¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 39

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Cuando la música de los monjes y la orquesta acabó, la esposa de Biao Huang, que se había cambiado de vestido, salió al jardín como un personaje de una ópera y sirvió el té en ambas mesas. Servía el té mordiéndose el labio inferior. Después, tras haberse bebido el té y fumado un par de cigarros, fue el momento de continuar. Los monjes empezaron a entonar cánticos altos y rítmicos, sonidos llenos de devoción, que recordaban al croar de los sapos en una noche de verano. Los melódicos golpes metálicos de los platillos y los golpes secos de la caja china resaltaron las voces. Tras un rato los monjes abandonaron el coro, dejando al monje anciano y de voz profunda cantar en solitario con su asombrosa modulación, para hechizar a todos los que escuchaban; nadie se atrevió a hacer un ruido y aguantaban la respiración para sumergirse en cada nota sagrada que salía del pecho del monje anciano, con sus espíritus elevándose hacia las nubes. El monje siguió cantando durante un rato hasta que llegado un punto cogió los platillos y los golpeó cambiando el ritmo. Más y más rápido, abría los brazos y volvía a golpearlos, después el movimiento se hacía más sutil. Los sonidos cambiaban con los movimientos de sus manos y brazos, campanazos fuertes daban paso a otros más suaves. En un momento del crescendo, uno de los platillos salió lanzado al aire y dio vueltas como un talismán. El anciano monje rezó una oración budista, empezó a girar sujetando el platillo que le quedaba detrás de su espalda, esperando a que la pareja cayese del cielo y golpeara el suelo con un resonar metálico que llenara el aire. Cuando el entusiasmo del público creció, el monje lanzó ambos platillos al cielo, uno detrás de otro, como gemelos inseparables, y cuando se encontraron produjeron un sonido metálico. Al volver a caer parecían buscar las manos del monje. Ese día la actuación del monje, un devoto budista, dejó una impresión duradera en todo aquel que estuvo presente.

Ahora que su participación había terminado, los monjes se sentaron y volvieron a su té. El público se centró ahora en los músicos en espera de algo nuevo. La actuación de los monjes era algo difícil de igualar, pero no superarlo nos hubiese decepcionado y ellos hubiesen perdido su prestigio.

Sin dudarlo un segundo, los músicos se pusieron en pie y comenzaron al unísono con el tema «Sigue adelante, hermanita». Después tocaron «Cuándo regresarás». Tras el tercer tema, «El pequeño pastor», dejaron descansar sus instrumentos y miraron hacia su maestro, quien se quitó la chaqueta revelando un cuerpo tan delgado que se podían contar las costillas del pobre hombre. Cerró los ojos, alzó la cabeza y tocó una melodía fúnebre con su

suona de modo que su nuez se movía rítmicamente de arriba abajo en su garganta. Yo no conocía el tema, pero su tristeza me afectó de manera incompresible. Según tocaba, la

suona se movía de su boca a una de sus fosas nasales, que enmudecía las notas mientras retenía la melodía apenada del instrumento. Sin abrir los ojos, alargó la mano y un discípulo le colocó una segunda

suona. Introdujo la lengüeta en su otra fosa nasal, y ahora los dos instrumentos creaban una melodía de sobrecogedor dolor. Su rostro estaba de un rojo encendido, su sien palpitaba. Su público estaba tan conmovido que olvidó aplaudir. Qi Yao no mentía al decir que había contratado a un maestro de la

suona de renombre. Cuando la melodía terminó, se sacó los instrumentos de la nariz, se los dio a sus discípulos y cayó sobre su asiento. Sus discípulos corrieron a servirle un té y a ofrecerle un cigarro, que él encendió e, inmediatamente, le dio una calada, dejando que dos bocanadas de humo saliesen por su nariz, como bigotes de dragón. Y entonces un hilo de sangre se deslizó por ambas fosas nasales.

—Tu pago por tan maravillosa interpretación —dijo Qi Yao.

Han Xiao, el inspector, corrió con un par de sobres idénticos rojos y posó cada uno en una mesa. Después el anciano monje y el director de orquesta se enzarzaron en una competición de hombre a hombre, y resultaba difícil decir quién ganó.

Pero dudo que eso le interese, Señor Monje, así que me lo saltaré, e iré directamente a lo que ocurrió a continuación.

De vuelta al ala este, Qi Yao estaba fanfarroneando por el buen trabajo que había hecho delante de mi padre, de Han Xiao y de otros hombres que habían estado ayudando, diciéndoles que había viajado lejos para conseguir que los dos grupos viniesen a actuar, dejándose las suelas de los zapatos en el intento. Levantó uno de sus pies como prueba. Han Xiao, conocido por sus comentarios mordaces, dijo:

—Tengo entendido que solías considerar al Señor Lan tu principal enemigo. Me pregunto cómo has llegado a ser su lacayo.

Los labios de Padre se fruncieron, y aunque intentaba ocultarlo, su rostro le delataba.

—Todos somos lacayos —se defendió Qi Yao—. Pero al menos yo me vendo a mí mismo. Otros venden a su mujer y a sus hijos.

La cara de Padre se ensombreció.

—¿De quién estás hablando? —preguntó apretando los dientes.

—Solo hablo de mí, Tong Luo, no hay que ponerse así —respondió con astucia, y luego añadió—: He oído que pronto estarás casado.

Padre cogió la caja de tinta y se la lanzó a Qi Yao. Este se puso en pie.

Una mirada de furia de Qi Yao fue suplantada por una sonrisa siniestra.

—Qué mal genio, hermano —dijo cínicamente—. Has de deshacerte de lo viejo antes de involucrarte con lo nuevo. Para un importante jefe como tú, nada debe ser más fácil que ponerle las manos encima a una jovencita. Déjamelo a mí. Tal vez no tenga lo que se necesita para ser oficial, pero como celestina soy incomparable. ¿Qué tal con tu hermanita, Han Xiao?

—¡Qué te jodan, Qi Yao! —le grité.

—Director Luo, no, debería ser Director Lan —dijo Qi Yao—. Tú eres el príncipe heredero en este pueblo.

Han Xiao corrió hacia el hombre antes de que lo hiciese mi padre, le agarró del brazo y le hizo girar tan fuerte que perdió el control. Después le empujó contra la puerta, clavó sus rodillas en el culo de Qi Yao y le pegó un empujón que le lanzó hacia afuera como disparado por un cañón. Se quedó tirado en el suelo durante un buen rato.

A las cinco era el momento de comenzar la ceremonia fúnebre. Madre me agarró por el pescuezo y me devolvió a la cabecera del ataúd. Dos velas blancas tan gruesas como unos rábanos se consumían en la mesa que había detrás del ataúd, la llama titilante traía hasta mi nariz el olor rancio del sebo de oveja. La luz de la lámpara de aceite brillaba tanto como una luciérnaga junto a la vela, y eso en una habitación con una

chandelier de veintiocho bombillas rodeada por veinticuatro puntos de luz. De haber estado todo encendido, podrían haberse contado las hormigas del suelo. Pero las luces eléctricas carecían del misticismo de las velas. Tiangua parecía aún más extraña y menos humana bajo la luz titilante, pero cuanto más intentaba no mirarla, más difícil se me hacía y menos humana era su imagen. Su rostro sufría cambios constantes, como ondas en el agua. En un momento era un pájaro, al siguiente un gato y al otro un lobo. Y entonces me di cuenta de que sus ojos estaban fijos en mí. Pero lo que hizo que mi corazón se acelerara era que estaba sentada al borde del taburete, con las rodillas dobladas y rígidas, echada hacia delante, como la pose de un depredador a punto de atacar. En cualquier momento se levantaría de su taburete, pasaría por encima de la fuente de arcilla en la que ardía el papel y se lanzaría sobre mí, agarrándome del cuello para comenzar a mordisquear mi cara (

ñam, ñam) como si masticase un rábano, y me dejaría sin cabeza. En ese momento aullaría y tomaría su verdadera forma, con una larga y peluda cola, y huiría sin que pudiesen seguirla. Yo sabía que la verdadera Tiangua había muerto hacía tiempo y que la figura sentada frente a mí era en realidad un demonio que había tomado su forma y esperaba el momento oportuno para devorar la carne de Xiaotong Luo, el carnívoro, cuya carne era más sabrosa que la del resto de los niños. Una vez escuché a un monje hablar sobre la rueda de la vida, diciendo que aquellos que comen carne serían devorados por otros carnívoros.

El monje era un respetado budista, Señor Monje, de los muchos que había por la zona. Pongámosle de ejemplo. Una vez se sentó en la nieve a mitad de invierno, desnudo hasta la cintura, en la posición del loto, sin comer ni beber durante tres días. Muchas mujeres bondadosas, temiendo que se congelase, le llevaron mantas para mantenerle caliente, pero más tarde descubrían que su rostro estaba satisfecho y rojizo, y un vapor emanaba de su cuero cabelludo, casi como si su cabeza hirviera. Las mantas era lo último que necesitaba. Hubo gente que decía que había tomado una pastilla de fuego de dragón, y que no se trataba de un don especial. ¿Pero quién ha visto nunca una de esas pastillas? No son más que leyendas. ¿Pero el monje en la nieve? Lo vi con mis propios ojos.

La cara de Tianle Cheng, que acababa de perder un diente, estaba marcada por las arrugas. Él oficiaría la ceremonia fúnebre; llevaba un lazo blanco sobre los hombros y un sombrero blanco plisado que parecía la cresta de un gallo. Hizo una última aparición haciendo que todos se preguntaran dónde se había metido hasta ese momento. Olía mucho a alcohol, pescado en salazón y tierra húmeda, lo que me hizo suponer que había estado en la bodega del Señor Lan comiendo salazón y bañándolo con licor. A causa de su embriaguez, tenía problemas para enfocar la vista y sus ojos además estaban rodeados de residuos pegajosos. Su ayudante era Gang Shen, el mismo que nos debió dinero en el pasado. Olía igual que Cheng (obviamente también estuvo en la bodega) y vestía de negro con un par de manguitos blancos. En una mano llevaba un hacha, en la otra un gallo blanco con cresta negra. El hombre que les seguía no podemos pasarlo por alto. Era Zhou Su, el hermano pequeño de la mujer del Señor Lan, un pariente cercano que debía haber hecho acto de presencia mucho antes. Su retraso era o bien intencionado o causado por el tráfico.

Padre, Qi Yao, Han Xiao y un grupo de fornidos hombres siguieron al trío hasta la sala principal. Se habían dispuesto en el jardín un par de bancos, donde hombres con barras esperaban bajo el porche.

—Celebremos el homenaje.

Mientras los gritos de Tianle Cheng resonaban en la sala, el Señor Lan se apresuró a salir de su dormitorio y se arrodilló frente al ataúd. Golpeando la tapa con una mano, sollozó:

—Oh, querida madre de nuestra hija, nos has abandonado cruelmente a Tiangua y a mí.

Los golpes aumentaron sobre la tapa y las lágrimas mancharon la cara del Señor Lan, todo eran signos de la abrumadora pena que enseguida despertó rumores.

Fuera, en el jardín, los músicos estaban tocando una marcha fúnebre, y los monjes entonaban sus cánticos, con gran entusiasmo. Fuera y dentro el ruido vencía, creando un aura de insoportable dolor. En ese momento no pensaba en el demonio frente a mí, ya que las lágrimas corrían por mi rostro.

Incluso el cielo echó una mano, primero lanzando truenos, luego con gotas del tamaño de monedas de oro que tatuaron el suelo. La lluvia golpeaba las cabezas afeitadas de los monjes y empapó las caras de los músicos. Pronto las gotas se hicieron más pequeñas, pero la lluvia se espesó. Aun así, bajo el aguacero, los monjes y los músicos continuaron.

El agua empapando las cabezas de los monjes tenía un efecto relajante sobre la gente, aunque el sonido enlatado de las trompas y los compases lúgubres de la

suona hacían que la tristeza creciese. Pero en ningún sitio causó tantos estragos la lluvia como en las figuras de papel. Golpeadas por las gotas, se ablandaron y comenzaron a romperse. Se hicieron agujeros por todas partes, que dejaban ver el esqueleto de madera sobre el que habían sido confeccionadas.

Tras el disimulado gesto de Tianle Cheng, Qi Yao llevó al apesadumbrado Señor Lan a un lado. Madre se puso delante del ataúd; la esposa de Biao Huang y Tiangua estaban a los pies. Nuestras miradas se encontraron. Como un hechicero, Tianle Cheng hizo sonar el gong, terminando con los cánticos y la música de fuera. Ahora lo único que se escuchaba era el repicar de la lluvia golpeando el suelo y el porche. Gang Shen se acercó solemne hasta el ataúd y apoyó el gallo que estaba atado por las patas. Levantó el hacha sobre su cabeza.

El gong sonó, la cabeza del gallo cayó.

—Levantad el féretro.

Al grito de Cheng, los portadores del ataúd dieron un paso al frente, lo levantaron y lo sacaron al jardín, donde lo apoyaron sobre los bancos, le pasaron un par de cuerdas y lo levantaron sobre los hombros para sacarlo por las calles de camino al cementerio. Ahí se iba a enterrar en el nicho que habían preparado, después se sellaría y se colocaría la lápida, terminando con todo de manera ordenada. Pero eso no fue lo que ocurrió.

Inesperadamente, el cuñado menor del Señor Lan, Zhou Su, se apresuró, se tiró sobre el autaúd y gimió:

—Oh, hermana mayor, mi adorada hermana mayor, qué trágica tu muerte, qué injusta y sospechosa.

Golpeó la tapa, manchándose las manos de sangre de gallo, y un silencio incómodo vino después. Todo el mundo miraba con los ojos bien abiertos.

Una vez Cheng recuperó la razón, se acercó y agarró al hombre de su ropa.

—Ya está bien, Zhou Su. Ahora que has expresado tu dolor es el momento de enterrar a tu hermana y dejar que descanse en paz.

—¿Descansar en paz? —gritó Zhou Su. Se enderezó, se volvió de espaldas al ataúd y pegó un brinco para sentarse sobre él. Destellos verdes se reflejaban en sus ojos, que miraban a la multitud—. ¡De ninguna manera! —gritó como si lanzara un juramento—. ¿Descansar en paz? No destruiréis las pruebas de un crimen atroz. ¡De ninguna manera!

El Señor Lan mantuvo la cabeza agachada y se mordió la lengua todo lo que pudo, pero el arrebato de Zhou Su hizo imposible que otros le contestaran, así que finalmente dijo el Señor Lan desanimado:

—Continúa, Zhou Su, dinos lo que quieras.

—¿Lo que yo quiero? —El hombre estaba desatado—. Digo que tú asesinaste a tu mujer, un crimen de una maldad imperdonable.

El Señor Lan sacudió la cabeza y dijo con palpable agonía:

—No eres un niño, Zhou Su. Un niño puede decir lo que quiera y no pasa nada, pero tú has de medir tus palabras. La ley no permite la injuria.

—¿Injuria? —contestó Zhou Su entre risitas—. Ja, ja, ja, injurias… ¿Y qué dice la ley de asesinar a la mujer de uno?

—¿Qué prueba tienes? —dijo el Señor Lan con calma.

Zhou Su golpeó el ataúd con su mano ensangrentada.

—¡Esta es mi prueba!

—Tendrás que conseguir algo mejor.

—Si no ocultases algo, ¿por qué tendrías tanta prisa en incinerarla? ¿Por qué no me esperaste para sellar el ataúd?

—Envié a gente a por ti en varias ocasiones y me dijeron que te habías ido al noreste a reponer tu stock o que estabas de vacaciones en la isla de Hainan. Te esperamos dos días, con un tiempo tan caluroso que hasta los rollos de amasar germinaban.

—No creas que has destruido las pruebas solo con quemar el cuerpo —dijo Zhou Su riendo con frialdad—. Años después de la muerte de Napoleón fueron capaces de dictaminar que había muerto envenenado con arsénico solo con examinar los huesos. Jinlian Pan quemó a Dalang Wu, pero Song Wu encontró cicatrices en sus huesos. No te saldrás con la tuya.

—Qué broma tan magnífica —dijo el Señor Lan a la multitud con lágrimas en los ojos—. Si mi matrimonio hubiese sido desgraciado podría haber pedido el divorcio. ¿Por qué iba yo a hacer lo que él dice que he hecho? Mis vecinos no se dejan engañar fácilmente. Ahora os pregunto, ¿es el Señor Lan capaz de algo tan estúpido?

—Entonces dime: ¿cómo falleció mi hermana? —preguntó Zhou Su con fiereza.

—No me das otra opción, Zhou Su —dijo el Señor Lan agachándose y cubriéndose la cabeza con los brazos—. Me obligas a revelar la deshonra de mi familia… Por alguna estúpida razón, tu hermana tomó el camino más fácil y se ahorcó…

—¿Y por qué lo hizo? —insistió Zhou Su lloroso—. Dime por qué decidió ahorcarse.

—Madre de Dios, cómo puedes ser tan tonto… —gimoteó el Señor Lan golpeándole en la cabeza.

—Hijo de puta —dijo Zhou Su apretando los dientes—. Tú y tu amante secreta matasteis a mi hermana, luego lo hicisteis pasar por suicidio. Ahora vengaré su muerte. —Agarró el hacha, saltó del ataúd y fue tras el Señor Lan.

—¡Paradle! —gritó Madre.

La gente se apresuró, agarraron a Zhou Su y le inmovilizaron los brazos alrededor de la cintura, pero no antes de que él lanzara el hacha hacia la cabeza del Señor Lan. Centelleó con la luz de la sala como si cortase el aire, arrastrando un hilo de sangre. Madre se movió rápido y apartó al Señor Lan de en medio, así que el hacha cayó al suelo sin herir a nadie, y ella le dio una patada para alejarla.

—Zhou Su —gritó ella alarmada—, ¿qué impulso salvaje te lleva a intentar matarle a plena luz del día?

—Ja, ja, ja —rio Zhou Su con ganas—. Yuzhen Yang, eres una mujer lasciva, fuiste tú, tú conspiraste con el Señor Lan para matar a mi hermana.

El rostro de Madre cambió de rojo a blanco y sus labios temblaron al apuntar con el dedo a Zhou Su.

—Tú…, embustero…, difamador…

—Tong Luo —gritó Zhou Su señalando a Padre—, ¡no vales nada como hombre, no eres más que un cornudo! ¿Eres un hombre o no? Te hicieron jefe de la planta y a tu hijo director solo para que ella pudiese acostarse con tu jefe. ¿Cómo tienes la poca vergüenza de vivir entre la gente normal? Si yo fuese tú, me habría ahorcado hace tiempo, pero ahí sigues con tu vida perfecta.

—Que te follen, Zhou Su —dije corriendo hacia él y pegándole un puñetazo.

Algunos hombres se apresuraron a apartarme.

Qi Yao intentó suavizar las cosas.

—Hermano —le dijo a Zhou Su—, no se golpea a un hombre y se le humilla delante de sus hijos. Después de sacar todo el asunto a la luz, cómo va a ocultar Tong Luo su vergüenza.

—Que te follen, viejo Qi Yao —grité.

Jiaojiao se abrió camino hasta mí y me emuló.

—Que te follen, viejo Qi Yao.

—Qué niños tan valientes —dijo Qi Yao con una sonrisa—. Siempre hablando de follar. ¿Pero sabéis cómo se hace eso?

—Controlad vuestra lengua —ordenó Tianle Cheng—. Ya hemos oído suficiente. Yo oficio la ceremonia y lo que digo es ley. ¡Levantad el féretro!

Nadie le prestó atención, todos miraban a Padre, como si esperaran que algo ocurriese.

Padre se había refugiado en un rincón, con la cabeza en alto como si estudiase los dibujos del papel del techo. Ni el insulto de Zhou Su ni el sarcasmo de Qi Yao parecían tener efecto sobre él.

Fuera, el aguanieve salpicaba con estruendo. Los monjes y músicos permanecían en pie como si fuesen de madera, sin que la constante lluvia les hiciera moverse. Una golondrina de vientre amarillo se coló en la sala y dio vueltas con pánico mientras el batir de sus alas hacía temblar las llamas de las velas.

Padre suspiró y se alejó de la pared con pasos cortos: uno, dos, tres, cuatro…, las miradas de todos le seguían: cinco, seis, siete, ocho. Se paró frente al hacha, la miró, se agachó y la agarró por el mango de madera con el índice y el pulgar de su mano derecha. Limpió con su chaqueta la sangre de gallo del filo con la meticulosidad de un carpintero que limpia sus herramientas. Entonces agarró el hacha con su mano izquierda. Mi padre era el zurdo más famoso del pueblo; mi hermana y yo también lo éramos. Se cree que los zurdos son más listos, pero cuando comíamos, nuestros palillos golpeaban siempre contra los de Madre, ya que ella era diestra. Padre fue hacia Qi Yao, que no tardó en buscar protección detrás de Zhou Su. Entonces Padre fue hasta Zhou Su, que se refugió detrás del ataúd de su hermana. Lo cierto era que no significaban nada para Padre. Caminó hacia el Señor Lan, que se mantuvo firme y asintió tranquilamente.

—Tong Luo, una vez tuve grandes esperanzas en ti, pero lo cierto es que no eres digno de Tía Burrita ni de Yuzhen Yang.

Padre levantó el hacha sobre su cabeza.

—¡Padre! —grité corriendo hacia él.

—¡Padre! —gritó también Jiaojiao.

El periodista local levantó la cámara.

Los cámaras de televisión enfocaron a Padre y al Señor Lan.

El hacha recorrió el aire dando vueltas y partió la cabeza de Madre.

Sin hacer un ruido, ella se quedó de pie como un palo durante unos segundos antes de desplomarse entre los brazos de Padre…

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