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¡BOOM! 8

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La mujer se abrió paso sin hacer el menor ruido por el estrecho espacio que había entre el Señor Monje y yo. El dobladillo de su chaqueta me dio ligeramente en la nariz y su pierna rozó mi rodilla. Me sonrojé y no pude seguir contando mi historia. Aquella mujer llevaba puesta una túnica ancha hecha de una tela de muy mala calidad y llevaba en la mano la antigua palangana de latón del Señor Monje. Se dirigía al jardín inundado de lluvia y vi de perfil su delgada cara y la sonrisa que escondían sus ojos. Las nubes se fueron separando para revelar franjas de cielo rosa que se fundían con el dorado procedente del oeste a medida que las nubes en llamas de la puesta de sol se abrían paso. Los murciélagos que vivían en el templo revoloteaban en el aire y brillaban como pepitas de oro. La cara de la mujer se iluminó dichosa. La chaqueta que llevaba puesta estaba hecha de algodón de mala calidad y tenía en el centro una hilera de botones de latón. Ella se inclinó para dejar la palangana con la ropa de la colada en el suelo, pero empezó a flotar en el agua. Entonces caminó despacio por el patio, donde el agua le llegaba a la altura de las rodillas. Al recogerse la túnica con las manos, se le vieron sus morenas piernas y sus blancas nalgas. Cuál fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que no llevaba nada debajo. Es decir, si se quitaba la túnica, estaría completamente desnuda. Esa túnica debía ser del Señor Monje. Conocía todos sus objetos personales aunque nunca había visto esa túnica en concreto. ¿De dónde la habría sacado? Pensé en un minuto atrás, cuando ella pasó por delante de mí, y recordé el olor a moho que se desprendió de repente y que ahora invadía todo el jardín. La mujer caminó sin rumbo fijo por el jardín durante unos segundos y luego se dirigió decidida hacia una de las esquinas del muro, haciendo mucho ruido y salpicándolo todo. Un pez la estaba siguiendo y dio un salto en el agua detrás de ella. Entonces se recogió la túnica más que nunca para que no se le mojara y se le vio todo el culo. Cuando llegó a la esquina se remangó la túnica más todavía con la mano izquierda, se inclinó hacia delante y con la mano derecha sacó unas ramas y hierbajos que habían atascado el desagüe y los tiró por encima del muro. Sus nalgas, como címbalos, estaban dando la bienvenida a las nubes doradas del oeste. Ahora que el desagüe funcionaba la mujer se puso recta y se echó a un lado para ver avanzar el agua hacia ella, que transportaba ramas y el caballito de plástico. La palangana llena de ropa se movió unos centímetros antes de quedarse fija en el suelo. El cuerpo del pez se fue haciendo visible poco a poco. Durante unos segundos siguió siendo capaz de nadar, pero enseguida se quedó tumbado en mitad del suelo y lo único que podía hacer era aletear desesperado, salpicando agua por todas partes. Creo que escuché sus alaridos, tan agudos que parecía estar pidiendo auxilio. Lo primero que se vio cuando se marchó el agua fue el camino empedrado y a continuación la arena que lo rodeaba. Un sapo saltó con fuerza y del impulso le empezó a temblar la piel flácida de debajo de la boca. Unas ranas empezaron a croar en una zanja que estaba al otro lado del muro. La mujer se soltó la túnica y le alisó las arrugas con la mano que tenía húmeda. El pez avanzó hasta ella. Aunque le echó un vistazo y luego nos miró a nosotros yo no era nadie para decirle cómo tenía que tratar a ese pobre pez. La mujer avanzó unos pasos pero el suelo estaba tan embarrado y resbaladizo que casi se cayó. Por fin consiguió alargar los brazos para agarrar al desobediente pez. Lo levantó con las manos y a continuación nos miró otra vez. Después de un ratito, dejó escapar un suspiro en mitad del rojizo atardecer y tiró el pez por encima del muro. Su cola se movió hacia delante y hacia atrás en el aire a medida que atravesaba el cielo hasta desaparecer de nuestra vista. Sin embargo, el arco brillante y dorado que trazó el pez se me quedó grabado en la mente durante mucho tiempo. La mujer caminó hasta la palangana, cogió una camisa, la estiró y la sacudió en el aire con fuerza, haciendo mucho ruido. Esa camisa roja era como una bola de fuego con la puesta de sol. El gran parecido entre esa mujer y Tía Burrita me hizo pensar que nuestra relación sería muy especial y cercana. Aunque ya tenía veinte años, cuando vi a esa mujer me sentí como si tuviera siete u ocho. Sin embargo, los acelerados latidos de mi corazón y la reacción de la cosa que tenía entre las piernas me recordaron que ya no era un niño. La mujer colocó la camisa roja encima del incensario de hierro que estaba enfrente de la entrada del templo y tendió el resto de la ropa sobre el muro todavía mojado. Me fijé con qué agilidad y destreza saltaba una y otra vez para alisar cada prenda de ropa. Cuando terminó se acercó a la entrada del templo con una determinación que parecía su propia casa, extendió los brazos y luego se llevó las manos a las caderas y empezó a hacer círculos para relajar la parte inferior de su cuerpo. Sus nalgas se movían de tal forma que parecía que se estuviesen restregando con un objeto invisible. No sé cómo fui capaz de apartar mis ojos de su cuerpo, aunque imagino que la posibilidad de convertirme en discípulo del Señor Monje era lo bastante seria como para sacrificar mis placeres visuales. En ese instante me pregunté si sería capaz de rechazarla si ella me agarrara de la mano y me llevara a algún sitio lejano, tal y como Tía Burrita había hecho con mi padre.

Madre me ordenó que cerrara la puerta trasera del tractor mientras ella se dirigía al muro para coger dos cestas con huesos de ternera y de cordero. Se agachó y levantó cada una de las cestas para echar todos los huesos a la bandeja de carga del tractor. Esos huesos los habíamos comprado, no eran las sobras de nuestras comidas. Si nos hubiésemos comido la carne de todos esos huesos o incluso el uno por ciento de ella no tendría ninguna queja ni necesidad alguna de echar de menos a mi padre. Hubiese apoyado a mi madre cuando denunció a mi padre y a Tía Burrita por todos sus delitos y pecados. Muchas veces me entraban ganas de partir algún que otro hueso de las patas de ternera para comerme el tuétano, pero los vendedores siempre las limpiaban antes de venderlas. Después de cargar los huesos, mi madre me pedía que le ayudara con las chatarras. Aunque las llamaban chatarras, en realidad había piezas de maquinaria en perfectas condiciones, como ruedas dentadas de motores diésel, juntas de andamios, tapas de alcantarillas, etc. Una vez encontramos un mortero producido por los japoneses y nos lo trajo a casa un señor de unos ochenta años y su mujer de unos setenta sobre un burro. En aquel entonces que acabábamos de empezar y no teníamos experiencia lo comprábamos todo a precio de chatarra y luego lo vendíamos como tal, por lo que el beneficio era minúsculo. Sin embargo, en poco tiempo, aprendimos a ser astutos. Catalogábamos las piezas de las máquinas y las vendíamos a empresas específicas. Vendimos el material de construcción a los albañiles, las tapas de las alcantarillas a las empresas de alcantarillado y las piezas de las máquinas a las ferreterías. En cuanto al mortero, dado que no dimos con ningún vendedor, lo dejamos en casa como decoración. Quizá, algún día, le encontraríamos una empresa apropiada, pero de todas formas yo no quería venderlo. Como al resto de los chicos de mi edad, me fascinaban las armas, las guerras y todo lo relacionado con lo bélico. Desde que mi padre se fue con otra mujer todos los chicos se reían de mí pero en cuanto tuve ese mortero me sentí mucho más seguro de mí mismo y mucho más orgulloso que todos aquellos chicos que tenían a su padre en casa. Una vez escuché a dos gamberros del pueblo decir que era mejor mantenerse alejado de Xiaotong Luo porque tenía un mortero y estaba dispuesto a usarlo si alguien le ofendía. Lo apuntaría hacia su casa y haría un tiro mortal. ¡Boom!, la casa ardería en llamas y se derrumbaría. Después de oír esa conversación, me sentí más orgulloso que nunca. Vender chatarra a empresas especializadas nos hizo ganar un poco más de dinero y esa fue la razón por la que pudimos construirnos una casa al cabo de cinco años.

Después de cargar la chatarra, mi madre sacaba unos cartones de una de las habitaciones laterales de nuestra casa y los dejaba en el suelo. Entonces me mandaba sacar agua del pozo. Esa era una de mis tareas habituales y sabía que el asa del cubo estaba tan fría que podía abrasarme las manos. Por eso me ponía unos guantes de piel de cerdo para protegerme. Ese par de guantes lo encontramos entre la chatarra. La mayoría de las cosas de nuestra casa, desde las almohadas hasta el cucharón que usábamos para el

wok, procedían del mismo lugar. Algunas de las cosas no las habíamos usado nunca, como por ejemplo mi gorra de piel de oveja totalmente nueva, que era una gorra militar que desprendía un fuerte olor a alcanfor. En el interior de la gorra, había una etiqueta roja con la fecha de producción: noviembre de 1968. En aquel entonces, mi padre era un niño pequeño que seguía mojando la cama por las noches y mi madre una niña que también mojaba la cama por las noches, y yo, bueno, yo no existía. Con esos guantes puestos no podía trabajar bien pero hacía muchísimo frío, tanto que el cubo del pozo estaba congelado. El cubo además tenía una fuga que en vez de sacar agua hacía un terrible ruido. Madre me gritaba enfadada:

—Date prisa, ¿a qué esperas? Dicen que los niños pobres saben hacer las tareas del hogar, pero mírate, ya tienes diez años y ni siquiera puedes sacar agua del pozo. Criarte está siendo una pérdida de tiempo y dinero. La única cosa que haces bien es comer, comer y comer. Si hicieras tus tareas la mitad de bien que comer serías un trabajador modelo que llevaría la flor roja en el pecho…

Las palabras de mi madre me enfurecieron. Desde que te fuiste, querido padre, he comido pura basura, he vestido como un mendigo y he trabajado como una bestia de carga, haciendo labores que matarían a cualquier caballo o toro del cansancio. Pero nada la hace feliz. Padre, cuando te fuiste deseabas que hubiera una segunda reforma agraria. Bueno, pues yo ahora la deseo mucho más de lo que te imaginas. Sin embargo, eso nunca pasará. Es más fácil para la gente hacerse rica de manera ilegal. No tienen miedo de nada. Después de que mi padre nos abandonara, a mi madre le pusieron el apodo de

La reina de la basura. Eso me convertía en el hijo de

La reina de la basura aunque en realidad era su esclavo. Poco a poco las quejas de mi madre se convirtieron en furiosos insultos y el respeto por mí mismo desapareció y dio paso a las ganas de autodestrucción. Me quité los guantes, cogí el asa de hierro del cubo del pozo y de repente se me quedó pegada la mano. Adelante, asa de hierro asquerosa, quédate fría, helada, arráncame la piel de la mano si quieres. Me da lo mismo. Moriré de congelación, ¿y qué? Ella se quedará sin su hijo y su enorme casa y tractor no servirán de nada. Ella soñaba con casarme. ¿Y con quién? Con la hija del estúpido Señor Lan, con esa misma. Tenía un año más que yo, me sacaba una cabeza y no tenía nombre oficial, tan solo el apodo familiar de Tiangua,

Melón dulce. Padecía una grave rinitis, por lo que se pasaba todo el año con dos hileras de mocos por debajo de su nariz. Madre quería mejorar su posición social al vincularme con la familia Lan y, sin embargo, yo solo pensaba en destruir su casa con mi mortero. Mi querida madre, ¡ni lo sueñes! ¿Qué pasaría si se me quedasen las manos pegadas al asa del cubo y me arrancara la piel? No me importaría, porque las manos no eran mías sino suyas. Empujé el asa con todas mis fuerzas, oí un borboteo y enseguida el agua empezó a llenar el cubo. De inmediato metí la cabeza en él y empecé a beber agua.

—¡Para, no hagas eso! —me chilló, porque no me dejaba beber agua helada.

No le hice caso y seguí bebiendo. Prefería beberla hasta que me doliese la tripa y me retorciera en el suelo del dolor como un burro después de dar vueltas a la piedra de un molino. Después de acercarle el cubo me mandó traerle un cucharón. Así hice y entonces me ordenó que echara agua sobre un cartón. Ni mucha ni poca, la suficiente para que quedara una capa de hielo. Una vez hecho eso, mi madre extendió otro cartón encima de la capa de hielo y roció más agua. Habíamos repetido ese proceso tantas veces que se había vuelto muy rutinario; ni siquiera hablábamos. Lo que echábamos en el cartón era agua, lo que recibíamos a cambio era dinero. Lo que los matarifes del pueblo le inyectaban a la carne era agua, lo que recibían a cambio también era dinero. Después de que mi padre nos abandonara, mi madre no se hundió o se regodeó en su dolor. Decidida a convertirse en matarife empezó a ir a la casa de Changsheng Sun para aprender. Yo iba con ella. La esposa de Changsheng Sun y mi madre eran primas lejanas. Sin embargo, el trabajo de mancharse las manos de sangre no era apropiado para una mujer, y aunque mi madre tenía mucha paciencia y aguante no era nada comparado a la ferocidad de Sun. Mi madre y yo éramos capaces de matar un cochinillo o un cordero pero las vacas eran otra cosa. Resultaba casi imposible cuando te ponías delante de ellas con el cuchillo en la mano.

—Este trabajo no es para ti, Tía —le dijo Changsheng Sun a mi madre—. Están empezando a inspeccionar la carne en el mercado municipal por lo que antes o después lo que hacemos estará prohibido. Nosotros, los matarifes, nos ganamos la vida inyectando agua a la carne. El día que no lo podamos hacer no tendremos beneficios.

Fue Changsheng Sun quien convenció a mi madre para que comprara y vendiera chatarra. Dijo que ese trabajo no necesitaba ninguna inversión, que solo daría beneficios y que era una garantía de por vida. Mi madre hizo algunas investigaciones y se dio cuenta de que Changsheng Sun estaba en lo cierto. En tres años, nos hicimos famosos y todo aquel que viviera a quince kilómetros a la redonda conocía a

La reina y

El príncipe de la basura.

Llevábamos los cartones congelados al tractor y los atábamos bien con cuerda. Nuestro destino era la capital del distrito, a la que íbamos cada pocos días y lo que siempre me dejaba muy triste. Vendían demasiadas exquisiteces, y las olía a diez kilómetros de distancia, sobre todo los platos de carne y de pescado. Para mí la carne y el pescado no existían. Madre siempre llevaba nuestra comida: dos panes duros y verduras encurtidas. Si de una forma u otra conseguíamos vender nuestros productos a un buen precio o si le colábamos alguna cosa a un vendedor (con los años las empresas locales se habían vuelto más astutas, después de que les engañaran cientos de vendedores de chatarra) ella se ponía de buen humor y me premiaba con rabo de cerdo. Nos sentábamos en un sitio que estuviera resguardado (en verano bajo un árbol frondoso) y nos deleitábamos con los aromas que venían de la calle paralela mientras nos comíamos el pan duro y las verduras. En esa calle cocinaban la carne en cazuelas que tenían ahí puestas al aire libre y dentro de las cuales había cabezas de cerdo, de oveja, de mula y de perro; piernas de cerdo, cordero, asno y camello; hígado de cerdo, ternera, asno y perro; corazón de cerdo, toro, asno y perro; tripas de cerdo, ternera, asno y perro; pulmones de cerdo, ternera, asno y perro; rabos de cerdo, toro, asno y camello. También había pollo asado, ganso asado, pato guisado, conejo en salsa de soja, pichón asado, gorriones fritos, etc. Las tablas de cortar estaban llenas de carnes coloridas y jugosas. Los vendedores tenían en la mano enormes y brillantes chuchillos; algunos cortaban la carne en tiras, otros en trozos. Sus caras rojas y grasientas tenían un aspecto muy saludable. Algunos tenían los dedos regordetes, otros delgados; algunos tenían los dedos largos, otros cortos. Eran dedos afortunados porque podían tocar la carne todo lo que quisieran y porque estaban cubiertos de grasa e impregnados de un aroma delicioso. Qué feliz sería si pudiera convertirme en uno de esos dedos. Pero no podía ser. Más de una vez me sentí tentado de robar un trozo de carne y de metérmelo en la boca rápidamente, pero los cuchillos de los vendedores eran un buen freno. Por lo tanto me comía el pan duro medio congelado debido al frío mientras me caían lágrimas de los ojos de la tristeza. Mi estado de ánimo mejoraba si mi madre me premiaba con rabo de cerdo aunque ¿cuánta carne tenía en realidad? Como mucho me daba para dos bocados. Masticaba hasta los huesecitos y me los tragaba. Sin embargo el rabo de cerdo solo hacía que me entrara más hambre por lo que cuando me quedaba mirando aquellos trozos de carne variopinta y colorida, no podía dejar de llorar.

—¿Por qué lloras, hijo? —me preguntó mi madre un día.

—Echo de menos a papá —contesté.

A mi madre le cambió la cara. Se quedó reflexionando un rato y entonces me dijo con una sonrisa triste:

—Hijo mío, no es a tu padre a quien echas de menos, sino el sabor de la carne. A mí no me engañas. Yo no puedo hacer nada al respecto, al menos por ahora. La boca del ser humano puede ser muy caprichosa, lo que inevitablemente acarrea muchos problemas. Cuántos héroes de la historia han perdido su ambición en la vida y han terminado fracasando por tener una boca caprichosa. Hijo mío, no llores, te puedo asegurar que llegará el día en el que comerás toda la carne que quieras, pero ahora tienes que aguantar. Una vez que tengamos una bonita casa y un coche, una vez que te cases y le demuestre al cabrón de tu padre de lo que soy capaz, te cocinaré una vaca entera para que te la puedas comer de arriba abajo.

—Madre, no quiero una casa bonita o un coche —le contesté—. Tampoco me quiero casar. Lo único que quiero es comerme un plato de carne enorme.

—Hijo mío —me dijo seriamente mi madre—, ¿te crees que yo no tengo ganas de comer carne? Yo también soy un ser humano. ¡Yo también me comería un cerdo entero! Pero en la vida hay que tener un objetivo y el mío es que tu padre vea que estamos mejor sin él.

—¿Qué estamos mejor? —dije—. Para nada. Preferiría irme con mi padre y pedir limosna que vivir contigo en estas condiciones.

Mis palabras le rompieron el corazón y Madre me dijo llorando:

—¿Para qué crees que ahorro tanto? Para ti, pequeño desagradecido. —A continuación, empezó a descargar su ira con mi padre—: Tong Luo, hijo de burro asqueroso, me has arruinado la vida… No quiero seguir viviendo así. ¡Comeré la comida más rica y especiada que existe, beberé todo lo que quiera y me volveré tan seductora como la zorra esa!

El ataque de llanto de mi madre me conmovió mucho.

—Tienes toda la razón, Madre. Si comieras toda la carne que quisieras te puedo asegurar que en un mes serías la mujer más hermosa del mundo, una auténtica diosa, mucho más guapa que Tía Burrita. Entonces Padre la dejaría y vendría volando a buscarte.

Madre me miró con los ojos llorosos:

—Xiaotong, dime la verdad, ¿soy más guapa que Burrita?

—Por supuesto —dije sin vacilar.

—Pero, entonces, ¿por qué tu padre se fijó en esa puta que se ha acostado con todos los hombres del pueblo? —me preguntó—. No solo se fijó en ella sino que huyó con ella.

Salté para defender a mi padre:

—Madre, una vez le oí decir que no fue él quien fue detrás de Tía Burrita sino al revés.

—Es igual —dijo mi madre furiosa—. Si la perra no mueve la cola, el perro estará perdiendo el tiempo; si el perro no está interesado, la perra moverá la cola en vano.

—Madre —dije—, me has confundido totalmente.

—Tú, pequeño mocoso —dijo mi madre—, no te hagas el confundido. Sabías lo que estaba pasando entre tu padre y Tía Burrita y sin embargo les ayudaste a guardar el secreto. Si me lo hubieras dicho hubiera evitado que se fugaran.

—¿Cómo? —pregunté tímidamente.

—Le hubiera cortado las piernas —me contestó furiosa.

Vaya, menuda suerte tuvo Padre, pensé.

—No me has contestado a la pregunta —dijo Madre—: ¿Si soy más guapa que Tía Burrita por qué se fue con ella?

—Porque en casa de Tía Burrita se cocina carne todos los días —contesté—. Fue el olor de la carne lo que le arrastró.

Madre se rio con desdén.

—Entonces si a partir de hoy cocino carne todos los días, ¿tu padre volverá a casa?

—Por supuesto que sí —dije alegremente—. Si cocinas carne todos los días volverá enseguida. Tiene muy buen olfato y puede oler la carne a kilómetros a la redonda, incluso si tiene el viento en contra.

Empleé mis mejores palabras para animar a mi madre, con la esperanza de que se le fuera el enfado con mi lógica y me llevara a la calle donde estaban los puestos de carne, sacara algo del dinero que tenía escondido en su ropa interior y comprara una montaña de carne tierna y aromática para atiborrarme. Preferiría comer hasta morir que morirme con la tripa vacía. Sin embargo, mi madre no cayó en mi trampa. Llena de rencor hacia mi padre caminó hasta un rincón de la calle, se agachó y se comió su pan duro. Pero mis palabras no fueron completamente en vano. Después, se dirigió con desgana a un pequeño restaurante que estaba cerca de la calle con los puestos de carne y se puso a charlar con los dueños durante mucho tiempo, inventándose una ristra de mentiras como que mi padre había muerto, que éramos muy pobres y que nadie se compadecía de una viuda y un niño huérfano… Al final consiguió que le bajaran diez céntimos de un rabo de cerdo que era tan pequeño como una judía. Lo agarró con fuerza, como si tuviera miedo de que le salieran alas y se escapara volando. Entonces me llevó a un lugar donde no había nadie, me lo pasó y dijo:

—Toma, comilón, ¡a comer!, pero cuando hayas terminado te espera un duro día de trabajo.

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