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Padre me llevó a hombros a la era de trilla una mañana a comienzos del verano. Después de que nuestro pueblo se convirtiera en un auténtico matadero todos los campos se dejaron de cultivar, dado que solo un tonto trillaría un campo pudiendo dedicarse a la matanza y ganar enormes beneficios gracias a la inyección ilegal de agua en la carne. Cuando se abandonaron los campos, la era de trilla se convirtió en un lugar donde se compraba y vendía el ganado. Los oficiales del municipio querían que se usara la plaza del gobierno para cobrar tasas de gestión, pero la gente se negó. Cuando iban al lugar de compraventa de ganado con soldados de la brigada de seguridad local para obligar a la gente a que dejara de hacer negocios ahí, todo el mundo salía corriendo hacia los hombres armados con cuchillos en la mano. Las peleas se convertían en una verdadera lucha y la gente estaba a punto de perder la vida. Arrestaron a cuatro matarifes. Sus mujeres organizaron una manifestación y fueron a la puerta del ayuntamiento a hacer una sentada, algunas con piel de vaca sobre los hombros, otras con piel de cerdo y otras con piel de cabra. Se sentaron allí y despotricaron enfadadas, jurando que si no se solucionaba el asunto irían a la capital de la provincia, y que si allí no se solucionaba tampoco irían a Beijing. La posibilidad de que unas mujeres envueltas en pieles de animales sacrificados acudieran al gobierno central de la avenida Chang’an de Beijing era demasiado aterradora como para contemplarla siquiera. Nadie sabía qué hacer con esas mujeres imprudentes y obstinadas pero el jefe del distrito estaba seguro de que perdería su trabajo si seguía la manifestación. Por lo que al final ganaron las mujeres. Soltaron a sus maridos, el sueño de enriquecerse de los jefes del municipio se desvaneció y la era de la trilla de nuestro pueblo volvió a llenarse de todo tipo de animales, desde ganado a perros. Hasta se llegó a decir que el jefe del condado le echó una reprimenda al jefe del municipio.

Siete u ocho vendedores de ganado se ponían en cuclillas en el borde de la era de trilla y esperaban a los matarifes fumándose un cigarro. El ganado se quedaba a un lado y comía distraído, ajeno al destino que le esperaba. La mayoría de los vendedores eran del distrito XI y cuando hablaban tenían un acento muy gracioso, como el de los humoristas de la televisión. Aparecían cada diez días más o menos y traían dos o tres cabezas de ganado. Casi todos venían en un tren muy lento que era de pasajeros y de mercancías. De hecho, los vendedores y los animales siempre viajaban en el mismo vagón y solían llegar a la estación con la puesta de sol. Sin embargo, no pisaban nuestro pueblo hasta pasada la medianoche y eso que la pequeña estación de tren estaba a tan solo seis kilómetros de distancia. A una persona normal le llevaría unas dos horas a paso lento llegar a nuestro pueblo pero esos vendedores tardaban unas ocho horas. Lo primero que tenían que hacer era sacar el ganado a empujones, completamente mareado del traqueteo del tren, hasta la salida, donde estaban los revisores vestidos con uniformes y gorras de ala ancha azul, para recoger los billetes y comprobar que todos los vendedores y animales tenían el suyo antes de dejarles avanzar. Cuando los animales pasaban por los tornos de seguridad parecía que era su señal para expulsar una montaña acuosa de excrementos en el suelo y en los pantalones de los revisores, como si estuvieran riéndose de ellos, tomándoles el pelo, o incluso vengándose. En primavera venían los vendedores de gallinas y patos, también procedentes del distrito XI, y los traían amontonados en cestas de bambú o de junco. Llevaban un palo elástico y ancho sobre los hombros con una cesta a cada lado, lo que les hacía ir inclinados del peso. En cuanto salían de la estación se dirigían a toda prisa a la carretera para adelantar a los vendedores de ganado. Todos lucían sombreros de paja y unas capas azules que ondeaban al viento a medida que aceleraban el paso. Era una imagen jovial en comparación con la de los vendedores de ganado, que caminaban desaliñados, alicaídos, llenos de estiércol, con la cabeza afeitada, las camisetas desabrochadas y gafas de sol arañadas. Avanzaban sin prisa hacia el rojizo sol del atardecer, meciéndose de un lado a otro, como marineros que acaban de pisar tierra firme, por el camino de tierra de nuestro pueblo. Cuando llegaron al famoso Gran Canal, condujeron el ganado hacia el agua para que bebiera hasta saciarse. Si el tiempo lo permitía (es decir, si no hacía un frío insoportable), lavaban el ganado hasta dejarlo impoluto y radiante como las novias el día de su boda. Una vez que los animales estaban limpios era el turno de los vendedores, que se tumbaban en la arena fina a la orilla del río y dejaban que el agua limpia y refrescante les sumergiera las barrigas. Si se daba el caso que pasaba por delante alguna chica joven, los hombres empezaban a aullar como perros llamando la atención de unas hembras en celo. Después de hacer el tonto un rato volvían a la orilla y soltaban al ganado para que pastara la hierba por la noche mientras ellos se sentaban en círculo y llenaban sus estómagos con carne y pan duro, bajando la comida con licor. Comían y bebían hasta que las estrellas invadían el cielo. Entonces volvían a reunir al ganado y daban tumbos por la carretera que llevaba a nuestro pueblo. ¿Por qué preferían llegar al pueblo en mitad de la noche? Ese era su secreto. Cuando era pequeño les hice a mis padres y a los ancianos del pueblo esa misma pregunta. Sin embargo, me miraron sorprendidos, como si les hubiera preguntado cuál era el sentido de la vida o algo demasiado obvio que todo el mundo sabía. Cuando llegaban a la entrada del pueblo con el ganado, todos los perros empezaban a ladrar de forma unánime, despertando a todo el mundo (hombres, mujeres y ancianos), y eso les informaba de la llegada de los vendedores de ganado. Cuando era pequeño les recordaba como hombres misteriosos, y esa sensación de misterio tenía que ver con el hecho de que entraran al pueblo tan de noche. No dejaba de pensar que tenía que haber una razón oculta en su hora de llegada pero al parecer los adultos nunca se lo cuestionaron. Recuerdo que algunas noches de luna llena, cuando los ladridos de los perros rasgaban el silencio de la noche, Madre se levantaba, se envolvía en una colcha, pegaba la cara a la ventana y observaba lo que ocurría en la calle. Eso fue cuando Padre ya se pasaba noches sin venir a dormir a casa, antes de que nos abandonara. Sin hacer el menor ruido, yo también me recostaba, miraba por el hueco de la ventana y me fijaba en los vendedores, que avanzaban tras su ganado. Pasaban por delante de nuestra casa en silencio y el ganado recién bañado brillaba bajo los rayos de la luna como enormes piezas de porcelana. Si no fuera por los ladridos de los perros, hubiese pensado que estaba observando un paisaje imaginario de ensueño. Ni sus vivos ladridos eran capaces de hacer que desapareciera la tristeza de esa imagen. Aunque nuestro pueblo estaba lleno de hostales los vendedores nunca se alojaban en ninguno. En su lugar, llevaban al ganado directamente a la era de trilla y esperaban allí hasta el amanecer, aunque el viento aullara, lloviera, hiciera un frío gélido o un calor abrasador. Algunas noches de tormenta los dueños de los hostales salían a la era de trilla para tratar de convencer a los vendedores, pero en su lugar esos hombres se quedaban inmóviles en el entorno hostil como estatuas impasibles, independientemente de lo tentadora que pareciera la oferta. ¿Era porque no querían gastar dinero? No. Todo el mundo sabía que después de vender el ganado iban al pueblo a emborracharse, saciarse y divertirse hasta que no les quedaba más dinero que el del billete de vuelta en tren. Sus costumbres y tradiciones eran completamente diferentes a las de los campesinos, que eran muy hogareños. Lo mismo sucedía con su forma de pensar. Cuando era un chaval oí muchas veces a los señores mayores del pueblo suspirar y decir: «¿Pero qué clase de personas son? ¿Qué narices se les pasa por la cabeza?». Tenían razón, ¿en qué demonios podían estar pensando? Cuando el ganado llegaba al mercado había vacas marrones y negras, machos y hembras, vacas bien crecidas y terneros. Una vez hasta trajeron una vaquilla con unas ubres que parecían jarras de agua. Padre tardó mucho tiempo en ponerle precio dado que no sabía si las ubres eran comestibles o no.

Los vendedores de ganado se ponían de pie cuando veían a mi padre. Llevaban gafas de sol desde primera hora de la mañana, lo que era una imagen inquietante, aunque le sonreían como muestra de respeto. Padre me bajaba de sus hombros, se ponía en cuclillas, se quedaba a unos metros de distancia de los vendedores y sacaba un cigarrillo torcido y húmedo de un paquete de cigarrillos arrugado y vacío. Los vendedores sacaban de inmediato sus paquetes y le tiraban diez o más cigarrillos a los pies. Padre los recogía y los colocaba de forma ordenada.

—Joder, Luo —dijo un día uno de los vendedores—, fúmatelos. No pensarás que estamos tratando de sobornarte con unos insignificantes cigarrillos, ¿no?

Padre sonrió y se encendió su cigarrillo barato mientras llegaban los matarifes en grupos de dos y de tres, con muy buen aspecto y recién duchados, aunque seguían desprendiendo un fuerte olor a sangre (lo que demostraba que la sangre, ya fuera de vaca o de cerdo, nunca se iba del todo). El ganado, al oler la sangre de los matarifes, se apelotonaba junto, con los ojos llenos de miedo. Los terneros estaban tan nerviosos y aterrados que un torrente de excrementos inundó el suelo, mientras que el ganado adulto parecía tranquilo, aunque yo sabía que estaban fingiendo. Podía ver que tenían el rabo escondido entre las patas, completamente temblorosas, como las ondas de un estanque cuando sopla el viento. Los campesinos adoraban a sus vacas; matar una, sobre todo las que tenían más años, era considerado un crimen contra la naturaleza. Una mujer leprosa de nuestro pueblo solía correr al cementerio público en mitad de la noche para llorar y gritar la misma frase una y otra vez: «No sé quién de nuestros antepasados mató una vaca pero ahora nos está castigando el cielo». Los bovinos lloraban. En el momento que iban a sacrificar a aquella vaca lechera, a la que tanto le costó a mi padre ponerle precio, el pobre animal se cayó de rodillas enfrente del matarife y un torrente de lágrimas manó de sus azulados ojos acuosos. La mano que sujetaba el cuchillo empezó a temblar a medida que la mente del matarife se llenaba de historias sobre vacas. Entonces se le cayó el cuchillo y retumbó en el suelo. De inmediato, le empezaron a fallar las rodillas y se agachó junto a la vaca, a medida que unos llantos ensordecedores rasgaban sus pulmones. Ese fue el final de sus días como matarife. A partir de ese momento se convirtió en criador de perros. Cuando le preguntaban que por qué se había arrodillado junto a la vaca y se había puesto a llorar dijo:

—Vi a mi madre muerta en los ojos del animal y pensé que era su alma reencarnada.

Ese matarife se llamaba Biao Huang y una vez que cambió de profesión, empezó a tratar a esa vaca como si fuera su propia madre anciana. Cuando los campos estaban exultantes de hierba le veíamos llevar a la vieja vaca a pastar a la orilla del río. Biao Huang iba primero y la vaca le seguía, sin necesidad de llevarla atada. La gente le oía decirle a la vaca: «Mamá, vamos, tienes que comer la hierba de la orilla del río que es mucho más fresca y rica». Y había gente que le había oído decir: «Mamá, vámonos a casa que está anocheciendo. No quiero que comas nada venenoso». Biao Huang era una persona muy buena para los negocios pero la gente se rio de él cuando empezó a criar perros. Sin embargo, al cabo de un par de años se acabaron las risas. Empezó a cruzar a los perros del pueblo con perros lobo y sus camadas salieron muy valientes e inteligentes. Eran estupendos perros guardianes capaces de avisar a sus dueños de cualquier problema. Podían oler a dos kilómetros de distancia a los periodistas o funcionarios que venían al pueblo a investigar sobre el tráfico de carne ilegal. Ladraban a la mínima y avisaban a los matarifes a tiempo para limpiar sus patios y esconder las pruebas incriminatorias. Una vez vinieron dos periodistas haciéndose pasar por compradores de carne, con la esperanza de sacar a la luz el comercio ilegal de carne de nuestro pueblo, actividad que nos había dado tan mala fama. Aunque los periodistas habían restregado sangre de vaca y grasa de cerdo por sus abrigos para pasar desapercibidos delante de los matarifes no pudieron engañar a ese cruce de perros. Una docena de ellos les persiguió de una punta a otra del pueblo hasta que les mordisquearon tanto los pantalones que se les cayó la identificación al suelo. La complicidad de Biao Huang con los oficiales corruptos del pueblo fue solo el comienzo. También jugó un papel fundamental en mantener a los inspectores alejados de las pruebas de la producción ilegal de carne. Por eso se podía vender la carne de nuestro pueblo sin problemas. Él también consiguió cruzar perros para cocinar. Eran animales muy tontos que se alegraban de ver a todo el mundo, ya fuera su dueño o un ladrón. Al no tener inteligencia alguna se pasaban el día comiendo y durmiendo, lo que les hacía engordar con mucha rapidez. La demanda de ese tipo de perro siempre era enorme y los clientes los reservaban antes de que nacieran. A nueve kilómetros de nuestro pueblo estaba el pueblo Hua, donde vivía mucha gente de descendencia coreana a quienes les gustaba mucho comer carne de perro. Eso significaba que había chefs expertos en platos de carne de perro que abrieron restaurantes en la capital del distrito, en ciudades grandes y hasta en la capital de la provincia. La fama de los platos de carne de perro del pueblo Hua era notoria y el éxito de esos platos se debía principalmente a Biao Huang. Su carne olía a perro cuando se cocinaba pero también desprendía cierto aroma a ternera. ¿Por qué? Porque destetó a los cachorros a los pocos días de nacer para acelerar el ciclo reproductor y producir más perros, alimentándoles con la leche de su vieja vaca. Algunos hombres mezquinos del pueblo, al ver lo rico que se estaba haciendo Biao Huang con la venta de perros, le empezaron a insultar envidiosos:

—Biao Huang, crees que eres un buen hijo al cuidar a tu vieja vaca como si fuera tu madre, pero en realidad eres un auténtico sinvergüenza y un hipócrita. Si esa vaca fuese tu madre no deberías ordeñarla para alimentar a un puñado de cachorros. Si lo haces estás convirtiendo a tu madre en una perra. Y si es así entonces tú eres un hijo de perra. Y si eres un hijo de perra entonces eres un perro, ¿no?

Sus palabras le enfurecieron tanto que sus ojos se transformaron en pura ira. En lugar de pensar que se estaban metiendo con él por envidia cogió su cuchillo oxidado de carnicero y fue a por ellos con una mirada asesina que hizo que esos dos hombres salieran corriendo. Pero un día, la esposa de Biao Huang soltó a los perros. Los más tontos siguieron a los inteligentes y se pusieron a perseguir a aquellos seres mezquinos que insultaban a su marido. En cuestión de segundos unos gritos humanos y unos aullidos caninos acabaron con el silencio de un callejón. Mientras la esposa de Biao Huang se reía de manera angelical, con la piel tan blanca como el marfil, Biao Huang permanecía ahí de pie junto a ella con una sonrisa satisfecha mientras se rascaba el cuello, negro como el carbón. Antes de casarse con ella, Biao Huang solía colocarse debajo de la casa de Tía Burrita para cantarle en mitad de la noche baladas de amor. «Hermano, vete a casa —le decía siempre Tía Burrita—. Ya tengo a mi hombre, pero no te preocupes, que te buscaré una buena esposa». Y así hizo; su mujer era una chica que trabajaba en una tienda de carretera.

Las negociaciones empezaban en cuanto llegaban los matarifes y se ponían a dar vueltas al ganado. Desde fuera parecía que tenían problemas a la hora de decidir cuáles comprar. Pero si uno de ellos alargaba la mano y agarraba un ronzal, en cuestión de segundos los demás hacían lo mismo y todas las vacas y toros se vendían. Nadie recordaba haber visto dos matarifes pelearse por un mismo animal. En muchas profesiones existen rivalidades pero los matarifes de nuestro pueblo, gracias a la fama y capacidades organizativas del Señor Lan, estaban muy unidos y se enfrentaban a cualquier problema en grupo. Una vez que adoptaron el método del Señor Lan de inyectar agua a la carne, a todos les unían las ganancias de su actividad ilegal. Cuando cada uno de ellos había elegido un animal, los vendedores se acercaban lánguidamente y empezaba el regateo. Ahora que mi padre se había ganado su autoridad y respeto, las negociaciones perdieron importancia, se volvieron innecesarias, puro formalismo, mera tradición, dado que quien decidía era mi padre; él tenía la última palabra. Los matarifes y vendedores discutían durante un rato y luego caminaban hacia mi padre, con el animal en la mano, como dos novios que van al ayuntamiento a registrarse para casarse. Sin embargo, algo especial pasó ese día en concreto: en lugar de ir directos al ganado, los matarifes empezaron a caminar por un lateral, con una sonrisa extraña. Cuando pasaron por delante de mi padre sus sonrisas falsas parecían esconder algo, como si la conspiración estuviera en el aire, como si fuera a explotar en cualquier momento. Miré con timidez a Padre, que como cada día estaba fumando impasible uno de sus baratos cigarrillos. Los que le habían lanzado los vendedores yacían en la tierra, sin tocar. Esa era su costumbre; una vez que se cerraban los tratos, los matarifes se acercaban a él, recogían sus cigarrillos y se los fumaban. Y mientras lo hacían halagaban a mi padre por su honestidad:

—Señor Luo —dijo uno en broma—, si todos los chinos fuesen como tú, el comunismo ideal se hubiese implantado hace décadas.

Mi padre se rio pero no dijo nada. Fue en ese momento cuando mi corazón se llenó de orgullo y prometí que así sería como haría las cosas, que ese era el tipo de hombre que quería ser. Los vendedores también se dieron cuenta de que ese día había algo raro en el ambiente y se giraron para mirar a mi padre, con la excepción de unos cuantos que se quedaron observando a los matarifes. Era un acuerdo tácito: todos esperarían a ver qué pasaba, como el público de un teatro que espera con paciencia que empiece la obra.

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