¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 34

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¡BOOM! 34

Acompañado por su séquito, el vicegobernador salió a la calle y montó en su Audi A6. Escoltado por un coche de policía y una caravana de una docena de coches oficiales de la marca Hongqi y Santana detrás, corrió para asistir a un banquete repleto de imaginación. Al salir del recinto del templo, un obrero que sufría tal dolor de muelas que le había producido una hinchazón en el carrillo se apresuró hacia el muro de fuera y recogió el peluquín del Alcalde Hu; se lo colocó en la cabeza. El cambio fue impresionante. «Nunca seré un alcalde —dijo—, pero este peluquín me asemeja a uno». «Te diré que más bien pareces un tonto desafortunado», se burló el bajito de su compañero de trabajo. «Cuanto más desafortunado sea el oficial —dijo seguro de sí el primero—, más fortuna para el pueblo. ¿Haber encontrado ese peluquín apestoso es lo que te hace estar tan contento?». Con esto, el joven bajito sacó de su chaqueta una cartera de fino cuero negro. «¡Mira lo que tengo!», dijo, agitándola con orgullo. La abrió y vació su contenido poco a poco. Lo primero que sacó fue un librito rojo y una pluma nueva de oro. Después sacó un teléfono móvil, seguido de un pastillero blanco. Por último, aparecieron dos condones de los caros. El trabajador abrió el pastillero y dejó caer algunas píldoras azules del tamaño de un diamante. «¿Qué es esto?», se preguntó en voz alta. Un joven que hasta ahora no había entrado en la conversación, uno con mirada de maestro de escuela, intervino: «Ese es uno de los dos objetos mágicos que siempre llevan consigo cuando salen de casa los oficiales corruptos. Se llama Viagra». «¿Qué cura el Viagra?». El joven sonrió. «Vender Viagra frente al templo Wutong es tan tonto como leer El clásico de tres caracteres frente a un templo Confucio». «Gran Hermano Lan —dijo un hombre calvo en plan confidente mientras entregaba el pastillero a Laoda Lan—, esto es un modesto regalo que te he traído de Estados Unidos». Laoda Lan tomó el pastillero. «¿Qué es?». «Es más eficaz que cualquier aceite indio mágico o cualquier estimulante tailandés», contestó el calvo. «Una lanza dorada nunca se cae, según dicen. ¿Qué se supone que voy a hacer yo con esto? —dijo Laoda Lan mientras tiraba el pastillero al suelo—. Puedo aguantar durante dos horas sin ayuda de nadie —se jactó—. Ve a tu casa y pregúntale a esa cuñada tuya cuántas veces hice que se corriera. Puedo conseguir que una piedra se humedezca». «Gran Hermano Lan es un ser inmortal —dijo un hombre de cara enrojecida—, que hace lo que le da la gana, va y viene cuando quiere, es el último hombre que necesitaría algo así». El hombre calvo recogió el pastillero y se lo guardó. «Si de verdad no lo quieres —dijo—, lo pondré a buen recaudo». «Tranquilo, calvito —dijo el hombre de cara enrojecida—. Si abusas de ellas te puedes volver miope». Calvito estaba atento a todo. «¿Miope? Las tomaría aunque me volvieran ciego». Un reloj dio las dos, y una mujer de cara pálida entró en el cuarto principal conduciendo un trío de mujeres jóvenes. «Aquí están, Laoda Lan», dijo en voz baja. Las mujeres, cuyas caras estaban desprovistas de cualquier emoción, siguieron hasta la habitación a la mujer que ejercía el papel de dirigente. «¡Que empiece el espectáculo! —anunció Laoda Lan—. ¿Alguien quiere verlo?». Riendo, el calvo dijo: «¿Quién no va a querer ver el mejor espectáculo del pueblo?». «Todos son bienvenidos —dijo Laoda Lan riendo—, no se necesita entrada». Dicho esto, entró en el cuarto y en cuestión de minutos, se oyó el sonido de carne contra carne unido a los ruidosos gemidos de una mujer. El calvo fue de puntillas a la puerta del dormitorio y miró al interior. «Eso de ahí dentro no es un hombre —le dijo al de la cara enrojecida—, es el legendario Espíritu Wutong».

Me colé en la cocina y me senté en el taburete más bajo. Biao Huang, atento como siempre, colocó enfrente de mí el taburete más alto.

—¿Qué va a tomar, Director Luo? —me preguntó con tono adulador.

—¿Qué puedes ofrecerme?

—Tengo lomo de cerdo, lomo de vacuno, pata de cordero y carrillo de perro.

—Hoy necesito tener la cabeza despejada, así que ninguno me interesa —dije mientras movía nerviosamente la nariz—. ¿Hay burro? Eso es lo que me apetece. Comer carne de burro siempre me aclara la mente.

—Pero…

—Pero ¿qué? —Eso no me agradó—. Puedes taparme los ojos, pero no la nariz. Olí carne de burro nada más entrar.

—No hay manera de engañarte —dijo Huang—. Pero es para el Jefe Lan. Esta noche tiene unos invitados muy importantes del gobierno municipal.

—¿Burro? ¿Para gente como esa? ¿Se trata de aquel burrito negro de Montaña del Sur?

—Sí, es ese. Carne tan buena que me podría comer medio kilo cruda.

—¿Y quieres darle algo tan bueno a gente así? ¡Qué desperdicio! —Estaba fuera de control—. Cocina un par de pedazos de camello. Sus bocas y lenguas estarán tan insensibles por el alcohol y el tabaco que no notarán la diferencia.

—Pero el Jefe Lan…

—Llévale aparte y dile que le diste el burro a Xiaotong. No le importará. —Yo no tenía ningún interés en facilitarle las cosas a Biao Huang.

—Por favor, no creas que me agrada dar a esos tipos comida tan buena. Preferiría dársela a ese perro marrón de la puerta.

—¿Va destinado a mí ese comentario sarcástico?

—¡Oh, no! —se apuró en defenderse Biao Huang—. Me podrías dar más gónadas y aun así no tendría el valor para hacerlo. Además, hemos sido amigos durante mucho tiempo y la única razón por la que yo he podido conservar mi trabajo es porque te tengo a ti, que eres un gastrónomo, y que me apoyas. Digamos que mi habilidad de cocinero no se ha desperdiciado, si te hace feliz. Solo verte comer carne, y no lo digo por decir, es un verdadero placer, más satisfactorio que abrazar a mi mujer en la cama.

—Basta de charlatanería —dije impaciente—. Trae la carne de burro.

Me encantaba que me alabaran, pero no quería que fuera tan evidente. No podía dejar que gente insignificante viera por qué yo era tan especial. No, yo tenía que ser un misterio para ellos, lleno de complejidades, hacerles olvidar mi edad y que se dieran cuenta de que debían tenerme miedo.

Biao Huang fue al armario detrás del fogón, trajo la carne de burro que estaba ya preparada, bien envuelta en una fresca hoja de loto, y la colocó en el taburete delante de mí. Lo que necesitaba dejar bien claro era que, debido a mi estatus y a mi posición privilegiada, pude haberle pedido que enviara la carne a mi oficina. Pero siempre he sido cuidadoso respecto al ambiente que me rodea al comer, como los grandes felinos que llevan su presa a un lugar conocido para comérsela con calma. Un tigre arrastra su víctima a su guarida, una pantera a una rama segura de su árbol favorito. Una comida lenta en un lugar familiar y seguro es la cumbre del disfrute. Desde el día en que por primera vez me colé en la cocina de la planta gateando por la alcantarilla, y fui recompensado con una comida de veras satisfactoria, he desarrollado un cariño por este lugar, algo como un reflejo condicionado. Otros factores incluyeron sentarse en el mismo taburete bajo, con el mismo taburete alto enfrente, y comer de un cuenco mientras mantenía un ojo pegado en la olla. Tengo que reconocer que mi motivación para trabajar en la planta de empaquetado y hacerlo con tanto ahínco era tener la oportunidad de sentarme en la cocina y disfrutar de una buena comida hecha de nuestros productos cárnicos cuando quería, sin tener que deslizarme a través de la alcantarilla como un perro, comer un cuenco de carne y regresar de la misma manera. Imagine meterse en una alcantarilla después de comer un cuenco de carne; ahora puede apreciar por qué me puse como meta ese trabajo.

Biao Huang empezó a quitar la hoja de loto, pero yo le detuve. Era demasiado torpe como para darse cuenta de que quitar el envoltorio de la carne me daba tanto placer como el que le daba a Laoda Lan desvestir a una mujer.

«Nunca he desvestido a ninguna de mis mujeres —dijo Laoda Lan sin emoción—. Ellas se quitan la ropa. Así es como tiene que ser —añadió detrás de mí—. Después de los cuarenta, ya no les he tocado los senos, ni besado o tomado en la posición del misionero. Haberlo hecho me hubiera revuelto las emociones y, si eso ocurría, mi mundo se colapsaría».

Una nube de vapor blanco subió desde la carne cuando le quité la hoja de loto, chamuscada por el calor. Burro, ay burro querido, querido burro. El aroma hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Arranqué un pedazo de esa carne tan jugosa, pero antes de que pudiera metérmela en la boca, la cabeza de Jiaojiao apareció en el marco de la puerta. Ella era una carnívora tan glotona y entendida como yo, aunque no tan bien informada, debido a su corta edad, pero aun así sabía apreciar la carne mejor que la mayoría de la gente. En circunstancias normales comíamos juntos, pero ese día yo tenía que pensar algo con mucho detenimiento y no quería verla sentada enfrente, lo que interrumpiría mis reflexiones. Le indiqué con la mano que entrara, arranqué un pedazo de carne dos veces el tamaño de mi puño y se lo ofrecí.

—Hay algo que tengo que pensar, así que toma esto y disfrútalo.

—Vale —dijo—. Yo también tengo que pensar algo.

Se fue. Entonces me giré hacia Biao Huang.

—Tú también te puedes ir. No vuelvas antes de una hora.

Asintiendo con la cabeza, se marchó.

Observé la preciosa carne y escuché sus alegres susurros. Si afinaba la vista, podía visualizar cómo ese pedazo de carne se había extraído del inteligente y hermoso burrito negro. Era como una mariposa que se hubiera separado de su cuerpo en pleno vuelo y hubiera caído dentro de la olla, de allí al armario y, al fin, hubiera llegado hasta mí. Los susurros que alcancé a oír con mayor claridad fueron: «Te he estado esperando…». Entonces me dijo con lentitud y energía: «Cómeme ahora, no pierdas un solo minuto. Me enfriaré si no te apuras, y me convertiré en un desperdicio».

Cada vez que oigo la carne rogándome con pasión que la coma, mi corazón se eleva, mis ojos lagrimean y, si no tengo cuidado, estallo en lágrimas. En el pasado quedé como un tonto más de una vez. Podía estar entre una multitud de gente, comiendo carne y llorando como un bebé. Pero eso es historia. El carnívoro llorón Xiaotong Luo había madurado. Ahora, mientras disfrutaba de una comida de carne de burro tierna y emotiva, intentaba descifrar cómo transportar animales vivos tratados con agua desde el taller de limpieza de la carne a los diferentes cuartos de matanza, un problema tecnológico de impacto inmediato sobre la producción cárnica de la planta de empaquetado.

Mi primera idea brillante fue fabricar una serie de correas de transmisión desde la estación de inyección a los diferentes cuartos de matanza. Pero la rechacé. Aunque el Señor Lan había dicho que no había que preocuparse por los gastos, yo sabía que los recursos de la planta eran limitados y no quería poner más estrés económico sobre mis padres. También era consciente de que la planta dependía del sistema eléctrico utilizado por la fábrica de lona, con cables viejos y gastados que ya tenían una sobrecarga. El sistema, era evidente, no podía funcionar con miles de toneladas de carne enviándose por las correas de transmisión. Después, consideré enviar a los animales al cuarto de matanza de pie, es decir, someterlos al tratamiento ahí mismo justo antes de matarlos. Pero eso invalidaría la nueva instalación de limpieza de carne aún antes de que estuviera operativa. Y me quedaría sin trabajo. Aún más importante era la realidad de que cuando los animales estaban siendo sometidos al tratamiento de agua, sus tripas y vejigas despedían todo lo que tenían dentro. Matarlos rodeados de esa inmundicia afectaría a la calidad de la carne. Cada animal que salía del taller de limpieza de la carne se suponía que debía estar limpio, por dentro y por fuera; eso era lo que distinguía a la planta de empaquetado de los matarifes independientes y las otras plantas cárnicas.

La carne de burro cantaba en mi boca mientras mi cerebro funcionaba más rápido; cada idea desechada enseguida era reemplazada por otra. Al final, divisé una solución que, además de adaptarse a las condiciones del espacio, también era sencilla y ahorrativa. Los ojos del Señor Lan se encendieron de la emoción cuando se la expliqué.

—¡Eres un verdadero portento, joven! —dijo dándome una palmadita en el hombro—. Lo apruebo. Adelante, ponlo en marcha.

—Imagino que es lo que tenemos que hacer —dijo Padre.

Organicé un equipo de obreros para que construyeran a la salida del taller un mueble con cinco postes de madera de abeto. Entonces pusieron una grúa encima con un mecanismo que bautizamos como «la calabaza montacargas». Otro equipo unió dos tablones para hacer una plataforma. Así, cuando los trabajadores conducían o arrastraban hacia la salida una vaca ya tratada con agua, o algún otro animal (de pie si era posible, y si no tumbado) se colocaba una soga debajo de su panza para subirlo a la plataforma, la cual entonces se empujaba y arrastraba (con un hombre a cada extremo) rodando hasta dentro de uno de los cuartos de matanza.

Lo que le ocurriera ahí dentro no era asunto nuestro.

El ganado inyectado de agua ya no planteaba ningún problema. En cuanto a cerdos, ovejas, perros y otros animales domésticos, bueno, no merece la pena siquiera que se hable de ellos.

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