¡BOOM!

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¡BOOM! 9

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La mujer estaba sentada en el umbral de la puerta, con un pie dentro y otro fuera, el cuerpo apoyado en el marco, la boca cerrada y los ojos fijos en mí, como si estuviera escuchando mis historias. Sus cejas, que casi se juntaban en el medio, subían y bajaban, como si estuvieran recordando algo que pasó hace mucho tiempo. Me resultaba difícil continuar con mi historia al sentir esos ojos negros fijos en mí. Me gustaban mucho y no me atrevía a mirarlos. Su penetrante mirada era tan intimidatoria que no podía abrir la boca. Moría de ganas de hablar con ella, de preguntarle cómo se llamaba o de dónde era. Pero no tenía valor. Sin embargo, quería conocerla con todas mis fuerzas. Le miré las piernas y las rodillas con deseo. Tenía moratones en las piernas y una cicatriz en las rodillas. Estábamos tan cerca que podía oler el aroma a carne asada que desprendía su cuerpo. Entró directo a mi corazón y fortaleció mi espíritu. Mi deseo era enorme. Me empezaron a picar las manos, se me secó la garganta e hice todo lo que pude para no lanzarme a sus brazos para acariciarla y satisfacer mi deseo. Quería lamerle los senos, quería que me diera el pecho. Quería comportarme como un hombre pero sobre todo quería volver a ser un niño de cinco o seis años. Me vinieron imágenes del pasado a la mente. La primera fue del día en el que fui con Padre a casa de Tía Burrita para comer carne. Me acordé de cómo le mordisqueó el cuello a Tía Burrita mientras yo me ponía morado y de cómo ella dejó de cortar carne y de contonearse en el momento en el que dijo con una voz baja y grave: «Tú, animal, no dejes que nos vea el niño…». «¿Y qué si nos ve? —oí que dijo mi padre—. Somos mejores amigos…». Recordé el vapor que salió de la cazuela y el aroma de la carne, que se expandió por la habitación como una densa neblina… Poco a poco fue anocheciendo, la camisa roja que había sobre el incensario se volvió morada. Los murciélagos volaban bajo, la sombra del ginkgo en el suelo se fue haciendo más grande y dos estrellas brillaban en el manto negro del cielo. Los insectos y los mosquitos empezaron a zumbar por el templo mientras el Señor Monje apoyaba las manos en el suelo, se ponía de pie y avanzaba hacia la parte trasera de la estatua. Vi que la mujer había entrado y que estaba siguiendo al Señor Monje. Me coloqué detrás de ella. El Señor Monje encendió una vela blanca y gruesa con un mechero y luego la puso en un candelabro que estaba lleno de cera. En cuanto vi el brillo del mechero supe que era muy lujoso. La mujer estaba tranquila y relajada, como si se encontrara en su propia casa. Cogió el candelabro y lo llevó a la habitación donde dormíamos el Señor Monje y yo. En la estufa que usábamos para cocinar había un wok de hierro negro con agua hirviendo. Ella dejó el candelabro en un taburete morado y miró al Señor Monje sin decir nada. El Señor Monje apuntó al techo con la barbilla. Levanté la mirada y vi unas espigas de trigo, que se ondeaban como la cola de una comadreja siberiana bajo la tenue luz de la vela. La mujer se subió al taburete, cogió una espiga, bajó de un salto y la frotó entre las manos para quitarle la cáscara. Por último la sopló, echó los granos dorados en el wok, lo tapó y se sentó en el suelo sin hacer el menor ruido. El Señor Monje estaba en el borde del kang sin decir ninguna palabra. Ya no tenía moscas revoloteando por sus orejas por lo que estaban completamente a la vista. Eran muy delgadas, casi transparentes, y parecían irreales. A lo mejor las moscas le habían succionado toda la sangre, o eso pensé. Los mosquitos seguían pululando encima de nosotros haciendo un incesante ruido y los piojos se abalanzaban a mi cara. Cuando abría la boca algunos iban a parar a mi garganta. Levanté la mano, la moví rápidamente en el aire y cogí un puñado de ellos. Me había criado en un pueblo de matarifes por lo que estaba acostumbrado a la muerte y no sabía lo que era la piedad. Sin embargo, si me iba a convertir en un discípulo del Señor Monje, tenía que respetar la norma básica de no matar a ningún ser vivo. Por lo tanto abrí la mano y dejé que los insectos se escaparan.

Los gruñidos de los cerdos a los que estaban sacrificando se expandieron por todo el pueblo; la matanza había comenzado. El aroma a carne asada también se impregnó en el pueblo, lo que significaba que los vendedores habían empezado con la producción. Una vez que tuvimos el tractor bien cargado y que estábamos listos para irnos, Madre metió la mano debajo del asiento y sacó la manivela para ponerla en la apertura con forma de cruz y encender el motor. Entonces respiró hondo, se inclinó hacia delante, abrió las piernas y giró la manivela con todas sus fuerzas. Las primeras veces estaba muy duro pero poco a poco fue girando mejor. Los movimientos de Madre eran bruscos y explosivos, como los de un hombre. El motor empezó a hacer mucho ruido, al igual que el tubo de escape. Después de ese primer desgaste de energía Madre se incorporó, con la respiración entrecortada y la boca abierta, como un nadador cuando saca la cabeza del agua para coger aire. El motor se apagó. Tenía que volver a hacer todo de nuevo. Sabía que nunca conseguía encenderlo a la primera. Cuando llegaba finales de año encender el motor del tractor era nuestro mayor dolor de cabeza. Madre me miró suplicándome ayuda, por lo que cogí la manivela, tiré de ella con todas mis fuerzas y logré que el volante de inercia girase. Después de tirar de la manivela un par de veces más me quedé sin fuerzas. ¿Cómo una persona que no comía carne en todo el año iba a tener fuerzas? Cuando dejé de apretar la manivela, esta salió despedida y me dio en la cabeza, tirándome al suelo. Madre se asustó mucho y se abalanzó hacia mí para ver si estaba herido. Me quedé tumbado en el suelo y fingí estar muerto; una sensación que me encantaba. Si la manivela me hubiera matado, primero hubiese muerto su hijo y luego yo, mi ser. No merecía la pena aferrarse a una vida sin carne. El golpe de una manivela no era nada en comparación con lo que dolía no comer carne. Madre me levantó y examinó a su hijo de la cabeza a los pies. Cuando vio que no estaba herido me empujó hacia un lado y empezó a farfullar desilusionada:

—Eres un inútil. Quédate ahí y no te muevas.

—No tengo fuerzas.

—¿Qué ha sido de ellas?

—Padre decía que la carne es lo único que hace fuerte al hombre.

—¡Tonterías!

Madre siguió tratando de encender el vehículo dando vueltas a la manivela. Su cuerpo subía y bajaba y su cabello se ondeaba como un rabo de toro. Normalmente, después de tres o cuatro intentos el viejo motor arrancaba y emitía un ruido que parecía la tos de una cabra vieja y enferma. Sin embargo, ese día no fue así. Se negó a funcionar. Era el día más frío del año, el cielo estaba nublado, había mucha humedad y el viento del norte nos cortaba la cara como un cuchillo. Parecía que iba a nevar. En días como ese hasta nuestro tractor se negaba a salir de casa. La cara de mi madre estaba completamente roja, respiraba con dificultad y tenía la frente llena de sudor. Me lanzó una mirada acusadora, como si fuese mi culpa que el motor no funcionara. Traté de aparentar que estaba dolido y afectado, lo que era difícil dada la alegría que me invadía. En un día de invierno tan frío como ese lo último que quería hacer era sentarme en un tractor más frío que el hielo y dar botes durante las tres horas que duraba el trayecto a la capital del distrito para comer pan duro y verduras encurtidas si Madre no me premiaba con rabo de cerdo. ¿Y si justo ese día me recompensaba con dos patas de cerdo adobadas? Qué más daba, eso nunca ocurriría.

A pesar de estar completamente decepcionada, Madre se negaba a tirar la toalla. Los días más fríos no eran fabulosos solo para la matanza sino para la venta de chatarra. Cuando hacía frío no se pudría nada y no se perdía ni una gota del agua que se inyectaba a la carne; cuando hacía frío, los compradores de chatarra, helados, se conformaban con mirar por encima el material, lo que significaba que los cartones mojados y congelados pasaban la inspección con facilidad. Madre se desató el cable que hacía la función de cinturón, se quitó la chaqueta marrón de hombre y se metió el jersey rojo que estrenaba por dentro de los pantalones. Era bajita pero rebosaba energía. En la parte delantera del jersey había unas palabras cosidas junto a la imagen de una chica que estaba dando una patada al aire. Madre adoraba ese jersey y cuando se lo quitaba por la noche desprendía unas chispas verdes, lo que la hacía gemir. Cuando le preguntaba si le dolía decía que no, que solo le hacía cosquillas. En cuanto fui acumulando conocimiento descubrí que se trataba de electricidad estática pero en aquel entonces pensaba que había tocado algo mágico. Muchas veces se me pasaba por la cabeza salir a escondidas a vender el jersey para comprar media cabeza de cerdo pero al final nunca me atrevía. Había cientos de cosas que no me gustaban de mi madre pero no podía evitar pensar en algunas de sus virtudes. Mi mayor queja era que no me dejase comer la carne que tanto ansiaba. Pero ella tampoco comía carne. Si Madre comiese carne en secreto no me sentiría culpable de vender su jersey. Incluso la vendería a ella sin dudarlo lo más mínimo. Sin embargo ella sufría conmigo y ni siquiera compraba rabo de cerdo para ella, por lo que ¿qué podía decir? Madre tenía las riendas y su hijo solo podía aguantarse con la esperanza de que Padre volviera algún día y pusiera fin a ese tipo de vida. Dispuesta a no escatimar esfuerzos volvió a la misma postura, respiró hondo un par de veces, se mordió el labio inferior y giró otra vez la manivela lo más fuerte que pudo. El volante de inercia giró a doscientas veces por minuto, lo que equivalía a cinco caballos de vapor. Si eso no bastaba para encender el motor entonces el tractor era un canalla, un completo canalla, un completo y monumental canalla. Madre tiró la manivela al suelo, totalmente exhausta. El tractor sonreía indiferente, sin hacer ningún ruido. Vi que la cara de mi madre se volvía amarilla, que la desesperación invadía su mirada. Estaba hundida, desalentada; había perdido la batalla. Y aun así tenía mejor aspecto que nunca. Lo que más me disgustaba y preocupaba era ver lo ambiciosa, orgullosa y decidida que podía llegar a ser cuando conmigo era tan tacaña que con tal de ahorrar nos haría comer barro y beber viento si fuese posible. Sin embargo, la madre que tenía delante en ese momento derrocharía el dinero, me cocinaría tallarines, freiría coles chinas, les añadiría unas gotitas de aceite vegetal y hasta posiblemente les echaría un poco de pasta de gambas, que era tan salada que la primera vez que la tomabas te hacía saltar por su fuerte sabor. Después de haber disfrutado en nuestro pueblo de luz eléctrica durante más de diez años, en nuestra nueva casa, sorprendentemente, no se instaló. Cuando vivíamos en la cabaña que nos dejó mi abuelo materno disponíamos de luz eléctrica, pero luego tuvimos que volver a las lámparas de aceite. Madre me explicó que si no teníamos electricidad no era por tacañería sino para protestar por la corrupción de los funcionarios del gobierno, que subían el precio de la electricidad. Cuando nos sentábamos junto a la lámpara de aceite para cenar, cuya luz era tan débil como la de una luciérnaga, la cara de mi madre se iluminaba de la alegría.

—Adelante, suban el precio, súbanlo hasta que cueste ocho mil yuanes el kilovatio —dijo—. ¡No me puede importar menos porque no uso su maldita electricidad!

Cuando Madre estaba de mal humor cenábamos a oscuras (ni lámparas de aceite ni nada) y si yo me quejaba me decía sin más: «Estás comiendo, no haciendo costura. No me digas que necesitas luz para meterte la comida en la boca en vez de en la nariz». Estaba en lo cierto, nunca me equivoqué y me metí la comida por la nariz. Como tenía a una madre tan ahorradora, solo podía aguantarme, no me quedaba más remedio.

Incapaz de encender el motor, Madre salió desesperada a la calle, en busca quizá de consejo. ¿Habría ido a ver al Señor Lan? Era muy posible dado que como fue él quien abandonó el tractor lo conocía mejor que nadie. Al rato volvió mi madre a toda prisa y me dijo con nerviosismo:

—Hijo, haz un fuego. ¡Vamos a incendiarle la casa a ese hijo de puta!

—¿Te lo ha mandado el Señor Lan? —pregunté.

Sorprendida por lo que le acababa de decir me miró fijamente a los ojos y dijo:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?

—Por nada —dije—. Incendiémosla.

Se acercó a una esquina y volvió con un montón de goma abandonada, que puso debajo del motor. A continuación fue a la cocina y trajo un trozo de leña ardiendo con el que quemó la goma, levantando un humo negro y nocivo acompañado de un olor asqueroso e insoportable. A lo largo de los años fuimos acumulando mucha goma abandonada que solo podíamos vender a las empresas de reciclaje de chatarra si la derretíamos y se la dábamos en forma de cubos. En ese momento vivíamos en el centro del pueblo y nuestros vecinos se quejaban del olor tóxico y de los residuos negros que les caían encima. Abuela Zhang, que vivía en el este, hasta le enseñó un cazo de agua como prueba. Madre no le hizo caso pero yo sí le eché un vistazo. Unas cosas negras con forma de renacuajos flotaban en el agua. Era obvio que eran trozos de nuestras cenizas y restos de goma. Abuela Zhang le dijo furiosa a Madre:

—Madre de Xiaotong, ¿no te sientes culpable por contaminar nuestra agua? Si bebemos agua como esta, nos vamos a poner enfermos.

Madre le contestó igual de enfadada:

—No me siento culpable para nada. ¡Allá que os muráis todos los vendedores de carne inyectada de agua!

Abuela Zhang se pensó dos veces decirle algo cuando vio los ojos furibundos de Madre, y al final se marchó en silencio. A los días vinieron unos hombres para quejarse de Madre pero ella salió a la calle corriendo y empezó a gritar que esos hombres la estaban acosando a ella y a su hijo y enseguida llamó la atención de la multitud. El Señor Lan, que vivía justo detrás de nosotros, era el encargado de conceder los permisos para la construcción de viviendas. Antes de que Padre nos abandonara, Madre no paraba de repetirle que le pidiera un permiso para construir una casa, pero el Señor Lan esperaba que le sobornáramos. Padre no tenía mucho interés en construir una nueva vivienda y mucho menos en sobornar al Señor Lan. «Hijo mío —me decía Padre cuando Madre no estaba cerca—, si tuviéramos carne en casa nos la comeríamos nosotros. ¿Por qué se la tendríamos que dar a él?». Después de que Padre se fuera, Madre fue a casa del Señor Lan para conseguir el dichoso permiso con un paquete de galletas de regalo. Apenas había salido por la puerta cuando el paquete de galletas salió volando y aterrizó en la calle. Más adelante, después de llevar quemando goma casi seis meses, nos encontramos con el Señor Lan en la carretera que llevaba a la capital del distrito. Iba montado en una motocicleta verde de tres ruedas, que llevaba escrita en la visera la palabra «Policía». Llevaba un casco blanco y una chaqueta negra de piel. En el sidecar había un perro de caza muy gordo que llevaba unas gafas de sol sobre el hocico que le daban un toque erudito y que de repente empezó a ladrarnos de forma aterradora. En ese momento se nos estropeó el tractor y Madre se puso a hacer aspavientos histérica a los coches y peatones pidiendo ayuda pero nadie le hizo caso. Entonces se agarró al manillar de la motocicleta de un hombre sin saber quién era hasta que se quitó el casco. El Señor Lan se bajó de la motocicleta, le dio una patada al parachoques oxidado del tractor y dijo con desprecio:

—¡Este vehículo está roto, tenéis que deshaceros de él y comprar otro nuevo!

—Eso haré —dijo Madre—. Después de construir una casa.

El Señor Lan asintió con la cabeza.

—Bien, veo que eres ambiciosa.

El Señor Lan se agachó y nos ayudó a arreglar el tractor por lo que le dimos (Madre me obligó) las gracias.

—No hay de qué —dijo mientras se limpiaba las manos en un trapo. Entonces me dio una palmadita en la cabeza y me preguntó—. ¿Ha vuelto tu padre? —Le aparté la mano, di un paso hacia atrás y le miré enfadado—. Menudo carácter —dijo entre risas—. Que sepas que tu padre es un hijo de puta.

—¡Tú eres el hijo de puta! —contesté. Madre me dio una bofetada en la cara y me regañó.

—¿Cómo te atreves a hablarle así a este señor?

—No pasa nada —dijo—. No te preocupes. Escribe a tu padre y dile que puede volver a casa. Dile que les he perdonado a los dos.

Se subió a la motocicleta y la arrancó. Después de hacer unos ruidos empezó a salir un humo negro por el tubo de escape. El perro se puso a ladrar.

—¡Yuzhen Yang! —le gritó a mi madre—. Deja de quemar goma. Te daré el permiso para la construcción de la casa. ¡Ven a mi casa esta noche a recogerlo!

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