¡BOOM!

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¡Boom!; oí un fuerte estruendo encima de mi cabeza y de repente vi que caía del cielo una mezcla de tejas rotas, hierbajos y barro que se estrellaba contra un cuenco. A continuación un palillo de bambú salió volando hacia la pared mohosa del templo, directo como una flecha. Aquella mujer que me había amamantado con sus opulentos pechos, aquella mujer cuyo cuerpo era tan cálido como un boniato recién sacado del horno, me apartó con fuerza. Cuando sacó el pezón de mi boca, sentí una punzada en el corazón, me mareé y me caí al suelo. Intenté gritar pero mi garganta fue incapaz de emitir ningún sonido, como si me estuvieran ahogando. Ella tenía la mirada perdida y rastreaba la zona, como si buscara algo en concreto. Entonces se secó los pezones húmedos con los dedos y me miró enfadada. Me puse de pie de un salto, me lancé hacia ella y la abracé. Acto seguido empecé a besarle el cuello. Ella bajó la mano y me pellizcó la tripa, con fuerza, y luego me apartó y me escupió a la cara. A continuación se giró y salió de la habitación, contoneándose. La seguí un poco distraído y observé cómo caminaba hasta la estatua del Espíritu Ecuestre y se subía al lomo de un salto. Aquel ídolo con forma de caballo y cabeza humana salió volando del templo con ella encima, y todo el espacio se llenó del sonido de los cascos a galope. Oí los cantos de los pájaros que daban los buenos días al alba y a lo lejos las vacas que llamaban a sus terneros. Sabía que esa era la hora en la que alimentaban a sus crías y en mi imaginación podía ver a los hambrientos terneros dar cabezazos a las ubres mientras las vacas se agachaban contentas aunque doloridas. Sin embargo el pecho que me había estado amamantando había desaparecido, por lo que me senté en el suelo húmedo y frío y lloré desconsoladamente. Cuando me quedé sin lágrimas levanté la mirada y vi un agujero del tamaño de una cesta de bambú en el techo de la habitación por donde entraban los rayos del sol de la mañana en cascada. Me relamí, como si me acabara de despertar de un sueño. ¿Pero si había sido un sueño, por qué me sabía la boca a leche? Ese líquido misterioso me llevó a mi infancia y mi cuerpo adulto empezó a hacerse más y más pequeño. ¿Si no había sido un sueño de dónde había salido esa mujer que se parecía tanto a Tía Burrita y dónde estaba ahora? Me senté en el suelo y miré atontado al Señor Monje, de quien me había olvidado por completo, mientras se despertaba poco a poco, como una anaconda saliendo de su estado de hibernación en primavera. Entonces se echó hacia delante con el cuerpo bañado del brillo dorado del amanecer y empezó a hacer kung-fu. Me di cuenta de que el Señor Monje llevaba puesta la túnica raída de la mujer que acababa de amamantarme. Su modo de hacer kung-fu era único. Con el cuerpo doblado hacia delante se metió el pene en la boca y empezó a rodar por la cama como un juguete de cuerda. De su cabeza rapada manó un vapor de siete colores diferentes. Al principio, no di mucha importancia a los ejercicios del Señor Monje, pero cuando lo intenté, me di cuenta de que rodar por la cama no era difícil, ni tampoco doblar el cuerpo de esa manera. Sin embargo, meterse el pene en la boca era una misión imposible. Una vez que el Señor Monje terminó sus ejercicios se puso de pie en la cama y empezó a hacer estiramientos, como un caballo que ha estado revolcándose en la arena. Cuando los caballos se sacuden su cuerpo mandan mucha arena por los aires; cuando lo hizo el Señor Monje creó un aguacero de sudor. Algunas gotas me dieron en la cara y una entró directa a mi boca. Me quedé perplejo al descubrir que su sudor desprendía una fragancia a olivo, que enseguida llenó la habitación. El Señor Monje era alto y fuerte y en el lado izquierdo de su tripa y torso tenía dos cicatrices con forma de remolino. Aunque nunca había visto heridas de bala sabía que eran eso. Cualquier persona a la que dispararan ahí iría directa al otro mundo pero el Señor Monje no solo estaba vivo sino sano y feliz, lo que significaba que tenía mucha suerte y un karma envidiable; era sin lugar a dudas un hombre que había nacido con estrella. Cuando se puso de pie en la cama casi tocó el techo con la cabeza y me dio la sensación de que si se estiraba bien podría sacar la cabeza por el agujero del techo. ¿No sería eso una imagen escalofriante? ¿Ver su cabeza con las heridas del incienso asomar por el tejado del templo? Pensé en lo mucho que asustaría a las águilas que estuvieran volando bajo en el cielo. Mientras el Señor Monje estiraba me fijé en su cuerpo. Era un cuerpo joven en comparación con su anciana cara. Si no fuera por su ligera barriga podría pasar por el cuerpo de un hombre de treinta años, pero cuando se ponía la jiasha

rota y se sentaba con las piernas cruzadas enfrente del Espíritu Wutong nadie dudaría de que tuviese menos de noventa. Una vez que se secó el sudor y que estiró bien bajó de la cama. Todo lo que había visto se desvaneció como una túnica a punto de desintegrarse. Todo parecía una alucinación. Me froté los ojos con las manos y, como los protagonistas de las leyendas locales que sopesaban sus reacciones ante sucesos extraños, me mordí un dedo para ver si estaba soñando. Sentí mucho dolor, lo que me demostró que todo lo que tenía delante era real. El Señor Monje (ahora volvía a ser el Señor Monje, que caminaba a paso lento) pareció haberme visto en ese momento mientras gateaba hacia él. De repente alargó la mano, me puso de pie y con tono preocupante me dijo: «Joven, ¿en qué puede ayudarte este viejo monje?». «Señor Monje —le contesté con un sinfín de emociones creciendo dentro de mí—, no he terminado la historia de ayer». El Señor Monje suspiró, como si acabara de recordar lo que pasó el día anterior. «¿Quieres continuar?», me preguntó con un tono compasivo. «Señor Monje —respondí—, si me lo guardo dentro y no lo suelto todo se volverá una llaga abierta, algo tóxico». El Señor Monje negó con la cabeza de forma ambigua y por fin dijo: «Ven conmigo». Le seguí hasta la sala principal del templo, donde nos detuvimos enfrente del Espíritu Ecuestre, uno de los cinco ídolos. Nos arrodillamos en el putuan

de ese espacio sagrado, que parecía mucho más viejo que ayer, descolorido y con hongos de la lluvia. Las moscas que el día anterior revoloteaban alrededor de sus orejas ahora las cubrían por completo; dos de ellas pendieron un rato en el aire antes de aterrizar en sus larguísimas y rizadas cejas, que vibraban como unas ramas que tienen unos pájaros graznando encima. Me arrodillé junto al Señor Monje y me senté sobre mis talones, para continuar con mi historia. Sin embargo, empecé a preguntarme si tenía claro que quería convertirme en un discípulo budista. Me daba la sensación de que en el intervalo de esa noche mi relación con el Señor Monje había cambiado de forma sustancial. La imagen de su cuerpo joven y firme irradiando pasión sexual seguía apareciendo ante mis ojos, y su jiasha

vieja y raída seguía volviéndose transparente, lo que me aturdía y estremecía. Aun así me apetecía hablar. Tal y como me enseñó mi padre: todo principio se merece un final. Continué.

Madre recuperó la compostura, me agarró del brazo y tiró de mí en dirección a la estación de tren con largas zancadas.

En su mano izquierda tenía mi brazo derecho agarrado y en la otra llevaba la cabeza de cerdo de color rosado mientras caminábamos más y más rápido hasta que empezamos a correr.

En el instante que me cogió el brazo traté de apartarme y escapar de su puño de acero pero no pude. Me enfadé más con ella. ¡Padre vuelve a casa, Yuzhen Yang, y le tratas así de mal! Él es un hombre bueno que tuvo muy mala suerte. El hecho de que se tragara su orgullo y volviera con la cabeza gacha bastaba para que se te saltaran las lágrimas. ¿Qué más querías, Yuzhen Yang? ¿Por qué le provocaste con insultos y palabras tan crueles? Te estaba dando una oportunidad de reparar la relación entre vosotros y en vez de aceptarla te pusiste a llorar como una loca y a decirle cosas horribles a un hombre que cometió un pequeño error. ¿Cómo esperabas que reaccionara un hombre respetable a esa tortura emocional? Y luego para empeorar las cosas involucras a mi hermana pequeña. Le diste una bofetada tal que su gorra de lana voló por los aires y se le vieron los lazos de las trenzas, y además la hiciste llorar, rompiéndole el corazón a alguien que tiene el mismo padre que yo. Yuzhen Yang, ¿por qué no trataste de entender cómo se sentía Padre? Yuzhen Yang, un mero testigo como yo ve las cosas con más claridad que tú y deberías saber que lo echaste todo a perder con esa bofetada. Acabó con cualquier sentimiento de amor conyugal que le quedara y le destrozó el corazón. Y el mío también. Eres una madre tan insensible que has hecho que yo, Xiaotong Luo, desconfíe de ti. Esperaba que Padre volviera a vivir con nosotros pero ahora creo que marcharse fue lo mejor que pudo hacer. Si hubiese sido yo también me hubiese ido, y lo mismo hubiera hecho cualquier persona con una pizca de dignidad. De hecho me debería haber ido con él, Yuzhen Yang, y dejarte disfrutar de tu felicidad en tu dichosa casa de cinco habitaciones.

Me iba la cabeza a mil por hora y no dejaba de pensar ni un segundo mientras corría a trompicones detrás de mi madre. Debido a que me costaba seguirle el ritmo y al peso de la cabeza de cerdo ralentizamos el paso. La gente nos miraba, algunos curiosos y otros sorprendidos. En esa mañana tan especial la imagen de mi madre arrastrándome calle abajo hasta la estación de tren debió llamar la atención de cualquier transeúnte que viera esa escena, que parecía sacada de una obra de teatro muy realista y cómica. No solo las personas se fijaron en nosotros, hasta los perros nos miraban y nos ladraban; uno hasta nos llegó a perseguir.

Aunque Madre acababa de sufrir un gran golpe emocional, se negó a tirar la cabeza de cerdo al suelo. En lugar de soltarla, tal y como haría una actriz en una película, la agarró con fuerza, como un soldado herido que se niega a separarse de su arma. Madre me tenía cogido del brazo con una mano y en la otra tenía la excepcional cabeza de cerdo que había comprado para arreglar las cosas con mi padre, pero aun así corría todo lo rápido que podía. Vi que le brillaban las mejillas pero no sabía si eran gotas de sudor o lágrimas. Respiraba con dificultad aunque la seguía maldiciendo.

Señor Monje, ¿deberían arrancarle la lengua y mandarla al infierno por eso?

Una moto pasó de largo a nuestro lado y tenía una fila de gansos blancos colgando del travesaño de la parte trasera, con los cuellos retorcidos como serpientes. Del pico les goteaba agua sucia, como un toro orinando mientras avanza. El camino de tierra, compacto y seco, tenía restos de agua turbia. Los gansos graznaban de dolor y sus pequeños ojos negros estaban desolados. Sabía que les habían inyectado agua sucia en el buche, dado que cualquier animal que saliera del Pueblo de la Matanza, vivo o muerto, lo hacía inyectado de agua sucia: vacas, cabras, cerdos y a veces hasta los huevos de gallina. En nuestro pueblo se difundía una adivinanza: «¿En el Pueblo de la Matanza, qué es la única cosa a la que no le puedes inyectar agua?». Después de dos años solo yo sabía la respuesta.

Qué me dice usted, Señor Monje, ¿sabe la respuesta? ¡Es el agua! ¡En un pueblo de matarifes, a lo único que no se le puede inyectar agua es al agua misma!

El hombre de la moto se giró para mirarnos. ¿Qué teníamos de interesante, maldita sea? Puede que yo odiara a Madre pero no tanto como a la gente que se nos quedaba mirando. Ella me contó que las personas que se reían de las viudas y de los huérfanos recibían un castigo celestial. Y eso fue justo lo que pasó: ese hombre estaba tan distraído mirándonos que chocó contra un álamo. Cuando salió despedido hacia atrás dio con los talones en el travesaño abarrotado de gansos de la parte de atrás de la moto y los cuellos suaves y maleables de esos animales se enredaron entre sus piernas. Entonces se cayó a una zanja. Llevaba puesta una chaqueta de cuero que brillaba como una armadura antigua y una gorra de lana que estaba muy de moda. Sobre la nariz tenía unas gafas de sol muy grandes. En una palabra, iba vestido como los asesinos de la mafia china de las películas. Durante mucho tiempo se rumoreó que había bandidos que te asaltaban por el camino por lo que hasta Madre empezó a vestirse así para tratar de mantener el coraje; hasta aprendió a fumar aunque se negaba a gastarse el dinero en cigarrillos decentes.

Señor Monje, si usted hubiese visto a mi madre con su chaqueta negra de piel, la gorra, las gafas de sol y el cigarrillo en la boca conduciendo orgullosa el tractor, no se hubiese dado cuenta de que era una mujer. Cuando el hombre nos adelantó no pude verle bien la cara y cuando se giró para mirarnos tampoco. Pero cuando se cayó a la zanja helada su gorra y sus gafas de sol salieron volando y pude verle a la perfección. Era el jefe de cocina del gobierno del municipio y el encargado de las compras que solía visitar con frecuencia nuestro pueblo. Se pasó años comprando en nuestro pueblo todo lo que contuviera grasa animal o proteínas para después servirlo en las mesas de los oficiales del gobierno y del Partido. Era un hombre que tenía muy buena fama en el Partido porque era de fiar, fiel y tan honesto como para poner en sus manos las vidas de los líderes de nuestro municipio. Era además uno de los amigos de mi padre, con el que siempre salía a beber licor. Era Han, el Señor Han, pero mi padre me dijo que le llamara Tío Han.

En el pasado, cuando mi padre iba a la capital del distrito a beber licor con Tío Han, siempre me llevaba con él. Una vez que me dejó en casa recorrí más de cinco kilómetros hasta que les encontré en el restaurante Wenxianglai. Parecía que estaban discutiendo sobre algo muy importante, porque los dos tenían una cara muy seria. En la mesa había una cazuela de carne de perro que impregnaba la habitación con su olor. Cuando les vi, me puse a llorar; o mejor dicho, me puse a llorar cuando olí el aroma de la carne. Estaba muy enfadado con Padre. Yo era muy leal, siempre me ponía de su lado cuando se peleaba con Madre, y hasta le había guardado el secreto de su relación con Tía Burrita. ¿Y me lo recompensaba yéndose a darse una comilona de carne sin mí? Eso era una verdadera injusticia. Normal que me pusiera a llorar.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó con seriedad cuando me vio.

—¿Por qué no me trajiste contigo si sabías que iba a haber carne? ¿Soy tu hijo o no?

Avergonzado, Padre se giró hacia Tío Han.

—¿Has conocido alguna vez a alguien más glotón que mi hijo? —dijo.

—¿Te vienes aquí a disfrutar de un plato de carne, me dejas en casa con Yuzhen Yang comiendo rábanos y verduras encurtidas y me llamas glotón? ¿Qué tipo de padre eres?

Esa conversación me enfadó más todavía. La fragancia de la carne de perro llenó mis fosas nasales; las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y a recorrer mis mejillas hasta que me empaparon la cara. Tío Lan se rio.

—Este hijo tuyo, Luo —dijo—, es todo un hombre. Está claro que sabe hablar. Ven aquí, jovencito. Siéntate y come todo lo que quieras. He oído que eres un chico que vive por y para la carne. Los chavales como tú son los más listos. Ven a verme siempre que quieras. Te aseguro que no pasarás hambre. Camarera, tráigale a este chico un cuenco y unos palillos.

La carne de perro de aquel día estuvo exquisita. Comí sin parar y mantuve a la camarera ocupada echando más carne de perro y sopa a la cazuela. Estaba totalmente concentrado en comer y no paré ni siquiera para responder a las preguntas de Tío Han.

—Este hijo mío se puede comer medio perro de una sentada —oí que Padre le dijo a la dueña.

—Luo, ¿qué pasa contigo? —preguntó Tío Han—. ¿Cómo puedes desatender a tu hijo así? Tienes que darle carne. La carne hace al hombre. ¿Por qué crees que en China no hay buenos deportistas? Porque no comemos carne suficiente. ¿Por qué no mandas a Xiaotong a mi casa?. Déjame que le críe como si fuera mi hijo. Comerá carne todos los días.

Me tragué el trozo de carne que estaba masticando y, muy emocionado, miré a Tío Han con los ojos llenos de lágrimas.

—Xiaotong, ¿qué dices? ¿Quieres ser mi hijo? —Tío Han me dio una palmadita en la cabeza—. Te prometo que nunca pasarás hambre y que comerás carne siempre que quieras.

Asentí sin dudarlo con la cabeza…

El pobre Tío Han ahora estaba tumbado en la zanja y cuando pasamos por delante de su motocicleta nos miró desesperado. Su moto estaba tirada a los pies de un álamo con el motor encendido y las ruedas deformadas por culpa del tronco del árbol. Todavía seguían girando pero no mucho porque la llanta rozaba con el guardabarros, haciendo mucho ruido.

—Yuzhen Yang, ¿vais al pueblo? Diles que vengan a por mí… —dijo detrás de nosotros.

Dudé de que Madre hubiera entendido lo que había gritado Tío Han porque su corazón estaba dominado por la rabia y el enfado y puede que por cierto arrepentimiento y esperanza. Pero no lo sabía con certeza. Recordé agradecido la comida a la que me había invitado Tío Han y lo cierto era que no me hubiese importado ayudarle a salir de la zanja, si hubiera podido separarme de mi madre. No hubo suerte.

Un hombre en una bicicleta nos adelantó a toda prisa, como si tuviese miedo de nosotros. Lo reconocí a primera vista. Era Gang Shen, que nos debía dos mil yuanes. De hecho era mucho más porque le habíamos prestado el dinero hacía dos años a un veinte por ciento de interés mensual. Si sumábamos los intereses hacían (le oí decir a Madre) tres mil yuanes. Acompañé muchas veces a mi madre a pedirle el dinero. Al principio nos decía que sí y que nos pagaría pronto. Después trató de hacerse la víctima. Miraba a mi madre a los ojos y le decía: «Yuzhen Yang, soy como un cerdo sacrificado que no tiene miedo a una cazuela de agua hirviendo. No tengo dinero y mi vida no vale nada. Mi negocio fracasó pero puedes llevarte cualquier cosa de valor de mi casa. Eso o denúnciame. No me importaría que me metieran en la cárcel y que me diesen comida y alojamiento». Revisamos toda su casa y lo único que encontramos fue un

wok lleno de cuerdas y una bicicleta oxidada. Su esposa estaba en la cama gimiendo como si padeciese una enfermedad muy grave. Fue en la víspera de la Fiesta de la Primavera de hacía tres años cuando nos pidió el dinero y nos explicó que quería importar salchichas cantonesas muy baratas del sur de China para venderlas en nuestro pueblo durante las fiestas. Su discurso convenció a Madre y aceptó en dejarle el dinero. Madre sacó los billetes grasientos de su bolsillo interior, se humedeció los dedos y los contó, una y otra vez.

Antes de darle el dinero le dijo:

—Gang Shen, no te olvides de lo duro que ha sido para esta madre ahorrar esta cantidad de dinero sola con un hijo.

—Si crees que no puedes confiar en mí, hermana —respondió Gang Shen—, no me lo dejes. Hay gente ahí fuera, mucha gente, que muere por dejarme el dinero. He acudido a vosotros porque me dabais mucha pena y quería que tuvierais la oportunidad de ganar un dinero extra…

Bueno, la verdad es que sí trajo un camión lleno de salchichas, que descargó caja por caja y las amontonó en su jardín en pilas más altas que el muro de su casa. Toda la gente del pueblo decía:

—Esta vez, Gang Shen va a ser millonario.

Con una salchicha en la boca, como si fuera un puro, repetía con altanería:

—El dinero va a entrar tan rápido que será imparable.

Pero el Señor Lan le bajaba los humos cuando le veía.

—Hermano, que no se te suba a la cabeza a no ser que cuentes con un sistema de refrigeración. De lo contrario como venga un soplo de aire caliente te vas a quedar en tu jardín llorando desesperado.

En ese momento las temperaturas eran muy bajas y hacía tanto frío que los perros callejeros caminaban con el rabo entre las patas. Gang Shen dio un mordisco a la salchicha congelada y dijo con indiferencia:

—Estimado Lan, tú, maldito alcalde, deberías alegrarte de ver a uno de los habitantes de tu pueblo enriquecerse. No te preocupes que cuando sea millonario te haré un regalito.

—Gang Shen —contestó el Señor Lan—, no tomes mi bondad por maldad y no te apresures en celebrar tu éxito. Llegará el día en que me pidas llorando que te ayude. El hombre que dirige las cámaras frigoríficas del municipio es como un hermano para mí.

—Muchísimas gracias —dijo Gang Shen todavía altanero—, pero preferiría que mis salchichas se volvieran excrementos de perro antes de ir a suplicarte o pedirte nada.

—Muy bien, hombre —dijo el Señor Lan sonriendo—. Tienes agallas y seguridad en ti mismo y no hay nada que la familia Lan admire más. Hace mucho tiempo, cuando mi familia era rica, en cada Fiesta de la Primavera poníamos dos sacos fuera de nuestra verja. Uno estaba lleno de harina y el otro de mijo y animábamos a todas las familias que eran demasiado pobres como para celebrar las fiestas a coger lo que necesitaban. Solo hubo un hombre, un mendigo, el abuelo de Tong Luo, que se quedó en la puerta de nuestra casa e insultó a mi abuelo: «Rong Lan, ¿me oyes Rong Lan? Preferiría morirme de hambre antes que coger un grano del mijo que pusiste ahí». Mi abuelo reunió a todos mis tíos y les dijo: «¿Habéis oído? Ese hombre de ahí fuera que nos está insultando tiene agallas. No le ofendáis. Si os lo encontráis por la calle hacedle una reverencia».

—Ya basta, Señor Lan —le interrumpió Gang Shen—. Ya puede dejar de alardear de su glorioso pasado.

—Lo siento —dijo el Señor Lan—. La gente insignificante nunca se olvida de la gloria de sus antepasados. Te deseo mucha suerte en tu proyecto y riqueza.

Desafortunadamente para Shen pasó justo lo que predijo el Señor Lan. Durante la Fiesta de la Primavera se levantó un extraño viento cálido del Sureste que hasta hizo que empezaran a salir brotes verdes en los sauces llorones. El edificio con las cámaras de refrigeración se llenó y no quedó ni un sitio para Gang Shen. Entonces sacó todas las cajas de salchichas, las puso en la calle y empezó a gritar por un altavoz:

—Vecinos y hermanos, por favor, ayudadme. Llevaos una caja de salchichas a casa. Pagadme solo si podéis. Si no, consideradlas un regalo.

Sin embargo, nadie quería comprar salchichas con mal aspecto que se estropearían enseguida. Solo se acercaron a ellas unos perros callejeros, para los que la carne podrida seguía siendo carne. Enseguida rasgaron las cajas con los dientes y salieron corriendo con las salchichas en la boca, convirtiendo nuestro pueblo en su mesa de banquete y añadiendo un olor muy desagradable al ya de por sí terrible hedor de la matanza. Aquella noche solo los perros cosecharon alegría y felicidad. A partir del día en que se le pudrieron las salchichas a Gang Shen Madre fue a pedirle nuestro dinero, sin embargo, el préstamo quedó sin pagarse hasta…

Esa segunda partida de Padre quizá fue más difícil para Madre que tener que pedirle el dinero a Gang Shen, porque en este último caso lo único que hizo fue mirarle con odio sin pronunciar palabra. Un olor delicioso que hacía la boca agua se levantó de la parte trasera de la bicicleta de Gang Shen, donde había un tarro lleno de grasa. De inmediato supe lo que había dentro: cabeza de cerdo al estilo Hongshao y entrañas cocidas. Me vinieron a la cabeza maravillosas imágenes de patas de cerdo guisadas y tripas cocidas y tragué saliva hambriento. El reencuentro familiar tan importante de esa mañana no acabó con mis ansias de comer carne. De hecho, las acrecentó. La magnificencia de la naturaleza no era comparable con la capacidad lingüística del Señor Lan. El amor a mis padres no era comparable con mi amor por la carne. Carne, deliciosa carne, la cosa más bonita de este mundo, la única cosa que me volvía loco. Ese día se suponía que podría satisfacer mis deseos de comer carne pero esa segunda partida de Padre tiró por tierra ese dulce sueño, o al menos lo dejó aparcado durante un tiempo. Deseaba que ese tiempo fuera breve.

La cabeza de cerdo colgaba de la mano de mi madre; si Padre hubiese venido a casa con nosotros yo hubiese tenido la posibilidad de comerla. Si Padre estaba decidido a no volver jamás, Madre, en un ataque de ira, o la cocinaría y me la dejaría comer entera o la vendería y me dejaría muerto de hambre.

Señor Monje, de verdad que yo no era un niño egoísta. Segundos antes había estado muy afectado por la segunda partida de mi padre, pero el olor a carne cocida apartaba cualquier pensamiento de mi mente. Era consciente de que yo no tendría un futuro brillante. Si hubiese nacido en la era de la revolución y hubiese tenido la mala suerte de ser un oficial y caer en campo enemigo todo lo que tenían que haber hecho las fuerzas revolucionarias sería ofrecerme un plato de carne y mis tropas y yo nos hubiésemos rendido de forma incondicional. Pero entonces si se diera la vuelta a la tortilla y el otro bando me ofreciera dos cuencos de carne hubiese levantado a mis tropas de nuevo. Esos eran el tipo de pensamientos despreciables que invadían mi mente. Más adelante se dieron muchos cambios en mi familia y cuando pude comer todo lo que quise me di cuenta de que había cosas en este mundo mucho más preciadas que la carne.

Otra persona nos pasó en bicicleta, giró la cabeza y nos gritó:

—Hola, Yang, ¿por qué corres tanto? ¿Vas a vender esa cabeza de cerdo?

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