¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 11

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¡BOOM! 11

«Niño, deja de hablar». Era la primera vez que la mujer decía algo. La cadencia de su voz recordaba a la miel al caer y daba la impresión de que había sufrido mucho en la vida. Sonrió de forma misteriosa, retrocedió unos pasos y se sentó en una silla de madera de palisandro que apareció por arte de magia cuando no estaba mirando (o quizá siempre estuvo ahí). Me saludó con la mano y habló por segunda vez: «Niño, no digas nada, sé lo que estás pensando». No pude apartar la vista de su cuerpo. La observé mientras se desabrochaba lenta y dramáticamente los botones de latón de la túnica. A continuación estiró los brazos en cruz, como un avestruz cuando abre las alas, y me dejó ver su perfecto cuerpo, escondido bajo esa túnica harapienta. Me volvió loco, me embriagó el corazón y poseyó mi alma. Me pitaban los oídos, me entraron escalofríos, se me aceleró el corazón, me castañeteaban los dientes, como si estuviera desnudo en un glaciar. Sus ojos y dientes emanaron unos rayos de luz mientras se sentaba, iluminada por las llamas de la estufa y la vela. Sus pechos eran como dos mangos maduros, dos arcos que se fundían en el centro y donde yacían sus delicados pezones, que parecían dos boquitas de erizo. Me estaban llamando, pero mis piernas permanecían inmóviles, como si se hubiesen enraizado en la tierra. Miré de reojo al Señor Monje, que estaba ahí sentado de forma solemne con las manos juntas y que parecía más un muerto que un vivo. «Señor Monje», susurré con voz lastimera, como si quisiera que me diera fuerzas para salvarme a la vez que buscaba su aprobación para poder satisfacer mis deseos. Sin embargo el Señor Monje no se movió; parecía una estatua de hielo. «Niño». La mujer volvió a hablar, pero sus palabras parecían no haber salido de su boca; parecían venir de por encima de su cabeza o de su estómago. Claro, había oído historias sobre ventrílocuos que podían hablar sin abrir la boca, pero esas personas eran o maestros de kung-fu o mujeres rollizas o payasos de circo. No eran personas corrientes. Eran individuos misteriosos y extraños que uno asociaba con la magia negra y el infanticidio. «Vamos, niño». Esa voz volvió a hablar. «Debes ser fiel a tu corazón. Haz lo que te dice que hagas. Eres un esclavo de tu corazón, no eres su dueño». Pero seguía forcejeando, consciente de que si daba un paso al frente no sería capaz de volver nunca más. «¿Qué te pasa? ¿No has estado pensando en mí todo el tiempo? Si un trozo de carne tocase tus labios, ¿no te lo comerías? Yo dejé de comer carne cuando mi hermana murió, y he seguido fiel a mi promesa. Ahora, cada vez que veo carne, se me revuelve el estómago, me siento culpable y me hace recordar todo el sufrimiento que me causó en la vida. Hablar de la carne me devuelve mi autocontrol». Entonces se rio con disimulo y el sonido fue como un torrente de aire frío que sale de una profunda caverna. A continuación me dijo (esa vez estaba seguro de que las palabras salieron de su boca, que abría y cerraba con desdén): «¿Realmente piensas que si no succionas mis senos será prueba de tu virtud? Puede que no hayas comido carne en años pero siempre lo has tenido en mente. Aunque hoy optes por no succionar mis senos lo pensarás el resto de tu vida. Sé perfectamente cómo eres. No lo olvides, te he visto crecer y te conozco tan bien como me conozco a mí misma». Empezaron a brotar lágrimas de mis ojos. ¿Eres Tía Burrita? ¿Sigues viva? ¿No moriste después de todo? Era como si una agradable brisa me empujara hacia ella pero su risa burlona me lo impedía. «¿A ti qué te importa si soy Tía Burrita o no? ¿Qué más te da si estoy viva o muerta? —dijo entre risitas—. Si me quieres succionar los senos, ven aquí. Si no quieres entonces deja de pensar en eso. Si succionar los senos es un pecado entonces no lo hagas, aunque el hecho de que quieras hacerlo es un pecado más grave». Su burla despiadada me avergonzaba tanto que quería esconderme en un hoyo o taparme la cara con piel de perro. «Incluso si pudieras taparte la cara con piel de perro, ¿qué conseguirías con eso? —dijo—. Tarde o temprano tendrías que quitártela. Y si decidieras no quitártela nunca al final se pudriría, se rompería y dejaría a la vista esa cara tan fea que tienes». «¿Entonces qué me aconsejas hacer?», dije con voz suplicante. Ella se tapó con la túnica, se cruzó de piernas y dijo (ordenó): «Sigue con tu historia».

El motor helado del tractor crujía por el fuego de la goma ardiendo. Madre giró la manivela. El motor hacía ruido y salía humo negro del tubo de escape. Me puse de pie con mucha energía, aunque en realidad no quería que ella arrancara el motor. Afortunadamente se apagó de la misma manera que se encendió. Ella cambió la bujía y giró la manivela de nuevo. Al final el motor rugió con fuerza. Madre apretó la palanca y el volante de inercia hizo un ruido. Aunque parecía casi imposible, el movimiento del motor y el humo negro del tubo de escape me decían que esa vez Madre lo había conseguido. Esa mañana, a medida que el agua se convertía en hielo, teníamos que ir a la capital del condado y viajar por carreteras heladas con un viento que cortaba la respiración. Madre entró en casa y salió con un abrigo de piel de oveja puesto, un cinturón de piel, una gorra de piel de perro y una manta de algodón gris. La manta, por supuesto, la habíamos sacado de la chatarra, al igual que el abrigo y la gorra. Puso la manta por encima del tractor para protegernos del viento, se sentó en la parte delantera y me dijo que abriera la verja, que era la más bonita del pueblo. En toda la historia nunca había habido una verja como esa. Era de doble panel, de acero macizo e impenetrable; ni siquiera con una ametralladora. Estaba pintada de negro y tenía unas aldabas de latón con forma de cabeza de animal. La gente del pueblo la miraba maravillada y asombrada; los mendigos se mantenían lejos. Después de quitar el candado la empujé con todas mis fuerzas mientras el viento helador entraba en el jardín desde la calle. Estaba muerto del frío. Pero enseguida me di cuenta de que no podía dejar que me afectara. Fue en ese momento cuando vi a lo lejos a un hombre alto que caminaba hacia nosotros y que venía por donde entraban al pueblo los comerciantes de ganado. Llevaba de la mano a una niña de unos cuatro o cinco años. Se me paró el corazón. Entonces volvió a latir. Antes incluso de que pudiera reconocerle la cara supe que era Padre, que estaba volviendo a casa.

Todas las mañanas, mediodías y noches de esos cinco años que estuvimos sin Padre había imaginado su vuelta como algo increíble. Sin embargo fue algo de lo más corriente. No llevaba puesta una gorra y tenía trozos de paja pegados a su despeinado y grasiento pelo. La carita de la niña también estaba llena de paja, como si acabaran de salir de un pajar. Padre tenía la cara hinchada, sabañones en las orejas y cuatro pelos como barba. Sobre el hombro derecho llevaba una alforja de lona de color caqui abultada con una taza de cerámica atada con una cuerda. Llevaba puesto un abrigo militar sucio y viejo al que le faltaban dos botones; los hilos estaban sueltos y se seguía viendo la forma redondeada alrededor de los ojales. Sus pantalones eran de un color irreconocible y sus botas nuevas de cuero por la altura de la rodilla estaban llenas de barro, aunque la parte de arriba relucía como el charol. Esas botas me recordaron a los viejos días de gloria de Padre. Si no hubiera sido por esas botas, esa mañana su aspecto me hubiese parecido deprimente. La niña llevaba una gorra de lana con un pequeño pompón que se movía a medida que trataba de mantener el ritmo de Padre. Llevaba puesto un anorak rojo enorme que le llegaba casi por los pies y que le hacía parecer como una pelota de goma rodando por la calle. Tenía la piel oscura, los ojos grandes, unas largas pestañas, unas cejas espesas que casi se fundían en el centro y que resultaban muy extrañas en una niña tan pequeña. Sus ojos me recordaron de inmediato a la amante de Padre, la mayor enemiga de Madre, Tía Burrita. Yo no odiaba a esa mujer, de hecho me caía bien, y antes de que Padre y ella se escaparan juntos me solía encantar ir a su pequeño restaurante, donde podía darme festines de carne. Esa era una de las razones por las que me caía bien, pero no la única. Ella era buena conmigo; y una vez que descubrí que Padre y ella tenían una aventura, me sentí más cerca de ella que nunca.

No grité y tampoco hice lo que tantas veces imaginé que haría: lanzarme a sus brazos y contarle todas las terribles cosas que me habían pasado desde que se fue. Tampoco avisé a Madre de su llegada. Todo lo que hice fue quedarme a un lado de la verja completamente inmóvil, como un centinela desconcertado. Cuando Madre vio que la verja estaba abierta, empezó a mover el tractor. Llegó a la verja justo en el mismo momento que Padre y la niña.

—¿Xiaotong? —me dijo vacilante.

No contesté, y en su lugar me quedé mirando a Madre a la cara, que se había vuelto pálida, y a sus ojos, que estaban completamente idos. El tractor se tambaleó como un caballo ciego y se chocó con una esquina de la verja. Madre se cayó del tractor como si la hubieran disparado.

Padre se quedó petrificado, boquiabierto. Luego cerró la boca. Luego la volvió a abrir y luego la cerró de nuevo. Me miró con cara de culpabilidad, como si esperara que saliera en su ayuda. Miré hacia otro lado y de reojo vi que dejaba su alforja en el suelo y que le soltaba la mano a la niña. Entonces avanzó hacia Madre con pasos inseguros, y cuando se giró para mirarme una vez más yo aparté la mirada de nuevo. Por fin, se dobló enfrente de mi madre y la levantó. Los ojos de Madre seguían desconcertados y tenía la mirada perdida, como si estuviese observando a un desconocido. Padre abrió la boca (enseñando de nuevo su dentadura amarillenta) y la cerró, escondiendo los dientes. Solo salieron unos cuantos sonidos guturales. De repente, Madre alargó la mano y le arañó la cara a Padre. A continuación se escapó de sus brazos y salió corriendo hacia nuestra casa como pudo; sus piernas temblorosas parecían meros tallarines. Corrió con torpeza y en zigzag hasta la entrada principal. Cerró la puerta de un portazo tan fuerte que un cristal se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. A continuación se hizo el silencio. Luego se oyó un largo grito, al que le siguieron incesantes llantos.

Padre se quedó en medio del jardín, inmóvil como un árbol en descomposición. Estaba completamente avergonzado y, como antes, su boca se abrió y cerró, se cerró y abrió. Vi que tenía tres cortes en la mejilla. Al principio eran de un color blanquecino pero enseguida empezaron a sangrar. La niña levantó la mirada y se puso a llorar.

—Papá, estás sangrando… —gritó con una voz aguda y con un acento diferente al de nuestro pueblo—. Papá, estás sangrando…

Padre se agachó y abrazó a la niña, que le agarró fuerte del cuello y dijo entre sollozos:

—Papá, vámonos…

El tractor seguía rugiendo, como un animal herido. Me acerqué y lo apagué.

Sin el ruido del motor, los llantos de Madre y de la niña me estaban dejando sordo. Unas mujeres que se habían levantado temprano para coger agua se acercaron para ver qué pasaba. Furioso, cerré la verja de golpe.

Padre se levantó con la niña en brazos y se acercó a mí.

—Xiaotong, ¿no sabes quién soy? —me preguntó con timidez—. Soy tu padre… —Me entraron ganas de llorar y se me hizo un nudo en la garganta. Padre me acarició la cabeza y dijo—: Mira cuánto has crecido desde la última vez que te vi… —Se me salían las lágrimas de los ojos y Padre me las secó—. Sé bueno —dijo—. No llores. Tu madre y tú lo habéis hecho muy bien. Me alegra mucho ver lo bien que os habéis organizado.

Al final conseguí que me saliera una palabra de la boca:

—Papá.

Padre dejó a la niña en el suelo y le dijo:

—Jiaojiao, este es tu hermano. —La niña se escondió detrás de las piernas de mi padre mientras me miraba con timidez—. Xiaotong, esta es tu hermanita —me dijo Padre.

Esa niña tenía unos ojos muy bonitos, que me recordaban a la mujer que siempre me había cocinado carne. Me cayó bien al instante. La saludé con la cabeza.

Padre dejó escapar un suspiro y recogió la alforja que estaba en el suelo. A continuación me dio una mano a mí y otra a la niña y caminamos hacia la casa. Los llantos de Madre llegaban en oleadas y cada vez eran más estridentes; era evidente que no iban a cesar dentro de poco. Padre bajó la cabeza para pensar un minuto, llamó a la puerta, y dijo:

—Yuzhen, lo siento… He sido un marido terrible. He venido a pedirte perdón y a arreglar las cosas…

Los ojos de Padre se llenaron de lágrimas y los míos también.

—He vuelto para ayudar a que nuestra vida mejore. Quiero compartir el resto de mi vida contigo. Los hechos demuestran que tu familia sabía cómo había que vivir la vida y que mi familia estaba equivocada. Si me pudieras perdonar… Ojalá puedas perdonarme…

La sincera autocrítica de mi padre me emocionó y me desilusionó al mismo tiempo. Si hablaba en serio y se quedaba con nosotros, ¿dejaría de comer tantas cabezas de cerdo? Madre abrió la puerta con brusquedad. Se quedó en medio de la puerta, con las manos en las caderas, la cara pálida, los ojos rojos y la mirada furiosa. Padre dio un paso hacia atrás y la niña se escondió detrás de él, temblando de la cabeza a los pies.

Las palabras de Madre salieron disparadas como un volcán en erupción:

—Tong Luo, eres un sinvergüenza, ¿cómo te atreves a volver? Hace cinco años abandonaste a tu mujer y a tu hijo para escaparte con la zorra esa y vivir la buena vida. ¿Por qué vuelves ahora?

—Papá, tengo miedo… —sollozó la niña.

—Qué bonito, ¡también tienes una maldita hija! —Madre miró fijamente a la niña y añadió furiosa—: ¡Son iguales, igualitas! ¡Es una pequeña zorra! ¿Por qué no te has traído a la zorra de su madre? Como aparezca por aquí le arranco la cara.

Padre sonrió avergonzado, sin saber qué hacer.

Madre cerró otra vez la puerta y dijo desde el otro lado de la puerta:

—Vete con tu maldita hija, no quiero volver a veros en mi vida. Como ahora la zorra te ha abandonado, ¿vienes a buscarnos? Desapareced de aquí. Para nosotros, tu mujer y tu hijo, estás muerto.

Madre corrió a su habitación y rompió a llorar de nuevo.

Padre tenía los ojos cerrados y la respiración entrecortada, como si fuera un enfermo terminal.

—Xiaotong —dijo una vez que su respiración volvió a la normalidad—, cuídate. Os deseo a tu madre y a ti lo mejor. Me voy…

Me volvió a acariciar la cabeza y luego se agachó para que la niña se subiera a su espalda. Sin embargo, como era muy bajita y su abrigo demasiado grande, se resbaló y se cayó al suelo. Padre echó los brazos hacia atrás, cogió las piernas finitas de la niña y la subió por su espalda. Entonces Padre se puso de pie y se echó hacia delante, alargando el cuello todo lo que podía, como un buey en un matadero que está esperando la muerte. La abultada alforja se tambaleaba de un lado a otro debajo de su brazo, como las tripas de una vaca que colgaban en los puestos de los carniceros.

—Papá, no te vayas —grité agarrándole del abrigo—. No dejaré que te vayas otra vez. —Aporreé la puerta de la habitación de Madre y empecé a gritar—. Madre, dile que no se vaya…

—Dile que se vaya lo más lejos posible —gritó Madre desde la habitación.

Metí la mano por el hueco del cristal roto, abrí la puerta y entré.

—Entra, papá —dije—. Tienes que quedarte.

Mi padre negó con la cabeza y empezó a alejarse con la niña en la espalda. Pero le tiré del abrigo y empecé a llorar desconsolado mientras trataba de arrastrarle hacia el interior de la casa. En cuanto entramos el calor de la estufa nos envolvió. Madre seguía insultándole, pero no tan alto como antes. Cada explosión precedía a un sinfín de sollozos.

Padre bajó a la niña mientras yo cogía dos taburetes y los ponía cerca de la estufa para que se sentaran. La niña, acostumbrada a los llantos de Madre, se tranquilizó un poco.

—Papá, tengo hambre —dijo sacando cierto coraje.

Padre metió la mano en la alforja, sacó un panecillo frío, lo partió y lo puso en la estufa. El aroma del pan tostado impregnó toda la habitación. A continuación desató la taza de cerámica y me preguntó con timidez.

—Xiaotong, ¿tenéis agua caliente?

Cogí la botella térmica de la esquina de la habitación y le llené la taza con agua templada y turbia. Padre se llevó el vaso a la boca, comprobó que no estaba muy caliente, y le dijo a la niña:

—Jiaojiao, ven a beber algo de agua.

La niña me miró como si me estuviese pidiendo permiso. Enseguida le dije que sí con la cabeza. Cogió la taza y empezó a beber, haciendo mucho ruido, como si fuera una ternera sedienta. Madre salió de la habitación a toda prisa, le quitó la taza a la niña de un manotazo y cayó al suelo con fuerza, retumbando mucho. Entonces se giró y le dio una bofetada a la niña entre gritos.

—¡Aquí no hay agua para ti, pequeña zorra!

La gorra de lana salió disparada de la cabeza de la niña, que escondía dos trenzas peinadas hacia arriba con dos lazos blancos en los extremos y que estaban aplastadas por culpa de la gorra. La niña se puso a llorar y se abalanzó a los brazos de Padre, quien se puso de pie de un salto con los puños apretados. Yo sabía que estaba mal pero quería que pegara a Madre. Sin embargo, fue abriendo los puños poco a poco y abrazó con fuerza a la niña.

—Yuzhen Yang —dijo con suavidad—, sé que debes odiarme y entendería que me mataras con un cuchillo o una pistola, pero no tienes ningún derecho de pegar a una niña que acaba de perder a su madre…

Madre retrocedió unos pasos y su mirada gélida se fue suavizando. Fijó sus ojos en la cabeza de la niña y la dejó ahí durante mucho tiempo. Al final levantó la cabeza y le preguntó a mi padre:

—¿Qué le pasó?

Padre bajó la cabeza.

—No parecía nada grave —dijo—. Tuvo diarrea tres días y de repente murió…

El odio de la cara de Madre se transformó en amabilidad, aunque el enfado de su voz no había desaparecido por completo.

—Un castigo celestial, eso es lo que ha sido.

Madre fue a la otra habitación, abrió un armario y sacó un paquete de galletas que estaban envueltas en un papel completamente manchado de aceite. Lo abrió, sacó unas cuantas galletas y se las dio a Padre.

—Dáselas.

Mi padre negó con la cabeza y se negó a cogerlas.

Madre se quedó un poco desconcertada, dejó las galletas en la estufa y dijo:

—Da igual el tipo de mujer que sea, a cualquiera que acabe contigo le espera una terrible vida y una muerte cruel. La única razón por la que yo sigo viva es porque mi karma es más fuerte que el tuyo.

—La fallé a ella y te fallé a ti —dijo Padre.

—No me creo ninguna de tus palabras. No significan nada para mí. Puedes hablar todo lo que quieras que no volveré a compartir mi vida contigo. Un buen caballo no come de la misma hierba dos veces. Si tuvieras agallas no se te ocurriría venir aquí —dijo Madre.

—Mamá, déjale quedarse aquí con nosotros… —dije.

—¿No te da miedo que venda nuestra casa por cabezas de cerdo? —preguntó Madre con una sonrisa irónica.

—Tienes razón, un buen caballo no come de la misma hierba dos veces —dijo Padre con una sonrisa amarga—. Xiaotong —añadió girándose hacia mí—, vámonos a un restaurante a comer carne y beber licor. Hemos sufrido durante cinco años y nos merecemos pasarlo bien para variar.

—No voy a ir —dije.

—No hagas nada de lo que te puedas arrepentir —contestó Madre.

Madre se dio la vuelta y salió a la calle. Se había quitado la chaqueta de piel de oveja y la gorra negra de piel de perro. Ahora llevaba un chaquetón azul de pana, por el que le sobresalía el cuello del jersey rojo que producía tanta electricidad estática. Se puso derecha, echó la cabeza hacia atrás y aceleró el paso, como una yegua a la que le acababan de poner una herradura nueva.

Me sentí aliviado cuando Madre atravesó la verja. Cogí un trozo de pan tostado y se lo pasé a la niña, que miró a Padre pidiendo permiso. Él afirmó con la cabeza y la niña empezó a devorar el pan.

Padre sacó dos colillas que tenía en la chaqueta, las desenrolló y las encendió con el fuego de la estufa. El humo azulado que salía de sus fosas nasales me hizo darme cuenta de su cabello blanco, su barba gris, y de los sabañones que le supuraban en las orejas. Me acordé de aquellos días que pasábamos estimando el precio del ganado y de cuando íbamos a comer carne a casa de Tía Burrita, y me invadió una mezcla de emociones. Para no llorar delante de él me giré y le di la espalda.

Entonces, de repente, me vino a la mente la imagen del mortero.

—Papá, no tenemos nada que temer. Nadie se atreverá a ofendernos porque tenemos un cañón.

Corrí a la habitación lateral, le quité el cartón roto, levanté la pesada base y con todas mis fuerzas la llevé dando tumbos al jardín, donde la coloqué con cuidado. Mi padre salió por la puerta seguido de la niña.

—Xiaotong, ¿qué es esto?

Sin contestar a su pregunta, corrí otra vez a la habitación lateral, cogí el pesado trípode y lo dejé al lado de la base del mortero. En mi tercer viaje saqué el cañón del mortero y a continuación lo monté todo, de forma rápida y experta, como un verdadero artillero. Entonces me eché hacia atrás y dije orgulloso:

—Papá, estás delante de un mortero japonés de ochenta y dos milímetros. Es increíble, ¿verdad?

Padre se acercó lentamente al mortero, se inclinó y lo observó de forma minuciosa.

Cuando esa arma llegó a nuestra casa, estaba tan oxidada que parecía chatarra. Le quité el óxido con unos ladrillos y lo limé con papel de lija, hasta por dentro del cañón. Por último lo engrasé y recuperó el brillo y la fuerza; ahora estaba en medio de la sala como un león listo para rugir en cualquier momento.

—Papá, mira dentro del cañón —dije.

Padre acercó la cara a la boca del cañón y una luz le alumbró el rostro. Cuando levantó la cabeza vi un brillo en sus ojos. Me di cuenta de lo emocionado que estaba.

—Esto es impresionante —dijo mientras se frotaba las manos—. ¿De dónde lo has sacado?

Me metí las manos en los bolsillos del pantalón y arrastré los pies por el suelo con indiferencia.

—De un señor mayor y su mujer que nos lo trajeron en su viejo burro —contesté.

—¿Lo has usado alguna vez? —me preguntó mientras volvía a observar el interior del cañón—. Estoy seguro de que funciona. ¡Es un verdadero mortero! —dijo.

—Quería esperar a que llegara la primavera para ir al pueblo Montaña del Sur e ir a buscar al señor y a su mujer. Deben tener proyectiles y quiero comprar todos los que tengan.

¡Si alguien me ofende le destruiré su casa con este mortero! —Levanté la cabeza para mirar a Padre, le miré zalamero y dije—: Podemos empezar con la casa del Señor Lan.

Padre esbozó una sonrisa implacable y negó con la cabeza sin decir nada.

La niña terminó de comerse el trozo de pan.

—Papá, sigo teniendo hambre… —dijo.

Padre volvió dentro y salió con más trozos de pan chamuscados.

La niña estaba temblando.

—No, quiero comer galletas… —dijo.

Padre me miró avergonzado. Corrí dentro, saqué el paquete de galletas que Madre había dejado debajo de la estufa y se las ofrecí.

—Venga, come —dije.

En el momento en que la niña fue a coger el paquete, Padre la levantó en volandas, como un águila que acecha una gallina.

La niña rompió a llorar y a chillar.

—Jiaojiao, sé buena —dijo Padre intentando consolarla—. No se comen las cosas de los demás.

Ese comentario inesperado me partió el corazón.

Padre se colocó a la niña, que no paraba de llorar, en la espalda y me acarició la cabeza con la mano que tenía libre.

—Xiaotong —dijo—, ya eres grande y estoy seguro de que conseguirás muchas más cosas en la vida que tu padre. Ahora tienes ese mortero y sé que no me tengo que preocupar por ti…

Con la niña en la espalda, Padre se giró y salió por la verja. Traté con todas mis fuerzas de contener las lágrimas mientras corría detrás de él.

—Papá, ¿te tienes que ir de verdad?

Padre giró la cabeza, me miró fijamente, y dijo:

—Ten cuidado con ese mortero. Utilízalo solo cuando no te quede más remedio, no para destruir la casa de otras personas. Ni siquiera la del Señor Lan.

El trozo de tela que tenía cogido de su abrigo se me escapó de los dedos. Después de inclinarse para que su hija pudiera agarrarse mejor a su cuello, caminó por la calle helada en dirección a la estación de tren. Después de que dieran unos diez pasos grité:

—Papá.

Aunque él no se giró la niña sí lo hizo. Una sonrisa resplandeciente se esbozó en su cara, todavía con restos de lágrimas, como una orquídea en primavera o un crisantemo en otoño. Levantó la mano para despedirse de mí, lo que rasgó mi corazoncito del tamaño de un niño de diez años. Me puse en cuclillas en el suelo y me quedé mirándoles. Al cabo de unos diez minutos, la espalda de Padre y de la niña desaparecieron en el horizonte. Veinte minutos después pero justo en la dirección contraria vi a Madre acercarse corriendo con una cabeza de cerdo enorme en la mano. Se detuvo frente a mí y preguntó alarmada:

—¿Dónde está tu padre?

Miré la cabeza de cerdo con asco y señalé hacia la estación.

A lo lejos se oyó el canto de un gallo en la madrugada, débil pero nítido, y supe que había llegado el momento en el que la oscuridad total precedía al alba. El sol iba a salir pronto y el Señor Monje seguía sin moverse. En algún lugar de la habitación un mosquito zumbaba con poca energía. La vela se había consumido y la cera del candelabro se había enfriado con la forma de un crisantemo. La mujer se encendió un cigarrillo y entrecerró los ojos cuando le entró el humo en ellos. Entonces, en una repentina dosis de energía, se puso de pie y levantó los hombros, mandando la túnica al suelo como una corteza de tofu seca, amontonada de forma trágica entre sus pies. La pisó con los dos pies antes de volver a sentarse en la silla. Entonces abrió las piernas, se acarició y se pellizcó los pezones, de los que empezaron a manar riachuelos de leche. Estaba excitado y hechizado al mismo tiempo. Mientras me sentaba, observé cómo el caparazón de mi cuerpo permanecía en el taburete, como una cigarra, mientras que mi otro yo, completamente desnudo, caminaba hacia los riachuelos de leche. De repente me salpicaron en la frente y los ojos, como lágrimas nacaradas. Me entraron unas gotas en la boca y el fuerte sabor a leche maternal me invadió por completo. Mi yo desdoblado se arrodilló delante de la mujer y apoyó la cabeza, que tenía el pelo totalmente alborotado, en su tripa. Se quedó ahí durante mucho tiempo. Al final levantó la cabeza y preguntó, como si estuviese hablando en sueños: «¿Eres Tía Burrita?». Ella negó con la cabeza; luego asintió, luego suspiró y dijo: «Eres un niño muy tonto». Entonces dio un paso hacia atrás, se sentó en la silla, se agarró el pecho derecho y me metió el pezón en la boca

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