¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 1

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inerte del jardín silbaba con el viento, que se había vuelto más fuerte. Lo mismo sucedía con los olores que traía consigo, que ahora incluían el hedor de los animales en descomposición y de la inmundicia del estanque cercano. La lluvia no podía estar muy lejos. Era 7 de julio del calendario lunar y según la leyenda ese era el día en el que se reunían el legendario arriero y la tejedora (Altair y Vega) después de haber estado separados todo el año por la Vía Láctea. A esa joven pareja, en la flor de su vida, la habían obligado a estar separada por un río celestial y solo le permitían reunirse una vez al año durante tres días. ¡Qué tortura debía ser! La pasión de los recién casados no se puede comparar a la de esos dos jóvenes condenados a estar separados, que solo querían abrazarse durante esos tres días. Cuando era niño solía oír a las mujeres de nuestro pueblo decir cosas como esas. Los jóvenes derramaron muchas lágrimas durante esos tres días y por eso estaban destinados a ser muy lluviosos. Incluso después de tres años de sequía ese 7 de julio del calendario lunar no pasó desapercibido. Un relámpago iluminó todo los rincones del templo. La lasciva sonrisa del Espíritu Ecuestre, uno de los cinco ídolos del Espíritu Wutong, me asustó. Era una estatua con el cuerpo de un caballo y la cabeza de un hombre que se parecía mucho a la etiqueta de una famosa marca de coñac francés. Unos murciélagos dormían boca abajo colgados de una viga que estaba encima de la estatua mientras el rugir de los truenos se acercaba a nosotros, como las ruedas de molinos girando al unísono. A continuación hubo más relámpagos seguidos de truenos ensordecedores. Un olor a quemado entró en el templo desde el jardín. Asombrado, casi salté de mi asiento. Sin embargo, el Señor Monje se quedó ahí sentado más sereno que nunca. Los truenos se volvieron más sonoros y violentos y enseguida empezó a diluviar; cientos de gotas de lluvia nos cayeron encima. En ese momento vi lo que me parecieron unas bolas de fuego de color verde rodar por el jardín. Entonces vi una enorme garra afilada bajar del cielo y esperar, suspendida en la entrada, deseosa de entrar por la fuerza y atraparme, sí, a mí, y colgar mi cadáver del enorme árbol del jardín y grabarme caracteres indescifrables en la espalda para revelar mis crímenes a todos aquellos capaces de leer esas escrituras celestiales. De forma instintiva me coloqué detrás del Señor Monje, que me servía de escudo, y de repente me acordé de la hermosa mujer de la brecha del muro que se estaba peinando su cabello. Ya no había rastro de ella. La brecha del muro se había convertido en una cascada, y creí ver mechones de su pelo por el agua torrencial, que desprendía un ligero aroma a flor de olivo… Entonces oí decir al Señor Monje: «Continúa».

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