¡BOOM!

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¡BOOM! 23

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¡BOOM! 23

Varios hombres con la ropa llena de pintura empujaron un camión plataforma hasta la puerta del templo. Solo nos veían de forma borrosa porque estaban a la luz y nosotros a la sombra, pero yo les veía perfectamente. Uno, el señor mayor de espalda encorvada, farfulló: «Me pregunto cuándo dejará de comer carne esta gente». Otro hombre más bajo contestó: «Con la carne así de barata es normal que la coman todo el tiempo». «Tal y como lo veo yo el Festival de la Carne debería llamarse el Festival del Trabajador y del Derroche de Dinero», dijo otro hombre con la barbilla afilada. «Cada vez es más grande, ruidoso y se gasta más dinero. Pero ya lleva haciéndose diez años y no ha generado más negocio ni ha traído a más inversores que yo sepa. Lo que sí que trae es a gente con mucha barriga que le gusta comer como a los lobos». «Señor Huang, ¿dónde tenemos que llevar al Dios de la Carne?», le preguntó el hombre más bajo al hombre mayor encorvado. «Estos cuatro ídolos si no me equivoco proceden de un pueblo de escultores no muy lejos del Pueblo de la Matanza. Los habitantes tienen una larga tradición de fabricar esculturas de ídolos religiosos, no solo de arcilla y cáñamo, sino que también de madera. La estatua de este dios Wutong puede que la hicieran los antepasados de esos habitantes. Más adelante, durante la campaña contra la superstición, las tradiciones de los pueblos desaparecieron y los artesanos se vieron obligados a cambiar de trabajo. Algunos se convirtieron en albañiles, carpinteros o pintores de casas. Hoy día, como se están restaurando todos los templos, han recuperado su trabajo anterior». El hombre mayor echó un vistazo alrededor y dijo: «Vamos a dejarlo aquí en el templo de momento. El Espíritu Wutong le hará compañía. Uno la tiene tan grande como un caballo y el otro es un dios de la carne, una pareja perfecta, ¿no crees?». El hombre encorvado se rio de su propio comentario. «¿Pero es eso una buena idea? —preguntó Barbilla Afilada—. No puedes tener dos tigres en una montaña o dos caballos en un abrevadero, por lo que me temo que dos deidades son demasiado para un templo tan pequeño como este». El hombre más bajo le contestó: «No, estos dos no son verdaderas deidades. El Espíritu Wutong es una perdición para las mujeres guapas y he oído que este Dios de la Carne fue un niño del Pueblo de la Matanza que adoraba comer carne. Después de que les pasara algo terrible a sus padres —suspiró el cuarto hombre de cara delgada—, recorrió muchos lugares con aire misterioso y retó a la gente a comer carne. Dicen que una vez se terminó un chorizo de ocho metros, dos piernas de perro y diez rabos de cerdo. Alguien así debía convertirse en un dios». Mientras los hombres charlaban arrastraron el ídolo de arcilla (de dos metros de altura y un metro de ancho) del camión y le pusieron dos cuerdas en el cuello y en los pies. Luego le ataron dos palos, gritaron al unísono y lo cargaron en sus hombros. Los cuatro hombres se colocaron a los lados de la estatua y trataron de meter a este Dios de la Carne por la estrecha puerta del templo. Las cuerdas estaban demasiado sueltas por lo que la cabeza del ídolo golpeaba contra la entrada. De repente me sentí mareado, como si fuera mi cabeza y no la del ídolo la que estuviera recibiendo los golpes. Pero el hombre de la espalda encorvada descubrió el problema y gritó: «Bajadla, bajadla, no la arrastréis así». Los dos hombres que iban delante dejaron la estatua en el suelo de inmediato. «Este puto Dios de la Carne es muy pesado», se quejó Barbilla Afilada. «Cuida tus palabras —le avisó uno de los otros hombres—, o…». «¿O qué? —preguntó Barbilla Afilada—. ¿El Dios de la Carne me llenará la boca de carne?». El hombre mayor recogió cuerda y luego dio otra orden. Los hombres se volvieron a poner los palos en los hombros e irguieron la espalda. Levantaron el ídolo y lo metieron poco a poco en el templo; la cabeza apenas rozaba el suelo. Durante un segundo creí que se iba a dar contra la cabeza del Señor Monje, pero menos mal que los hombres de delante cambiaron de dirección. Entonces los pies del ídolo casi me dan a mí en la boca, pero esta vez la suerte la tuve yo, ya que los hombres del fondo cambiaron de dirección. Los cuerpos de esos hombres desprendían un olor a arcilla, pintura y madera. En ese momento unos funcionarios y funcionarias aparecieron en la puerta del templo con unas linternas discutiendo sobre algo. Después de unas cuantas palabras supe de qué hablaban. El Festival de la Carne de ese año se suponía que se iba a celebrar con la ceremonia de establecimiento del templo del Dios de la Carne. El espacio elegido para la construcción del templo era donde estaba el mercadillo nocturno, que seguía abarrotado de gente. Sin embargo, un funcionario de alto mando que acudió ese día al Festival de la Carne criticó la idea de construir el templo del Dios de la Carne. La funcionaria que tenía el pelo corto y un aspecto masculino dijo indignada: «Es demasiado conservador. Nos acusa de crear dioses y de fomentar la superstición. Bueno, ¿y qué? ¿No son los hombres quienes crean a los dioses? Además, ¿quién no es supersticioso? He oído que él solía ir a la montaña Yuntai para preguntar sobre su futuro y luego se arrodillaba enfrente de la estatua de Buda para hacer reverencias». Un funcionario de mediana edad dijo: «Qiao, ya basta, por favor». La joven no le hizo caso y respondió: «Me temo que el sobre rojo que le dimos no contenía suficiente dinero». El funcionario le dio una palmada en el hombro y dijo: «Camarada, he dicho que ya basta. No dejes que tu boca te meta en problemas». Pero ella siguió hablando, aunque cada vez era más difícil oír lo que decía. La luz de sus linternas se movió por todo el templo y unos rayos luminosos pasaron por la cara del Espíritu Ecuestre, la cara del Señor Monje y la mía. ¿No sabían que alumbrar a la gente a los ojos era de mala educación? Los rayos de luz pasaron por la cara de los cuatro hombres que estaban trasladando al Dios de la Carne en el templo y al final enfocaron la cara del ídolo que estaba tirado en el suelo. «¿Qué está pasando aquí? —dijo el señor mayor furioso—. ¿Por qué está el Dios de la Carne tirado en el suelo? Levantadlo, rápido». Los cuatro hombres bajaron los palos, desataron las cuerdas, se colocaron alrededor de la parte superior del cuerpo del ídolo, lo sujetaron bien y gritaron: «¡Arriba!». Hasta que el Dios de la Carne, de unos dos metros de altura, no estuvo levantado no me di cuenta de su tamaño, grandeza y de que estaba esculpido con el tronco de un solo árbol. Sabía que muchos ídolos se esculpían con madera de palisandro, pero en tiempos como estos, donde se presta tanta atención a proteger el medioambiente y los bosques, es casi imposible encontrar un palisandro así de majestuoso, ni siquiera en lugares remotos. Y aunque así fuera sería ilegal talarlo. Entonces, ¿con qué madera se hizo ese Dios de la Carne? El fuerte olor de la pintura ocultaba el tipo de madera y el olor original, lo que impedía saber su origen. Si Qiao Xiao no les hubiera hecho esa pregunta a los trabajadores yo nunca hubiera sabido de qué madera estaba hecho ese dios que tanto se relacionaba conmigo. «¿Es madera de palisandro?», preguntó. El señor mayor se rio con mordacidad: «¿Dónde podríamos encontrar palisandro?». «¿Entonces qué madera es?», siguió preguntando Qiao. El señor mayor contestó: «Sauce». «¿Has dicho sauce? Los insectos adoran los sauces. ¿No temes que los roan por completo en unos años?». «Tienes razón —dijo el hombre mayor—. El sauce no es adecuado para hacer estatuas, pero es difícil encontrar árboles así de grandes. Además, antes de empezar a esculpir le pusimos insecticida». Un funcionario joven con gafas dijo: «Las proporciones del ídolo están mal. La cabeza del niño es demasiado grande». El señor mayor dijo: «No es un niño, es un dios, y las cabezas de los dioses son diferentes de las de los humanos. Mira el Espíritu Wutong. ¿Has visto alguna vez un caballo con cabeza humana?». La linterna alumbró el Espíritu Ecuestre. Primero la cara (una cara fascinante), luego el cuello (el punto donde se unían el cuello del hombre y el del caballo de forma ingeniosa, evocando un gran erotismo) y luego se movió hacia abajo y se detuvo en los enormes genitales (dos testículos del tamaño de una papaya y un pene semidescubierto, como una pala de lavar la ropa escondida en una manga del vestido de una mujer). Escuché en la oscuridad unas risitas masculinas. La funcionaria alumbró con la linterna la cara del Dios de la Carne y dijo resoplando: «Dentro de quinientos años este niño sí que será un dios de verdad». Uno de sus camaradas, que estaba enfocando el Espíritu Ecuestre, dijo con un tono más entendido: «Este dios revela un vestigio histórico de brutalidad en la antigüedad remota. ¿Habéis oído la leyenda de Zetian Wu, la emperadora, y el Príncipe Asno?». Un funcionario contestó: «Compañero, sabemos que eres un hombre muy culto pero en vez de fanfarronear delante de nosotros por qué no te vas a casa a escribir un artículo». Qiao Xiao se giró hacia los cuatro transportistas: «Tenéis que proteger bien a este ídolo. El templo del Dios de la Carne se construirá como expresión de los deseos del pueblo de contar con una buena vida, no para fomentar la superstición. Poder comer carne todos los días es un rasgo importante de la sociedad de moderada prosperidad». De nuevo la linterna iluminó la cara del Dios de la Carne. Me concentré en la cabeza enorme de ese niño y traté de buscar algo que me recordara a mí mismo diez años atrás. Sin embargo, cuanto más miraba menos similitudes encontraba. Tenía la cabeza redonda, los ojos rasgados y medio cerrados, las mejillas hinchadas, unos hoyuelos del tamaño de una boca y dos orejas del tamaño de una mano. También me fijé en que tenía cara de felicidad. ¿Cómo demonios podía ser yo? Lo que yo recordaba de hacía diez años era dolor y pena, no alegría y felicidad. El hombre mayor le dijo al funcionario: «Jefe, hemos transportado el Dios de la Carne al templo, que es para lo que nos contrataron. Si quieres que lo cuidemos tendrás que pagarnos». Qiao Xiao contestó: «Proteger al Dios de Carne es una virtud, no un modo de ganar dinero». Los cuatro transportistas se quejaron al unísono: «¿Cómo se supone que vamos a vivir si no nos pagan por nuestro trabajo?».

La mañana de Nochevieja oí el ruido de una motocicleta y tuve el presentimiento de que ese vehículo traía noticias para nuestra familia. Estaba en lo cierto. Paró delante de nuestra verja. Mi hermanita y yo corrimos a la puerta a abrir y vimos a Bao Huang, tan sigiloso y rápido como un leopardo, venir hacia nosotros con un paquete envuelto en cáñamo. Mi hermana y yo nos colocamos a los lados de la puerta como dos botones para recibirle. Mi nariz percibió un fuerte olor procedente de ese paquete. Bao Huang nos sonrió de forma cordial, distante, humilde y un poco arrogante. Su motocicleta azul era igual que su dueño: cordial, distante, humilde y un poco arrogante, y estaba descansando a un lado de la calle. Cuando Bao Huang llegó al centro de nuestro jardín Madre salió a recibirle. A dos metros de ella estaba mi padre. Madre sonrió y dijo:

—Venga, amigo Bao Huang, entre por favor.

—Señora Luo… —dijo Bao Huang de forma educada—. El Señor Alcalde me mandó para que le diera un regalo de año nuevo.

—Oh, no podemos aceptar ningún regalo… —dijo Madre con un nerviosismo muy evidente—. No hemos hecho nada que merezca un regalo, y menos si es del mismísimo Señor Alcalde…

—Yo solo sigo órdenes —dijo Bao Huang mientras dejaba el paquete en el suelo delante de mi madre—. Ya me voy, os deseo una gran Fiesta de la Primavera.

Madre estiró los brazos como para detener a Bao Huang, pero él ya había llegado a la verja de nuestro jardín.

—De verdad, no podemos aceptarlo… —repitió Madre.

Bao Huang se giró, se despidió con la mano y luego se fue tan rápido como vino. Su motocicleta rugió justo cuando nos acercamos a él y vimos que expulsaba un humo blanco del tubo de escape. Se dirigió al Oeste y en unos segundos se adentró en la calle de la familia Lan.

Nosotros nos quedamos allí sin saber qué hacer durante cinco minutos hasta que vimos a Suzhou, el vendedor de carne asada, venir en bicicleta hacia nosotros desde la estación de tren. Su cara rebosaba alegría, lo que significaba que su negocio debía haber ido bien ese día.

—Señora Yang —gritó—, es la Fiesta de la Primavera. ¿No quieres comprar algo de cerdo asado? —Madre no le hizo caso—. ¿Para qué ahorráis tanto? ¿Para vuestra tumba? —vociferó.

—Vete al infierno —le contestó Madre—. Las tumbas son para ti y tu familia.

Una vez dicho eso Madre nos arrastró dentro del jardín y cerró la verja. Cuando estuvimos dentro abrió el paquete, que estaba mojado porque contenía una gran cantidad de marisco rojo y blanco sobre una capa de hielo. Madre lo sacó uno por uno mientras nos lo describía y explicaba a mi hermanita y a mí. Madre era una verdadera experta en mariscos aunque esos extraños alimentos nunca habían pisado nuestra casa. Al parecer Padre también los conocía, pero no nos explicó nada. En su lugar se puso en cuclillas junto a la estufa, cogió las tenazas, sacó un trozo de leña para encenderse el cigarrillo y empezó a darle caladas.

—Cuántas cosas… este Señor Lan… —Madre movió los trozos de marisco mientras se lamentaba—. «Un invitado debe hablar bien de su anfitrión y quien recibe regalos debe respetar a quien se los da».

—Ya que nos lo ha regalado comámoslo —dijo Padre de forma resolutiva—. Trabajaré para él.

La luz eléctrica iluminó nuestra casa esa noche dado que ya habíamos dejado atrás las lámparas de aceite. Celebramos la Fiesta de la Primavera bajo esa luz brillante y entre los numerosos elogios de Madre sobre la generosidad del Señor Lan y las caras avergonzadas de mi padre. Para mí esa fue la cena más copiosa de año nuevo que recuerdo. Por primera vez en nuestra vida contamos con gambas estofadas (del tamaño de un rodillo), cangrejo al vapor (del tamaño de una pezuña de caballo) y pez mantequilla frito (más grande que la mano de Padre), además de medusa y sepia, criaturas marinas que nunca había probado en mi vida.

Y esa noche aprendí algo: que había muchas cosas en el mundo tan sabrosas como la carne.

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