horas.

Una mujer con la cabeza escondida bajo un abrigo rojo entró corriendo en el templo e interrumpió mi historia. Su entrada me recordó a la mujer que estaba en la brecha del muro hacía no mucho. ¿Dónde se había ido? A lo mejor esta mujer de rojo era la reencarnación de aquella mujer de verde. Después de entrar se quitó el abrigo y nos saludó con la cabeza. Tenía los labios morados, la cara pálida y los pelos de punta, como una gallina desplumada. La luz de sus ojos era como el gris gélido de la lluvia de fuera. La mujer debía estar helada y asustada. Ella no sabía decir lo que quería pero era obvio que tenía la mente clara. Su abrigo estaba hecho de tela barata, de la que caían gotas al suelo, tan rojas como la sangre. Una mujer, sangre, relámpagos, truenos; todos los tabúes se habían reunido a la vez. Había que echarla del templo, pero el Señor Monje estaba sentado, en reposo, con los ojos cerrados, y más quieto que la estatua con cuerpo de caballo y cabeza de hombre que se encontraba detrás de él. En cuanto a mí, yo era incapaz de echar a una mujer a la calle y dejarla en mitad de la tormenta. Además, si las puertas del templo estaban abiertas significaba que todo el mundo era libre para entrar. Por lo tanto, ¿quién era yo para echarla? La mujer estaba de espaldas a nosotros, con los brazos estirados y la cabeza girada para resguardarse de la lluvia. Empezó a escurrir su abrigo, creando riachuelos rojos que avanzaban por la tierra y se fundían con la lluvia. El color permaneció unos segundos antes de diluirse y desaparecer. Hacía mucho que no llovía así. El agua caía del tejado en cascada, y ese torrente gris rugía como una desbandada de caballos al galope. Nuestro pequeño templo se estremecía bajo la lluvia y los murciélagos chirriaban asustados. El agua se filtraba por el tejado e impactaba en la palangana de latón del Señor Monje, haciendo unos ruidos metálicos. Después de escurrir toda el agua que pudo de su abrigo, la mujer se giró y nos saludó con la cabeza de nuevo, un poco avergonzada. Le temblaban ligeramente los labios, que emitieron un sonido como el zumbido de un mosquito. Esos labios hinchados parecían uvas maduras y tenían un color mucho más atractivo que el de las mujeres que veías en el pueblo de pie junto a una farola, moviendo las piernas de forma seductora y dando caladas a un cigarrillo. También me fijé en cómo se le pegaba al cuerpo la ropa interior, que le resaltaba todas sus curvas. Sus senos eran como dos peras heladas; debían estar muy fríos. Si pudiera, pensé, y lo deseaba con todas mis fuerzas, le quitaría la ropa mojada, la metería en una bañera de agua caliente y la lavaría de la cabeza a los pies. A continuación, le ofrecería un albornoz grande y seco y la invitaría a que se sentara en un cómodo sofá mientras le preparaba una taza de té (té rojo a ser posible), con leche y le daba un panecillo caliente. Por último, después de disfrutar del té y el panecillo, se metería en la cama y se dormiría… Escuché suspirar al Señor Monje, que puso fin a mis fantasías, aunque no podía parar de mirar el cuerpo de esa mujer. Ahora se había dado la vuelta y tenía el hombro izquierdo apoyado en la puerta mientras miraba la lluvia caer. Su abrigo, que tenía sujeto en la mano derecha, parecía una piel de zorro. «Ahora sigo con la historia, Señor Monje». Mi voz sonó un poco nerviosa porque ahora tenía el doble de público.

Mi padre y el Señor Lan una vez tuvieron una terrible pelea, en la que el Señor Lan le rompió el meñique a mi padre y este le mordió y arrancó un trozo de oreja. Debido a ese altercado creció una gran hostilidad entre las dos familias. Sin embargo, después de que mi padre se escapara con Tía Burrita, mi madre entabló amistad con el Señor Lan, quien le vendió su viejo tractor semiabandonado. Además le dio clases gratis para enseñarle a conducirlo. Naturalmente eso acrecentó los cotilleos de las mujeres del pueblo y enseguida corrió el rumor de que mi madre y el Señor Lan eran amantes. Yo sabía que era mentira y preferí no hacerle ni caso. Todas esas mujeres tenían envidia de lo bien que se le daba a mi madre conducir el tractor y no había nada peor que la boca apestosa de una mujer envidiosa. De ahí solo podían salir palabras asquerosas. El Señor Lan tenía muchísimo dinero al ser el alcalde del pueblo y un espécimen que conducía con aires de superioridad su enorme camión a la ciudad para vender su carne. Además había estado con todas las mujeres del pueblo. ¿Cómo iba a sentirse atraído por mi madre si tenía el pelo alborotado, la cara más veces sucia que limpia y vestía con harapos? Recuerdo cómo le enseñó a maniobrar el tractor por la era de trilla una mañana de invierno antes de que el sol rojizo saliera en el horizonte. Una capa de escarcha cubría los montones de paja y un gallo rojo que estaba posado en el muro con el cuello estirado cacareaba con mucha fuerza. Tanto fue así que durante unos segundos no se oyeron los chillidos de los cerdos a los que estaban a punto de sacrificar. Unas nubes de humo blanco salían de las chimeneas de todas las familias del pueblo; un tren partió de la estación y se dirigió hacia el sol. Madre llevaba puesto uno de los viejos chaquetones de color caqui que mi padre había dejado en casa. Le quedaba demasiado grande, por lo que llevaba un cable rojo atado a modo de cinturón. Se sentó en el asiento del conductor del tractor y abrió bien los brazos para agarrarse al volante. El Señor Lan se sentó detrás de ella en el borde de la cabina, con las piernas abiertas y las manos sobre las de ella. Realmente se habían puesto manos a la obra. Si les mirabas por delante o por detrás veías al Señor Lan abrazando a mi madre. Aunque ella iba vestida como los mozos de carga y descarga de la estación de tren y carecía de cualquier atisbo de feminidad, seguía siendo una mujer, y eso bastaba para desatar las lenguas viperinas de algunas de las mujeres del pueblo. El Señor Lan era rico, poderoso y mujeriego. Casi todas las mujeres remotamente atractivas del pueblo habían tonteado con él en un momento dado, pero al Señor Lan no le importaba lo que dijera la gente de él. Madre, en cambio, era una mujer a la que la había abandonado su marido y como los comentarios que hacían de las viudas eran especialmente ofensivos ella sabía que debía tener mucho cuidado de no dar nada de qué hablar. Pero a pesar de eso dejó que el Señor Lan le enseñara a conducir de esa manera. En esa decisión pareció «cegarla la avaricia». El motor del tractor rugía a medida que salían pequeñas volutas de vapor del radiador y un denso humo negro del tubo de escape, lo que daba una sensación de agotamiento y fuerza a la vez. La máquina les llevaba a trompicones en círculos y parecía un buey atado al que le tienen que dar con el látigo para que siga avanzando. Las mejillas pálidas de mi madre se sonrojaron y las orejas se le pusieron tan rojas como las crestas de un gallo. Hacía un frío helador esa mañana; un frío seco que casi me congela la sangre y que se clavaba hondo y arañaba, como un gato, la piel. Sin embargo, la cara de mi madre estaba sudando y de su cabello manaba vapor. Era la primera vez que lidiaba con una máquina; de hecho, ese era su primer intento de conducir un vehículo, incluso uno tan sencillo como un tractor. Era obvio que estaba muy contenta e ilusionada. ¿Por qué si no se pondría a sudar en el día más frío del año? La belleza del brillo de sus ojos me impresionó, y era la primera vez que veía algo así desde que Padre se fue. Después de dar unas diez vueltas por la era de trilla, el Señor Lan saltó con una agilidad sorprendente dada su obesidad. Cuando Madre se quedó ahí sola conduciendo se puso nerviosa y giró la cabeza para ver dónde había ido el Señor Lan. En ese momento el tractor empezó a dar tumbos directo a una zanja. El Señor Lan empezó a gritar:

—¡Gira! ¡Gira el volante!

Madre apretó los dientes con todas sus fuerzas, contrajo los músculos de la cara y consiguió girar el tractor segundos antes de caer en la zanja. El Señor Lan anduvo de un lado a otro sin apartar la mirada de mi madre, como si tuviese una cuerda invisible alrededor del cuerpo y el otro extremo lo tuviera él agarrado. Mientras veía sus avances le iba dando instrucciones:

—Mira hacia delante, no mires a las ruedas, que no se van a caer. No te mires las manos. Son como papel de lija, no merece la pena observarlas. Eso es, móntalo como si fuera una bicicleta. Te dije antes que si atábamos a un cerdo en el asiento sería capaz de conducir. Y tú no eres un animal, eres una mujer hecha y derecha. ¡Puedes hacerlo mucho mejor! Venga, acelera, ¿de qué tienes miedo? Todas las máquinas son iguales. No la trates como una señorita, no es más que una montaña de chatarra. Bien, así se hace. Ya lo tienes. Ahora puedes conducirlo hasta casa. La mecanización es el futuro de la agricultura. ¿Sabes quién decía eso? ¿Lo sabes tú, mocoso? —me preguntó el Señor Lan mirándome a los ojos. No tenía ganas de contestarle porque hacía demasiado frío y tenía los labios congelados—. Vale, llévatelo. Como sois una viuda y un niño podéis pagarme dentro de tres meses.

Mi madre bajó del tractor de un salto, pero como no tenía suficientes fuerzas en las piernas apenas se tenía en pie. Pero el Señor Lan alargó un brazo para sujetarla.

—Ten cuidado, hermanita —dijo.

Madre se sonrojó y parecía como si quisiera decir algo pero solo fuera capaz de tartamudear. Esa inesperada alegría la dejó sin habla por un momento. Unas semanas antes le habíamos dicho al secretario del alcalde, Tío Gao, que queríamos comprar el tractor del Señor Lan pero no recibimos ningún tipo de respuesta. Yo era solo un niño pero sabía que no teníamos opciones. Mi padre le había arrancado un trozo de oreja, lo que afectaba a su aspecto. Eso hacía imposible que fuera a vendernos nada. Si hubiese sido yo le hubiera dicho: «¿Así que la familia de Tong Luo quiere comprar mi tractor? ¡Ja! Antes lo llevo hasta el río para que se oxide que vendérselo a ellos». Pero entonces, justo cuando habíamos perdido la esperanza, Tío Gao nos dijo:

—El Señor Lan está dispuesto a vendéroslo a precio de chatarra. Lo podéis recoger mañana por la mañana en la era de trilla. Dijo que después de todo es el alcalde y que es su trabajo ayudar a la gente del pueblo a prosperar. Dijo que hasta te enseñará a conducirlo.

Madre y yo estábamos tan animados que no pudimos dormir esa noche. Ella no paró de decir lo bueno que era el Señor Lan y lo malo que era el hombre con el que se había casado. Entonces empezó a insultar a Tía Burrita. Fue ahí cuando me enteré de que Tía Burrita había sido el motivo de pelea entre mi padre y el Señor Lan. Eso fue una mañana de principios de verano.

Los ojos de esa mujer eran muy grandes. Tenía un lunar con forma de renacuajo en la comisura de la boca, desde el que le salía un pelo rojizo. Me fascinó su extraña mirada, su mirada ida. Seguía con el abrigo en la mano, remangado y escurriéndolo de vez en cuando. La lluvia seguía entrando por la puerta y el agua goteaba de su cuerpo, formando un charco a sus pies. En ese momento me di cuenta de que estaba descalza. Sus pies eran muy grandes, seguramente usaba la talla 40, lo que parecía no corresponder con el pequeño tamaño de su cuerpo. Se le habían quedado pegadas unas hojas en los pies y los dedos empapados se le habían vuelto blancos. Mientras yo hablaba imaginé el origen de esa mujer. Teniendo en cuenta el tiempo y el día tan malo que hacía, ¿por qué una mujer con el pecho así de hermoso y turgente vendría a un pequeño templo en medio de la nada? Sobre todo a este, que consagraba cinco ídolos de extraordinaria potencia sexual; a este al que las generaciones de intelectuales llamaban «obscenidad». Aunque tenía muchas dudas, mi mente se llenó de imágenes cálidas. Moría por acercarme a ella y abrazarla, pero no me atrevía delante del Señor Monje, sobre todo teniendo en cuenta que había venido con la esperanza de convertirme en su discípulo y que por eso estaba contando la historia de mi vida. La mujer parecía entender lo que sentía, dado que no dejaba de mirarme, y sus labios, que estaban totalmente sellados cuando entró, se habían separado y dejaban entrever sus brillantes dientes. Eran un poco amarillentos y no estaban muy derechos pero parecían fuertes y sanos. Tenía unas cejas espesas que casi se encontraban en el medio, lo que le daba un toque alegre y exótico. No sabía si era consciente de que se estaba tirando de los pantalones, que se le pegaban a las nalgas, pero cada vez que los soltaba la tela se le volvía a pegar a la piel. Me daba lástima pero no sabía cómo ayudarla. Si yo tuviera el mando en ese pequeño templo, hubiese dejado a un lado los tabúes religiosos y la hubiera llevado a la habitación trasera para que se quitara la ropa mojada. Le hubiese dado una de las túnicas del Señor Monje y hubiese tendido su ropa en la cabecera de su cama para que se secara. ¿Pero él lo permitiría? De repente, la mujer levantó la cabeza y estornudó con fuerza. «Señora, puede hacer lo que quiera», dijo el Señor Monje con los ojos cerrados. Ella le hizo una reverencia y me sonrió. A continuación pasó por delante de mí, con la ropa remangada, y se puso detrás del ídolo Matong.

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