¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 28

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¡BOOM! 28

Habían montado cuatro puestos con asadores enfrente del templo y los cuatro cocineros de caras enrojecidas y con sombreros de chef estaban de pie debajo de unas sombrillas blancas. También habían montado más puestos en el campo del lado norte de la carretera, donde las filas de sombrillas me recordaban a la playa. Al parecer, hoy prometía ser un día más importante que el de ayer, con un gran número de personas que querían comer carne, que tenían la capacidad de hacerlo y podían permitírselo. A pesar del bombardeo diario en los medios contra la dieta cárnica y de que nos animaran a reemplazarla por una de verduras, ¿cuánta gente estaría dispuesta a prescindir de comer carne? Mire, Señor Monje, aquí llega Laoda Lan. Es un conocido mío, aunque aún necesitamos una oportunidad de hablar. Pero ese día llegará, estoy seguro, y pronto nos convertiremos en amigos. En palabras de su sobrino, el Señor Lan: «La amistad entre nuestras familias se remonta hasta generaciones pasadas». Si no fuera por el abuelo de mi padre, que con mucha valentía se enfrentó al peligro de llevarles a él y a sus hermanos en carro de caballos a través del bloqueo y dejarles en la zona nacionalista, no hubiese habido gloria para sus descendientes. Laoda Lan ejerce un enorme poder, pero yo, Xiaotong Luo, soy un hombre con una experiencia única. Solo hay que mirar al Dios de la Carne que está ahí. Ese soy yo de joven. Mi yo joven ha sido transformado en Dios. A Laoda Lan le traían en un palanquín decorado como los palanquines de Sichuan y cada paso estaba marcado por una serie de lánguidos chirridos. Un niño gordo profundamente dormido, que babeaba mientras roncaba de manera ruidosa, iba en otro palanquín detrás. Los guardaespaldas estaban al frente y en la zona posterior y había también una pareja de leales niñeras de mediana edad. Bajaron el palanquín de Laoda Lan para que él pudiese descender. Había engordado desde la última vez que le vi, y tenía ojeras. Ya no era tan enérgico como antes. El segundo palanquín tocó el suelo, pero el niño siguió durmiendo. Las niñeras fueron a despertarle, pero Laoda Lan las detuvo levantando una mano, fue de puntillas hasta el niño, sacó un pañuelo de seda de su bolsillo y le limpió la baba. El niño despertó y le dirigió una mirada vacía antes de abrir la boca y empezar a llorar. «No llores —dijo Laoda suavemente—, buen chico». Pero siguió llorando, así que una de las niñeras giró un pequeño tambor chino de color rojo para hacer un redoble. El niño se lo arrebató, lo giró un par de veces y lo tiró. Más lágrimas. La otra niñera le dijo a Laoda Lan: «El joven maestro ha de estar hambriento, señor». «¡Entonces conseguidle carne!». Viendo la posibilidad de negocio, los cuatro cocineros golpearon sus utensilios de cocina y gritaron.

«Barbacoa, ¡barbacoa mongola!.

¡Barbacoa de kebab de cordero, genuinos kebabs de cordero Xinjian!.

¡Ternera teppanyaki!.

¡Ganso a la parrilla!».

Tras un movimiento de mano de Laoda Lan, los guardaespaldas gritaron al unísono: «Uno de cada, ¡y rápido!».

Cuatro fuentes grandes de olorosa, humeante y grasienta carne fueron llevadas hasta una de las niñeras, quien con mucha rapidez abrió una mesa plegable y la colocó enfrente del niño. La otra mujer le puso un babero rosa con un precioso osito bordado. La mesa era lo bastante grande para dos fuentes, así que los guardaespaldas sostuvieron las otras dos, esperando a reemplazar las dos primeras tan pronto como se vaciaran. Las niñeras se pusieron a cada lado del niño para ayudarle a comer, lo que hizo sin cubiertos, utilizando solo las manos. Agarraba la carne, trozo tras trozo, y se la metía en la boca. Sus mejillas sobresalían tanto que no podía verle masticar, pero notaba el trozo de carne abriéndose paso por su alargado cuello como un ratoncillo. Siempre me he considerado un campeón entre los carnívoros, y ver cómo comía ese niño era como ver a mi gemelo carnívoro, aunque yo había hecho la promesa de no volver a probarla. El niño era un genio comiéndola, mucho más de lo que yo lo era de joven. Yo podía comerla, pero tenía que masticarla un poco antes de tragar. Ese niño de cinco años no masticaba, él literalmente la engullía. Dos fuentes grandes se acabaron enseguida; reconozco que se había ganado mi respeto. No importa cuán bueno seas, siempre hay alguien mejor. ¡Qué gran verdad! Las niñeras retiraron las fuentes vacías; los guardaespaldas acercaron las dos siguientes y las colocaron en la mesa frente al niño, que no perdió el tiempo y agarró un muslo de ganso y lo mordió. Sus dientes eran tan afilados que desgarraban tendones mejor que cualquier cuchillo. Los ojos de Laoda Lan no dejaban de mirar la boca del niño, que comía decidido. Por puro reflejo, la boca de Laoda se movía a la vez que la suya, como si ambos masticaran la comida. Ese movimiento mostraba sus profundos sentimientos hacia el niño. Tan solo la carne de tu carne puede inspirar tales emociones. En ese momento llegué a la conclusión de que el joven carnívoro era el hijo de Laoda Lan y el ahora anacoreta Shen Yaoyao.

Mientras reflexionaba sobre la relación entre el hombre y la carne, llegué a la entrada de la planta de empaquetado de Padre. La puerta principal estaba cerrada al igual que una pequeña puerta lateral. Llamé y la puerta hizo un ruido escandaloso y aterrador. Como aún era hora lectiva, Padre y Madre no se hubiesen alegrado de verme, no importaba la excusa que me inventara. El Señor Lan ya había envenenado sus mentes haciéndoles creer que solo acudiendo al colegio podría estar por encima de los demás, algo que daban por sentado. Ellos no podían entenderme, incluso si les revelaba todo lo que pasaba en mi cabeza. Ese es, en esencia, el agónico coste de la genialidad. Ese no era el momento de estar en la planta de mi padre, pero me sentía indefenso ante el olor de la carne que me llamaba desde la cocina. Miré hacia el soleado cielo azul y comprobé que aún no era la hora del almuerzo en casa del Señor Lan. ¿Por qué ir a su casa a almorzar? Porque ni Padre ni Madre almorzaban en casa. Tampoco el Señor Lan. En vez de eso, tenía a la nuera de Biao Huang haciendo la comida mientras cuidaba de su esposa enferma. La hija del Señor Lan, Tiangua, estaba en tercer grado. Nunca me había fijado mucho en esa niña de pelo claro, aunque eso ahora había cambiado por la simple razón de que era una idiota. Sus pensamientos eran totalmente superficiales y si fallaba una respuesta en un examen se echaba a llorar, la muy boba. Jiaojiao se vino conmigo a comer a casa del Señor Lan. Ella también tenía talento. Y, como yo, tenía la costumbre de quedarse dormida en clase. Y como yo, si no comía carne, aunque fuese en una comida, la dejaba sin fuerzas. No era el caso de Tiangua, quien no solo no comía carne sino que además nos llamaba lobos hambrientos cuando veía cuánto la disfrutábamos nosotros. Con esa patética cara de vegetariana, nosotros la llamábamos cabra. La esposa de Biao Huang, una mujer inteligente de piel clara y ojos grandes, llevaba el pelo corto y tenía una boca bonita; labios rojos y dientes blancos. Siempre estaba sonriendo, incluso cuando estaba sola en la cocina fregando los platos. Sabía que Jiaojiao y yo estábamos allí para comer, pero como Tiangua y su madre eran su prioridad, preparaba sobre todo comida vegetariana, con algún plato de carne de vez en cuando, siempre sosa, cocinada con prisa. Sobra decir que comer en casa del Señor Lan no era una delicia, pero estaba bien, ya que la carne nos esperaba en casa para cenar. Los cambios en nuestras vidas durante los seis meses tras el regreso de Padre fueron monumentales. Cosas con las que no me había atrevido a soñar en el pasado se habían hecho realidad. Tanto él como mi madre eran personas distintas y cosas que habían sido motivo de pelea en el pasado ahora no tenían importancia. Sabía que su transformación se debía a nuestra nueva relación con el Señor Lan. Lo cierto es que una persona se vuelve como su entorno. Aprendes de aquellos cercanos a ti. Si es una bruja, aprendes los bailes de una hechicera.

Aunque la mujer del Señor Lan estaba enferma, se las ingeniaba para mantener su aplomo todo el tiempo. Nunca nos dijeron qué le ocurría, pero tenía un aspecto pálido y enfermizo, y era extremadamente frágil. Para mí, si tuviera que compararla con algo, lo más exacto sería hacerlo con una patata en un sótano húmedo. A menudo escuchábamos llantos que venían de su habitación, pero paraban en seco cuando oía nuestros pasos. Jiaojiao y yo la llamábamos Tía. Nos miraba con cara rara y hacía un amago de sonreír en las comisuras de la boca. No pudimos evitar darnos cuenta de que Tiangua no se comportaba como una hija obediente con ella, era casi como si no fuese su verdadera madre. Yo era muy consciente de que esas relaciones misteriosas a menudo se daban en los hogares de la gente más influyente, y el Señor Lan era un hombre importante en cuya casa pasaban cosas que la mayoría de la gente nunca podría entender.

Así que dejé atrás la pequeña puerta de hierro de la planta, con los pensamientos galopando por mi mente como caballos salvajes, y me fui acercando a la cocina pegándome al muro. Cuando la distancia entre la carne que estaban cocinando dentro y yo disminuyó, el aroma se intensificó y pude visualizar los pedazos de la maravilla que se estaba guisando en la gran olla. El muro era tan alto que parecía echarse sobre mí cuando me quedé ahí mirando hacia arriba. Ni siquiera un adulto (no digamos un niño de mi altura) podría subir un muro tan alto, sobre todo porque estaba coronado con alambre de espino. Aunque, como dicen, si quieres puedes. Justo cuando estaba a punto de rendirme, me fijé en una alcantarilla que salía de la cocina. ¿Estaba sucia? Por supuesto; era una cloaca. Cogí una rama caída y abrí un hueco entre una masa desagradable de pelo de cerdo y plumas. Cualquier agujero lo suficiente grande para meter la cabeza, lo sabía por experiencia, bastaría para entrar gateando, ya que esa es la única parte del cuerpo que no se puede hacer más pequeña. Usando la rama caída como medidor, comprobé que el agujero era más grande que mi cabeza, pero antes de apretujarme dentro me quité la chaqueta y los pantalones, después esparcí arena en la alcantarilla para no mojarme. Miré a mi alrededor. No había gente en la calle, un tractor acababa de pasar y un carro de caballos estaba demasiado lejos para ver qué me traía entre manos. No podía pedir un momento mejor para entrar. Pero aunque era más grande que mi cabeza, abrirse paso por ese pequeño agujero no iba a ser nada fácil. Metí barriga y colé mi cabeza dentro. Una mezcla de olores subió por la cloaca, así que contuve la respiración para mantener ese aire fétido fuera de mis pulmones. A mitad de tramo mi cabeza se quedó atascada y me aterré. Pero fue solo un momento. Tenía que mantener la calma, porque sabía que los pensamientos de pánico hacen que te crezca la cabeza; entonces sí que me hubiera quedado atascado. Si hubiese sucedido eso, mi vida habría terminado en esa cloaca, y la muerte de Xiaotong Luo hubiese sido un terrible desperdicio. Mi primera reacción fue intentar sacar la cabeza. No funcionó. Supe entonces que tenía un problema, pero mantuve la calma y giré la cabeza hasta que sentí que se aflojaba un poco. Después estiré el cuello para liberar mis orejas, y tras hacerlo supe que había pasado la peor parte. Ahora todo lo que tenía que hacer era mover mi cuerpo un poco, y podría llegar al otro lado. Así lo hice, y un momento después estaba dentro de la planta de Padre. Tras dejar mi ropa en un trozo de alambre que encontré, me limpié la mayor parte de suciedad del cuerpo con un poco de hierba y me vestí. Entonces recorrí en cuclillas el estrecho camino que iba desde el muro de ladrillo a la cocina. Cuando llegué a la primera ventana, los aromas de la carne me envolvieron, casi como si estuviese sumergido en un caldo pegajoso de carne.

Con un trozo de metal oxidado forcé los dos paneles de la ventana hasta que logré abrir el último obstáculo de visión del interior. Una explosión de aromas me golpeó cuando, a unos cinco metros de la ventana, una olla enorme encima del fuego llamó mi atención. La sopa hervía con tal fuerza que casi se escapaba por los lados. Biao Huang, en bata blanca y manguitos, entró en la cocina. Nervioso, me escondí tras la ventana para que no me viese. Biao Huang agarró un gancho largo y movió la mezcla de la olla, sacando a la superficie trozos de rabo de buey, manitas de cerdo, una pata de perro y otra de cordero. Cerdo, perro, vaca y cordero juntos en una olla. Sus olores se mezclaban convirtiéndose en una fragancia profunda, a pesar de que podía diferenciar los olores individuales.

Biao Huang atrapó una manita de cerdo y le echó un vistazo. ¿Qué estaba mirando? Estaba blanda y completamente cocinada, y se recocería si la dejaba dentro más tiempo. Pero volvió a echarla, agarró la pata de perro e hizo lo mismo, aunque esta vez la olisqueó. ¿Qué haces, imbécil? Está lista para comer, así que baja el fuego antes de que se ablande. Después vino la pierna de cordero, y una vez más la examinó y la olió. ¿Por qué no la pruebas, estúpido? Satisfecho por fin de que se hubiera cocinado lo suficiente, apartó la leña a medio quemar y la metió en un cubo de metal lleno de arena, del que escapó humo blanco y mezcló el olor de la carne con el de las ascuas. Ahora que el fuego había desaparecido, el estofado ya no burbujeaba, aunque aún había algunas ondas entre los trozos de carne, cuyo murmullo se había suavizado mientras esperaban a ser comida. Biao Huang sacó una pierna de cordero con el gancho y la puso en una bandeja de metal detrás del fogón pequeño que estaba junto al anterior. Después añadió una pata de perro, dos trozos de rabo de buey y una manita de cerdo. Ahora, liberados del resto de la carne, esos trozos gritaban felices y me saludaban. Tenían unas manos pequeñas, del tamaño de las patas de un erizo. Lo que ocurrió a continuación fue, cuando menos, divertido. Biao Huang fue hacia la puerta y miró a ambos lados, después regresó cerrando la puerta tras de sí. Sabía que el bastardo estaba a punto de abalanzarse y comerse toda la carne que me estaba esperando a mí. Una punzada de celos creció en mi interior. Pero Biao no hizo nada de eso. No tomó ni un solo bocado, lo que en principio supuso un alivio. En su lugar acercó un taburete a la olla, se subió a él, se desabrochó los pantalones, sacó su perversa herramienta y soltó un chorro de pis amarillo en el guiso.

La carne gritó y se apiñó, intentando ocultarse. Pero no había escapatoria. El poderoso chorro la sometió a una terrible humillación. Su olor cambió. Los trozos se encogieron y sollozaron. Cuando él terminó, volvió a meterse la herramienta ahora aliviada en los pantalones, bajó del taburete sonriendo y agarró una paleta que hundió en la olla para mezclar la carne que lloriqueaba y daba vueltas en la fétida sopa. Tras sacar la paleta, Biao Huang cogió un cazo de cobre, recogió algo de líquido y se lo llevó a la nariz. Con una sonrisa de satisfacción dijo en voz alta:

—Perfecto. Ahora, cabrones, podéis comeros mi pis.

Abrí la ventana, con intención de gritar y trasladarle mi ira. Pero el grito se ahogó en mi garganta. Me sentía mancillado y lleno de un odio extraño. Sorprendido, Biao Huang soltó el cazo, se giró y me miró. Su cara enrojeció, sonrió y soltó una siniestra risita.

—Oh, eres tú, Xiaotong —dijo—. ¿Qué haces aquí?

Le miré sin contestar.

—Muy bien, jovencito, ven aquí —dijo moviendo la mano—. Sé lo mucho que te gusta la comida, así que hoy puedes comer tanta como quieras.

Entré por la ventana y aterricé en el suelo de la cocina. Biao Huang abrió una banqueta plegable para que me sentara, la puso junto al taburete en el que se había subido y colocó una bandeja sobre este. Se le dibujó una sonrisa maliciosa, tomó el gancho y sacó la pierna de cordero de la olla, de la que goteaba salsa al servirla.

—Come —dijo tras dejarla en la bandeja—. Come todo lo que puedas. Aquí tienes una pierna de cordero. Hay pata de perro, manitas de cerdo y rabo de buey. Elige lo que quieras.

Bajé la mirada hacia la cara de tortura de la pierna de cordero.

—Lo he visto todo —dije con frialdad.

—¿Qué has visto exactamente?

—Todo.

Biao Huang se rascó el cuello y dejó escapar otra risita.

—Odio a esa gente —dijo—. Vienen aquí cada día a por comida gratis, y les odio. No tiene nada que ver con tus padres…

—¡Pero ellos también se lo comen!

—Sí, lo harán —dijo con una sonrisa—. Los sabios dicen «ojos que no ven, corazón que no siente». ¿No estás de acuerdo? A decir verdad, el añadirle orina hace la carne más fresca y tierna. Lo que viste como orina es realmente un maravilloso vino para cocinar.

—Entonces cómetelo tú.

—Eso supone un problema fisiológico, ya que las personas no deben beber su propia orina —rio—. Pero ya que has visto lo sucedido, supongo que no puedo esperar que comas nada de esto. —Volvió a dejar la pierna de cordero en la olla y después tomó la bandeja con la carne que había separado antes de hacer pis, colocándola frente a mí—. Viste que separé esta carne antes de añadir el «vino para cocinar», amigo, así que puedes comerla sin problemas. —Después cogió un bol con ajo, hizo una pasta con él sobre la tabla de cortar y lo puso delante de mí—. Moja la carne en esto. Tu tío Huang cocina la mejor carne del mundo. Bien cocinada sin estar blanda, sabrosa sin estar grasienta. Me contrataron solo por una razón; para que ellos pudieran disfrutar de la carne que preparo.

Miré la bandeja que rebosaba de alegría, observé las caras de emoción, maravillado ante las manitas que se agitaban como los tirabuzones de una vid, y escuché el agradable zumbido de lo que decían, conmoviéndome el alma. Más que hablar, susurraban, pero lo que decían estaba claro, cada palabra era una joya del lenguaje. Me llamaban y se describían como trozos maravillosos, me revelaron lo puro y honesto que era, y me hablaron de su juventud y belleza: «Fuimos una vez parte de un perro o una vaca o un cerdo o un cordero —decían—, pero después de que nos lavaran tres veces y nos pusieran a hervir durante tres horas, somos ahora seres vivos independientes con poder para pensar y, por supuesto, para sentir. La sal nos dio alma, la inyección de vinagre y alcohol nos proporcionó emociones, y las cebollas, el jengibre, el anís, la canela, el cardamomo y la pimienta nos otorgaron expresividad. Te pertenecemos, solo a ti, que eres a quien buscábamos. Te llamábamos cuando sufríamos la agonía del agua hirviendo; te echábamos de menos. Queremos que nos comas y tememos que lo haga otra persona. Aun así no tenemos ni voz ni voto en el asunto. Una mujer tiene capacidad para acabar con su vida para preservar su virginidad, pero incluso eso se nos niega. Nacimos en situaciones adversas y nos resignamos a nuestro destino. Si no has venido a devorarnos, quién sabe qué gente vulgar tendrá ese privilegio. Tal vez nos den un solo bocado antes de dejarnos en la mesa empapados de licor barato derramado. O puede que apaguen sus cigarrillos en nuestros cuerpos y envenenen nuestra alma con nicotina y humo. Nos tirarán a la basura junto a los restos de gambas y las servilletas sucias. El mundo puede presumir de un escaso número de individuos como tú, personas que aman, entienden y aprecian la carne, Xiaotong Luo. Querido Xiaotong Luo, amas la carne y la carne te ama. Te queremos, así que ven y cómenos. Ser comidos por ti es como cuando una mujer es tomada por el hombre que ama. Vamos, Xiaotong, esposo nuestro, ¿a qué esperas? ¿Qué te lo impide? Muévete. No esperes un solo minuto más. Desgárranos, mastícanos, envíanos directo a tus entrañas. Lo creas o no, toda la carne del mundo te desea, te admira. Toda la carne del mundo te considera su amante. Así que ¿qué te frena? Oh, Xiaotong Luo, amante nuestro, ¿temes tal vez que no estemos limpios? ¿Quizá te preocupa que cuando éramos parte de perros, vacas, corderos y cerdos, fuésemos contaminados con hormonas de crecimiento, químicos y otros venenos? Haces bien en preocuparte por esa cruel realidad. La carne no adulterada escasea en este mundo; puedes mirar por todas partes y frustrarte en la búsqueda de animales no tratados con venenos en sus establos y rediles, encontrando en su lugar vacas hormonadas, corderos con químicos y perros medicados. Pero nosotros estamos limpios, Xiaotong, hemos sido traídos hasta aquí desde lo más profundo de Montaña del Sur por Biao Huang, por orden de tu padre. Somos perros de la región que han sido criados hasta la madurez a base de fibra y plantas silvestres, somos vacas y corderos que han sido criados hasta la madurez pastando en verdes campos y bebiendo agua de manantial y somos cerdos que corrían salvajes por los barrancos de las montañas remotas. Ni una sola vez, ni antes ni después de que nos sacrificaran, nos inyectaron agua ni una gota de formaldehído. Difícilmente encontrarás carne tan pura y no contaminada como nosotros. Así que date prisa y cómenos, Xiaotong. Si no lo haces lo hará Biao Huang. Aunque pretenda ser un hijo obediente, trata a su vaca como a su madre, y alimenta a sus perros, a sus animales hormonados, con su leche. Inyecta agua a sus perros sacrificados, y es la última persona que querríamos que nos comiese».

Casi me echo a llorar por cómo los trozos de carne me abrían su corazón. Pero antes de llorar, gemidos de angustia escaparon de sus compañeros que estaban en la olla. «Xiaotong Luo —dijeron—, por favor, cómenos. Aunque ese bastardo de Biao Huang nos bañara en su orina seguimos estando más limpios que cualquier carne que puedas comprar en la calle. No encontrarás toxinas en nosotros, somos muy nutritivos y estamos limpios. Por favor, cómenos, Xiaotong, te lo suplicamos…».

Eso hizo que mis lágrimas cayesen en los trozos de carne de la bandeja, lo que les entristeció aún más. Se revolvían de angustia, provocando que la bandeja se tambaleara en el taburete, lo que casi me rompe el corazón. Entonces fue cuando entendí que el mundo era un lugar complicado. No importa con quien trates, incluso si es un trozo de carne, una persona debe dejar brotar el amor de su corazón si quiere ser bueno; ese es el único modo de apreciar de verdad lo que es bueno y decente. En el pasado había ansiado la carne, pero yo, para mi vergüenza, no la había querido lo suficiente, a pesar de que la carne hubiese sido tan buena conmigo y me hubiese elegido a mí entre el vasto océano de la humanidad para ser su amigo. Seguro que podía hacerlo mejor. «De acuerdo, carnes, queridas carnes, ha llegado el momento de que os coma para ser merecedor de vuestro eterno amor. Ser amado y respetado por tan buena y pura carne ha hecho de Xiaotong Luo la persona más feliz del mundo».

Con lágrimas en los ojos, comencé a comerla. Escuché sus gritos en mi boca, pero sabía que derramaban lágrimas de alegría. Con lágrimas en los ojos devoré la carne llorosa, y durante ese momento sentí que me había embarcado en un camino de despertar espiritual. Eso fue un comienzo para mí, y mi relación con la carne atravesó un cambio fundamental. Mi manera de acercarme a otros seres humanos también cambió. Oí a un anciano de las montañas profundas decirme: «Hay muchos caminos que un humano puede tomar para alcanzar la inmortalidad». Le pregunté si comer carne era uno de ellos. Con una risa contestó: «Sí, y también comer mierda». Comprendí todo, y desde ese día que descubrí que era capaz de escuchar hablar a la carne, supe que era distinto al resto. Esa fue una de las razones para dejar el colegio. ¿Qué podía aprender de cualquier profesor si podía establecer una relación con la carne?

Mientras comía, Biao Huang se quedó ahí, mirándome como un tonto. No tenía ni energía ni interés en devolverle la mirada. Mientras continuaba mi relación íntima con la carne, la cocina y todo dejó de existir. Pero cuando tomé aire, sus pequeños y brillantes ojos de demonio me recordaron que él también era un ser vivo. Poco a poco la cantidad de carne de la bandeja disminuía al mismo tiempo que la cantidad en mi estómago crecía, y mi barriga tensa me avisó de que había alcanzado el límite. Si comía algo más, no sería capaz de respirar. Pero la carne que quedaba seguía llamándome, mientras que la carne de la olla se quejaba a gritos. Mi doloroso dilema pronto quedó claro: mi estómago solo podía albergar una porción, pero la cantidad de carne disponible en este mundo se extendía hasta el infinito. Y toda esa carne deseaba ser comida por mí, lo que coincidía con mis deseos.

No quería que nada de esa carne terminara en el cuerpo de personas que no la entendiese, pero carecía del poder para evitarlo. Y para asegurarme de poder seguir comiendo carne tras ese día, cerré mi aún glotona boca e intenté levantarme. No lo conseguí. Con dificultad, miré mi hinchado estómago mientras que la carne de la bandeja continuaba tentándome con dulces y sollozantes llamadas. Sabía que moriría si comía otro bocado, así que me las arreglé para levantarme agarrándome al borde del taburete. Estaba algo mareado, sin duda por toda la carne que había comido, lo que no era una sensación del todo desagradable. Biao Huang me sostuvo por el brazo y, con una voz llena de admiración, dijo:

—Te has ganado tu reputación, joven amigo. Lo que acabas de hacer me ha dejado con los ojos como platos.

Sabía a lo que se refería. Mi habilidad y ansia para comer carne no eran un secreto en el Pueblo de la Matanza.

—Para ser carnívoro has de tener un estómago prodigioso —dijo—, y tú naciste con el estómago de un tigre o un lobo. El cielo te ha enviado, joven amigo, con un único propósito, y ese es comer carne.

Sabía que existían dos niveles de significado en sus elogios. Uno era que con certeza se había quedado boquiabierto al ver mi capacidad para comer carne y me admiraba profundamente. Pero a otro nivel quería que sus amables palabras compraran mi silencio por lo de haber hecho pis en la olla.

—La carne se abre camino en tu estómago, amigo mío, del modo en que una mujer bonita se abre camino en los brazos de un amante incondicional y del modo en que una silla se acopla al lomo de un corcel —dijo—. Que entrase en el estómago de otro sería un terrible desperdicio. Desde hoy, joven amigo, ven a verme siempre que desees carne. Puedo apartar un poco para ti. —Entonces añadió—: ¿Cómo te las arreglaste para entrar aquí? ¿Escalaste el muro?

Decidiendo ignorarle, abrí la puerta de la cocina, me agarré la tripa con ambas manos y caminé con un pronunciado balanceo. Entonces su voz me alcanzó:

—Mañana, mi joven amigo, no tendrás que gatear por la alcantarilla. Dejaré algo de carne aquí para ti al mediodía.

Mis piernas se tambalearon y mi visión se nubló; mi protuberante tripa me ralentizó. Fascinado por la sensación de que el único fin de mi existencia era satisfacer a mi estómago, llegué a notar la carne que había en él. Qué increíble y alegre sensación cruzó mi cabeza, como si caminara en sueños. Recorrí sin rumbo la planta de Padre, de una sala a otra. Todas las puertas estaban cerradas con el fin de mantener los ojos fisgones alejados de los secretos que había dentro. Eso no me impidió echar un vistazo a través de cada rendija, pero solo vi movimientos fantasmales en la oscuridad, lo más seguro era que fuesen terneros esperando ser sacrificados. Después comprobé que estaba en lo cierto, porque el edificio albergaba terneros. Cuatro edificios en la planta estaban dedicados a la matanza de animales, uno para cada tipo: terneros, cerdos, corderos y perros. Los reservados para terneros y cerdos eran bastante grandes, el de corderos más pequeño, y el de perros aún más pequeño. Dejaré las descripciones de los cuatro edificios para más tarde, Señor Monje. Lo que quiero decir ahora es que mientras paseaba por la planta de Padre olvidé todo lo que pasó en el colegio, gracias a mi estómago lleno de carne; es más, mi plan de ir al parvulario a recoger a Jiaojiao y llevarla a comer a casa del Señor Lan desapareció de mi mente.

Sencillamente disfruté sin prisa de un paseo que me transportó a una elegante mesa que crujía bajo el peso de muchos, muchos platos y cuencos llenos de carne, además de una colorida guarnición.

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