¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 36

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¡BOOM! 36

El enorme cadáver del hijo de Laoda Lan estaba rodeado de flores recién cortadas y yacía más que en el ataúd en el lecho de flores. Docenas de personas que plañían (todas de negro) rodeaban el ataúd entre el suave sonido de la música funeraria. Laoda Lan estaba de pie, con la cabeza inclinada, contemplando la cara de su hijo. Se enderezó, alzó la cabeza y miró a los asistentes al funeral, con una amplia sonrisa. «Desde el día en que nació —dijo— mi hijo vivió en una nube de riqueza. Nunca conoció ni el sufrimiento ni la preocupación. Su único deseo en la vida fue comer carne, y ese deseo nunca le fue negado. —Miró la pequeña colina que formaba la barriga de su hijo y continuó—. Después de ingerir una tonelada de carne, se fue en silencio mientras dormía. Su vida fue feliz y yo cumplí con todas las obligaciones de un padre. Lo que encuentro más gratificante es que estuve con él cuando murió y que le estoy organizando el mejor funeral posible. Si hay un mundo más allá, mi hijo nunca sabrá lo que es un momento desdichado, y ahora que se ha ido, yo no tengo más preocupaciones. Celebro esta noche en mi casa un pequeño banquete al que estáis invitados todos. Por favor, venid con vuestras prendas más elegantes y traed mujeres hermosas con vosotros para compartir la mejor comida y bebida que el dinero puede comprar». Esa noche, Laoda Lan alzó una copa de brandy, el licor agitándose en el interior, y sumergido en los aromas de platos exquisitos, brindó con grandilocuencia: «A mi hijo, que conoció lo mejor que puede ofrecer la vida y después se despidió en paz. La tristeza nunca le rozó».

La competición entre los tres trabajadores y yo empezó al aire libre frente a la cocina de la planta.

El evento llenó mis ensimismamientos con frecuencia en los días y meses que siguieron, y eso siempre ha provocado que mi mente se extravíe lejos de lo que estoy haciendo o pensando en ese momento.

La competición se programó para las seis de la tarde, hora de salida del turno de día y hora en que los del turno de noche ya habían llegado a la planta. Era San Juan, 24 de junio, el día más largo del año. El sol aún estaba en lo alto del cielo, en una hora en que los campesinos aún no habían vuelto de los campos. La cosecha de trigo se llevaba a cabo y el olor impregnaba el aire. El trigo recién cortado se secaba al sol en el camino frente a la entrada de la planta. El soplo ocasional del viento traía al recinto el olor a campo. Aunque seguíamos viviendo en el pueblo y estábamos empadronados ahí, ya no éramos una familia campesina. Inyectábamos agua a los animales durante el día y por la noche temprano los sacrificábamos. Después, los inspectores ponían sus sellos azules en la carne, que según avanzaba la noche era enviada al pueblo. Las primeras noches el inspector que mandaba Tío Han apareció sin faltar para poner los sellos en la carne. Era un modelo de empleado de servicio público. Pero pronto se cansó y simplemente dejó su sello y el tampón en el cuarto de matanza para que nosotros aprobáramos la carne. Para evitar que el agua inyectada se escapara, bajando así el peso del animal, y más importante aún, la calidad de la carne, rociábamos la superficie de la carne con una sustancia que prevenía el drenaje y que no protegía pero tampoco perjudicaba la salud del consumidor. Como todavía no habíamos instalado cámaras de refrigeración, la carne tenía que ser entregada el mismo día de la matanza. Teníamos tres camiones que habían sido adaptados para transportar carne fresca. Eran conducidos por militares licenciados elegidos precisamente por su gran habilidad como conductores, y por su actitud firme y aspecto aterrador. No era conveniente meterse con esos hombres. Alrededor de las dos de la mañana, un par de viejos guardas abrían la verja de la planta, cuyas bisagras gemían produciendo bastante ruido, y los camiones de reparto, cargados de carne de confianza, salían del recinto, uno tras otro, giraban rápido y enfilaban la autopista. Tras ajustar su respiración, cual caballos briosos, aumentaban la velocidad, con sus faros iluminando la carretera hacia el pueblo. Aunque sabía que los camiones iban llenos de carne que había sido inyectada con agua limpia para garantizar frescura e higiene, cada vez que los veía salir del recinto antes de que el alba iluminara la oscuridad, y aumentar la velocidad cuando alcanzaban la autopista, por alguna razón me molestaba la sensación de que lo que transportaban era contrabando, como si se tratara de explosivos o droga.

Aquí tengo que refutar la falsa creencia popular que sostiene que toda carne inyectada de agua está contaminada. Hay que admitir que antes, cuando las familias del Pueblo de la Matanza operaban ilegalmente, inyectando carne con agua contaminada bajo condiciones nada sanitarias y procedimientos igual de antihigiénicos, la mayor parte de lo que producían era de una calidad ínfima. Pero en la planta, el hecho de hacer la inyección de agua antes de la matanza en lugar de a posteriori fue revolucionario, un punto de inflexión en la historia del sacrificio comercial de animales. Fue el Señor Lan quien mejor lo dijo: «Uno no puede apreciar lo suficiente el significado de este momento revolucionario». Y hay otro factor importante que garantizaba que la carne de la planta inyectada de agua era más fresca que la que no se había tratado igual. Podríamos haber utilizado agua corriente del grifo, pero no lo hicimos, ya que tenía aditivos, como el cloro. Nuestros productos eran lo que ahora se llama orgánicos, sin aditivos químicos, y por esa razón yo insistí en que tratáramos a nuestros animales con agua pura y cristalina, agua que era superior a la destilada y a la mineral. Era como vino fino. Unos ojos rojos, hinchados debido al calor interno, podrían curarse con un solo baño en nuestras aguas. También la orina amarilla igualmente ocasionada por el calor interno se aclaraba enseguida tras un par de copas de nuestra agua. Ya que esto era lo que solíamos inyectar a nuestros animales antes de la matanza, se puede uno imaginar la superioridad de la carne que producíamos. Si no podías comer nuestra carne con total confianza, entonces eras un hipocondríaco patológico. Todos nos felicitaban por nuestros productos, que se vendían exclusivamente en supermercados urbanos. Espero que cuando la gente oiga hoy día lo de la carne inyectada de agua no crea que estaban comiendo carne putrefacta producida en lugares sucios de matarifes ilegales. Nuestra carne era suculenta, llena de sabor y con un resplandeciente aire juvenil. Lástima que no pueda enseñarle nuestra carne inyectada de agua, qué pena que no pueda recrear mi logro más rotundo, lástima que solo puedo revivir una y otra vez los recuerdos de mi gloriosa historia, y la de la planta.

Cuando los obreros se enteraron de que iba a haber una competición de ingesta de carne entre tres de sus compañeros y yo, los que habían terminado su turno en la planta se quedaron, y los del turno de noche se presentaron temprano. Una muchedumbre de más de cien personas llenó el patio de la cocina para ver cómo se desarrollaba el espectáculo… En este momento de mi narración, necesito detenerme para hablar de otra cosa. En los días de los antiguos cuentacuentos, esto es lo que se llamaba «doble florecimiento en una rama».

Un día durante la época de la comuna, cuando los habitantes del pueblo se estaban tomando un descanso de sus labores colectivas, dos individuos participaron en un concurso de guindillas. El ganador recibiría una cajetilla de cigarrillos que había donado el jefe del equipo de producción. Los competidores fueron mi padre y el Señor Lan. Los dos tenían quince o dieciséis años entonces. No eran niños, pero tampoco hombres todavía. Las guindillas elegidas no eran nada comunes, sino un tipo especial de pimiento conocido como cuerno de cabra. Cada participante recibió cuarenta pimientos largos, gruesos, morados, que solo comer uno le habría hecho sujetarse la cabeza a cualquiera y llorar clamando por su madre. La cajetilla de cigarrillos del jefe del equipo no sería fácil de ganar. Al no poder saber cómo eran físicamente mi padre y el Señor Lan en aquel entonces, he tenido que depender de mi imaginación. Eran amigos, pero también rivales, cada uno tratando de ganar al otro en actividades como la lucha libre, que solían terminar sin un ganador o perdedor claro. No hace falta mucha imaginación para visualizar un retrato de dos hombres comiendo cuarenta guindillas cada uno; por otro lado, es una escena imposible de describir. Cuarenta pimientos cuerno de cabra suponen un montón considerable, inclinando la balanza hasta llegar a un kilo por lo menos cada uno. Ninguno salió como ganador claro tras el primer turno de veinte, ni tampoco después del segundo, y cuando el juez del certamen, el jefe del equipo de producción, vio cómo iban cambiando las caras de los concursantes, declaró empate y ofreció cajetillas de cigarrillos a los dos. Pero ellos no estaban dispuestos a aceptar esa alternativa, así que empezaron el tercer turno con veinte pimientos más. Cuando andaban por la mitad del decimoséptimo pimiento, el Señor Lan lo tiró al suelo, junto con los otros tres, y admitió la derrota. Casi enseguida se dobló agarrando su tripa, su cara chorreaba sudor y devolvió un líquido que algunos dijeron que era verde y otros morado. Mi padre terminó su pimiento decimoctavo, pero antes de que pudiera morder el decimonoveno, un riachuelo de sangre empezó a salir de su nariz. El jefe de producción envió a uno de su equipo a comprar dos cajetillas de los cigarrillos más costosos que hubiera. Esa competición se convirtió en uno de los eventos más significativos del pueblo de la era de la comuna. Ninguna conversación sobre competiciones de comida terminaba sin mencionarla. Unos años después, un concurso de buñuelos se celebró en el restaurante de la estación de tren entre uno de los botones (un hombre tan conocido por su capacidad de comer que le pusieron el sobrenombre de Gran Panza Wu) y mi padre, que tenía dieciocho años entonces y transportaba remolacha a la estación junto con otros. Gran Panza Wu caminaba meneándose por la estación, tocándose la barriga y retando a todos. Harto del comportamiento del individuo, el jefe del equipo le preguntó de qué se trataba.

—¡De comer! —contestó Wu—. ¡Yo puedo comer más que nadie!

Riendo, el jefe del equipo dijo:

—Eso es una fanfarronería que no creo que puedas demostrar.

Alguien se acercó al jefe y le dijo:

—Usted no sabe con quién está hablando. Ese es Gran Panza Wu. Esta es su guarida y así es como consigue comer gratis. Puede comer tanto de una sentada que no tiene que volver a comer hasta pasados tres días.

El jefe del equipó miró hacia mi padre y entonces le dijo entre risas a Wu:

—Amigo, siempre hay alguien mejor y un cielo más alto.

—¿No me crees? —dijo Wu—. Estoy listo cuando quieras.

El jefe del equipo, que no era un hombre que dejara pasar una ocasión excitante, preguntó:

—¿Cuál es la apuesta y qué vais a comer?

Gran Panza Wu señaló hacia el restaurante de la estación.

—Tienen buñuelos rellenos —dijo—, fideos con cerdo desmenuzado y pan al vapor. Elige tú. El que pierda paga, el que gana come gratis.

El jefe del equipo miró otra vez a mi padre.

—Tong Luo, ¿te sientes con ganas de bajarle los humos a este?

Con voz amordazada, mi padre dijo:

—No hay problema, pero ¿y si pierdo? No tengo dinero.

—No perderás —dijo el jefe—, pero no te preocupes si pierdes. En el caso improbable de que eso ocurra, el dinero saldrá del equipo de producción.

—Entonces lo haré —dijo mi padre—. No he comido buñuelos desde hace mucho tiempo.

—Bien —dijo Wu—, que sean buñuelos.

La muchedumbre ruidosa se dirigió al restaurante, Wu tomó a mi padre de la mano y lo llevó adentro con un gesto amable, como si fueran viejos amigos. La verdad es que temía que mi padre se arrepintiera. El grito de una camarera anunciando: «Gran Panza Wu ha vuelto» fue el saludo cuando entraron.

—¿Qué hay en el menú del concurso de hoy, Gran Panza Wu?

—¿Quién eres tú que te atreves a llamarme Gran Panza? —se quejó Wu—. Me deberías llamar Abuelo.

—¡Ja! —dijo la mujer—. Tú me puedes llamar Tiíta.

Cuando los demás empleados oyeron que Gran Panza Wu participaba en otra competición de comida, salieron para ver la diversión, mientras los pocos clientes que había miraban con ojos muy abiertos. El subgerente apareció limpiándose las manos en un delantal y le preguntó a Wu:

—¿Qué será esta vez?

Tras una mirada rápida a mi padre, Wu contestó:

—Buñuelos. Empezaremos con kilo y medio por cabeza. ¿Qué te parece, joven amigo?

—Vale —contestó mi padre—. Competiremos gramo a gramo.

El comentario hizo que Wu respondiera airado:

—Eso es mucho hablar para un mequetrefe como tú. Yo he estado en esta estación más de una década y he derrotado al menos a cien rivales.

—Bien, hoy has topado con quien puede derrotarte —dijo el jefe del equipo—. Este joven en una ocasión se pulió cien huevos de una sentada, y acabó comiéndose una gallina entera. Kilo y medio de buñuelos no le quitarán el apetito, ¿no es así, Tong Luo?

—Ya veremos —dijo mi padre, con la cabeza gacha—. A mí no me gusta jactarme de nada.

—¡Bien! —dijo Gran Panza, animado—. ¡Magnífico! Traed los buñuelos, niñas, directamente desde la sartén.

—Tranquilo —dijo el subgerente—. Habrá que pagar antes.

—Habla con ellos —dijo Wu apuntando al jefe del equipo—, ya que van a tener que poner el dinero tarde o temprano.

—¿Quién dice eso, hermano? Nosotros podemos pagar tres kilos de buñuelos, uno y medio cada uno, pero no olvides el refrán que dice: «Comer un montón de mierda no es nada del otro mundo, salvo por el sabor». ¿Cómo puedes estar tan seguro de que vamos a perder?

Wu meneó un dedo frente a la cara del jefe del equipo y dijo:

—Vale, vale, quizá me he pasado un poco y te he insultado. A ver qué te parece: pagaremos tres kilos de buñuelos y pondremos el dinero sobre el mostrador. El ganador lo podrá recoger e irse, el perdedor puede irse, pero dejando el dinero. ¿Te parece bien?

El jefe del equipo lo pensó un momento.

—Vale —dijo—. Pero nuestros paisanos son gente bastante bruta que no cuida demasiado su lenguaje, así que no montes un espectáculo.

Wu sacó unos billetes grasientos y los puso sobre el mostrador. El jefe del equipo sacó su dinero y lo colocó al lado del de Wu. Una camarera cubrió los dos fajos con un cuenco, para que no volaran, supongo.

—¿Podemos empezar ya, damas y caballeros? —preguntó Wu.

El subgerente se giró hacia la camarera.

—Adelante, trae los buñuelos para el Maestro Wu y su amigo, kilo y medio por cabeza, y sé generoso.

—Canallas —dijo Wu riendo—, siempre timáis a vuestros clientes, pero para un certamen queréis ser generosos. Quiero que sepáis que cualquiera que venga aquí a un desafío no es ningún pelele. Como dice el refrán: «Tú no te tragas una hoz a no ser que tengas un estómago curvado». Si es una competición de comida, ¿qué diferencia hay si se es generoso o no? ¿No es así, mi joven amigo?

Mi padre lo ignoró. Mientras Wu seguía adelante, las camareras trajeron un par de bandejas esmaltadas repletas de buñuelos y las colocaron sobre la mesa. Estaban sin duda recién hechos, bien calentitos, eran grandes y tiernos, despedían una fragancia irresistible.

—¿Puedo empezar? —preguntó mi padre al jefe del equipo.

Antes de que pudiera darle una respuesta, Wu había cogido uno de los buñuelos y lo había mordido, comiéndose la mitad. Con los carrillos hinchados y los ojos húmedos, miró hacia la bandeja, lo que era una señal del hambre feroz que tenía. Mi padre se sentó y anunció al jefe del equipo y a los paisanos del pueblo:

—Con vuestro permiso, empezaré.

Unas miradas de disculpa cubrían las caras de los espectadores al ver los buñuelos cuando mi padre empezó a comer marcando su ritmo sin prisa pero sin pausa, masticando lentamente antes de tragar. Pero Gran Panza Wu, más que comer, tragaba como si su garganta fuera un agujero que había que llenar. El contenido de los platos disminuía. Cuando quedaban cinco buñuelos en la bandeja de Wu y ocho en la de mi padre, comer cada uno llevaba más tiempo y más esfuerzo. Que estaban sufriendo era obvio para todo el mundo. Ahora solo quedaban dos en la bandeja de Gran Panza, y el ritmo había descendido muchísimo. Había dos buñuelos en la bandeja de mi padre. El final del juego había llegado. Consumieron los últimos buñuelos al mismo tiempo, tras lo cual Gran Panza se puso de pie. Pero su cuerpo pesado hizo que se sentara enseguida. La competición había terminado en un empate. Entonces mi padre dijo al subgerente:

—Puedo comer uno más.

El hombre se giró hacia una camarera detrás de él.

—Apúrate —dijo—, este hombre dice que puede comer otro. Tráelo.

La camarera pescó uno con un par de palillos y lo trajo corriendo jubilosa.

—¿Estás bien, Tong Luo? —preguntó el jefe del equipo—. Si no, paramos y se acabó. No nos importa lo que han costado estos buñuelos.

Sin mediar palabra, mi padre cogió el buñuelo que había traído la camarera, lo partió y lo convirtió en bolitas de pasta que fue colocando en la boca una a una.

—Yo también quiero uno —gritó Gran Panza.

El subgerente lo pidió. Cuando la camarera se lo entregó, lo subió a la altura de la boca, intentó morderlo, pero no pudo. Su cara reflejaba agonía, sus ojos lagrimeaban. Lo colocó sobre la mesa y dijo en tono débil:

—Pierdo.

Intentó ponerse de pie otra vez, y de hecho lo logró por un instante, antes de volver a sentarse con un golpe tan fuerte que la silla gimió y chilló colapsándose bajo tanto peso.

Terminado el concurso, Gran Panza fue llevado al hospital, donde le abrieron el estómago y le sacaron con mucho trabajo buñuelos medio digeridos. Mi padre no fue enviado al hospital, pero anduvo arriba y abajo por la orilla del río toda la noche, deteniéndose para vomitar cada pocos pasos, dejando atrás parte de un buñuelo cada vez. Una manada de perros hambrientos, de ojos azules y voraces, que fue aumentando poco a poco con más perros del pueblo, le seguía. Peleaban feroces para ver cuál se llevaba los buñuelos devueltos, desde lo más remoto de la orilla hasta el mismo río. No vi personalmente lo que ocurrió ese día, desde luego, pero aun así ha quedado una viva escena de todo en mi imaginación. Fue una noche temerosa, y mi padre tuvo suerte de que los perros no le mataran y se lo comieran. Si lo hubieran hecho, no estaría aquí yo hoy. Nunca me describió lo que sentía al vomitar esos buñuelos. Cuando mi curiosidad se agudizaba y yo le preguntaba respecto a sus competiciones de guindillas y buñuelos, su cara enrojecía y espetaba enfadado: «¡Calla!». Obviamente, yo había tocado una fibra muy sensible. Aunque nunca lo dijo, sé que sufrió mucho por esos cincuenta y nueve guindillas y de nuevo la noche que comió kilo y medio de buñuelos. En aquel entonces, la gente añadía álcali a la harina al freír, además de sodio carbonatado. Freían en aceite de semilla de algodón sin refinar, tan negro que era casi verde, y muy viscoso, como el alquitrán. El aceite estaba lleno de químicos, incluyendo gosipol. Insecticida DDVP y hexacloruro de benceno, pesticidas que no se disuelven fácilmente. La garganta de mi padre estaba roja como si la hubieran arañado y su estómago sobresalía como un tambor. Incapaz de inclinarse, caminaba con pasos lentos y dolorosos, sujetando su barriga con ambas manos, como si fuera a explotar si se movía demasiado. Podía ver los ojos relampagueantes de los perros detrás, verdes como un fuego fatuo. Apuesto cualquier cosa a que pensaba que esos perros estaban ansiosos por abrirle la tripa y alcanzar los buñuelos de dentro, y ese pensamiento llevó a otro: que una vez que hubieran terminado de comer todos los buñuelos, se volverían contra él, comenzando por sus órganos internos, para seguir con su carne y sus huesos.

En vista de todo esto, al informar a mi padre y al Señor Lan de que había aceptado el reto de tres obreros para participar en un concurso de comida, mi padre frunció el ceño.

—No —objetó con firmeza—, no te metas en algo tan vergonzoso.

—¿Vergonzoso? —le respondí—. ¿Por qué? ¿No cuenta la gente con admiración la competición de guindillas con el Señor Lan?

Padre dio un puñetazo sobre la mesa.

—Éramos pobres —dijo—, ¿comprendes? ¡Pobres!

El Señor Lan intervino para rebajar la tensión.

—Había algo más que eso —dijo—. Tú aceptaste el desafío de comer buñuelos porque te gustan, pero una competición a base de guindillas implicaba más que ganar una triste cajetilla de cigarrillos.

La interrupción del Señor Lan le quitó filo a la ira de mi padre.

—No hay nada malo en participar en un concurso —admitió—, salvo cuando se trata de un concurso para ver quién come más. El estómago tiene sus límites, pero la cantidad de comida disponible es ilimitable. Aun cuando ganes, arriesgas tu salud. Tanto comes, tanto tendrás que vomitar.

Eso le causó risa al Señor Lan.

—Tong Luo —dijo—, no te dejes llevar por las emociones. Si Xiaotong se considera preparado para ello, no veo ninguna objeción para organizar un ensayo del certamen.

Aunque ahora estaba tranquilo, mi padre se mantuvo firme.

—No —dijo—, no lo puedo permitir. No tenéis idea de cómo sufrí.

La ansiedad de mi madre, sin embargo, la causaba otro motivo.

—Xiaotong —afirmó—, tú aún estás en pleno crecimiento, y tu estómago no puede competir con el de esos hombres jóvenes. No sería una competición justa.

—Vale —dijo entonces el Señor Lan—, ya que tus padres no lo aprueban, olvidémoslo. No podría vivir si algo te ocurriera.

Pero yo me resistí.

—Ninguno de vosotros me comprende. Yo tengo una relación especial con la carne y una capacidad digestiva igual de especial para ella.

—De acuerdo —dijo el Señor Lan—, eres un niño muy carnívoro pero aun así es demasiado arriesgado. Tienes que recordar que eres nuestra esperanza para el futuro. Contamos contigo para implementar muchas innovaciones en la planta.

—Padre, Madre, Tío Lan —contesté—, yo sé lo que hago, no tenéis que preocuparos. En primer lugar, creedme: ellos no pueden ganar. Segundo, no voy a jugar con mi salud. De hecho, ellos me preocupan más y sugiero que les pidamos que firmen un documento liberándonos de toda responsabilidad por cualquier eventualidad.

—Eso es algo que podemos hacer si insistes en seguir adelante —replicó el Señor Lan—, pero quiero una garantía de que tú no corres ningún peligro.

—Eso no lo puedo afirmar rotundamente —admití—, pero tengo absoluta confianza en mi aparato digestivo. ¿Tienes una idea de cuánta carne como cada mañana en la cocina de la planta? Pregúntale a Biao Huang.

El Señor Lan se giró hacia mis padres y preguntó con una voz seductora:

—Yuzhen, ¿por qué no le dejamos intentarlo? La capacidad de comer carne que tiene mi valioso sobrino es materia para una leyenda, y sabemos que su fama se basa en comer y no en jactarse.

Podemos tomar la precaución de tener a mano un médico para cualquier urgencia.

—No por lo que a mí respecta —respondí—, aunque es una buena idea para asegurar la salud de mis rivales.

—Xiaotong —intervino con fuerza mi padre—, a los ojos de tu madre y a los míos, ya no eres un niño, así que eres responsable de tus acciones.

—Padre —contesté riendo—, ¿por qué estás tan enfadado? ¿De qué estamos hablando aquí? Se trata de una comida, de algo que hago todos los días. Solo que comeré un poco más durante la competición. Y puede que ni eso: si ellos tiran la toalla más pronto que tarde es hasta posible que yo coma menos de lo habitual.

Mi padre tenía la esperanza de que la competición fuera un evento bastante discreto, aunque el Señor Lan opinó:

—Si seguimos adelante con esto, tiene que ser delante de todos lo de la planta. De lo contrario, sería una pérdida de tiempo.

Sobra decir que yo esperaba mucho público, no solo los trabajadores de la planta.

Lo ideal sería colocar carteles o anunciarlo por los altavoces de la estación de tren para atraer a la gente del pueblo, del condado y de otros pueblos. Cuanto más numerosa fuera la multitud, mayor sería la emoción colectiva. Pero lo que yo quería en el fondo era establecer mi autoridad en la planta y hacerme un nombre en la sociedad. Quería ganarme a todos aquellos que tuvieran dudas sobre mí y que tuvieran que admitir que la reputación de Xiaotong era bien merecida y ganada mordisco a mordisco. Y quería demostrarles a mis tres rivales que habían arrojado el guante a la persona menos indicada para que ellos salieran bien de su desafío. Tenían que enterarse de que una cosa es comer y otra digerir carne, y si no tienes un aparato digestivo dispuesto a responder adecuadamente, tus problemas comienzan tan pronto tragas.

Sabía que tenían problemas aún antes de comenzar la competición y que su castigo lo recibirían, no del Señor Lan, ni de mis padres y ni siquiera de mí, sino de la carne que enviaban a sus respectivos estómagos. Un dicho que circula entre los residentes del Pueblo de la Matanza es que una persona ha sido «mordida» por la carne. Eso no quiere decir que a la carne le crezcan dientes, sino que una dieta constante de carne es perjudicial para el estómago y los intestinos. Estaba seguro de que mis rivales iban a ser «mordidos» muy en serio por lo que iban a comer. Sabía que estaban paseando felices y confiados, anticipando un gran disfrute. Pero me temía que no tardarían mucho en enterarse de que las lágrimas no suponían el peor sufrimiento que iban a padecer. No cabía duda que ellos se sentían como si fueran reyes encumbrados y que una vez que ganasen la competición se convertirían en celebridades. Y aun si perdían, habrían llenado gratis de carne sus estómagos. También sabía que muchos de los asistentes del público pensarían lo mismo y hasta incluso podrían sentir envidia y terminarían reprochándose no haber participado ellos en la competición. Pero, esperad un poco, amigos: pronto dejaréis de inquietaros y empezaréis a congratularos a vosotros mismos. Pues veréis qué espectáculo más ridículo montarán esos tres.

Mis rivales eran Shengli Liu (Victoria Liu), Tiehan Feng (Hombre de Hierro Feng) y Xiaojiang Wan (Pequeño Río Wan). Liu, un hombre grande y moreno con ojos de mirada amplia y fija, tenía la costumbre de remangarse la camisa cuando iba a hablar. Era un tipo bastante vulgar que había empezado como matarife de cerdos. Ya que estaba rodeado de carne animal todo el día, uno pensaría que tendría algún conocimiento de la naturaleza de la carne. Pues bien, aunque hacer apuestas en concursos de ingesta de carne es una tontería, eso era lo que a él le gustaba hacer, así que algo tenía oculto en la manga. Como dice el refrán: «Las buenas noticias no surgen sin más, y lo que así surge no puede ser bueno». Tendría que vigilarle bien. En cuanto a Feng, alto y flaco, con su cutis cetrino y espalda jorobada, parecía una persona recién recuperada de una grave enfermedad. Tengo entendido que la gente con un cutis como el de él con frecuencia tiene capacidades asombrosas. Una vez oí a un cuentacuentos ciego decir que entre los ciento ocho valientes de la dinastía Ming había varios de cara cetrina que tenían unas habilidades de lucha extraordinarias. De modo que también tendría que vigilarle. Y Wan, cuyo apodo era Rata de agua, era pequeño de estatura, con boca puntiaguda, carrillos como un chimpancé y ojos triangulares. Tenía fama de gran nadador, uno que podía capturar peces bajo el agua con los ojos abiertos. Nada había oído de él respecto a su capacidad para comer carne pero se sabía que era un campeón cuando se trataba de comer sandía, y cualquiera que quiera ser un campeón ingiriendo comida, solo puede ganar fama a través de competiciones. Es la única manera de hacerlo. Una vez, en una competición, Xiaojiang Wan se pulió tres sandías atacándolas como si estuviera tocando una armónica de lado a lado, adelante y para atrás, y a la vez escupiendo las semillas negras. Otro a quien tendría que vigilar.

Salí al lugar de la competición acompañado de Jiaojiao, quien caminaba detrás de mí con una tetera. Su cara estaba rígida, su frente perlada con gotas de sudor.

—No estés tan inquieta, Jiaojiao —le dije riendo.

—No lo estoy. —Se secó la frente con la manga de la camisa—. No estoy inquieta. Sé que ganarás.

—Sí, ganaré —dije—. Tú también ganarías si estuvieras en mi lugar.

—Yo no —contestó—. Mi estómago aún no es lo suficientemente grande. Pero algún día lo haré.

Le cogí la mano.

—Jiaojiao —dije—, venimos al mundo a comer carne. Cada uno de nosotros está destinado a comer veinte toneladas de ella. Si no lo hacemos, Yama no nos dejará entrar por la puerta del Inframundo. Eso es lo que dijo el Señor Lan.

—Magnífico —contestó ella—. Entonces centrémonos en las veinte toneladas y luego vamos a por las treinta. ¿Cuánto son treinta?

—¿Treinta toneladas? —Tuve que pensar un minuto—. Harían una pequeña montaña de carne.

Se rio, alegre.

Tras doblar la esquina al llegar a la puerta del taller de inyección de agua, vimos una muchedumbre frente a la cocina al mismo tiempo que nos vieron a nosotros.

—Aquí están…

Jiaojiao me apretó la mano.

—No temas —la consolé.

—No tengo miedo.

La muchedumbre nos abrió paso para que llegáramos al lugar de la competición. Se habían colocado cuatro mesas, cada una con su taburete. Mis rivales me esperaban. Shengli Liu bramó a la puerta de la cocina:

—¿Listo, Biao Huang? No puedo esperar más. Me muero de hambre.

Xiaojiang Wan fue dentro y volvió a salir enseguida.

—¡Qué aroma! —recitó poético—. ¡Carne, ah, carne, cómo te anhelo! Hasta mi madre palidece frente a un plato de carne bien cocida.

Tiehan Feng estaba sobre su taburete fumando un cigarrillo y parecía el retrato mismo de la tranquilidad, como si la competición no fuera con él.

Saludé con la cabeza a la gente que nos miraba a mi hermana y a mí con semblante curioso o reverencial. Entonces me senté en el taburete al lado de Tiehan Feng. Jiaojiao estaba de pie a mi lado.

—Me estoy poniendo un poco nerviosa —murmuró.

—Tranquila —le dije.

—¿Quieres té?

—No.

—Tengo que hacer pis.

—Adelante. Detrás de la cocina.

La muchedumbre murmuraba entre sí, demasiado bajo para que yo los oyera bien, pero podía adivinar lo que estaban diciendo.

Tiehan Feng me ofreció un cigarrillo.

—No —dije—. Fumar afecta el gusto. Hasta la mejor carne pierde sabor.

—No debería estar haciendo esto contigo —me dijo—. Eres solo un muchacho. Me odiaría a mí mismo si te pasara algo.

Le sonreí sin más.

Jiaojiao regresó y me dijo en voz baja:

—El Señor Lan está aquí, pero ni Padre ni Madre han llegado aún.

—Lo sé.

Shengli Liu y Xiaojiang Wan llegaron y cada uno se sentó a su mesa, Liu a mi lado y Wan al suyo.

—Estamos todos —anunció el Señor Lan—, así que podemos comenzar. ¿Dónde está Biao Huang? ¿Estás listo, Biao Huang?

Biao Huang salió corriendo de la cocina secándose las manos con una toalla sucia.

—Listo. ¿Traigo ya la carne?

—Tráela —dijo el Señor Lan—. Damas y caballeros, estamos hoy aquí celebrando la primera competición de ingesta de carne de esta planta. Los participantes son Xiaotong Luo, Shengli Liu, Tiehan Feng y Xiaojiang Wan. Esta será una competición de prueba. El ganador representará a la planta en una competición pública más adelante. Ya que lo que ocurre aquí hoy tiene gran importancia para el futuro quiero que todos los participantes se esfuercen al máximo.

Los comentarios del Señor Lan animaron al público, que empezó a cuchichear como aves piando al cielo. El Señor Lan alzó la mano para que la gente se calmara.

—Dicho esto —añadió—, tengo que dejar algo muy claro: cada participante es responsable de sí mismo. Si hay un accidente la planta no puede asumir ninguna responsabilidad. Dicho de otra forma, sois los únicos responsables. —Entonces señaló a un médico que estaba abriéndose camino a codazos entre la multitud—. Dejad pasar al doctor —ordenó.

La gente se giró para ver al médico con su maletín a la espalda mientras, sudando, se abría paso hasta llegar y colocarse frente a todos con una sonrisa que revelaba unos dientes amarillos.

—¿Llego tarde? —preguntó agobiado.

—No —contestó el Señor Lan—, la competición está a punto de empezar.

—Creí que llegaba tarde. En cuanto el director del hospital me dijo lo que quería que hiciera, he cogido mi maletín y he venido lo más rápido que he podido.

—No es tarde —le volvió a asegurar el Señor Lan—. No tenía que haberse dado tanta prisa. —Después de este breve intercambio se giró hacia nosotros—: ¿Están preparados los participantes?

Eché un vistazo a mis ansiosos competidores y vi que todos me estaban mirando. Sonreí y asentí con la cabeza, y ellos devolvieron el saludo. Tiehan Feng sonreía con sorna. Shengli Liu tenía una expresión rígida, como si estuviera a punto de estallar de ira, la mirada de un hombre que se prepara para una lucha a muerte en vez de un concurso para ver quién puede comer más carne. Una sonrisa tonta, acompañada de tics y ligeros temblores que hacían reír a los espectadores, se había posado sobre la cara de Xiaojiang Wan. Lo que noté en las caras de Liu y de Wan me reforzó la confianza. Estaba clara ahí su derrota. Pero tuve problemas para leer el significado de la sonrisa irónica de Feng. Perro ladrador, poco mordedor, y tuve la convicción de que este rival de cara cetrina y sonrisa de sorna iba a ser al que yo tenía que batir.

—Bien. El doctor está aquí, todos habéis oído lo que he dicho, sabéis las reglas; la carne está preparada. Estamos listos para empezar —anunció en voz alta el Señor Lan—. Por lo tanto, declaro el comienzo de la competición inaugural de ingesta de carne. Biao Huang, ¡trae la carne!

—Marchaaaando.

Como un camarero en un restaurante prerrevolucionario, Biao Huang prolongó el grito mientras salía de la cocina como si estuviera flotando con cortos pero fluidos pasos, con una palangana roja repleta de carne cocida en sus manos. Le seguían tres mujeres jóvenes empleadas para la ocasión. Vestidas con ropa de trabajo blanca se movían sonrientes y con habilidad, como una unidad bien entrenada. También ellas cargaban palanganas rojas con carne cocida. Biao Huang colocó su palangana frente a mí en la mesa y las tres mujeres jóvenes hicieron lo mismo en cuanto a mis rivales.

—Carne de nuestra planta.

—Trozos del tamaño de un puño, cocinados sin ningún condimento, ni siquiera sal.

—Todos filetes de falda.

—¿Cuántos kilos? —preguntó el Señor Lan.

—Dos kilos en cada palangana —contestó Biao Huang.

—Tengo una pregunta —dijo Tiehan Feng, alzando la mano como un estudiante.

—Adelante —contestó el Señor Lan con un interés notable.

—¿Tiene cada palangana la misma cantidad? ¿Todas tienen la misma calidad?

El Señor Lan miró hacia Biao Huang.

—¡Todas de la misma vaca! —anunció Biao Huang—. Cocinada en la misma olla y exactamente dos kilos según la balanza.

Tiehan Feng negó con la cabeza.

—Te han debido de tratar de forma muy injusta en otra vida —dijo Biao Huang.

—Traed la balanza —ordenó el Señor Lan.

Refunfuñando, Biao Huang fue a la cocina y volvió con una pequeña balanza que plantó de golpe sobre la mesa.

El Señor Lan le lanzó una mirada.

—Coloca cada palangana sobre la balanza —dijo.

—Os han debido de engañar en otra vida y por eso os habéis vuelto tan paranoicos —se quejó Huang. Pesó las cuatro palanganas, cada una por separado—. Ahora ya lo sabéis —dijo—, todas son iguales, ni un gramo de diferencia.

—¿Alguna otra pregunta? —inquirió el Señor Lan—. De lo contrario, podemos empezar.

—Tengo otra pregunta —dijo Feng.

—¿A qué vienen todas estas preguntas? —dijo el Señor Lan con una risita—. Pero adelante, pues quiero que todo esté claro. Si el resto de vosotros tenéis preguntas, ahora es el momento de hacerlas. No quiero oír quejas después.

—Veo que todas las palanganas pesan igual pero ¿cómo puedo saber si la calidad es la misma? Sugiero que las enumeremos y hagamos una rifa para ver a quién le toca cada una.

—Buena idea —acordó el Señor Lan—. ¿Tiene usted papel y pluma en su maletín, doctor? Puede servir usted de árbitro.

El doctor sacó con entusiasmo una pluma de su maletín, arrancó cuatro hojas de su libro de recetas, escribió un número en cada una y las colocó una a una bajo cada palangana. Entonces colocó boca abajo cuatro papeletas numeradas.

—Bien, guerreros de la carne —dijo el Señor Lan—, echadlo a suertes.

Yo veía todo esto con una calma fría, aunque la verdad era que me empezaba a molestar la actitud de Tiehan Feng. ¿Por qué estaba causando tantos problemas?, me preguntaba. ¿Por qué tanta preocupación por una palangana de carne? Mientras mi mente se preguntaba esto, Biao Huang y sus ayudantes iban colocando las palanganas según tocaran a cada cual.

—¿Algún otro problema? —preguntó el Señor Lan—. Piénsatelo bien, Tiehan Feng, ¿hay algo más que quieras aclarar? ¿No? Bien. Entonces declaro el comienzo de la competición inaugural de ingesta de carne de la planta.

Tras ponerme cómodo, me restregué las manos con una servilleta de papel y lancé una mirada rápida alrededor. A mi izquierda, Tiehan Feng había clavado un trozo de carne con una brocheta, metiéndole un bocado pausado. Me sorprendió notar sus hábitos civilizados. No fue ese el caso de Shengli Liu o Xiaojiang Wan que estaban a mi derecha. Wan intentaba utilizar palillos, pero le resultaba tan difícil que los abandonó y cambió a una brocheta. Gruñendo, pinchó un trozo de carne, le dio un mordisco salvaje y comenzó a masticar como un mono. Shengli Liu clavó su carne con los dos palillos, abrió ampliamente su boca y arrancó la mitad, llenándose tanto que apenas lograba masticar. Esta falta tan bárbara de etiqueta era de hombres que no habían probado carne en siglos. Era todo lo que necesitaba saber para darme cuenta de que se rendirían pronto. Comían como novatos, como langostas de otoño que con dificultad logran dar algún salto. Ahora podía concentrar mi atención en el hombre de cutis cetrino, Tiehan Feng, que parecía como si estuviera cargando todo el peso del mundo sobre sus hombros. Sin duda, era el hombre al que yo tenía que ganar.

Tras doblar la servilleta de papel y colocarla al lado de la palangana, me remangué la camisa, me enderecé bien en el taburete y lancé una mirada benévola hacia el público, como la de un boxeador justo antes de una pelea. Me recompensaron con miradas de admiración, y podía notar por sus suspiros de aprecio que aprobaban mi semblante y madurez. Mis hábitos legendarios de engeridor de carne sin duda estaban presentes en sus mentes. Vi una calurosa sonrisa en la cara del Señor Lan y la sonrisa enigmática de Qi Yao, que se mantenía bastante oculto entre la muchedumbre. De hecho, había sonrisas en muchas caras familiares, miradas de admiración, así como unas cuantas miradas envidiosas de los que desearían haber estado en mi lugar. El sonido que hacían mis competidores al masticar llenó mis oídos, un chomp chomp que me resultó repugnante. Y oí las quejas expresivas e iracundas de la carne que emergían de las tres bocas en las que ellas no querían estar. Yo era como un maratoniano confiado de pie en la línea de partida, midiendo bien a mis rivales y listo para salir disparado. Ya era hora de empezar a comer. Los trozos de carne de mi palangana casi habían perdido toda la paciencia. Los espectadores no podían oír sus quejas, pero yo sí. Y probablemente también mi hermana. Mientras me palmeaba ligeramente la espalda me dijo:

—Debes empezar, hermano.

—Vale —contesté con suavidad—, lo haré. —Entonces le dije a la querida carne—: Te voy a comer ahora.

El tono de sus voces, mezclado con el maravilloso aroma, rociaba mi cara como si fuera polen. Me intoxicaba. Querida carne, queridos trozos. No hay prisa. Ya llegará vuestro turno, el de todos. Aunque aún no me he comido ningún trozo, ya existe una unión emocional entre nosotros. Un flechazo. Me pertenecéis, sois mi carne, todos vosotros, trozos de carne. ¿Cómo podría yo abandonaros?

No usé ni palillos ni brocheta. En lugar de eso utilicé mis manos ya que sabía que la carne prefería el tacto de mi piel. Cogí el primer pedazo con delicadeza y escuché un placentero gemido. La carne temblaba entre mis manos. Sabía que no se debía a ningún miedo sino a un arrebato de placer. Con toda la enorme cantidad de carne que hay en el mundo solo una pequeña porción tendría la suerte de ser ingerida por Xiaotong Luo, que comprendía y amaba a toda la carne. La excitación que me producía esa palangana llena de carne no fue ninguna sorpresa. Cuando me llevaba a la boca un pedazo, relucientes lágrimas se deslizaron desde un par de ojos brillantes que me miraban con pasión. Sabía que me amaba porque yo la amaba. El amor en todas partes del mundo es un asunto de causa y efecto. Me siento profundamente conmovido, carne. Mi corazón tiembla como un flan. De veras quisiera sentir la necesidad de no tener que comerte, pero no puedo evitarlo.

Llevé el primer trozo de la querida carne a mi boca, aunque igual pude haber dicho que tú, carne querida, fuiste la que te introdujiste en mi boca. Es igual, fue en aquel momento cuando ambos sentimos que nos invadían emociones diversas, como si fuéramos dos amantes que se reúnen. Detesto la idea de tener que morderte, pero tengo que hacerlo. Quisiera no tener que tragarte, pero no tengo más remedio. Verás: hay muchos pedazos más esperando a ser devorados y hoy no es un día normal para mí. Durante todos los días anteriores a este he disfrutado de todo corazón y con toda el alma la apreciación mutua y la comprensión entre nosotros. Pero hoy eso ha sido reemplazado por una combinación de actuación y ansiedad, y mi mente ha comenzado a divagar. Debo concentrarme en la tarea que me espera y solo puedo pedir tu indulgencia. Comeré como nunca, para que tú y yo (nosotros) demostremos la naturaleza tan seria que implica comer carne. El primer pedazo de carne se deslizó con cierto arrepentimiento hacia mi estómago, donde se movió como pez en el agua. Adelante, diviértete allá abajo. Seguro que te sientes solo, pero eso no durará mucho: tus amigos te acompañarán pronto. El segundo pedazo sintió las mismas emociones hacia mí que yo hacia él, y siguió idéntico camino hacia mi estómago, donde se reunió con el primer pedazo. Entonces el tercer pedazo, el cuarto, el quinto…, formando una nítida fila, cantaron la misma canción, derramaron las mismas lágrimas, siguieron el mismo camino y terminaron en el mismo lugar. Fue un proceso dulce y angustioso a la vez que ilustre y lleno de gloria.

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