¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 41

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El noveno proyectil lo dirigí al dormitorio secreto del Señor Lan en la planta de empaquetado. Era un cuarto pequeño que estaba detrás de una puerta oculta y que conectaba con su oficina. Tenía una cama grande cuyas sábanas nuevas y carísimas desprendían un fuerte olor a jazmín. Para entrar, el Señor Lan solo tenía que apretar un botón situado debajo de su despacho para que un espejo de cuerpo entero se abriera y revelara una puerta del mismo color en la pared. Después de girar la llave de la cerradura y abrir la puerta, si apretabas otro botón el espejo se volvía a colocar en su sitio. Dado que yo sabía la ubicación exacta de la habitación hice mis cálculos y consideré la resistencia de los rayos de la luna y la fuerza del proyectil con el fin de reducir las probabilidades de error a cero, con la esperanza de que el proyectil aterrizara en el medio de la cama; si el Señor Lan tenía compañía la mujer solo podría echarse la culpa a sí misma por ser una amante fantasma. Respiré hondo, levanté el proyectil con las dos manos, que parecía más pesado que los ocho anteriores, y dejé que descendiera a su propio ritmo. Después de salir del cañón, rodeado de un halo brillante de luz, subió muy alto en el cielo antes de caer con suavidad en el lado este. Nada señalaba mejor la habitación del Señor Lan que la antena parabólica que había instalado de forma ilegal en el tejado para facilitar la recepción de la señal de televisión. Era plateada, del tamaño de una cazuela enorme, y muy reflectante. Bueno, pues esos reflejos cegaron temporalmente el sistema de navegación del proyectil y lo mandaron de forma brusca al redil de los perros, matando o mutilando una docena o más de perros lobo, que se habían vuelto unos asesinos. Además la explosión hizo un boquete enorme en la barrera. Los perros ilesos se quedaron paralizados durante unos segundos justo antes de salir en estampida por la abertura como si se hubieran despertado de un sueño. En ese momento supe que acababa de desatarse una amenaza para la seguridad pública en la zona.

Cogí el décimo proyectil que tenía el señor mayor en la mano, pero antes de lanzarlo ocurrió algo. Había estado apuntando al lujoso coche Lexus de importación del Señor Lan, donde podía verle dormido en el asiento de atrás. El conductor también estaba durmiendo en la parte delantera. El coche estaba aparcado delante de un edificio alto y parecían estar esperando a alguien. Mi plan era que el proyectil atravesara el parabrisas y explotara en el regazo del Señor Lan. Aunque resultara estar defectuoso o ser un proyectil pacífico la sola inercia reventaría las tripas del Señor Lan y su única esperanza de sobrevivir sería si le hicieran un trasplante de estómago. Pero justo antes de disparar, el coche arrancó, salió a la carretera y aceleró hacia el pueblo. Ese cambio de planes en el último segundo me confundió durante un momento pero desesperado tracé otro plan nuevo. Con una mano ajusté la dirección del mortero y coloqué el proyectil con la otra. La explosión subsiguiente llevó olas de calor a mi cara, debido a toda la pólvora, y el cañón se puso al rojo vivo. Me hubiese abrasado la piel si no hubiera llevado guantes. El proyectil persiguió al coche a toda velocidad pero, maldición, aterrizó justo detrás, como si se estuviera despidiendo del Señor Lan.

El proyectil número once tenía que hacer un viaje más largo. Un campesino emprendedor había abierto un hotel-spa montañés con un manantial de agua caliente en una zona boscosa entre la capital del condado y el municipio, un lugar para los ricos y la gente con poder. Lo llamaban hotel-spa montañés pero no había ninguna montaña cerca, ni siquiera un montículo en el suelo. Hasta se había nivelado el túmulo original. Una docena de pinos negros se levantaban como columnas de humo, que oscurecían el edificio blanco. Detecté un fuerte olor a azufre desde mi posición en el tejado. Unas chicas guapas con unas minifaldas sugerentes saludaban a los visitantes a medida que entraban en el vestíbulo. Llevaban unos cinturones de tela muy sueltos por lo que al mínimo roce se quedarían desnudas. Tenían una manera de hablar muy exagerada, como si fueran loros. El Señor Lan dio brincos en la piscina junto a la Venus de Milo que estaba en el centro. Luego entró en la sauna para sudar; después de eso, se puso unos pantalones holgados y una bata amarilla y entró en la sala de masajes para recibir un masaje tailandés. Una mujer musculosa le rodeó con los brazos y lo que siguió pareció un combate de lucha libre. Señor Lan, tu día del juicio final ha llegado. Serás un fantasma muy limpio recién bañado. Metí el proyectil y salió disparado, llevándole mi mensaje al Señor Lan, como una paloma blanca. Este proyectil es para ti, Señor Lan. La chica se agarró a una barra que tenía encima de la cabeza y se colocó sobre la espalda del Señor Lan a la vez que movía las caderas para atrás y para adelante. No podía decir si los gritos del Señor Lan eran de dolor o de placer. Pero una vez más el proyectil se desvió y aterrizó en la piscina, mandando un géiser de agua al aire. La cabeza de la Venus de yeso se desprendió del cuello y unos hombres y mujeres salieron corriendo de unos cuartos pocos iluminados, algunos pudiendo taparse sus vergüenzas y otros ni siquiera eso.

El Señor Lan, sin rasguños e impasible, estaba tumbado en la camilla con la cabeza girada para beber té mientras la chica estaba escondida debajo de la camilla, con el trasero para arriba como un avestruz con la cabeza en la arena.

El Señor Lan y la esposa de su guardaespaldas, muy necesitada de sexo, estaban haciendo travesuras sobre la cama de ladrillo de Biao Huang. Por puro respeto yo sabía que este no era ni el momento ni el lugar de disparar un proyectil. Aunque menuda manera de morir. Dejar el mundo en un estado orgiástico era la cima de la buena suerte y eso era definitivamente demasiado bueno para el Señor Lan. Aunque luego estaba esa cosa del respeto. No disparar no era una opción por lo que levanté el cañón ligeramente y disparé el proyectil número doce. Aterrizó en el jardín de Biao Huang e hizo un cráter lo bastante grande para enterrar un búfalo. Tras un grito la esposa de Huang se pegó al Señor Lan.

—No te asustes, querida —dijo mientras le daba una palmadita en la espalda—. Nunca conseguirá matarme. Con mi muerte su vida pierde todo sentido.

El trece se supone que es un número que da mala suerte, lo que lo convertía en el proyectil perfecto para mandar al Señor Lan al otro mundo. Él estaba de rodillas rezando en el templo Wutong, nuestro templo. Hay una leyenda que dice que rezar al Espíritu Wutong puede duplicar el tamaño del pene de un hombre. No solo eso sino que te puede convertir en un hombre de riquezas incalculables. El Señor Lan entró guiado por la luz de la luna en el templo con una varilla de incienso y una vela. Se rumoreaba que el lugar estaba encantado por el fantasma de los ahorcados, lo que evitaba que entraran los devotos con sus deseos, a pesar de conocer sus eficaces poderes. Pero el Señor Lan tenía más coraje que muchos. Incapaz de imaginar que diez años más tarde yo estaría sentado en ese mismo templo seguí con mi plan y le apunté. El Señor Lan se arrodilló delante del ídolo y encendió su varilla de incienso y su vela, de modo que las llamas le volvieron la cara de color rojo a la vez que se oyó un siniestro «jeje» detrás del ídolo. Ese sonido hubiese puesto el pelo de punta a casi todo el mundo y les hubiese hecho irse a toda prisa. Pero no al Señor Lan. Él respondió con un «jeje» y alumbró con la vela detrás del ídolo. Hasta yo pude ver los cinco espíritus alineados detrás de Wutong. El que tenía cuerpo de caballo y cabeza de hombre era el más guapo; era un potro por supuesto. A su izquierda había un cerdo y una cabra, ambos con cabeza humana. A su derecha había un burro y los restos de una criatura indeterminada. Entonces apareció una cara espantosa y aterradora, se me aceleró el corazón y perdí fuerza en las manos mientras metía el proyectil en el cañón. Salió disparado, directo al templo, aterrizando con un sonoro ¡boom! Tres de los ídolos quedaron destrozados, dejando solo al potro con la cabeza humana, que tenía una sonrisa lasciva o romántica grabada en la boca para toda la eternidad.

El Señor Lan salió del templo con la cara cubierta de barro.

El restaurante de la familia Xie era, y con razón, muy famoso por sus albóndigas. Lo llevaba una señora mayor con su hijo y su nuera; preparaban exactamente quinientas de esas exquisiteces al día. Los clientes las pedían con una semana de adelanto. ¿Por qué eran tan especiales las albóndigas de la familia Xie? Por su sabor único. ¿Y qué hacía que su sabor fuera único? Los cortes de la vaca. Pero más importante todavía, las albóndigas de la familia Xie nunca entraban en contacto con el metal. Cortaban la carne con palos afilados de bambú, la dejaban sobre rocas y la golpeaban con un palo de palmera datilera hasta hacer la masa. Luego amasaban la carne con migas de mijo especiales para hacer las bolas y las ponían, junto con quinotos, en tarros de barro para cocerlas al vapor. Entonces tiraban los quinotos y solo dejaban las albóndigas, una verdadera explosión de sabor… Odiaba la idea de tener que destrozar un restaurante que producía exquisiteces tales, sobre todo porque la Señora Xie era una mujer muy amable y su hijo era amigo mío. Lo siento Señora Xie y viejo colega, pero matar al Señor Lan es mi prioridad. Coloqué el decimocuarto proyectil. Aceleró en el aire pero dio contra un ganso salvaje que estaba enfrente de mi objetivo. Solo quedaron huesos y plumas del pájaro y el proyectil se desvió de su curso y aterrizó en un estanque que había detrás de la casa de los Xie, lo que levantó una columna de agua y convirtió a por lo menos diez carpas en pasta de pescado.

El espíritu libre femenino de peor reputación del municipio, cuyo nombre era Jiena aunque todo el mundo la llamaba Niña Negra, tenía una voz sensacional. Sus canciones se oyeron a diario por los altavoces del pueblo durante los días de la Revolución Cultural. El pasado de su familia se interpuso en su futuro brillante y la obligaron a casarse con un tintorero de una familia de la clase trabajadora. Él salía todos los días en su bicicleta en busca de ropa que teñir. La tela de buena calidad escaseaba en aquella época, por lo que la gente joven cortaba tela vieja blanca y la teñía de verde para simular ropa militar. Ni la soda cáustica limpiaba las manchas de verde de las manos del tintorero y no era difícil imaginar lo que eso supondría en los senos blanquecinos de su esposa. Por lo tanto Jiena se alejó de los votos matrimoniales. Su relación con el Señor Lan se remontaba muy atrás en el tiempo, y en cuanto él consiguió su fortuna empezaron a verse. A mí siempre me gustó esa seductora mujer. Tenía una voz fascinante gracias a su pasado musical. Pero no podía dejar que eso me impidiera dirigir el proyectil número quince a su casa, donde ella y el Señor Lan estaban reviviendo viejos tiempos con los ojos acuosos, junto a una botella de licor y hablando de cosas íntimas en la cama. El misil aterrizó sobre un viejo bote de tinte y salpicó tinte verde por todas partes. El esposo de Jiena no solo llevaba el sombrero verde que simbolizaba a los cornudos sino que ahora también vivía en una casa verde.

El decimosexto proyectil iba dirigido a la sala de reuniones de la planta pero le faltaba un ala, de modo que perdió el equilibrio y cayó en la pocilga de Qi Yao, lo que mató a sus cerdas, que tan mimadas tenía.

La oficina de inspección de la carne era el objetivo del decimoséptimo proyectil. El Inspector Han y su ayudante resultaron ligeramente heridos. Un trozo de metralla, lo bastante grande como para matar al Señor Lan, le dio en la medalla de bronce que llevaba en el lado izquierdo de la chaqueta y que la municipalidad le había dado hacía poco como premio al trabajador modelo. El impacto mandó al Señor Lan contra la pared. Su cara empalideció y vomitó sangre. Ese disparo fue el que más daño le había causado, y aunque no conseguí matarle se llevó un terrible susto.

El proyectil que verdaderamente prometía acabar con el Señor Lan era el número dieciocho, dado que el Señor Lan estaba de pie en una letrina pública al descubierto, completamente expuesto. El proyectil podría pasar fácilmente por el espacio existente entre las ramas del parasol chino que estaba encima de su cabeza. Sin embargo de repente me acordé del héroe del pueblo de los señores mayores que había matado a un soldado enemigo mientras este defecaba; menuda manera más humillante de matar a un hombre. Acabar con el Señor Lan mientras orinaba no me traería ninguna gloria. Por lo tanto no me quedó más remedio que cambiar el curso del proyectil para que cayese en la letrina de al lado. ¡Boom! El Señor Lan se quedó cubierto de mierda. Muy gracioso aunque lo cierto es que fue un golpe bajo.

Después de disparar el decimonoveno proyectil me di cuenta de que acababa de violar un tratado internacional. El misil aterrizó en la sala de curas de la enfermería del municipio y saltaron trozos de cristal por todas partes. La enfermera al cargo era la cuñada del alcalde de la aldea. Ella solía sentarse en una silla detrás del paciente, que estaba tumbado sobre la camilla con el culo al aire, listo para recibir una inyección. Cuando el proyectil del mortero impactó ella se asustó tanto que se agachó en el suelo y lloró como un bebé. El Señor Lan se quedó tumbado en la camilla enchufado a una vía con suero para limpiar las arterias. La sangre de gente como él, que comía tanta carne sabrosa, tenía mucha grasa que se pegaba a las paredes de las arterias como el pegamento.

Junto con la municipalización de las poblaciones agrícolas vino el auge del consumismo desenfrenado. Se construyó una bolera cerca de la sede del municipio. El Señor Lan era el campeón jugando a los bolos, un maestro de los plenos, a pesar de estar en muy mala forma. Utilizaba una bola morada de cinco kilos. Dispuesto a hacer un lanzamiento, se acercó a la pista y estiró el brazo. La bola, como un proyectil de mortero, dio directa en los bolos, que se derrumbaron con un grito de angustia. Mi proyectil número veinte aterrizó en la pista de bolos. Se levantó humo y la metralla voló por todas partes.

El Señor Lan se levantó ileso. ¿Tenía el muy cabrón un talismán protector?

El vigésimo primer proyectil cayó en el pozo de agua dulce de la planta de empaquetado de carne. En ese momento el Señor Lan estaba sentado en el borde del pozo observando el reflejo de la luna. Supuse que estaba recordando el cuento de

El mono y la luna, en el que un mono trataba de sacar la luna del agua. Si no, no entiendo por qué fue al pozo en mitad de la noche.

Como bien sabe, Señor Monje, ese pozo tuvo un papel muy importante en mi vida, así que no voy a hablar sobre eso. La luna era brillante y esplendorosa. Cuando el proyectil entró en el pozo no explotó pero sí destruyó el reflejo de la luna y ensució el agua.

Aunque los veintiún proyectiles no pudieron matar al Señor Lan, su pose y aplomo habían desaparecido. Una jarra de arcilla se acaba rompiendo antes o después; es inevitable. Uno de estos proyectiles tiene tu nombre escrito y el otro mundo te está esperando. El Señor Lan trató de esconderse y se puso un mono de trabajo para tratar de pasar por uno de los hombres del turno de noche en la sala de matanza. Lo que parecía un intento de convertirse uno de ellos entre la multitud era en realidad una estratagema para salvar su pellejo. Saludó a los trabajadores y les dio una palmadita familiar en el hombro a algunos de ellos, que sonrieron sintiéndose afortunados porque no se esperaban ese saludo. En ese momento estaban sacrificando camellos, esos barcos del desierto que traían en grandes cantidades a la planta porque los comensales de las etnias manchú y han adoraban sus pezuñas en sus mesas y banquetes. El camello era la carne que estaba de moda como consecuencia del éxito del Señor Lan en sobornar a varios nutricionistas y periodistas locales, que publicaron una serie de artículos ensalzando todos los beneficios de la carne de camello. Se hacía un gran envío de camellos desde la provincia Gansu y Mongolia Interior, aunque los mejores los importaban de Oriente Medio. En ese momento las salas de matanza eran semiautomáticas. A los animales los transportaban con poleas desde el taller de limpieza de la carne a la sala de matanza nº 1, donde primero los lavaban con agua fría y luego les daban un baño caliente. Movían mucho las piernas cuando colgaban de las poleas. El Señor Lan estaba debajo de uno de los camellos suspendidos en el aire, escuchando al encargado del taller, Tiehan Feng, cuando yo aproveché el momento y coloqué el proyectil número veintidós en el cañón. El proyectil voló hasta su objetivo, explotó en el tejado y rompió el cable de acero que aguantaba el peso del desafortunado camello. El animal se desplomó y murió.

El vigésimo tercer proyectil entró en el taller por el agujero que hizo su predecesor y rodó por el suelo como una peonza gigante. Sin pensar en su seguridad, Tiehan Feng se lanzó sobre el Señor Lan, le tiró al suelo y le cubrió con el cuerpo. ¡Boom! Una nube de pólvora y de ondas expansivas arrasó el taller. Cuatro pezuñas volaron en el aire hasta que cayeron en la espalda de Feng, donde parecían unas ranas discutiendo.

El Señor Lan se arrastró desde debajo del cuerpo de Feng, se limpió los trozos de metal y la sangre de camello de la cara y estornudó. Su ropa estaba hecha pedazos y yacía a sus pies. Lo único que le quedaba era un cinturón de piel.

—Xiaotong Luo —gritó mientras cogía un trapo para taparse sus partes—. Pequeño malcriado, ¿qué te he hecho yo en la vida?

Nunca has hecho nada por o para mí. Agarré el proyectil número veinticuatro de las manos del señor mayor y lo coloqué en el cañón. Esta sería mi respuesta. Tomó el mismo curso de los otros dos anteriores y aterrizó en el cráter nuevo. El Señor Lan rodó por el suelo para protegerse detrás del cadáver del camello. El borde del cráter paró los trozos de metralla y le salvó de cualquier herida. Algunos de los hombres estaban tumbados en el suelo del taller pero algunos se quedaron de pie quietos. Un hombre especialmente valiente se arrastró hasta el Señor Lan y preguntó:

—¿Está herido, director general?

—Consígueme algo de ropa —le dijo el Señor Lan.

Estar escondido detrás de un camello muerto con el culo al aire hacía que su estado fuera deplorable.

El valiente trabajador corrió a la oficina del encargado para coger algo de ropa, pero mientras se la pasaba al Señor Lan el proyectil número veinticinco se dirigió hacia él. En un momento de inspiración agarró el misil que estaba en el aire con la ropa y lo tiró por la ventana. La acción no solo mostró su cabeza fría y capacidad de decisión sino que también era una prueba de su fuerza. Si fue un soldado durante la guerra debió ser un héroe extraordinario. El proyectil explotó fuera de la ventana. ¡Boom!

Antes de disparar el vigésimo sexto proyectil la señora mayor se acercó a mí, partió un trozo de rábano y con la boca me lo metió en la mía. Eso fue asqueroso, no lo niego. Pero pensar en cómo las palomas se intercambian la comida y cómo los cuervos alimentan a sus padres hizo que la revulsión se convirtiera en un sentimiento de intimidad. También me acordé de lo que pasó un día con Madre. Fue cuando mi padre se había ido al noroeste y Madre y yo trabajábamos con la chatarra. Estábamos tomándonos un descanso en un puesto al lado de la carretera; ella se había gastado veinte fen ese día en dos boles de sopa de entrañas de ternera en los que podíamos mojar nuestros panecillos duros. En el puesto había una pareja ciega con un bebé regordete y de piel blanca comiendo. El niño, hambriento, lloraba. La mujer, al oír la voz de mi madre, le preguntó si podía dar de comer al bebé. Madre cogió al niño de los brazos de la mujer y un panecillo duro de la mano del hombre y lo masticó hasta hacerlo papilla y dárselo con la boca al niño. Después dijo: «Esto es lo que se llama una paloma alimentando a otra». Me tragué el trozo de rábano que me había puesto la señora en la boca y de repente me sentí muy centrado y con la visión clara. Apunté el proyectil número veintiséis al culo del Señor Lan pero seguía en el aire cuando el taller se colapsó tras la explosión. Fue una imagen increíble, como las demoliciones que ves en televisión. El proyectil aterrizó entre los escombros y apartó una barra de acero que tenía atrapado al Señor Lan, lo que creó un hueco por el cual pudo salir y de nuevo librarse de la muerte.

Para ser sinceros estaba empezando a ponerme nervioso. El proyectil vigésimo séptimo volvía a tener como objetivo el culo del Señor Lan. Cuando explotó partió los árboles de al lado de la calle por la mitad. Pero el Señor Lan sobrevivió de nuevo. Maldita sea, ¿qué estaba pasando?

Empecé a preguntarme si el poder destructivo de los proyectiles había deteriorado con el tiempo, por lo que dejé el mortero y me acerqué a las cajas de municiones para examinar el contenido. El niño estaba limpiando cada proyectil a conciencia y relucían como joyas. Algo con tan buen aspecto tenía que ser poderoso, por lo que el problema no residía en los proyectiles sino en la astucia del Señor Lan.

—¿Qué tal lo estoy haciendo, hermano mayor? —preguntó el niño.

Me conmovió su actitud servicial y me di cuenta de que aunque era un niño, se parecía mucho a mi hermana. Le di una palmadita en la cabeza.

—Muy bien hecho. Eres un gran artillero.

—¿Crees que podría disparar uno? —me preguntó con timidez después de limpiar los proyectiles.

—No hay problema —dije—. A lo mejor eres capaz de acabar con el Señor Lan.

Dejé al niño ponerse detrás del mortero, le pasé un proyectil y dije:

—Proyectil número veintiocho; objetivo: el Señor Lan. Distancia: ochocientos metros. Listos, ¡fuego!

—¡Le he dado, le he dado! —dijo el niño mientras aplaudía muy contento. Efectivamente el Señor Lan estaba en el suelo pero se levantó de inmediato, como un puma, se apartó y se escondió en el taller de embalaje. El niño no se quedó satisfecho y me pidió permiso para disparar otra vez.

—Vale —dije.

Dejé que disparara el vigésimo noveno proyectil por su cuenta pero no apuntó bien y el proyectil se desvió y aterrizó en una montaña de carbón en la zona de carga abandonada de la pequeña estación de tren. El polvo del carbón y el humo de la pólvora se elevaron en cielo y bloquearon gran parte de la luz de la luna.

El chico se sintió muy avergonzado, se rascó la cabeza y volvió a su puesto para limpiar los proyectiles.

El Señor Lan aprovechó ese instante para ponerse el mono azul de trabajo, subirse a unas cajas de cartón y gritar:

—Xiaotong Luo, para ya, guárdate los últimos proyectiles para cazar conejos.

Eso me enfadó mucho por lo que apunté a su cabeza y disparé el trigésimo proyectil. El Señor Lan corrió al taller y cerró la puerta a su paso, lo que volvió a salvarle de cualquier peligro.

El proyectil número treinta y uno atravesó el techo del taller y aterrizó en una montaña de cajas de cartón, reventando diez cajas por lo menos y convirtiendo la carne de camello, que se chamuscó con el calor, en puré. El olor a carne quemada se unió al de la pólvora.

La arrogancia del Señor Lan me hizo perder la razón y me olvidé de ser cauto con los proyectiles. De forma rápida disparé el trigésimo segundo, trigésimo tercero y trigésimo cuarto y formé un triángulo, tal y como enseñaban en los cursos de artillería. Ninguno consiguió matar al Señor Lan pero volaron por los aires el taller de embalaje, igual que el anterior proyectil detonó la sala de matanza.

El señor mayor, como un niño, me pidió disparar alguno. Quería decirle que no pero era un anciano y la persona que me había provisto de los proyectiles del mortero. No tenía excusa para negarme a su petición. Se colocó junto al cañón, levantó el pulgar y cerró los ojos para medir la distancia. El proyectil número treinta y cinco acabaría con la caseta de seguridad junto a la puerta principal. ¡Boom! No más caseta de seguridad. El proyectil número treinta y seis fue a parar a la torre de agua que acababan de levantar. Se abrió un enorme agujero a la altura de la mitad de la torre, lo que soltó un chorro de agua enorme. La famosa planta de empaquetado de carne Huachang estaba en ruinas. Pero entonces me di cuenta de que seis de las cajas ahora estaban vacías, lo que solo me dejaba una con cinco proyectiles.

Los trabajadores del turno de la noche corrían confundidos entre las ruinas y pisando agua ensangrentada. Puede que algunos de los trabajadores se hubieran quedado atrapados entre los escombros. Un camión de los bomberos rojo, con la sirena atronadora, estaba de camino desde la capital del condado, seguido de una ambulancia blanca y una grúa amarilla. Unas llamaradas naranjas barrían el aire de un lado a otro, probablemente procedentes de cables eléctricos rotos. Entre todo el caos, el Señor Lan se subió a la plataforma de renacimiento de la esquina noreste. En su día era la estructura más alta del recinto, y ahora que el taller y la torre de agua habían sido destruidos, parecía más alta y más imponente que nunca, capaz de tocar las estrellas y la luna. Estás usurpando el puesto de mi padre, Señor Lan. ¿Qué haces ahí arriba? Sin pensármelo dos veces disparé el proyectil treinta y siete a la plataforma, a unos novecientos metros de distancia.

El proyectil pasó entre los huecos de los árboles y dio en un muro hecho de ladrillos sacados del cementerio. Una bola de fuego hizo un agujero en el muro. Una vez oí una historia sobre una cosa que ocurrió durante la apertura de una tumba. Yo no había nacido por lo que no pude presenciarlo. Una muchedumbre se reunió enfrente de una vieja tumba con estatuas de hombres y caballos (las tumbas ancestrales del Señor Lan) y entre llantos y pañuelos vieron a unos hombres sacar una pieza de artillería oxidada. Un especialista del Instituto de Estudios Arqueológicos comentó que nunca había visto que enterraran a nadie con un cañón, lo que planteaba la pregunta: ¿por qué aquí? Hasta el momento no habían dado una explicación plausible. Cuando el Señor Lan mencionó la profanación de las tumbas de su familia estaba ofendido y enfadado.

—¡Vosotros, cabrones, habéis destrozado el Feng Shui de la familia Lan y habéis hecho que sea imposible que nazca un futuro presidente del país!

El Señor Lan se estaba apoyando en un poste de madera en la plataforma mientras miraba a lo lejos en dirección noreste. Esa era la dirección hacia donde mi padre también solía mirar. Yo sabía por qué; ahí fue donde él y Tía Burrita habían pasado días de tristeza y momentos de alegría. ¿Qué derecho tienes, Señor Lan, de copiarle? Apunté a su espalda. ¡Boom! El proyectil número treinta y ocho dio en la parte superior de la estructura. El Señor Lan ni se inmutó.

El niño limpió el proyectil número treinta y nueve con tan poco cuidado que cuando se lo estaba pasando al señor mayor se le resbaló de las manos y cayó al suelo. Grité y me cubrí detrás del mortero. El proyectil dio vueltas por el tejado sin parar y entonces oímos un ruido. El señor mayor, la señora mayor y el niño se quedaron de pie paralizados y boquiabiertos. ¡Maldita sea! Si la cosa esa explotaba ahí y hacía reacción en cadena con los últimos dos proyectiles los cuatro estábamos muertos.

—¡Al suelo! —grité, pero no obtuve ninguna respuesta de ellos tres, que se habían quedado inmóviles.

El proyectil se acercó a mis pies como si quisiera tener una conversación íntima conmigo. Lo cogí y lo lancé lo más lejos que pude. ¡Boom! Explotó en la calle. Menudo desperdicio. Una pena.

El señor mayor me pasó el proyectil número cuarenta como si fuera un objeto precioso. No necesitaba que me recordaran que después de lanzar ese proyectil, nuestro ataque al Señor Lan llegaría a su fin. Agarré el proyectil con mucho cuidado, como si fuese el único heredero en una línea de sucesión. Me latía el corazón. Pensé en los últimos treinta y nueve lanzamientos y llegué a la conclusión de que si no había podido matar al Señor Lan no se debía a mi mala técnica a la hora de disparar el mortero sino al destino celestial. Al parecer ni el Rey del Infierno quería saber nada del Señor Lan. Revisé otra vez la mirilla, calculé de nuevo la distancia y realicé otra vez los cálculos. Todo estaba como debía estar. A no ser que hubiese un repentino huracán de grado tres cuando el proyectil estuviese en el aire o se chocara con un satélite que estuviera cayendo del cielo o sucediera algo que yo no era capaz de prever, este proyectil debía aterrizar en la cabeza del Señor Lan. Le mataría incluso aunque no explotara. Cuando metí el proyectil en el cañón suspiré:

—¡Proyectil, no me falles!

El proyectil atravesó el cielo. No había viento, ni restos de un satélite; todo estaba perfecto. Sin embargo aterrizó en la cima de la plataforma y… nada pasó.

La señora mayor tiró lo que le quedaba de rábano al suelo, cogió el proyectil cuarenta y uno de las manos del señor mayor y me apartó con el hombro.

—¡Idiota! —murmuró.

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