¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 40

Página 57 de 63

—¡Fuera de mi camino! —dije empujando a Qi Yao hacia un lado y acercándome al Señor Lan—. No tengas miedo, Señor Lan —le tranquilicé—, no sudes ni dejes que se te encoja el estómago, porque no hemos venido a matarte, estamos aquí para dejar que nos mates. —Le ofrecí mi puñal y Jiaojiao hizo lo propio con sus tijeras—. ¡Vamos, Señor Lan! —grité—. Ya hemos vivido lo suficiente, más que suficiente, así que mátanos.

—Si no lo haces —añadió Jiaojiao—, serás un cobarde hijo de puta.

La cara del Señor Lan se enrojeció y forzó una sonrisa.

—Niños —dijo—, ¿es esto una broma?

—No es ninguna broma. Hemos venido a pedirte que nos mates.

Se quedó pensando por un momento.

—Niños —dijo con una sonrisa triste—, sois las víctimas de un enorme malentendido. Sois demasiado jóvenes para llegar a entender de verdad lo que les ocurre a los adultos. Apostaría a que alguna persona malvada os ha convencido de esto. Lo entenderéis en el futuro, así que no intentaré explicároslo ahora. Si tanto me odiáis, podéis matarme cuando queráis. Os estaré esperando.

—¿Matarte? ¿Por qué querríamos hacer eso? Nosotros no te odiamos. Solo es que no deseamos seguir viviendo y nos gustaría morir en tus manos. Por favor, hazlo.

—Soy un hijo de puta, un verdadero hijo de puta. ¿Qué os parece?

—No es suficiente —dijo Jiaojiao—. Has de matarnos.

—Xiaotong, Jiaojiao, sed buenos chicos y dejad esta pantomima. Me siento fatal por lo de vuestros padres, de verdad. No consigo encontrar la paz. Y he estado pensando en vuestro futuro. Hacedme caso y terminad con esto. Si queréis un empleo me encargaré de conseguíroslo, y si preferís ir a colegio, también me haré cargo. ¿Qué me decís?

—Morir es lo único que queremos. Has de hacerlo hoy.

Riendo, un cliente gordo dijo:

—¿De dónde has sacado a estos niños? Estoy impresionado.

—Son un par de zorros —dijo el Señor Lan con una sonrisa a su invitado. Entonces se volvió hacia nosotros—: Xiaotong, Jiaojiao, id a comer algo, que Biao Huang os dé la mejor carne que tengamos. Estoy ocupado en este momento, ya pensaremos cómo solucionar este problema más tarde.

—No —dije—. Me da igual lo cansado que estés, esto te llevará solo un minuto. Dos puñaladas rápidas serán suficientes. Una vez estemos muertos podrás continuar con lo que estés haciendo. No te robaremos mucho tiempo. Y si no lo haces ahora seguiremos molestándote lo que haga falta.

—¡Sois unos pesados, pequeños insolentes! —dijo el Señor Lan con brusquedad, realmente enfadado—. Biao Huang, llévatelos de aquí.

Biao Huang vino y me agarró del cuello con una mano y a Jiaojiao con la otra. No opusimos resistencia cuando nos sacó de la sala. Pero al segundo de soltarnos, regresamos, con las armas en la mano, rogando que las usara contra nosotros.

Nuestro prestigio subió como la espuma, como fuegos artificiales iluminando el cielo, y nos aprovechamos de ello buscando al Señor Lan a la salida de la planta cada día. Si le veíamos le suplicábamos que nos matara. Cuando contrató guardias para que vigilaran en la puerta que no entrásemos, nos sentábamos fuera y esperábamos a que su coche saliese, corríamos hacia él, nos arrodillábamos delante, levantábamos nuestras armas y rogábamos que nos matara. Al final cerró todo el recinto así que esperábamos en la puerta y gritábamos:

—Señor Lan, oh, Señor Lan, sal y mátanos. Señor Lan, oh, Señor Lan, haz el favor de matarnos.

Cuando estábamos solos, simplemente nos sentábamos ahí, pero cuando había gente alrededor, nos poníamos en pie y gritábamos. Los transeúntes se acercaban y nos preguntaban qué estaba ocurriendo. Nuestra respuesta era seguir gritando:

—Señor Lan, oh, mátanos, te lo suplicamos.

Suponíamos que lo que estábamos haciendo pronto llegaría a la mitad del país, y lo hizo, porque los clientes de la planta de empaquetado de carne venían de todos sitios.

Un día, el Señor Lan se disfrazó de anciano e intentó dejar la planta en un viejo Jeep. Jiaojiao y yo reconocimos su particular olor mucho antes de que llegara a la puerta. Nos pusimos delante del Jeep, sacamos al Señor Lan y colocamos nuestro puñal y nuestras tijeras en sus manos.

—Un loco descontrolado —dijo— causará problemas tarde o temprano.

Colocó su pie derecho en el estribo del Jeep, se arremangó el pantalón, cogió el puñal y lo hundió en su pantorrilla. Tras bajar del estribo subió su pie izquierdo, se remangó el pantalón, y clavó las tijeras oxidadas en la otra pantorrilla. Una vez hecho, bajó de nuevo, mantuvo el pantalón subido sobre las heridas, con el puñal y las tijeras aún en ellas, y dio vueltas alrededor de la entrada dejando un rastro de sangre en el suelo. Después volvió a apoyar el pie derecho en el coche, sacó el puñal de la pierna, liberando un chorro de sangre de color rojo oscuro, y lo lanzó a mis pies. Después apoyó en el Jeep el pie izquierdo, se arrancó las tijeras, chorreando sangre azulada, y las lanzó a los pies de Jiaojiao. Me dedicó una mirada de desprecio.

—Veamos de qué estás hecho, pequeño gamberro. Haz lo que acabo de hacer si tienes agallas.

Supe en ese instante que habíamos sido derrotados de nuevo. Ese hijo de puta nos había arrinconado otra vez. Por supuesto, sabía que todo lo que Jiaojiao y yo teníamos que hacer era apuñalarnos para vencer al Señor Lan, que entonces solo podría suicidarse para salvar su orgullo. ¡Pero apuñalarme la pantorrilla dolería demasiado! Confucio dijo: «Tu cuerpo es el regalo que te hacen tus padres, y mantenerlo a salvo del dolor es la primera regla del buen hijo». Así que apuñalarnos intencionadamente iría en contra de Confucio y demostraría que no éramos buenos hijos… Todo lo que pude decir fue:

—¿A qué demonios ha venido eso, Señor Lan? ¿Crees que puedes asustarnos con técnicas de matón? No a nosotros. Sobre todo ahora que no tenemos miedo a morir. No vamos a apuñalarnos a nosotros mismos, si eso es lo que nos pides. Puedes cortarte toda la carne de tu pantorrilla, pero eso no cambiará nada. Si estás buscando limpiar tu conciencia, el único modo es matándonos.

Cogimos nuestro puñal y nuestras tijeras ensangrentadas y se las ofrecimos de nuevo. Cogió el puñal y lo lanzó tan lejos como pudo. Voló hasta el otro lado de la calle y cayó vete tú a saber dónde. Entonces agarró las tijeras de Jiaojiao e hizo lo mismo, con el mismo resultado.

—Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo —gimió casi llorando—, ya está bien de estas tonterías. ¿Qué queréis de mí?

—Es muy simple —contestamos Jiaojiao y yo al unísono—, hemos vivido lo suficiente y ahora queremos que nos mates.

Subió al Jeep sangrando y se marchó.

Señor Monje, hay un dicho que reza: «Dale a probar a un hombre su propia medicina». ¿Sabe quién lo dijo? ¿No? Yo tampoco. Pero el Señor Lan lo sabía, porque siguió ese dicho para solucionar su problema. Todo cambió después de que rastreáramos la zona con un imán en forma de herradura que tomamos prestado de Guangtong Li en el taller de reparaciones de televisores y que utilizamos para localizar el puñal y las tijeras y poder seguir rogando al Señor Lan que nos matase. Tres días después de que se marchase, al mediodía, estábamos sentados en la puerta de la planta gritando a un cortejo nupcial que queríamos que el Señor Lan nos matase, cuando un tipo bajito de nariz abultada y prominente barriga cervecera vino cojeando hacia nosotros con un cuchillo de carnicero. Tenía aspecto de matón, de verdadera bestia, con una desagradable sonrisa.

—¿No me reconoces?

—Eres…

—Xiaojang Wan, el tipo al que venciste en el concurso de comer carne.

—Vaya, sí que has engordado.

—Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo, como vosotros, yo ya he vivido suficiente, más que suficiente. Un minuto más sería demasiado, así que os ruego que me matéis. Podéis hacerlo con el puñal, las tijeras o este cuchillo de carnicero. No me importa cómo, vosotros veréis. Pero hacedlo.

—Piérdete —dije—. No tenemos ningún asunto pendiente contigo así que por qué íbamos a matarte.

—Cierto —contestó—. No tenéis nada que ver conmigo pero aun así quiero que me matéis. —Intentó poner el cuchillo en mi mano y tanto Jiaojiao como yo nos echamos atrás. Pero no cesó en su empeño, seguía acercándose a nosotros, moviéndose más rápido de lo que cabía suponer viendo su obeso cuerpo. Parecía el resultado de un cruce entre gato y ratón. No teníamos ni idea de cómo podíamos definirle, pero no podíamos escapar de él por mucho que lo intentásemos—. ¿Me vais a matar o no?

—No.

—De acuerdo, si no lo hacéis vosotros lo haré yo mismo, despacio.

Giró la hoja del cuchillo hacia él, abriendo un profundo agujero en su barriga, del que se desprendió grasa amarilla y sangre.

Jiaojiao vomitó ante esa visión.

—¿Me vais a matar o no?

—No.

Se apuñaló una segunda vez.

Nos dimos la vuelta y salimos corriendo, pero nos pisaba los talones. Llevaba el cuchillo levantado y la sangre caía de su estómago. Nos persiguió gritando una y otra vez:

—Matadme, matadme, Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo. Haced una buena acción matándome.

A la mañana siguiente, apenas nos habíamos acercado a la puerta de la planta de empaquetado cuando apareció corriendo sobre sus piernas gruesas y cortas, con el cuchillo en la mano y la camisa abierta enseñando sus heridas.

—Matadme, matadme, Xiaotong Luo, Jiaojiao Luo. Haced una buena acción matándome.

Huimos, pero incluso desde lejos podíamos oír sus gritos.

De vuelta a casa, antes de que recuperásemos el aliento, un hombre con gafas oscuras montado en la moto de un sidecar verde paró frente a nuestra puerta. Xiaotong Wan bajó del sidecar y entró en nuestro jardín, aún sujetaba el cuchillo, mostraba su barriga y seguía chillando:

—Matadme, matadme.

Cerramos la puerta y él la golpeó con el mango del cuchillo, gritando. Su voz era afilada y sonaba como si pudiese cortar cristal. Nos tapamos los oídos, pero no sirvió de nada. La puerta empezó a vencerse, especialmente por el lado de las bisagras que estaban sueltas. Por fin la puerta cayó, acompañada de ruido de cristales. Entonces entró.

—Matadme, matadme. —Su grito nos arrinconó.

Jiaojiao y yo conseguimos huir escabulléndonos por debajo de sus axilas y corriendo como locos hasta que llegamos a la calle. El sidecar fue detrás de nosotros, igual que los gritos de Xiaojiang Wan.

Salimos del pueblo hacia los campos de alrededor, pero el conductor, que debía de ser uno de esos malditos corredores profesionales, se metió entre la hierba crecida y las acequias sorprendiendo a los animalillos que estaban en sus madrigueras. En cuanto a Xiaojiang Wan, sus inquietantes gritos nunca nos dejaron.

Y así empezó todo, Señor Monje. Abandonamos nuestro hogar y empezamos a vivir una vida desarraigada, todo para escapar de Xiaojiang Wan. Tres meses más tarde regresamos a casa y nada más cruzar la puerta descubrimos que nos habían robado. No teníamos televisión, ni reproductor de vídeo, los armarios estaban abiertos, los cajones arrancados, incluso se habían llevado la olla. Lo único que habían dejado era el hueco de dos de los fogones de la cocina, que parecían dos bocas abiertas, feas y desdentadas. Afortunadamente mi mortero seguía cubierto de polvo en un rincón.

Nos sentamos en la puerta y, entre sollozos, a veces sonoros y a veces más silenciosos, miramos a la gente pasar. Nos trajeron bandejas, cestas, e incluso bolsas de plástico, todas llenas de carne, fragante y maravillosa carne, y la dejaron a nuestros pies. Nadie dijo una palabra. Nos miraban en silencio, y nosotros sabíamos que querían que empezáramos a comer la carne que habían traído. De acuerdo, buena gente, nos la comeremos, nos la comeremos.

Y comimos.

Comimos.

Comimos.

Comimos tanto que no podíamos ponernos en pie, así que nos dimos la vuelta sobre nuestras barrigas hinchadas y gateamos hacia el interior de casa. Jiaojiao dijo que estaba sedienta. Yo también lo estaba. Pero no teníamos agua en casa. Buscamos por ahí hasta encontrar un cubo lleno hasta la mitad de agua, probablemente de la lluvia otoñal. Insectos muertos flotaban en la superficie, pero nos la bebimos de todas formas…

Si, así fue, Señor Monje. Cuando amaneció, mi hermana estaba muerta.

Al principio no me di cuenta de que estaba muerta. Escuché a la carne gritar en su estómago y vi que su cara estaba amoratada. Entonces vi piojos abandonar su cabellera y supe que había muerto. «¡Hermanita!», quise gritar, pero apenas salió la palabra de mi boca cuando empecé a vomitar trozos de carne no digerida.

Vomité, mi estómago era como un váter sucio y el olor a carne pútrida escapaba de mi boca; la carne me maldecía. Trozos que habían salido de nuestros estómagos empezaron a arrastrarse como sapos… Me dio asco y me repugnó.

En ese momento, Señor Monje, juré que nunca volvería a comer carne. Antes preferiría comer la basura de las calles que un solo trozo de carne, antes comería excrementos de caballo, antes moriría de hambre que volver a comer carne…

Me llevó varios días limpiar mi estómago. Me arrastré hasta el río y bebí agua limpia con trozos de hielo, y tomé una batata que alguien había tirado. Poco a poco mi fuerza regresó. Un niño vino corriendo hasta mí.

—Xiaotong Luo. Tú eres Xiaotong Luo, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Claro que lo sé —contestó—. Ven conmigo. Alguien quiere verte.

Así que le seguí hasta una choza de dos habitaciones en un bosque de melocotoneros, donde vi a la pareja de ancianos que nos había vendido el mortero años atrás. El burro, que había crecido mucho, también estaba allí, detrás de un melocotonero comiendo hojas secas del árbol.

—Abuelito, abuelita… —Me lancé a los brazos de la mujer anciana, como si realmente fuera mi abuela, y empapé su ropa con mis lágrimas—. Todo se ha terminado —sollocé—. No me queda nada. Madre ha muerto, Padre está en prisión, mi hermanita falleció y he perdido mi habilidad de comer carne…

El hombre me sacó de los brazos de su mujer y me sonrió.

—Mira hacia ahí, hijo.

Miré hacia donde señalaba. En un rincón de la choza había siete cajas con letras pintadas en ellas. Eran tan extrañas para mí como yo para ellas.

El señor abrió una con una palanca y arrancó una hoja de papel vegetal para descubrir seis objetos con forma de bolo con una especie de ala al final. Dios mío, proyectiles, lo que siempre había soñado, ¡proyectiles!

Con cuidado sacó uno de los proyectiles y me lo enseñó.

—Cada caja contiene seis de estos, excepto esta última, a la que le falta uno, en total hay cuarenta y uno. Probé un proyectil antes de que llegases. Le até una cuerda en uno de los alerones y lo lancé por el acantilado. Estalló como debe ser. La explosión resonó entre las montañas, sacando a los lobos de sus guaridas.

Miré los proyectiles, que tenían un brillo extraño a la luz de la luna. Después miré a los ojos del anciano, que brillaban como carbón ardiendo, y sentí todas mis debilidades desvanecerse, reemplazadas por un sentimiento de heroicidad. Apreté la mandíbula y dije:

—¡Señor Lan, el ajuste de cuentas ha llegado!

Ir a la siguiente página

Report Page