¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 10

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¡BOOM! 10

El delicioso aroma del congee de mijo se extendió por toda la habitación. La mujer abrió la tapa del wok y me sorprendió ver cuánto congee había, suficiente para tres personas. La mujer cogió tres cuencos negros de un rincón y los llenó con un cucharón de madera que tenía los bordes quemados. Echó uno, dos y tres cazos; uno, dos y tres cazos; uno, dos y tres cazos. Los tres cuencos estaban a rebosar y todavía quedaba mucho en el wok. Estaba asombrado, sorprendido, anonadado. ¿Todo ese congee había salido de unas pocas semillas de mijo? ¿Quién o qué era esa mujer? ¿Un duende? ¿Un demonio? Los dos zorros que se refugiaron de la tormenta en el templo entraron decididos a la habitación, atraídos por el aroma del congee . La hembra iba la primera, el macho el último y entre ellos correteaban con torpeza tres cachorros. Eran muy monos y muy tiernos. Decían que los animales solían tener a sus crías cuando hay rayos y relámpagos, y había algo de cierto en eso. Los dos zorros se sentaron al lado del wok y miraron a la mujer con ojos suplicantes y a la comida con ojos devoradores. Les sonaban las tripas; era el ruido del hambre. Los tres cachorros se colocaron debajo de la panza de su madre para que les amamantara. Los ojos del macho eran muy brillantes y tenían una expresión tan viva que parecía que fuera a hablar en cualquier momento. Sabía qué sería lo primero que diría. La mujer miró al Señor Monje, que dejó escapar un suspiro y le acercó el cuenco a la hembra. Siguiendo su ejemplo ella le acercó el suyo al macho. Los dos animales movieron la cabeza al Señor Monje y a la mujer para darles las gracias y empezaron a comer con cuidado porque el congee estaba muy caliente. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Entonces miré el congee que tenía en mis manos muy avergonzado, sin saber si podía comérmelo. «Adelante, cómelo —dijo el Señor Monje—. Sé que nunca has tenido la oportunidad de comer un congee así de bueno». Por lo tanto me sumé a los zorros y en cuestión de segundos habíamos dejado los cuencos relucientes. Los dos zorros eructaron satisfechos y salieron lentamente de la habitación. En ese momento me di cuenta de que el wok estaba vacío, de que no quedaba ni un grano de mijo. Me sentí un poco culpable pero el Señor Monje ya estaba sentado en la cama medio dormido con las cuentas budistas en la mano. La mujer estaba sentada enfrente de una estufa jugando con una barra fina de hierro. El tenue fuego alumbraba su rostro, más vivo y expresivo que nunca. Entonces esbozó una sonrisa, como si estuviera recordando algo agradable, o como si no estuviera pensando en nada en absoluto. Me froté la tripa mientras oía a las crías de zorro amamantar fuera del templo. Los gatitos del agujero del árbol estaban demasiado lejos como para oírles amamantar pero, sin embargo, creí verles. Me entraron muchas ganas de beber leche, ¿pero dónde había unos pechos para mí? No tenía nada de sueño así que para poner fin a mis deseos dije: «Señor Monje, me gustaría continuar con mi historia».

Una vez que consiguió el permiso de construcción, Madre rebosaba alegría y cotorreaba como un gorrión molinero.

—Xiaotong —me dijo—, el Señor Lan no es tan malo como pensábamos después de todo. Pensé que me tenía algo preparado pero me dio el permiso sin problemas.

Por segunda vez desenrolló el documento oficial del permiso de construcción, que tenía lacre rojo, y me lo enseñó. Luego me obligó a sentarme para hablarme de la vida tan difícil que habíamos tenido (madre e hijo) desde que Padre se fue. Irradiaba un tono triste, pero no lo suficiente para ocultar su alegría y orgullo. Tenía tanto sueño que apenas podía mantener los ojos abiertos. Se me cerraron los párpados y me dormí. Cuando me desperté, Madre estaba sentada en el suelo a oscuras, apoyada contra la pared, con una chaqueta sobre los hombros, y seguía hablando y contándome las mismas historias de siempre. Si no hubiese nacido con nervios de acero Madre me hubiese matado con su verborrea. El largo discurso de esa noche solo fue un ensayo general; la verdadera actuación empezó seis meses más tarde, la noche que se terminó la construcción de nuestra nueva casa. Era la última noche que pasábamos en la tienda de campaña que montamos en el jardín el tiempo que duraba la obra y la luz de la luna de principios del invierno iluminaba nuestra preciosa casa; era grande, majestuosa, y los mosaicos incrustados en la pared eran radiantes. Casi nos morimos del frío cuando el viento entró por todas partes en la tienda de campaña. Las palabras de mi madre se propagaron en la noche, recordándome a los intestinos de cerdo que volaban por los aires a manos de los matarifes.

—Tong Luo, Tong Luo —dijo Madre—. Sinvergüenza, hijo de puta, pensabas que no podíamos vivir sin ti, ¿verdad? ¡Pues que sepas que no solo podemos vivir sin ti sino que además hemos construido una casa grande! La casa del Señor Lan mide tres metros de altura y la nuestra mide un metro más. ¡Las paredes del Señor Lan están hechas de cemento y las nuestras están decoradas con mosaicos!

Detestaba lo vanidosa que era. Las paredes del Señor Lan podían ser muy sencillas pero la casa por dentro tenía un falso techo de madera decorado con azulejos lujosos y un precioso suelo de mármol. Nuestra casa por fuera era muy bonita pero dentro solo había cemento, todas las vigas estaban a la vista, el techo no tenía ninguna decoración, y el suelo estaba inclinado y lleno de restos de carbón. La casa del Señor Lan se podía describir con el siguiente refrán: «La carne de las empanadillas no se ve en sus pliegues». La nuestra podía describirse como: «Los excrementos del burro brillan por fuera». Un rayo de luna alumbró la boca de Madre, como si fuera un primer plano de una película. Sus labios no dejaron de moverse; le salía saliva por las comisuras. Me tapé la cabeza con la manta húmeda y caí dormido con la monotonía de sus palabras de fondo.

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