¡BOOM!

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¡BOOM! 33

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¡BOOM! 33

Un menú degustación consistente en una docena de platos se había colocado sobre una mesa de un metro de diámetro en un salón privado del restaurante Huaiyang Chun en el tercer piso de un lujoso hotel. Justo en la pared forrada de seda roja enfrente de la puerta colgaba un tapiz de la «buena fortuna» con un dragón y un ave fénix. Doce sillas rodeaban la mesa y solo una estaba ocupada, por Laoda Lan. Su cara reflejaba melancolía, la barbilla descansando sobre sus manos. Olas de vapor flotaban sobre las delicias que había en la mesa frente a él, pero el resto se había enfriado. Un camarero vestido de blanco, dirigido por una mujer joven de traje rojo, entró portando una bandeja bañada en oro sobre la que había un plato de comida chorreando en aceite dorado de gorgón. Emitía un extraño aroma. La mujer tomó el plato y lo situó frente a Laoda Lan. «Señor Laoda —murmuró—, este es el septo nasal de uno de los raros esturiones Kaluga de Heilongjiang, popularmente conocido como hueso de dragón. En tiempos feudales fue plato reservado para el placer de emperadores. Su preparación es sumamente complicada. Después de sumergirlo en vinagre blanco durante tres días, se cuece en caldo de faisán durante un día y una noche. El dueño ha preparado esto especialmente para usted. Disfrútelo mientras esté caliente». «Divídalo en dos porciones —dijo Laoda— y envuélvalas para llevar. Después envíelas a Villa Feyun o a Montaña Fénix, una para Napoleón y otra para Vivian Leigh». Las largas y delgadas cejas de la mujer se arquearon con una interrogación, pero no se atrevió a decir nada. Laoda Lan se puso en pie y dijo: «Tráigame un simple plato de fideos a mi habitación».

El Señor Lan me puso a cargo del taller de limpieza de la carne tras consultar el calendario para elegir el primer día de trabajo.

Mi primera recomendación como director fue reducir a uno los cuartos destinados a la matanza de ovejas y perros para así liberar una habitación que serviría como estación de inyección de agua. Todos los animales tendrían que pasar por la estación camino del cuarto de matanza. El Señor Lan consideró mi sugerencia solo un minuto antes de dar su aprobación, con sus ojos chispeando lucecitas doradas.

—Me gusta —dijo con convicción. Así que saqué una hoja de papel y con un bolígrafo de tinta roja y azul esbocé un plan para la limpieza de la carne de la estación. Al no encontrar nada que objetar, me lanzó una mirada de aprecio y anunció—: ¡Hazlo!

Mi padre, en cambio, sí tenía algunas objeciones. Dijo que era una idea terrible. Pero observé que en su mirada brillaba la admiración. Un viejo refrán afirma: «Nadie conoce a un niño como su propio padre». Pero también podría decirse: «Nadie conoce a un hombre como su propio hijo». Yo podía leer a mi padre como si fuera un libro. Cuando me oyó anunciar a los antiguos matarifes independientes, que ahora eran empleados de la planta, los nuevos procedimientos, una sensación de orgullo moderó sus recelos. Un hombre puede sentir envidia de cualquiera, pero no de su hijo. Su inquietud nacía no de un sentimiento de trastorno que yo le hubiera provocado, sino de que yo tenía la mentalidad de un adulto en mi cuerpo de niño, y la creencia entre la gente del pueblo era que los jóvenes precoces estaban destinados a morir antes de tiempo. Mi agudeza e inteligencia le llenaban de orgullo y de la confianza que un padre puede sentir hacia su hijo. Pero de acuerdo con la tradición de superstición local, esos mismos atributos favorecían la probabilidad de que yo moriría joven. Ese era el predicamento moral en el que se encontraba.

Pensando ahora en el pasado, parece casi milagroso que a la edad de doce años fuera capaz de descubrir un método para inyectar agua a animales vivos, renovar un taller, estar a cargo de un par de docenas de obreros y encima ser responsable del incremento de la producción. Cuando recuerdo aquellos tiempos no puedo evitar pensar que yo era alguien extraordinario y un ejemplo de cómo se debe trabajar.

Señor Monje, ahora le voy a contar lo extraordinario que era exactamente. Le describiré los métodos de la limpieza de la carne de la estación y qué fue lo que hice, para que vea que no estoy exagerando al hablar de mi talento.

La seguridad en la planta estaba muy controlada con el fin de protegerla de los ojos de los competidores y los periodistas sigilosos, para quienes un vistazo dentro de las habitaciones habría sido un gran éxito. Justificábamos nuestro secretismo alegando la necesidad de prevenir que los visitantes pudieran contaminar nuestros productos. Aunque mi innovación consistía en convertir el proceso de inyección de agua en uno de «lavado de carne», en manos de los periodistas, quienes sobreviven distorsionándolo todo, no hay manera de saber qué mentiras habrían fabricado para sus lectores. Cómo lidié con los periodistas (ya lo contaré después) es uno de los puntos principales de mis recuerdos.

El primer día, el Señor Lan anunció que yo estaba al cargo. Hecho eso, yo dije:

—Si creéis que no soy más que un niño, estáis muy equivocados. Puede que sea algo más bajo y varios años menor, pero sé más que cualquiera de vosotros y soy más listo. Os estaré vigilando y tomando nota de vuestro trabajo. Informaré al Señor Lan de todo. Puede que yo no os intimide, pero con el Señor Lan las cosas serán distintas para vosotros.

—Tampoco tenéis por qué temerme a mí —dijo el Señor Lan—. Vosotros trabajáis para vosotros mismos, no para mí, ni para Tong Luo, ni para Xiaotong Luo. Os hemos dado unas grandes responsabilidades porque vuestras cabezas son lo bastante agudas como para engendrar ideas nuevas y originales que traigan vitalidad a nuestra planta. Eso puede que no signifique mucho para vosotros, pero sabéis lo que significa el dinero, y eso es a lo que equivale la vitalidad: dinero. Cuando la planta tiene ganancias, el dinero termina en vuestros bolsillos, lo que se traduce en buena comida y buen trago, casas nuevas, mejores perspectivas para las esposas de vuestros hijos y mejores dotes para vuestras hijas. En resumen, os llenará de orgullo. Todos sabéis —continuó— que se prohíbe trabajar como matarife independiente. De no ser así, no hubiera yo creado esta planta. Si decidís ejercer de matarifes independientes en la clandestinidad de vez en cuando y os descubren, lo mínimo que le puede pasar a vuestra familia es que tenga que pagar una multa considerable. Lo peor podría ser que acabarais en la cárcel. Esta planta fue creada para todos nosotros, ya que si hay algo que la gente de nuestro pueblo sabe hacer es sacrificar ganado. Todos vosotros sois matarifes profesionales, y aficionados en todo lo demás. Aun si algunos de vosotros decidieran dedicarse a criar ganado o a trabajar con carne procesada, al final seguiríais siendo matarifes. Solo cabe una conclusión: si la planta prospera, todos prosperamos, y de lo contrario, pasaremos hambre. ¿Cómo nos aseguramos de que todo vaya bien? Pues trabajando como un equipo. Las llamas aumentan cuando todos nutren el fuego. Un pueblo unido puede mover montañas. Los Ocho Inmortales cruzaron el mar utilizando los talentos de todos. El trabajo duro será recompensado. Para la mayoría, Xiaotong es solo un niño. Pero para mí, es un recurso con talento, uno del que debemos aprovecharnos todos. No hablo aquí de ningún cuenco de hierro para arroz, sino de algo y alguien más importante. Se quedará mientras siga ejecutando bien su trabajo. Director Xiaotong, da la orden.

Ya no soy joven, y hablar ante la gente me pone nervioso. Pero en aquel entonces, tenía un deseo casi fanático de llevar a cabo un espectáculo; cuanto más público, mejor. Bien: manejé a esa pandilla de antiguos matarifes independientes, ahora trabajadores de la planta, como si yo fuera un vaquero conduciendo una manada de animales. Les mandé construir una estructura en el taller. Primero, de acuerdo con mi plan, tenían que construir dos torres altas sobre dos postes sujetos a dos barras de hierro, una en cada lado del taller con una cisterna de acero galvanizado. Unas tuberías de hierro que salían de la base de las cisternas se alargaban a lo ancho del taller con un grifo de agua conectado a una manguera cada dos metros. Eso, reducido a sus términos más sencillos, era el diseño para el lavado de la carne. Los diseños complicados son ineficaces, los eficaces no son complicados. Algunos de los trabajadores ponían caras burlonas mientras trabajaban, otros se mofaban. Incluso oí a uno murmurar:

—¿Qué demonios estamos haciendo, jaulas para grillos?

—Exacto —contesté en voz alta, sin preocuparme de los sentimientos de nadie—. Mis planes son colocar vacas en jaulas de grillos.

Sabía que esos obreros, quienes en realidad no hacía mucho tiempo que habían sido los residentes más indisciplinados del pueblo, la mayoría de ellos matarifes ilegales, no tenían ningún interés en cumplir mis órdenes. Desde su punto de vista el Señor Lan cometió un craso error al haberme colocado como encargado de un taller, un error incrementado aún más con mis diseños y mis instrucciones. Hubiera perdido el tiempo intentando explicarles cómo funcionaban las cosas, así que dejé que los resultados hablaran por sí solos.

—Por ahora, haced sin más lo que os digo —les dije—, independientemente de lo que penséis.

Una vez que se terminó la estructura, los obreros se dedicaron a fumar o a pensar en las musarañas mientras yo llevaba a mi padre y al Señor Lan a una visita guiada. Tras señalar los aparatos y sus usos, me dirigí hacia los hombres que fumaban:

—Si mañana hay un fuego en este edificio, os quitaré dos semanas de nómina.

Por sus miradas me percaté de lo fuerte que había sonado mi amenaza, aunque ellos se limitaron a apagar los cigarrillos.

Al día siguiente por la mañana temprano, los seis hombres responsables de surtir el agua llenaron los dos depósitos situados arriba. Pude haberles mandado enganchar una manguera a una bomba eléctrica, pero hubiera sido costoso, además de parecerme poco atractivo. Prefería ver a seis hombres esforzándose haciendo viajes del pozo a los depósitos una y otra vez.

Cuando se llenaron los depósitos, los seis abandonaron sus puestos y, caminando hacia la entrada, se dispusieron a descansar.

—Una vez que se inicia el proceso —les dije—, es vuestra responsabilidad asegurar que siempre haya agua en los depósitos. No puede haber ninguna interrupción.

—No hay problema, director —dijeron sacando pecho con aparente ánimo.

Yo sabía por qué. Desde el principio supe que me bastaría con solo cuatro hombres para mantener los depósitos con agua, pero para hacer más ágil el ritmo añadí dos más.

Antes de que comenzara el trabajo formal, mi padre y mi madre, junto con el Señor Lan, se presentaron para la visita guiada. Mientras explicaba entusiasmado los aspectos técnicos, ejecuté mi papel de maravilla, o al menos así me pareció. Durante los últimos días, Jiaojiao me había seguido portando mi cantina militar (otro artefacto que mi madre y yo habíamos encontrado en nuestras andanzas de chatarreros) repleta de agua azucarada, y cada vez que yo emitía una orden, Jiaojiao levantaba el pulgar y decía: «Mi hermano es genial». Entonces desenroscaba la tapa y me entregaba la cantina. «Toma, bebe», decía.

Al terminar la visita guiada, era hora de empezar a trabajar. De pie sobre una silla a la entrada, podía ver todo lo que ocurría en el edificio.

—¿Está todo el mundo preparado? —grité.

Por un momento, todos permanecieron con la mirada vacía, pero enseguida respondieron al unísono, tal como habíamos practicado.

—Preparados. Esperamos las instrucciones del director.

La falsa muestra de entusiasmo convirtió lo que era una ceremonia seria en algo similar a una farsa, y divisé sonrisas de burla en las caras de los obreros menos dedicados. Pero lo dejé pasar. Había preparado todo con mucho cuidado y sabía que mi plan tendría éxito. Era la hora de dar la orden:

—Traed las primeras vacas del establo.

Los hombres recogieron sogas y ronzales.

—Listos —respondieron.

—Adelante —dije con ademán tajante, tal y como había visto hacer a los hombres duros en las películas.

Las caras de los obreros se congelaron con miradas sombrías, pero yo sabía que de no estar presentes el Señor Lan y mis padres hubieran estallado en risas. En vez de eso, corrieron hacia la puerta, tropezando unos con otros. Como los había sometido a ensayos de antemano, corrieron directamente a los establos de las vacas situados en la esquina sureste. Unas cien cabezas de ganado recién compradas habían sido conducidas al establo. Los campesinos locales nos habían proporcionado algunas, otras las habían traído mercaderes de ganado, y hasta había algunas que nos proveyeron unos bandidos durante la noche. Diez burros andaban mezclados con las vacas en el rebaño, cinco mulas viejas y siete pencos viejos también, además de algunos camellos de pelambre dispersa, como ancianos con chaquetas acolchadas colgadas sobre los hombros un día de verano por la mañana. Aceptábamos todo y cualquier ganado que pudiera convertirse en carne. También habíamos construido cerca una pocilga para, además de cerdos, encerrar un número de ovejas y cabras que incluía las que producían leche. Y perros. Bien nutridos con una dieta sustanciosa, nuestros perros parecían pequeños hipopótamos moviéndose perezosos debido a sus cuerpos hinchados; habían perdido los atributos caninos de agilidad e inteligencia, y se habían convertido, en otras palabras, en estúpidos animales inútiles como perros guardianes; meneaban los rabos dándoles la bienvenida a los ladrones y gruñían a sus amos. Sin excepción alguna, todos estos animales pasarían por nuestra estación de limpieza de carne. Pero comenzamos con las vacas, ya que eran nuestro enfoque principal. Éramos los proveedores oficiales de los mercados campesinos y los restaurantes del pueblo. La gente de ciudad tiende a ser gourmets de moda con gustos que cambian como el viento. En aquel entonces, la prensa enfatizaba el gran valor nutritivo del vacuno, lo que desencadenó la locura por esa carne. Por tanto, el ganado vacuno era lo que más sacrificábamos. Después, la prensa empezó a informar de que el valor nutritivo de la carne de cerdo era superior al del vacuno, con lo que cambiamos el enfoque principal de nuestra matanza hacia los cerdos. El Señor Lan fue el primer campesino convertido en empresario que se percató de la importancia de los medios de comunicación. Cuando las ganancias de la planta alcanzaron un alto nivel, anunció un día que nosotros crearíamos nuestro propio periódico, el Noticiero de la carne, para a su vez anunciar nuestros productos diariamente. Pero volvamos a nuestros obreros. Cada uno traía de los establos dos cabezas de ganado. Algunas trotaban dócilmente detrás de los hombres que las llevaban por los ronzales, otras no se comportaban tan bien, moviéndose de acá para allá y entorpeciendo el ritmo de la marcha. Una vez, un toro negro se escapó, alzó el rabo y galopó a toda prisa hacia la puerta que había quedado abierta.

—¡Deténganlo! —gritó alguien—. ¡Detengan ese toro!

Pero ¿quién sería tan tonto para hacerlo? Cualquiera que se topara con esos cuernos volaría por el aire y caería con un sonoro golpe convertido en una masa pisoteada. Aunque yo era aprensivo, seguía el control de todo.

—¡Quitaos de en medio! —grité.

El toro enfurecido se estrelló contra la puerta. El ruido de la colisión fue tremendo. Su cuello se torció al volar por los aires, antes de caer de golpe sobre la tierra.

—Bien —grité—. Amarradlo.

El hombre, ahora con el ronzal vacío, se acercó con cuidado y se inclinó, con sus piernas levemente dobladas, listo para salir huyendo en cualquier momento a la menor señal de peligro. Todo resultó innecesario, ya que el toro se dejó encabezar fácilmente, poniéndose de pie obediente y siguiendo al hombre a la puerta del taller como se suponía. Sangraba desde la testuz y, como un niño descubierto al cometer alguna maldad, puso cara de arrepentido. Aunque fue un incidente menor, avivó la atmósfera, resultó algo divertido y nada perjudicial. En cuestión de minutos, hombres y bestias estaban en su debida posición frente a la puerta, donde las vacas ansiaban entrar, probablemente al haber olido el agua fresca de los depósitos. Los seis hombres que portaban el agua estaban situados en la puerta y contemplaban con pereza lo que ocurría hasta que fueron desplazados con sus cubos, bastante ruidosos al chocar unos con otros.

—¿Por qué tanta prisa? —grité—. Esto no es una carrera para lamentar la muerte de vuestros padres. Traedlos adentro con cuidado, uno a uno.

Había que convencerlos con habilidad para que permanecieran tranquilos y contentos. El ánimo de un animal afecta a la calidad de la carne. Su carne se torna amarga si está aterrorizado justo antes de ser sacrificado; solo un animal que muere en paz brinda una carne fragante. Les dije que trataran al vacuno con especial cuidado, ya que estaba en minoría; casi todos los animales habían contribuido al bien de la humanidad trabajando en los campos. Puede que fuéramos diferentes a Biao Huang, quien trataba a una vaca como si fuera la reencarnación de su madre, pero teníamos que mostrar cierto respeto. Dicho en la jerga de hoy, queríamos que murieran con dignidad.

Los obreros colocaron a sus presas en la puerta en dos filas, formando una columna impresionante de cuarenta cabezas de ganado. Nunca he sido una persona que se jactara a voz en grito de sus éxitos, pero ver cómo se obedecían mis instrucciones me llenó de orgullo en ese momento. El primero en pasar fue Qi Yao, cuya presencia aumentó mi orgullo al recordar cómo había regalado a mi padre una botella de Maotai falso, que mi madre a su vez había regalado al Señor Lan; aunque no me lo dijera, creo que el Señor Lan sabía exactamente de dónde y por qué había venido esa botella. No creo que Madre hiciera nada que pudiera considerarse una traición a Qi Yao y la verdad es que yo nunca tuve mucha consideración por él. Había dicho cosas indecentes de Tía Burrita, incluso que le gustaría llevarla a la cama. Un ejemplo perfecto del «sapo que quería comer carne de cisne». No tenía ningún motivo para tratar con delicadeza a un miserable desgraciado como él. Yo sentía hostilidad hacia cualquiera que difamara a Tía Burrita. El hecho de que Qi Yao se hubiera alistado como obrero en la planta de empaquetado ¿era una señal de que estaba acatando las normas? ¿O sería más bien que se había resignado a la dificultad que suponía buscar algún tipo de venganza? Esto podría ser un problema, pensaba yo. Pero no para el Señor Lan, que estaba frente a mí. Asintió con la cabeza hacia Qi Yao y sonrió. Qi Yao devolvió el saludo. De los saludos y sonrisas intuí una relación especial entre ambos. El Señor Lan era un hombre de mente amplia, un individuo que no se debe tomar a la ligera. Qi Yao era un hombre capaz de menospreciarte frente a los otros. Alguien así tampoco debe tomarse a la ligera.

Qi Yao llevaba por el ronzal dos vacas luxi color marrón, los animales más bellos del establo. Yo había estado presente cuando las vendieron. Los ojos de mi padre se iluminaron mientras las examinaba con mucho cuidado, y me podía imaginar cómo debía sentirse el legendario Bo-le cuando descubría un bello corcel. Padre suspiraba sin parar.

—Qué pena —decía—, qué pena.

Con sonrisa burlona, el mercader de ganado dijo:

—Tong Luo, ya puedes dejar de fingir. ¿Las quieres o no? Si no, me las llevo.

—Nadie te lo impide —dijo mi padre—. Adelante, llévatelas.

—Somos viejos amigos. Si la mercancía muere en el muelle, ahí se queda. Tú y yo seguiremos haciendo negocios en el futuro —dijo el hombre con una risita avergonzada.

Qi Yao venía con una sonrisa pomposa mientras encabezaba la columna con las dos hermosas vacas, y tengo que decir que me impresionó. Para conseguirlo, había tenido que correr al establo de las vacas y poner a la fuerza unos ronzales a los animales más fuertes, tarea nada fácil para alguien tan obeso como él. Ganar a todos esos hombres más jóvenes y fuertes para llegar a la primera posición era prueba del poder de la voluntad de un hombre. Los ojos de las vacas luxi eran claros y luminosos, sus músculos temblaban bajo su piel brillante como la seda. Estaban en su mejor momento, una edad en la que podían tirar de un arado con fuerza y rapidez, como cualquiera podía comprobar con solo mirar su envergadura. Los mercaderes de ganado del Condado Occidental eran bandidos, parte de una pandilla organizada que robaba vacas para que otros las vendieran. Tenían un trato especial con la estación de tren que garantizaba una entrega segura de ganado a nuestro pueblo. Pero las cosas empezaban a cambiar. El vacuno que comprábamos del Condado Occidental para la planta no llegaba en vagones de ganado, sino en camiones largos cubiertos por lonas verdes, gigantescos vehículos que intimidaban dado que podían estar transportando cualquier cosa, artefactos militares, por ejemplo, y no ganado necesariamente. Los animales bajaban de los camiones con un paso tan frágil que uno pensaría que estaban borrachos. Los mercaderes también evidenciaban un andar inseguro, y lo más probable era que estuvieran borrachos.

Qi Yao entró en la estación con sus vacas luxi, seguido de Tianle Cheng, un antiguo y conservador matarife independiente de cerdos. En 1960, los matarifes de nuestro pueblo comenzaron a desollar los cerdos que sacrificaban y a vender las pieles por kilos porque valían más que la carne y podían convertirse en un cuero fino. Tianle Cheng era el único que se mantuvo firme a la tradición. Mantenía una caldera grande en su cuarto de matanza, cubierta con un madero grueso. El pelillo de cerdo, que él quitaba a la manera antigua, cubría el costado de la caldera y el madero. Tras hacer un agujero en una de las patas traseras, abría varios canales con una vara de metal, soplando hasta hincar el cuerpo como un globo para crear un espacio entre la piel y la carne. Entonces, al derramar agua sobre la piel, el pelillo se desprendía. Su método producía la carne de mejor apariencia, vendida con su brillante piel, mucho más atractiva que el cerdo desollado sin más. Gracias a sus pulmones poderosos, podía inflar un cerdo de un solo soplido. Su carne era popular entre los que apreciaban una textura crujiente y un alto valor nutritivo. Pero ese hombre, que tenía la habilidad de producir una carne de una fina textura crujiente soplando aire bajo la piel, ahí estaba, con la mirada triste conduciendo dos cabezas de ganado dentro del edificio. Era deprimente, como si se colocara a un maestro zapatero en una cadena de montaje. Siempre tuve afecto hacia él, un hombre bueno y decente que permaneció fiel a su tradición. Al contrario que tantos hombres hábiles que se jactaban frente a los jóvenes, Cheng, un hombre modesto, siempre me trató con amabilidad, saludándome con afecto cuando nos veíamos en el pasado y a veces preguntaba si tenía noticias de mi padre. «Xiaotong —decía—, tu padre es un hombre de principios». Y cuando fui a comprar su pelillo (yo lo vendía a los que fabricaban cepillos), él decía: «No tienes que pagar por esto, es un regalo». Una vez, hasta me regaló un cigarrillo. Nunca me trató como a un niño, sino siempre con respeto. De modo que yo intenté compensarlo por su generosidad dentro de los límites de mi poder.

Tianle Cheng llevaba un animal local grande y negro con una panza caída que se meneaba de lado a lado como una bolsa de amoníaco. Noté que no estaba en edad de trabajar y que su dueño, o un mercader especializado en animales viejos, lo había engordado con comida mezclada con hormonas. Era imposible que de ahí saliera una buena carne nutritiva. Pero el gusto de los que viven en las ciudades se había deteriorado hasta el punto de no poder distinguir entre carne buena y mala. No tenía ningún sentido proveerles con carne de alta calidad; se desperdiciaba en sus paladares inferiores. Eran candidatos fáciles para el engaño. Si les decíamos que la carne de un animal engordado mediante procedimientos químicos era de uno criado con buen pasto y abundante agua de manantial, se lamían los labios y comentaban que qué buena era.

Tuve que darle la razón al Señor Lan y su opinión negativa respecto a la gente de ciudad, a quienes calificaba de malos y estúpidos, lo cual nos daba derecho a llenarlos de todas las mentiras que quisiéramos. No nos gustaba hacerlo, pero ellos no querían oír la verdad y estaban dispuestos hasta a llevarnos a juicio si se nos ocurría decírsela.

El segundo animal que Cheng condujo era una vaca lechera con unas manchas en la panza, también de edad avanzada. Como era demasiado vieja para producir leche, el dueño la vendió para carne. La carne de una vaca lechera es tan pobre como la de una cerda destinada a engendrar y criar camadas; es carne sin sabor y fofa. La vista de esas ubres largas y secas me entristeció. Una vieja vaca lechera y una vieja vaca de trabajo, dos animales que han servido a los hombres y servido bien, deberían premiarse dejándolas vivir el resto del tiempo que les queda comiendo buen pasto en paz, para después ser enterradas, con una lápida y todo, acaso hasta con un epitafio de piedra.

No necesito describir, aun cuando quisiera, a todos los animales que siguieron entrando. Durante el tiempo en que estuve al cargo, miles de vacas marcharon hacia la muerte a través del edificio de limpiado de carne, y puedo recordar casi del todo cómo eran, sus cuerpos y sus caras. Es como si tuviera en mi cabeza un armario con todas sus fotografías. Son cajones que no me gusta abrir. Les dije a los hombres qué hacer, así que tras conducirlos a los encierros les bloquearon el paso con varas de metal para que los animales no pudieran recular cuando eran sometidos al cruel tratamiento. Si hubiéramos colocado un comedero al frente de los encierros, nuestra estación de limpieza de carne habría parecido un brillante y espacioso edificio para dar de comer al ganado. Pero no había comederos frente a estos animales, y ya no comían. Dudo que hubiera más que unos pocos que sabían lo que les esperaba; la inmensa mayoría, por suerte, ignoraba el hecho de que estaban a punto de morir, por esa razón siempre se detenían a pastar cuando podían antes de entrar al matadero. El momento de inyectar el agua había llegado, así que les recordé a los hombres que se mantuvieran al tanto, y, para evitar cualquier percance, hice hincapié en que estábamos limpiando los órganos internos de los animales y no inflándoles de agua.

Los obreros comenzaron por insertar mangueras en los hocicos de los animales hasta llegar al estómago. Podían menear y retorcer las cabezas todo lo que quisieran sin lograr zafarse de ellas. La operación requería a dos hombres, uno para alzar la cabeza del animal y otro para insertar la manguera. Algunos animales reaccionaban con violencia contra esta invasión, otros lo aceptaban sin rechistar. Pero una vez que la manguera tocaba fondo, toda resistencia cesaba. Para ese entonces ya sabían que no había nada que pudieran hacer. Terminada la operación, los hombres quedaban de pie frente a las vacas esperando mis órdenes. Y yo las emitía sin emoción.

—Abrid el agua.

Abrían los grifos. La cantidad sería alrededor de novecientos cincuenta litros, más o menos, en doce horas. Topamos con bastantes problemas en el sistema ese primer día. Algunas vacas se colapsaron tras tragar agua durante horas, mientras otras tenían accesos de tos y vomitaban todo lo que tenían en los estómagos. No obstante, ante cualquier problema, yo siempre hallaba una solución. Para prevenir que se cayeran los animales, les dije a los hombres que insertaran un par de varas de hierro sujetas a la estructura de uno a otro lado bajo la barriga de cada vaca. Y para que no vomitaran, les hice cubrir los ojos con una tela negra.

Las vacas despedían un excremento aguado sin parar.

—¿Veis? —le dije orgulloso a los hombres—, estamos limpiando sus órganos internos. Llenarlos de agua estropea la carne, pero lo que estamos haciendo mejora su calidad. Incluso la carne de una vaca vieja y enferma se convierte en tierna y nutritiva tras una limpieza bien hecha.

Ahora eran un grupo de trabajadores contentos. Me los había ganado. Había dado el primer gran paso para establecer mi autoridad.

Después del tratamiento de agua, los animales debían ser conducidos al cuarto de matanza, pero tras pasar tanto tiempo de pie, tenían dificultad para caminar. Sus patas se doblaban a los pocos pasos y se desmayaban como muros derribados; era impensable que se pusieran de pie sin ayuda. La primera vez que eso ocurrió, les dije a cuatro hombres que levantaran al animal del suelo. Pero aunque se esforzaron hasta perder la respiración y sudaban de manera exagerada, el animal ni siquiera se movió. Estaba postrado resoplando, con sus ojos hundidos y agua saliendo a borbotones de su morro. Llamé a cuatro hombres más, me puse de pie detrás de ellos y di la orden:

—Uno, dos, tres, alzadlo.

Se doblaron, traseros arriba, y tiraron del animal con todas sus fuerzas. Fue duro, pero lograron poner la vaca en pie. Después de eso, el animal dio un traspié y se volvió a caer.

Esto era algo que yo no había previsto y que me avergonzaba. Los hombres sonreían con disimulo. Estaba aturdido, pero esta vez mi padre vino a mi rescate. Les dijo a los hombres que fueran al cuarto de matanza y trajeran unos maderos. Una vez colocados en el suelo, mandó a uno a buscar una soga que ataron a las patas y los cuernos. Entonces les dijo a algunos de ellos que tiraran de la soga mientras que otros dos empujaban desde atrás con una palanca colocada bajo la grupa. Cuando el animal se movió hacia delante, unos hombres recogían con rapidez los maderos por los que ya había pasado la vaca y los volvían a colocar enfrente. Y así, con este método primitivo, llevábamos la vaca rodando hacia el cuarto de matanza.

Caí en un estado de pánico.

—No dejes que te depriman, joven —me dijo el Señor Lan para animarme—. Lo hiciste muy bien. Lo que ha ocurrido después de la inyección de agua, o sea, de la limpieza de carne, no se supone que fuera tu responsabilidad. Vamos a estudiar esto juntos. Necesitamos crear una manera sencilla y conveniente para transportar las vacas ya tratadas al cuarto de matanza.

—Señor Lan —le dije—, deme medio día y encontraré una solución.

Miró hacia mis padres.

—¿Veis?, Xiaotong tiene miedo de que alguien se le adelante.

Negué con la cabeza.

—No estoy preocupado de que alguien se me adelante. Necesito probarme a mí mismo.

—Bien —dijo el Señor Lan—, me fío de ti. Busca una buena idea y no te preocupes por el gasto.

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