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La ópera Del niño de la carne al Dios de la Carne

estaba llegando al final. El solícito niño de la carne estaba arrodillado en el escenario cortándose trozos de carne del brazo para preparársela a su madre enferma. Ella se recuperó pero él, debido a su prolongado estado de agotamiento y a toda la sangre que había perdido, murió. En la última escena, que era una especie de sueño surrealista, las lágrimas de la madre revelaron lo mucho que echaba de menos a su hijo y lloró su muerte. Entonces el niño de la carne, muy bien vestido y con un tocado de oro, apareció como si descendiera de una nube de bruma. Su madre se agarró la cabeza y empezó a llorar cuando se encontraron pero el niño de la carne la consoló con la noticia de que el Soberano Celestial, conmovido por su solícito acto, le había consagrado como el Dios de la Carne para todos los comedores de carne del mundo. La ópera pareció tener un final feliz pero eso no acabó con mi desolación. La madre, todavía entre sollozos, cantó un aria: «Prefiero alimentar a mi hijo con un té aguado y un poco de comida que verle convertido en el Dios de la Carne en el firmamento…». La bruma se disipó y la ópera llegó a su fin. Los actores salieron al escenario de nuevo y recibieron aislados aplausos. El jefe de la compañía Jiang corrió al escenario y anunció: «Señoras y señores, el espectáculo de mañana será La matanza del Espíritu Wutong. No se lo pierdan». La multitud charlaba a todo volumen mientras salían. Entonces los vendedores de comida hicieron sus últimos intentos para vender sus productos. «Hija —le dijo el Señor Lan a Tiangua—, ven a pasar la noche con nosotros. Tu tía y yo te hemos preparado la mejor habitación de todas». Zhaoxia Fan dijo incómoda: «Sí, ven a casa». Tiangua la miró con odio pero no dijo nada. En su lugar se acercó al vendedor de cordero. «Deme diez kebabs con mucho comino». Encantado de atenderla, el vendedor sacó un puñado de kebabs de una bolsa muy sucia de plástico y los puso encima de un brasero. Cerró los ojos para que no le entrara humo e hizo un ruido con la boca, como si quisiera soplar el polvo. Una vez que la multitud y los actores se dispersaron, Hidalgo Lan se subió al escenario seguido de un extranjero con unas gafas de pasta dorada. Se quedó desnudo y mostró su pene erecto. «¡Dime si estaba fanfarroneando! —le dijo Hidalgo Lan enfadado al extranjero—. Mírame bien y dime la verdad». El extranjero aplaudió y seis chicas rubias desnudas con los ojos azules subieron al escenario y se tumbaron en fila. Seis mujeres más subieron al escenario. Y otras seis. Y seis más. Y seis más. Y seis más. Y cinco más. Cuarenta y una mujeres en total. Mantuve los ojos en el infatigable Hidalgo Lan mientras la disputa se iba acentuando y vi cómo de repente se transformó en un caballo. Empezó a relinchar fuerte, haciendo un alarde de sus músculos y de sus corpulentas extremidades. Era un verdadero purasangre irradiando vitalidad. Tenía una cabeza magnífica, unas perfectas orejas puntiagudas como el bambú recién cortado. Los ojos eran alegres y brillantes. Tenía una boca pequeña debajo del gran hocico. Su cuello grácil se elevaba alto entre los robustos hombros. Su grupa era suave y levantaba la cola de forma cautivadora. Su pecho redondeado encerraba unas fuertes costillas. Sus patas gráciles y esbeltas terminaban en unas pezuñas que desprendían un brillo azulado. Hizo una actuación impactante en el escenario, trotando y galopando, bailando y dando saltos, haciendo una demostración de los movimientos más deslumbrantes que existían, reclamando aplausos para alcanzar la cima de la perfección. Entonces llegó el final: Hidalgo Lan se elevó entre las cuarenta y una mujeres y señaló al extranjero con un dedo. «Tú pierdes». El hombre sacó un revólver y apuntó a los genitales del caballo. «No», dijo mientras apretaba el gatillo. Hidalgo Lan se desplomó en el suelo, como el derrumbamiento de un muro. En ese mismo momento oí un ruido fuerte y vi que el Espíritu Ecuestre se había desmoronado en el suelo, convirtiéndose en una mera montaña de arcilla. Y entonces se apagaron las luces. Estaba a oscuras y no podía ver nada. Me quité las gafas y vi un maravilloso cielo nocturno mientras unas extrañas figuras blancas bailaban en el escenario. Los murciélagos volaban de un lado a otro, los pájaros de los árboles batían las alas y el recinto del templo cobró vida con el piar de los pájaros. Déjeme terminar mi historia, Señor Monje.

Aquella noche la luna iluminaba la tierra, hacía fresco y los melocotoneros brillaban como si los hubieran barnizado con aceite de Tung. Hasta la piel del burro resplandecía. Le pusimos un soporte antiguo de madera en el lomo y le atamos tres cajas de proyectiles de mortero a cada lado; la séptima la pusimos encima. La pareja de señores mayores se hizo cargo de las cajas con una soltura que parecía que lo hiciesen todos los días. El burro cargó con todo el peso de forma estoica y su destino estaba en manos de ese matrimonio, como si fuese su hijo.

Salimos de la arboleda de melocotoneros y nos dirigimos hacia el pueblo. Había comenzado el invierno y aunque no hacía viento, la luz de la luna enfriaba el ambiente y una capa de escarcha pintaba las hierbas silvestres de los lados de la carretera de blanco. En un prado lejano alguien estaba quemando hierba muerta, lo que creaba un arco de fuego que parecía una riada roja llegando a una playa de arena blanca. El niño que nos había traído aquí, que parecía tener unos siete u ocho años de edad, iba por delante de nosotros y tiraba del burro. Llevaba puesta una chaqueta grande y descosida que apenas le cubría las rodillas y que se ataba con un cable blanco a la cintura. No llevaba ni pantalones ni zapatos, tenía una mata de pelo alborotado y la misma energía que un incendio en un bosque. En comparación con él me di cuenta de que yo era un chaval corrupto, un degenerado. Tenía que animarme, sabía que no podía dejar pasar esta oportunidad. Tenía que disparar esos cuarenta y un proyectiles en esa preciosa noche a la luz de la luna, penetrar el cielo con una serie de explosiones y convertirme en un héroe.

El señor y la señora mayor caminaron junto al burro, uno a cada lado para equilibrar los proyectiles. El señor llevaba puesta una chaqueta de piel de cordero y una gorra de piel de perro con una pipa china detrás del cuello, lo que le daba el típico aspecto de los campesinos de antaño. La señora en su día tuvo los pies vendados por lo que cada vez que andaba le costaba mucho trabajo. Respiraba con dificultad y su aliento resonaba en el silencio de la noche. Caminé detrás del burro y juré para mis adentros que quería ser como ese niño, como esos señores y como el niño que fui en mi infancia. En esa noche iluminada por la luz gélida de la luna dispararía cuarenta y un proyectiles, cuyas explosiones sacudirían la tierra y el cielo y despertarían a un pueblo que había enmudecido con los años como un cementerio. Haría que el recuerdo de esa noche perdurase para siempre y llegaría el día en que me convertiría en una leyenda y mi historia no sucumbiría al tiempo.

Seguimos caminando por la maleza, seguidos de inquisitivas criaturas salvajes. Nos siguieron con cautela y sus ojos brillantes parecían pequeños faros verdes, tan curiosos como un grupo de niños.

La melodía agradable de los cascos del burro nos decía que habíamos entrado en la calzada del pueblo. Reinaba el silencio y las calles estaban desiertas. Un perro del pueblo trató de dar la bienvenida a los animales que nos seguían, pero cuando se acercó le pegaron un mordisco y salió a toda prisa por un callejón gimoteando. La luz de la luna hacía que las farolas de la calle resultaran innecesarias. En la sófora que se encontraba en la entrada del pueblo había colgada una campana de hierro, una reliquia de la época de la comuna que bajo la luz se veía de un verde oscuro. Hubo un tiempo en que cada repiquetear equivalía a una orden.

Nadie nos vio entrar en el pueblo pero en cualquier caso no teníamos miedo de que alguien nos descubriera. Nadie podía imaginarse que el burro cargaba cuarenta y un proyectiles, y aunque se lo dijera a la gente nadie me creería. Solo se convencerían de que yo, Xiaotong Luo, era un «boom». En mi pueblo «boom» también significaba «alardear» y «mentir». A los niños fanfarrones y mentirosos les llamaban «booms». Ese apodo a mí no me avergonzaba sino que me hacía sentir orgulloso. Nuestro líder revolucionario Sun Yat-Sen se ganó el apodo de

El Gran Boom Sun, y eso que en su vida abrió fuego. Yo, Xiaotong Luo, iba a superar a Sun Yat-Sen en ese aspecto. El mortero estaba listo para la acción y bien escondido en casa, donde lo había cuidado bien para que todas las piezas recuperaran su estado original. Los proyectiles parecían haber caído del cielo y estaban embadurnados de aceite, a la espera de que les pasara un trapo para que terminaran de relucir. El cañón esperaba los proyectiles; los proyectiles soñaban con el cañón, igual que el Espíritu Wutong esperaba a mujeres hermosas, que a su vez también soñaban con él. Cuando consiguiese disparar todos los proyectiles me convertiría en un verdadero «boom» y mi historia se convertiría en una leyenda.

La verja de mi casa estaba mal cerrada por lo que la abrí enseguida y entramos junto con el burro. Unas comadrejas siberianas doradas bailaban en el jardín para darnos la bienvenida. Sabía que mi casa se había convertido en el paraíso de las comadrejas siberianas, donde se enamoraban, se casaban y se multiplicaban de tal forma que ahuyentaban a los carroñeros. Las comadrejas tenían un encanto que las mujeres encontraban irresistible; les hacían perder la razón y bailar o cantar. En ciertos casos hasta hacían que corriesen desnudas por la calle. Sin embargo, no nos asustaban.

—Muchas gracias, chicas. Gracias por proteger el mortero —les dije a las comadrejas.

—No pasa nada, no hay de qué —contestaron.

Algunas de ellas llevaban puesto un chaleco rojo, como corredoras de bolsa. Otras llevaban pantalones cortos blancos, como niños en una piscina pública.

La primera tarea era desmontar el mortero en la habitación lateral y llevar las piezas al jardín. En cuanto coloqué la escalera en la habitación occidental subí al tejado y eché un vistazo. Las tejas de las casas del vecindario brillaban bajo la luz de la luna. Desde mi privilegiada ubicación vi el fluir del agua del río de detrás del pueblo, los campos abiertos de enfrente y algunas hogueras en el campo a lo lejos. Era el momento perfecto para disparar los proyectiles, así que ¿para qué esperar? Eso no tenía sentido. Di la orden de que ataran cada pieza del mortero con una cuerda para que pudiera subirlas al tejado. Saqué unos guantes blancos, me los puse y volví a montar el mortero con maña. Mi mortero estaba en ese momento en el tejado, brillando con fuerza bajo luz de la luna, como una novia que acaba de salir de la bañera y espera a su recién estrenado marido. El cañón estaba apuntando a la luna con un ángulo de cuarenta y cinco grados, atrayendo rayos de luz. Unas cuantas comadrejas siberianas subieron al tejado, fueron directas al mortero y empezaron a tocarlo. Eran tan tiernas que no las detuve. A cualquier otra persona la habría echado del tejado a patadas. Entonces el niño llevó al burro cerca de la escalera, donde los señores mayores descargaron las cajas de proyectiles. Sus movimientos eran hábiles y precisos. Si se hubiera caído un proyectil al suelo hubiese causado un daño aterrador. Usamos una cuerda para subir las siete cajas, una tras otra, y las colocamos en las cuatro esquinas del tejado. Cuando terminamos, el matrimonio anciano y el niño subieron al tejado. La señora, una vez arriba, respiraba con dificultad. Tenía epiglotitis. Si pudiera comer un rábano le aliviaría un poco pero, lamentablemente, no teníamos ninguno a mano.

—Nosotras nos encargaremos de eso —dijo una de las comadrejas.

Enseguida ocho criaturitas subieron por la escalera cantando y cargando un rábano de medio metro de largo con alto contenido de agua. El señor mayor se apresuró a cogerlo de los hombros de las comadrejas y se lo dio a su mujer. A continuación no dejó de darles las gracias una y otra vez, lo que demostraba los grandes modales de ese hombre tan sencillo. La señora partió el rábano por la mitad con la rodilla y dejó la parte inferior junto a ella. A continuación le dio un mordisco a la parte superior y empezó a masticar, impregnando los rayos de la luna con olor a rábano.

—¡Dispara ya! —dijo la señora—. El humo de la pólvora y el rábano me curarán. Hace sesenta años cuando nació mi hijo cinco soldados japoneses dispararon un mortero en el jardín de nuestra casa y entró tanto humo y pólvora por la ventana que fue directo a mi garganta y me dañó la tráquea. Desde entonces tengo asma. A mi hijo le afectó mucho la explosión y el humo le ahogó, debilitándole tanto que murió.

—Los cinco hombres que hicieron eso recibieron la muerte que se merecían —dijo el hombre—. Mataron a nuestra vaquilla, rompieron las sillas y mesas de nuestra casa para usarlas como leña y asaron al animal. Pero cuando lo comieron todos murieron de salmonela. Entonces escondimos ese mortero en una montaña de leña y las siete cajas de proyectiles en un agujero entre las paredes de nuestra casa. De inmediato escapamos a Montaña del Sur con el cuerpo de nuestro hijo. Más adelante la gente nos empezó a llamar héroes por haberles puesto veneno en la carne a esos hombres asesinos. Pero nosotros no éramos ningunos héroes. Esos asesinos nos aterraron y lo cierto es que nunca les pusimos veneno en la carne. Verles agonizar en el suelo no fue nada placentero. De hecho, mi mujer, aún enferma, les preparó una sopa de judías

mung. Normalmente ese era un buen remedio para el envenenamiento, pero en su caso se arraigó tanto en sus cuerpos que no se pudieron salvar. Años más tarde se presentó otro hombre e insistió en que admitiéramos que les habíamos envenenado. Al parecer era un miliciano que había matado a un oficial enemigo apuñalándole en la espalda con un rastrillo mientras defecaba. Se había llevado la pistola del hombre, veinte balas, su cinturón de piel, su uniforme de algodón, su reloj de bolsillo, sus gafas de pasta dorada y su pluma dorada Parker. Todo ello lo entregó a su unidad y recibió un premio de segunda clase al mérito militar y una medalla que nunca se quitaba. Nos dijo que entregáramos el mortero y los proyectiles, pero nos negamos. Sabíamos que un día conoceríamos a un niño que se enamoraría de él y que continuaría el trabajo que nosotros empezamos y que nos costó la vida de nuestro hijo. Hace unos años te vendimos el mortero a precio de chatarra porque sabíamos que lo guardarías como un tesoro. Lo de la chatarra fue solo una excusa. Nuestro gran deseo es ayudarte a disparar esos cuarenta y un proyectiles para que vengues tus pérdidas y ganes una gran reputación. No nos preguntes qué nos ha traído hasta aquí. Solo te diremos lo que necesitas saber, nada más. Bueno, hijo, ha llegado la hora.

El niño le pasó al señor mayor un proyectil que había sido limpiado a la perfección. Empecé a llorar y unas punzadas de calor se clavaron en mi corazón. El odio y la benevolencia disparaban la sangre de mis venas y era consciente de que solo podría sacar lo que sentía en mi interior si disparaba el mortero. Por lo tanto me sequé lo ojos, me tranquilicé, me puse detrás del mortero y de forma instantánea medí la distancia para apuntar al ala oeste de la casa del Señor Lan, que estaba a quinientos metros. Allí había una habitación donde el Señor Lan y tres funcionarios del municipio estaban jugando al

mahjongg en una mesa de la dinastía Ming que debía costar por lo menos doscientos mil yuanes. Uno de los funcionarios era una mujer que tenía la cara grande y rolliza, las cejas finas y los labios del color de la sangre, lo que era una imagen muy desagradable. El Señor Lan se la llevó. ¿Adónde? ¡Al otro mundo! Cogí un proyectil con las dos manos que me pasó el señor mayor, lo puse en la boca del cañón y lo solté con cuidado. El cañón se tragó el proyectil y este entró de buena gana en el mortero. El primer ruido fue suave, amortiguado; era el sonido del proyectil al tocar la base del mortero. Entonces se oyó una explosión que casi me perfora los tímpanos y que hizo que las comadrejas salieran huyendo aterradas, tapándose los oídos y gimoteando. El proyectil atravesó el cielo como un pájaro grande y dejó una estela entre los rayos de la luna hasta que aterrizó justo donde quería. Primero se vio una luz azul brillante seguida de un ensordecedor ¡boom! El Señor Lan salió de entre la humareda de pólvora, se sacudió el polvo del abrigo y estornudó. Había salido ileso.

Ajusté el ángulo del mortero y apunté al salón de la casa de Qi Yao, donde él y el Señor Lan estaban sentados en un sofá de piel hablando en voz baja sobre algo secreto y malicioso. Bien, Qi Yao, podrás ir con el Señor Lan a conocer al Rey del Inframundo. Cogí otro proyectil de la mano del señor mayor, lo solté y salió rugiendo, atravesando el cielo y rasgando la luz de la luna. Dio en el tejado y ¡boom!, la explosión hizo que se levantara metralla por todas partes. La mayoría cubrió la pared pero también el techo. Un trozo de metralla del tamaño de una judía dio en la encía de Qi Yao. Enseguida se tapó la boca y empezó a gritar. El Señor Lan sonrió con astucia y dijo:

—Xiaotong Luo, no puedes matarme.

Apunté a la peluquería de Zhaoxia Fan y cogí otro proyectil que tenía el señor mayor en la mano. Era frustrante no haber eliminado al Señor Lan con esos dos proyectiles pero no pasaba nada, todavía quedaban treinta y nueve. Señor Lan, antes o después uno de estos proyectiles te hará mil pedazos. No puedes escapar de la muerte. Puse el proyectil en el cañón, que salió disparado como un duende. El Señor Lan estaba sentado en una silla mientras Zhaoxia Fan le afeitaba. Su piel era tan suave que si le pasaras un pañuelo de seda no haría ningún ruido. Zhaoxia seguía afeitando. Afeitando. La gente decía que afeitarse era muy placentero. El Señor Lan estaba roncando. Con los años había cogido la costumbre de quedarse dormido mientras le afeitaban. Padecía insomnio y cuando por fin se dormía tenía sueños que le impedían dormir de forma profunda. El zumbido de un mosquito bastaba para despertarle. El sueño nunca acompaña a la gente con mala conciencia, es una especie de castigo celestial. El proyectil rasgó el techo del establecimiento y aterrizó a toda prisa en el suelo de terrazo entre los montones de pelo cortado de los clientes antes de desintegrarse en un ¡boom!, feroz. Un trozo de metralla del tamaño de un diente de caballo dio en el espejo de enfrente de la silla de peluquería; otro, del tamaño de un brote de soja, dio a Zhaoxia Fan en la muñeca. Ella tiró la cuchilla de inmediato, que se golpeó al caer al suelo. Zhaoxia dio un grito y se agachó entre los restos de pelo. Los ojos del Señor Lan se abrieron de golpe.

—No hay nada de lo que preocuparse —la consoló—. Es solo el odioso de Xiaotong Luo montando uno de sus numeritos.

El cuarto proyectil lo dirigí a la sala de banquetes de la planta de empaquetado de carne, un lugar que conocía muy bien. El Señor Lan había invitado a todos los habitantes del pueblo que tenían más de ochenta años a un gran banquete. Era un acto muy generoso que le daba una publicidad indiscutible. Los tres periodistas que conocí estaban ocupados con sus cámaras, grabando a los ocho veteranos que había en la mesa, cinco hombres y tres mujeres. En el medio de la mesa había una tarta enorme con una fila de velas rojas. Una joven las encendió con un mechero y le pidió a una de las ancianas que las soplara. Solo le quedaban dos dientes y costaba entenderla cuando hablaba pero se tomó la tarea, que era un gran desafío, muy en serio y lo intentó con todas sus fuerzas, de modo que el aire se escapaba de un lado a otro de su boca. Cogí el siguiente proyectil y aunque vacilé un poco, preocupado de que pudiera hacer daño a los ancianos, no era el momento de alejarme de mi objetivo. Recé en silencio y le hablé al proyectil, pidiéndole que diera en la cabeza del Señor Lan sin que explotara a continuación. Que le matara a él pero a nadie más. El proyectil gritó al salir del cañón, atravesó el río, planeó sobre la sala de banquetes y a continuación cayó en picado. Probablemente imagina lo que pasó a continuación, ¿no? El proyectil aterrizó en mitad de la tarta, lo que significó que no hubo ninguna explosión, o bien por el impacto en la tarta o porque estaba defectuoso. La mayoría de las velas se apagaron, todas menos dos. El glaseado mantecoso fue directo a las caras de los ancianos y a los objetivos de las cámaras.

El quinto proyectil lo dirigí al taller de inyección de agua, el lugar de mis mayores glorias y mayores decepciones. Los trabajadores del turno de la noche estaban inyectando agua a unos camellos a los que les habían metido una manguera por el hocico, lo que les hacía parecer tan extraños como unas brujas. El Señor Lan le estaba dando instrucciones al hombre que me había usurpado el puesto, Xiaojiang Wan, en voz alta pero no era lo bastante nítida como para entender lo que le estaba diciendo. El ruido de los proyectiles me afectaba al oído. Xiaojiang Wan, pequeño traidor, fue por tu culpa que mi hermana y yo tuvimos que irnos del pueblo. Además te odio más que al Señor Lan y si el cielo tiene ojos sabrá que este proyectil tiene escrito tu nombre. Esperé hasta que me tranquilicé un poco, respiré hondo un par de veces y dejé salir el proyectil con delicadeza del cañón, que voló como un niño gordo al que le han salido alas; lo que los extranjeros llaman un «angelito». Mi pequeño angelito fue directo a su marcado objetivo. Atravesó el techo y aterrizó enfrente de Xiaojiang Wan, destrozando su pie derecho antes del ¡boom! Su prominente barriga salió disparada con la explosión pero el resto de su cuerpo no estaba herido, y parecía el trabajo casi mágico de un matarife experto. Al Señor Lan le arrastraron las ondas expansivas y me quedé en blanco. Cuando volví en mí vi que el muy desgraciado había salido del agua sucia del taller totalmente ileso, con la excepción de tener el culo embarrado por la caída.

El sexto proyectil fue directo al despacho del Alcalde Hou y estrelló en un sobre rojo que contenía mucho dinero. Había estado apoyado sobre un cristal que tenía debajo unas fotos del Señor Alcalde de sus vacaciones en Tailandia con varios travestis. El cristal era tan duro que debería haber causado una explosión pero no lo hizo. Eso significaba que ese proyectil en particular era lo que se conocía como un proyectil pacífico.

¿No me cree, Señor Monje? Se lo explicaré. Algunos de los hombres que trabajaban en las fábricas de munición estaban en contra de la guerra, y cuando sus supervisores no miraban, orinaban en la apertura de los proyectiles. Aunque algunos brillaban por fuera, la pólvora de dentro se quedaba completamente mojada, lo que los enmudecía desde el día que salían del depósito de armas. Había muchos tipos de proyectiles pacíficos; este era uno de ellos. Otro tipo tenía dentro una paloma en lugar de explosivos mientras que otro tenía dentro un papel en el que ponía: «Larga vida a la amistad entre el pueblo chino y el pueblo japonés». Este proyectil en concreto se había quedado plano como una tortita y el cristal se había hecho añicos, pero las fotos del alcalde y los travestis seguían junto al proyectil, más claras que nunca.

Disparar el séptimo proyectil fue angustioso porque el maldito Señor Lan estaba delante de la tumba de mi madre. No pude verle la cara bajo la luz de la luna, solo la coronilla, que parecía una sandía brillante, y su enorme sombra. Las palabras que yo mismo coloqué en la lápida de mi madre me reconocieron y su imagen se elevó enfrente de mis ojos, como si estuviera de pie delante de mí, bloqueándome el mortero con su cuerpo.

—Apártate, Madre —dije.

Ella no me hizo caso. Con cara de pena me miró fijamente y era como un cuchillo sin filo que me cortaba el corazón. El anciano que estaba junto a mí dijo:

—Adelante, ¡dispara!

Claro, ¿por qué no? Madre estaba muerta después de todo y los muertos no tienen nada que temer de un proyectil de un mortero. Cerré los ojos y metí el proyectil en el cañón. ¡Boom! El proyectil atravesó su foto y voló llorando. Cuando aterrizó la explosión hizo añicos su tumba y los trozos eran tan pequeños que se podrían haber usado como gravilla para asfaltar una carretera. El Señor Lan suspiró y se giró.

—Xiaotong Luo —gritó—, ¿has terminado ya?

Por supuesto que no. Cogí el octavo proyectil y lo puse furioso en el cañón. Los proyectiles estaban empezando a inquietarse después de que siete de sus hermanos hubiesen fallado a la hora de eliminar al Señor Lan, por lo que este dio varias vueltas de campana en el aire, lo que lo desvió ligeramente. Mi intención era que entrase en la cocina a través de un tragaluz, dado que el Señor Lan estaba sentado justo debajo disfrutando de una sopa de huesos, que era muy popular en esa época como tónico para recobrar la vitalidad además de ser una gran fuente de calcio. Los nutricionistas, que no paraban de cambiar de opinión sobre esas cosas, habían escrito artículos en el periódico y habían ido a la televisión para instar a la gente a comer sopa de huesos rica en calcio. La verdad era que el Señor Lan no necesitaba calcio, dado que sus huesos eran más duros que el sándalo. Biao Huang le había cocinado una olla de sopa con huesos de pata de caballo y la había especiado con cilantro y pimienta para enmascarar el fuerte olor, incluso añadiendo una pastilla de caldo de pollo. Entonces Biao Huang se quedó ahí de pie con el cucharón en la mano mientras el Señor Lan comía, sudando tanto que se tuvo que quitar el jersey y aflojarse la corbata, que la colocó sobre su hombro. Deseé que el proyectil cayera justo en el cuenco de sopa, o si no en la olla. De esa manera si no le mataba, la sopa ardiendo le abrasaría. Pero ese maldito y rebelde proyectil fue directo a la chimenea de ladrillo de detrás de la cocina y ¡boom!, la chimenea colapsó encima del tejado.

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