¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 27

Página 30 de 49

¡BOOM! 27

La lengua rígida, las mejillas entumecidas, los ojos pesados, un bostezo tras otro. Luchaba por seguir adelante y continuar con mi historia… El claxon de un automóvil me sobresaltó y me despertó. Los rayos de sol de la mañana se colaban en el templo; había excrementos de murciélago en el suelo. Una sonrisa ambigua adornaba la pequeña cara del Dios de la Carne que había frente a mí; solo mirarle me hacía sentir un orgullo que se mezclaba con remordimientos e inquietud. Mi pasado es como un cuento de hadas, o mejor dicho, una gran mentira. Le miré, me devolvió la mirada con viveza y expresividad, casi como si fuese a hablar conmigo. Sentí que podría darle vida con tan solo un soplo de aire, y enviarle fuera del templo, corriendo feliz hasta los foros de debate y banquetes de carne para comer todo lo que quisiera y participar de la discusión. Si el Dios de la Carne se parece en algo a mí entonces es alguien que puede hablar sin cesar. El Señor Monje continuaba sentado en su putuan en la posición del loto, sin cambio alguno. Me lanzó una significativa mirada antes de cerrar los ojos. Recuerdo que mi sueño fue interrumpido por punzadas de hambre en mitad de la noche, pero cuando desperté no estaba en absoluto hambriento. Ahora recuerdo cómo la mujer que se parecía a Tía Burrita me amamantaba. Me lamí los labios y de nuevo noté el sabor dulce de la leche. Era el segundo día del Festival de la Carne y había foros de debate en casas de huéspedes y restaurantes de las Ciudades Gemelas, seguidos por toda clase de banquetes. Los asadores continuaban en funcionamiento en el campo de enfrente del templo, aunque con una nueva remesa de cocineros. Por el momento, no había llegado ninguno de ellos ni ningún posible cliente. Solo el eficaz equipo de limpieza estaba levantado y trabajaba a esas horas, tan ocupado como un escuadrón de desinfección en un campo de batalla.

Mis padres me enviaron al colegio tras Año Nuevo, aunque no era usual comenzar en esa época. Pero gracias a la intervención del Señor Lan a las autoridades no les importó tenerme allí. Al mismo tiempo, inscribieron a mi hermana en la Academia de las Raíces Rojas, o como se llama ahora, parvulario.

La verja del colegio estaba justo a las afueras del pueblo, a cien metros del puente Hanlin. La que hacía tiempo había sido la mansión de la familia Lan se encontraba muy deteriorada. Los edificios, de ladrillo verde y tejas azules, proclamaron una vez las glorias de la familia Lan a todo el que posaba los ojos en ellos. En la zona, a la familia Lan no se la consideraba como ricos rurales. Algunos miembros de la generación del padre del Señor Lan habían estudiado en Estados Unidos, lo que le hacía sentir orgulloso. Cuatro letras metálicas de color rojo.

que significaban «Escuela Primaria Hanlin» estaban soldadas en el arco de hierro sobre la puerta de la verja. Cuando tenía once años me pusieron en el primer curso, por lo que era dos años mayor que el resto y les sacaba una cabeza a todos mis compañeros. Por la mañana era el foco de atención de estudiantes y profesores por igual a la hora de la ceremonia de izada de bandera, y apostaría que pensaban que era un chico de una clase de los mayores que se había colado entre ellos por error.

No estaba hecho para estudiar. Era una agonía sentarme en la escuela durante cuarenta y cinco minutos y comportarme bien. Y no solo una vez al día, sino siete veces, cuatro por la mañana y tres por la tarde. Me empezaba a sentir mareado a los diez minutos y no deseaba otra cosa que echarme y dormir. No podía oír el murmullo de la profesora ni a los alumnos recitando los temas a mi alrededor. La cara de la profesora desaparecía de mi vista y se convertía en una pantalla de cine con imágenes en movimiento de personas, vacas y perros.

Mi tutora, la profesora Cai, una mujer con cara de luna llena, el pelo como el nido de una rata, cuello corto y culo enorme (caminaba como un pato), me odiaba desde el principio, pero pronto decidió ignorarme. Enseñaba Matemáticas, que hacían que me durmiese sin poderlo evitar. Una vez me agarró por la oreja y me gritó:

—¡Xiaotong Luo!

Abrí los ojos, pero mi cerebro aún no estaba despierto.

—¿Qué ocurre? ¿Ha muerto alguien en su casa? —pregunté.

Si interpretó eso como una maldición que auguraba una muerte familiar se equivocaba. Había estado soñando con médicos que corrían por la calle con su bata blanca mientras gritaban: «¡Rápido, rápido, rápido! Alguien ha muerto en la casa de la profesora». Pero claro, ella no sabía eso, por lo que interpretó mi pregunta como una maldición contra ella. Si llego a habérselo dicho a uno de los profesores menos civilizados del colegio, me hubiesen pitado los oídos del bofetón que me hubieran dado. Pero esta profesora era una mujer educada, así que se limitó a ir al frente de la clase, con las mejillas encendidas y resoplando como una niña enferma. Se mordió el labio, y como si estuviese reuniendo valor, preguntó:

—Xiaotong Luo, hay ocho peras y cuatro niños. ¿Cómo las dividirías?

—¿Dividirlas? ¡Se lucha por ellas! Estamos en una época de «acopio primitivo». El valiente llena su estómago, el asustadizo se muere de hambre y el que tenga el puño más grande gana la pelea.

Mi respuesta causó la risa de los zoquetes de mis compañeros, quienes no podían haberlo entendido. Tan solo les gustaba mi actitud, y cuando uno empezó a reír los otros le siguieron, multiplicando las risas en la habitación. El chico sentado a mi lado, al que todos llamaban Judía Mung, se rio tan fuerte que se le escaparon los mocos de la nariz. Bajo la dirección de esa profesora tan tonta ese grupo de tontos se estaba volviendo aún más tonto. Miré a la profesora con un gesto de triunfo, pero todo lo que pudo hacer fue golpear la mesa con su puntero.

—¡Levántate! —me ordenó enfadada y con la cara enrojecida.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué debería ponerme en pie cuando el resto está sentado?

—Porque estás respondiendo a una pregunta —dijo ella.

—¿Se supone que he de ponerme de pie al contestar una pregunta? —Mi tono de voz era arrogante—. ¿No tiene televisión en casa? Si no la tiene, ¿significa eso que nunca ha visto la televisión? ¿Nunca ha visto un cerdo caminar porque nunca ha comido cerdo? Si ha visto la televisión, ¿ha visto alguna vez una conferencia de prensa? Los conferenciantes no se ponen de pie para responder preguntas, los periodistas son los que se levantan para preguntar.

Eso ocasionó más risas de los tontos de mis compañeros, que de nuevo no podían haberme entendido. ¡No tenían ni idea! Quizá veían la tele, pero solo dibujos animados, nunca programas que trataran asuntos más importantes, como yo hacía. Y nunca, ni en un millón de años, serían capaces de entender los problemas del mundo como yo. Señor Monje, incluso antes del Festival de las Linternas de ese año teníamos una televisión japonesa en color de veintiuna pulgadas con pantalla rectangular y mando a distancia. Una tele como esa hoy día se consideraría una antigüedad, pero por aquel entonces era muy moderna, y no solo en nuestro pueblo sino en ciudades como Beijing y Shanghái. El Señor Lan nos la envió a través de Bao Huang y, cuando la sacó de la caja, toda negra y brillante, alucinamos. «Es preciosa, absolutamente preciosa» fue el comentario de Madre. Incluso Padre, que rara vez mostraba alegría, dijo: «¡Mira eso! ¡Cómo narices hicieron algo así!». Incluso el poliestireno del empaquetado le sorprendía. Le parecía increíble que algo útil pudiese ser tan ligero. No significaba nada para mí, por supuesto, habíamos visto mucho cuando recogíamos chatarra y nunca le hicimos caso, ya que ninguno de los centros de reciclaje lo aceptaría. Además del televisor, Bao Huang trajo una antena y varilla de metal de quince metros revestida de material antioxidante. Cuando la levantamos en el jardín nuestra casa parecía una grulla entre gallinas, sobresaliendo de entre todas las casas de alrededor. Si hubiese podido trepar hasta arriba, habría tenido una vista aérea de todo el pueblo. Cuando las primeras imágenes aparecieron en la pantalla del televisor, nuestros ojos se iluminaron. Esa tele subía el estatus de nuestra familia a otro nivel. Y yo me volví más listo. Inscribirme en el colegio (en el primer curso) fue una broma de proporciones internacionales. El Pueblo de la Matanza podía presumir de tener dos individuos cultos e instruidos: el Señor Lan y yo. Las palabras escritas eran extrañas para mí, pero yo no era un extraño para ellas, o así lo sentía yo. Hay muchas cosas en este mundo que no necesitan ser estudiadas para que se aprendan, al menos no en el colegio. ¡No me digas que has de ir al colegio para ser capaz de dividir ocho peras entre cuatro niños!

Mi respuesta dejó a la profesora sin palabras. Vi algo en sus ojos que brillaba y al final supe que eran lágrimas. Eso me asustó, aunque no lo suficiente como para no desear que se deslizaran por sus mejillas. Estaba orgulloso de mí mismo, pero también me paralizó un poco. Sabía que un niño que hacía llorar a su tutora sería visto como una mala hierba, aunque paradójicamente la gente sabría que tendría un brillante futuro y un sinfín de posibilidades. Si su desarrollo iba en la dirección adecuada un niño así tendría garantizado un puesto oficial; si no, estaríamos hablando de un criminal en potencia. Pero de un modo u otro, sería alguien especial. Es triste decirlo, pero gracias a Dios esas lágrimas no brotaron de los ojos de la profesora.

—Sal del aula —dijo con suavidad al principio. Entonces su voz cambió a un tono más estridente—. ¡Saca tu culo rodando de aquí! —gritó.

—Una pelota es lo único que puede salir rodando de aquí, profesora, excepto un erizo cuando se convierte en bola. Yo no soy una bola, y no soy un erizo, soy un humano, así que puedo salir de aquí andando o corriendo o, por supuesto, gateando.

—Entonces sal gateando.

—Pero tampoco puedo hacer eso —dije—. Si no hubiese aprendido aún a andar, entonces tendría que gatear. Pero soy un chico grande, y si empiezo a gatear significará que he hecho algo mal, pero como no he hecho nada mal no puedo salir gateando de aquí.

—Tan solo vete, vete… —gritó tanto que casi se queda afónica—. Xiaotong Luo, me enfadas tanto que podría estallar… Tú y esa perversa lógica tuya…

Al final ese brillo de sus ojos se convirtió en lágrimas y rodaron por sus mejillas, lo que creó de pronto un sentimiento tan triste en mí que mis ojos también se humedecieron. Bajo ninguna circunstancia iba a dejar que cayeran lágrimas por mis mejillas, no si quería conservar mi dignidad frente a los tontos de mis compañeros y no perder la última pizca de valía en mi batalla verbal con la profesora. Así que me levanté y salí de la clase.

Crucé la verja y fui hacia el puente Hanlin, donde me asomé a la barandilla para ver el agua verde que avanzaba por debajo. Entonces vi pequeños peces negros nadando, no más grandes que las larvas de mosquito. El número se redujo cuando un pez más grande les atacó con la boca abierta. Me vino a la cabeza una frase que oí una vez: «El pez grande se come al pequeño, el pequeño come gambas, las gambas comen cieno». La única manera de evitar que te coman es ser más grande que el resto. Yo sentía que ya era uno de los grandes, pero no lo suficiente. Tenía que crecer, y rápido. Mi mirada se detuvo en un grupo de renacuajos, una masa negra y compacta moviéndose por el agua, como una nube negra. ¿Por qué el pez grande se había comido los peces pequeños pero no los renacuajos? ¿Por qué la gente, los gatos, los martín pescadores con sus picos largos y colas cortas, y muchas otras criaturas comían peces pequeños pero no renacuajos? Básicamente, supuse, porque no están ricos. ¿Pero cómo saber que no están ricos si nunca los hemos probado? Una vez más básicamente por su aspecto. Las cosas feas no están ricas. Por otro lado las serpientes, los escorpiones y los saltamontes son feos y aun así la gente mata por ellos. Nadie comió escorpiones hasta 1980, cuando la gente empezó a considerarlos comida de gourmet y se encontraban en las mesas más elegantes. Yo los probé por primera vez en uno de los banquetes del Señor Lan. Quiero que todo el mundo sepa que, tras nuestra visita de Año Nuevo a casa del Señor Lan, me convertí en un invitado habitual de su casa y pasé mucho tiempo libre allí, solo o con mi hermana. Sus perros guardianes nos trataban como a uno más de la familia: cuando cruzábamos la verja, nos saludaban meneando la cola en lugar de con ladridos amenazantes. Pero volvamos a mi pregunta: ¿por qué la gente no come renacuajos?, ¿puede ser por su aspecto de moco resbaladizo? Pero también lo tienen los caracoles y a la gente les encantan. ¿O es porque los renacuajos vienen de los sapos y los sapos son venenosos? Pero los renacuajos también vienen de la rana, y muchos consideran la rana un manjar. Y no solo las personas. Había una vaca en nuestro pueblo a la que le encantaban las ranas. ¿Así que por qué la gente no se come los renacuajos que se convertirán en ranas? No le encuentro el sentido, y no puedo evitar pensar que el mundo es un lugar muy extraño. Pero si hay algo que sí sé es que solo los niños bien instruidos como yo se planteaban estos temas tan complejos. Tenía muchas preguntas, no porque careciese de conocimiento, sino porque lo poseía. No pensaba mucho en mi tutora, pero me alegraba que me hubiese dicho eso de «lógica perversa». Consideraba que era un comentario bastante justo. Lo que sonaba como un insulto era, en realidad, un elogio. Mis compañeros conocían el significado de solo una parte: «perverso», pero era imposible que entendieran el concepto de «lógica perversa». Si iba más allá, ¿cuántas personas en el pueblo conocían el significado de «lógica perversa»? Yo lo hacía, y sin necesidad de un profesor. En esencia, la lógica perversa era un modo perverso de pensar las cosas.

Después de mi lógica perversa asociada a los renacuajos empecé a pensar en golondrinas. En realidad, la idea de las golondrinas no surgió de la nada. Fue porque había unas cuantas volando sobre el río en ese momento y eran muy bonitas. Algunas rozaban la superficie, levantaban pequeñas olas con los vientres y mandaban ondas hacia la orilla. Otras permanecían en la orilla y enterraban sus picos en el lodo. Era la temporada de hacer sus nidos; los albaricoqueros estaban en flor y los capullos de los melocotoneros esperaban a convertirse en flores. Había hojas nuevas en los sauces llorones de la orilla del río, y el aire traía el sonido de los cucos desde lejos. Todo el mundo sabía que era tiempo de siembra, pero nadie en el Pueblo de la Matanza cultivaba más las tierras; era un modo sofocante y agotador de vivir a duras penas. ¿Quién sería tan idiota de estar dispuesto a hacer eso? Desde luego que en el Pueblo de la Matanza no había idiotas y los terrenos se habían dejado en barbecho. Cuando mi padre regresó a casa planeó ponerse a trabajar la tierra, pero nunca lo hizo. El Señor Lan le dio la responsabilidad de encargarse de la planta de empaquetado de carne, mientras él era el presidente y director de la empresa matriz, la recién creada Corporación Huachang.

La planta de Padre estaba a unos doscientos metros del colegio, a escasa distancia del puente. Aunque al principio los edificios eran talleres de confección, se habían reconstruido para servir de mataderos. Cualquier criatura, excepto los humanos, que entrase en uno de esos edificios, entraba viva y salía muerta. A mí me interesaba mucho más la planta que el colegio pero Padre no dejaba que me acercase. Tampoco Madre. Él era el jefe de la planta, ella su contable, y muchos de los matarifes del pueblo su mano de obra.

Me encaminé hacia la planta. Después de que me echaran de clase sentí un ligero malestar porque consideraba que había cometido un pequeñísimo error, pero solo fue durante unos segundos. Ese sentimiento desapareció mientras paseaba en ese maravilloso día de primavera. Qué estúpido era quedarse encerrado en un aula escuchando a un profesor hablar durante esa hermosa estación. Igual de estúpido que salir día tras día a labrar la tierra sabiendo que tan solo te endeudaría más. ¿Por qué tenía que ir al colegio? Los profesores no sabían más que yo, quizá hasta sabían menos. Y mientras yo sabía cosas prácticas y útiles, todo lo que ellos sabían era inútil. El Señor Lan había acertado en todo, menos cuando les dijo a mis padres que me enviaran al colegio. También fue un error apuntar a mi hermana al parvulario. Me sentí tentado de ir a rescatarla de su sufrimiento y explorar los secretos de la naturaleza con ella. Podríamos pescar en el río con nuestras propias manos, trepar árboles y cazar pájaros; podríamos recoger flores silvestres en campos abiertos. No había un límite de cosas que podíamos hacer y cualquiera era mejor que estar en clase.

Elegí un lugar oculto tras uno de los sauces de la orilla y examiné la planta de Padre, un enorme recinto rodeado por un muro alto coronado con alambre de espino. Parecía más una prisión que cualquier otra cosa: filas de naves con techos altos se levantaban tras los muros, con otra fila de edificios bajos en el extremo suroeste frente a la enorme chimenea que liberaba un denso humo hacia el cielo. Eso, sabía, era la cocina de la planta, el origen del olor a carne que con frecuencia llenaba mi nariz, incluso cuando estaba sentado en clase. Cuando eso ocurría, mi profesora y mis compañeros dejaban de existir; mi mente se llenaba de bellas imágenes de carne que despedía oleadas de una fragancia intensa a medida que se alineaba sobre un camino pavimentado de pasta de ajo y cilantro y otras especias, presentándose ante mí. Podía olerlo ahora. No tenía problema en diferenciar el olor a ternera, a cordero y a cerdo y perro también, y cuando lo hacía, preciosas imágenes se materializaban en mi cabeza. Sí, en mi cabeza, donde la carne siempre tenía forma y lenguaje; la carne es algo vivo con gran poder evocador con quien mantengo una estrecha relación. Esa carne me llama: «Vamos, cómeme Xiaotong, y rápido».

La puerta estaba cerrada, a pesar de ser mediodía. Al contrario que la del colegio, que estaba hecha con barras de hierro muy finas y con huecos tan anchos como para que entrase un ternero, esta era una puerta robusta de doble panel hecha de láminas de hierro y que requeriría un par de jóvenes fuertes para abrirla y cerrarla; dos acciones extremadamente ruidosas. Después, cuando la vi abrirse y cerrarse me di cuenta de que era tal y como yo pensaba.

El olor a carne me llevó desde la orilla del río y a través del ancho camino pavimentado, donde saludé a un perro negro que estaba dando un paseo. Levantó la mirada y me observó con los ojos de un anciano triste, y después siguió su camino hacia un edificio a un lado de la carretera, se giró y se tumbó en la entrada, donde había una señal de madera pintada de blanco con letras rojas, colgada de una pared de ladrillo. No conocía esas palabras, pero ellas me conocían a mí. Sabía que el lugar era la nueva estación de inspección de la planta. Toda la carne de la planta de Padre pasaba por ahí. Una vez que recibía el sello azul de aprobación, se ponía en camino hacia los mayoristas de todo el condado, la provincia y más allá. No importaba dónde fuese, el sello era todo lo que necesitaba para ser vendida en el mercado.

Apenas paré en ese edificio, ya que no tenía nada especial dentro. Miré a través de una de las sucias ventanas y vi un par de escritorios y varias sillas desperdigadas. Todas eran nuevas y todavía no les habían limpiado el polvo de fábrica. Un desagradable olor a pintura se escapó a través de los huecos de las ventanas y me entraron ganas de estornudar.

Pero la razón principal por la que decidí no entretenerme fue el cautivador olor a carne que pendía en el aire. Cierto es que después del Festival de la Primavera los platos de carne dejaron de escasear en nuestra mesa, pero la diabólica atracción de la carne creaba un apetito insaciable, parecido al efecto que causan las mujeres en los hombres. Puedes atiborrarte hoy de carne y seguir ansiando más mañana. Si una sola comida con carne satisficiese los apetitos de la gente para siempre, la planta de empaquetado de carne de Padre tendría que cerrar. No, el mundo es como es porque la gente está acostumbrada a comer carne, y su naturaleza les hace volver a ella comida tras comida.

Ir a la siguiente página

Report Page