¡BOOM!

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El sonido de la música de la calle que venía tanto del Este como del Oeste era ensordecedor. El desfile del Festival de la Carne estaba cerca. Unas treinta liebres asustadizas salieron de los campos que estaban a los dos lados de la carretera y se reunieron en la entrada del templo, donde empezaron a comunicarse con susurros. Una de ellas, que tenía la oreja izquierda caída como una hoja marchita y unos bigotes blancos, parecía ser la líder y soltó un chillido muy agudo y extraño. Yo conocía muy bien a los conejos y podía asegurar que ese no era el tipo de ruido que hacían. Pero todos los animales hacían sonidos distintivos en momentos de emergencia para avisar a los miembros de su especie del peligro. Tal y como imaginé el resto de los conejos reaccionaron al grito de alerta y empezaron a chillar y a entrar en el templo dando saltos. La belleza de sus movimientos era indescriptible. Corrieron directos a un lugar detrás del Espíritu Wutong, donde empezaron a comunicarse sin aliento. De repente me di cuenta de que había una familia de zorros ahí detrás. La llegada de los conejos era como un banquete servido en bandeja. No obstante no había nada que se pudiera hacer. Era mejor dejarlo en manos de la naturaleza dado que los zorros se enfadarían si yo avisaba a los conejos. Unas notas musicales atronadoras salieron de los altavoces que estaban en la plataforma de enfrente. Era una música alegre con el ritmo marcado y una gran melodía que invitaba a bailar. Señor Monje, durante los diez años que vagué por el país trabajé durante un tiempo en una discoteca que se llamaba Edén. Me obligaban a llevar un uniforme blanco y me decían que no dejara de sonreír mientras atendía a los clientes que iban al baño con la cara enrojecida porque habían comido y bebido mucho o porque estaban sencillamente excitados. Les tenía que abrir el grifo y cuando terminaban de lavarse sus manazas les pasaba una toalla caliente. Algunos la aceptaban y cuando tenían las manos secas me daban las gracias a la vez que me devolvían la toalla. Normalmente tiraban una moneda al plato de las propinas. De vez en cuando un cliente generoso dejaba un billete de diez yuanes y en alguna ocasión uno de cien yuanes. Pensaba que esas personas que eran capaces de desprenderse de esa cantidad de dinero eran muy simpáticas y afortunadas en el amor. Para ellos la vida era muy buena. Luego estaban los que me ignoraban y usaban el secamanos de la pared. Cuando veía de reojo sus expresiones impasibles sabía que su vida no era muy buena. No era de sorprender que su trabajo fuera pagar las rondas de alcohol de alguna panda de borrachos, seguramente de funcionarios corruptos que tenían poder sobre ellos. Daba igual lo mucho que les odiaran, tenían que sonreír y aguantarse. Esos perdedores no me daban ninguna lástima. La gente buena no se gasta el dinero en degenerar sitios como esos por lo que no me hubiese importado matarles con la metralleta del tercer tío del Señor Lan. Pero los tacaños que no me dejaban ni una moneda en el plato eran los peores; solo mirarles a su maldita cara malhumorada me enfadaba. Ni la metralleta del tercer tío de Señor Lan hubiese acabado con el odio que les tenía. Recuerdo cuando yo, Xiaotong Luo, era una persona famosa y lamento que hoy día no sea más que un fénix que ha caído a la tierra, equiparable a una gallina. Ningún hombre que se precie debe añorar sus glorias pasadas. Hay que agachar la cabeza si el tejado es bajo. Señor Monje, quien se inventara el refrán: «El éxito a una edad temprana trae mala suerte en casa» debió tenerme a mí en mente. Sonriendo por fuera pero furioso por dentro esperaba a que esos canallas orinaran mientras pensaba en mis viejas glorias y me venían tristes recuerdos a la cabeza. Cada vez que veía a uno de ellos les insultaba por dentro. «Hijos de puta, ojalá os resbaléis y os rompáis el cuello al caminar, os ahoguéis mientras bebéis, os atragantéis y os muráis u os asfixiéis durmiendo». Cuando no había nadie en el baño escuchaba la música que venía de la discoteca: a veces era tan apasionada y viva como el fuego y segundos más tarde romántica y ligera como el agua. A veces sentía que quería hacer algo que valiese la pena con mi vida pero otras fantaseaba con la idea de estar bajo la luz tenue de la discoteca abrazado a una chica con los hombros al descubierto y el cabello perfumado bailando. Cuando daba rienda suelta a mi fantasía empezaba a mover las piernas al compás de la música. Pero esos momentos de ensueño desaparecían de golpe cuando llegaba la siguiente oleada de capullos con el pene en la mano. Señor Monje, ¿se hace una idea de toda la humillación que sufrí? Un día de hecho incendié ese baño. Lo apagué enseguida con un extintor pero el jefe de la discoteca, Gordi Hong, me llevó a rastras a comisaría y me acusó de pirómano. Contesté inteligentemente al policía que estaba interrogándome que el fuego lo provocó un cliente y yo lo apagué. Convencí al oficial que me interrogó de que había sido uno de los clientes borrachos. Como me había convertido en un héroe al apagar el fuego el dueño tenía que recompensármelo. De hecho me dijo que sí pero luego se lo pensó dos veces. Era un explotador cruel capaz de hacer cualquier cosa a sus empleados. Al llevarme a la comisaría pensó que podía ahorrarse el dinero de la recompensa y retenerme los tres meses de sueldo que me debía. «Señor agente —dije—, usted es un hombre inteligente que no se dejará engañar por tipos como Gordi Hong, ¿verdad? Puede que no lo sepa pero a él le gusta esconderse en el baño de hombres para insultarles. Se pone a orinar mientras dice cosas terribles de la policía…». Mi estrategia funcionó. La policía me dejó ir. Dijeron que no había cometido ningún delito. Por supuesto que no. Sin embargo el maldito Señor Lan sí que fue un verdadero delincuente, pero era diputado del Comité Permanente Municipal y aparecía con frecuencia en televisión, donde hacía discursos altisonantes y aprovechaba la mínima para mencionar a su tercer tío. Decía que había sido un chino de ultramar muy patriota que había traído la gloria de los descendientes del Emperador Amarillo con su pene grande y poderoso. Según contó, Tercer Tío iba a volver a China para financiar la construcción de un templo Wutong para potenciar la virilidad de los hombres de aquí. El rastrero del Señor Lan consiguió ganarse a la gente diciendo esa ristra de mentiras. Ah sí, lo olvidé: ese hombre de orejas enormes que vimos hacía poco (no me sorprendería si el tercer tío del Señor Lan tuviera ese aspecto de joven) solía ir a la discoteca Edén y una vez me dejó un billete verde en mi plato. Más tarde descubrí que era un billete de cien dólares. Era nuevo y tenía los bordes tan afilados que me corté el dedo al examinarlo. Me sangró durante un buen rato. Cuando ese hombre venía a la discoteca con un traje blanco y una corbata roja era alto e imponente como un majestuoso álamo. Cuando venía con un traje verde oscuro y corbata dorada era alto e imponente como un majestuoso pino negro. Cuando venía con un traje morado y corbata blanca era como un majestuoso abeto. Nunca le vi bailar pero podía imaginarle agarrando a la chica más guapa de la discoteca. En mi mente ella llevaba un vestido palabra de honor blanco o verde oscuro o morado, sus hombros y brazos parecían esculpidos de jade blanco, estaba envuelta en joyas preciosas, tenía unos ojos negros y penetrantes y un lunar junto a la boca. Ambos se deslizaban por la pista de baile bajo la mirada envidiosa de la gente. Aplausos, flores, licor, mujeres, todo para él. Soñé con convertirme en alguien así algún día: alguien generoso y derrochador rodeado de chicas guapas que caminaría por la calle como un leopardo sigiloso y elegante, dando a los transeúntes la impresión de que acababa de pasar junto a ellos un fantasma misterioso. Señor Monje, ¿sigue escuchándome?

Al anochecer empezó a nevar con más fuerza y enseguida nuestro jardín tuvo un manto de nieve. Madre cogió la escoba y nada más empezó a barrer Padre se la quitó. Sus movimientos eran fuertes y firmes, y me acordé de lo que decía la gente del pueblo de él: «Tong Luo es bueno en lo que hace. Una pena que “el purasangre no arrastre el arado”». Cuando caía la noche Padre parecía más corpulento, sobre todo con la luz que desprendía la nieve. En cuestión de segundos abrió un pequeño camino y Madre anduvo por él hacia la puerta y cerró la verja. El candado resonó tanto que levantó polvo de nieve. Se hizo totalmente de noche y la única luz existente era el reflejo de la nieve del suelo y de los copos que se levantaban en el aire. Mis padres se sacudieron la nieve de los zapatos y de la ropa en la entrada; creo que hasta se secaron el uno al otro con una toalla. Yo estaba sentado en una esquina a dos pasos de la cabeza de cerdo y podía oler la carne cruda y fresca, aunque estaba tratando de adaptarme a la oscuridad y verles la cara. Por desgracia no tuve mucha suerte y todo lo que pude ver fueron sus sombras en movimiento. Oí la respiración entrecortada de mi hermana, que parecía un cachorro escondido en la oscuridad. Al mediodía me había dado un atracón a comer y por la noche subieron a mi garganta trozos mal digeridos de salchicha y tallarines. Los volví a masticar y los mandé a mi estómago de nuevo. La gente decía que hacer eso era muy asqueroso pero yo no estaba dispuesto a tirar nada de comida. Ahora que mi padre estaba en casa lo más probable era que mi dieta cambiara, aunque era un enigma si lo haría mucho o poco. Padre tenía un aspecto tan alicaído, dócil y sumiso que temía que mis esperanzas (que su vuelta a casa trajera más carne a nuestra mesa) estaban condenadas al fracaso. Pero bueno, la realidad era que gracias a su regreso pude ponerme morado de salchichas, que aunque eran vegetarianas su envoltura sí procedía de un animal. Y no podía olvidar que después de las salchichas comí dos boles de tallarines. A continuación vendría la cabeza de cerdo, que estaba en la tabla de cortar tan cerca de mí que podía alargar la mano y tocarla. ¿Cuándo entraría en mi boca y mi estómago? Madre no tenía pensado venderla, o eso esperaba.

Mi padre se sorprendió de lo mucho y rápido que comía. Después escuché a Madre decir lo mismo de mi hermana pequeña. Yo no me había dado cuenta; estaba muy ocupado comiendo. Aun así era fácil imaginar sus caras afligidas al ver a su hijo e hija devorar la comida como si estuviéramos muertos de hambre, como lobos hambrientos engullendo trozos de salchicha sin masticarlos apenas. Nuestra ansia a la hora de comer no les daba asco sino que les entristecía y les hacía sentir culpables. Creo que fue ahí cuando decidieron no divorciarse. Era el momento de que la familia tuviera una vida decente, de que les dieran a sus hijos la ropa y la comida que se merecían. Eructé a oscuras rememorando el sabor de la comida y oí a mi hermana hacer lo mismo. Si no hubiese sabido que era ella la que estaba sentada enfrente de mí juro por mi vida que nunca hubiera imaginado que una niña de cuatro años pudiera hacer un ruido como ese.

Sin ninguna duda tener la tripa llena de salchichas y tallarines me quitó las ganas de comer carne en esa noche nevada pero no hizo que me olvidara de la cabeza de cerdo, que reflejaba una luz tenue en la oscuridad. Imaginé cómo la cortaban por la mitad y la echaban a una cazuela con agua hirviendo; la escena era tan real que podía hasta oler su aroma singular. Y mis pensamientos no cesaron ahí: visualicé a una familia de cuatro personas sentadas alrededor de una bandeja enorme de la que manaba un aroma a carne que impregnaba toda la sala. Olía tan bien que casi me transportó a ese momento embriagador entre el sueño y la vigilia. Observé a Madre, que con cara seria y solemne cogía un palillo rojo, lo clavaba en la cabeza de cerdo y lo giraba varias veces para separar la carne de los huesos. «Comed, niños —decía orgullosa sacando los huesos de la cazuela—. Comed hasta que estéis llenos. ¡Hoy podéis comer todo lo que queráis!».

Esa noche Madre hizo algo increíble: encendió la lámpara de aceite, que iluminó toda la casa por primera vez y arrojó sombras enormes en la pared blanca que tenía colgada una ristra de ajos y chiles. Jiaojiao, que se había animado después del duro día, juntó las manos y trazó la silueta de la cabeza de un perro en la pared.

—Un perrito, papá, un perrito —dijo con alegría.

Padre miró rápidamente a Madre antes de decir con un tono triste:

—Sí, es el perrito de Jiaojiao.

Jiaojiao entonces movió las manos y los dedos y formó la silueta de un conejo; no a la perfección pero sí reconocible.

—No es un perro —dijo mi hermana—. Es un conejo, un conejito.

—Tienes razón. Qué lista es nuestra pequeña Jiaojiao. —Después de felicitar a su hija se giró hacia Madre y le dijo disculpándose—: Solo es una niña pequeña, todavía no conoce el mundo.

—¿Y qué esperabas a su edad? —dijo Madre de forma comprensiva. Entonces nos sorprendió a todos cuando juntó las manos y trazó la silueta de un gallo, con cresta, cola y todo. Además empezó a imitar el cacareo de un gallo. ¡Menuda escena! Estaba tan acostumbrado a sus quejas e insultos, a su constante cara de enfado y reproches, que nunca imaginé que supiera hacer siluetas de animales ni por supuesto cacarear como un gallo. Tenía que admitir que de nuevo tenía sentimientos cruzados. Desde el momento que apareció Padre por la puerta de casa con su hija a hombros me invadió una marea de emociones. No tenía otras palabras para describir lo que sentía.

Mi hermana rompió a reír y mi padre esbozó una sonrisa.

Madre miró con ternura a Jiaojiao, suspiró y dijo:

—Son los adultos los que crean mal karma. Los niños no tienen la culpa.

—Tienes razón, toda la culpa es mía. Metí la pata una y otra vez —dijo mi padre con la cabeza gacha.

—Todo el mundo mete la pata por lo que fin de la historia. —Madre se levantó y se puso los manguitos con destreza—: Xiaotong, mocoso —dijo levantando la voz—, sé que me odias. Sé que no soportas a esta madre tacaña que tienes que no te ha dejado comer carne en cinco años, ¿verdad? Bueno pues hoy va a ser diferente. Voy a cocinar esta cabeza de cerdo como recompensa. ¡Puedes comer hasta reventar!

Madre puso la tabla de cortar en la estufa, colocó la cabeza del cerdo en ella, sacó un hacha pequeña y levantó la mano para cortarla.

—Acabamos de comer salchichas… —dijo mi padre mientras se ponía de pie—. Sé lo duro que ha debido ser para vosotros dos ahorrar. ¿Por qué no vendemos esta cabeza de cerdo? El estómago del ser humano es como un saco que se puede llenar de cualquier cosa. Da igual si es pescado, carne, verduras o cereales…

—¿De verdad que eres tú el que habla? —dijo Madre con sarcasmo aunque enseguida cambió el tono—. Yo también soy humana —dijo muy seria—. Tengo ojos y boca y sé lo bien que sabe la carne. Antes nunca la comía porque era una tonta e ignorante. No entendía que lo más importante de este mundo es la comida.

Padre se frotó las manos, empezó a decir algo pero se detuvo de repente. En su lugar dio unos pasos hacia atrás, luego avanzó hacia delante, alargó la mano y le dijo a Madre:

—Déjame hacerlo a mí.

Madre vaciló unos segundos antes de dejar el hacha en la tabla y apartarse a un lado.

Padre se remangó, se subió las mangas descosidas de su camiseta interior, cogió el hacha y la levantó por encima de la cabeza. Sin mucha fuerza y sin analizarlo mucho, dio un golpe, luego otro, y en cuestión de segundos la cabeza de cerdo estaba partida por la mitad.

Madre, que se había apartado a un lado de la tabla de cortar, observó a Padre de arriba abajo, con una mirada tan ambigua que incluso yo, su hijo, que pensaba que era capaz de leerle el pensamiento y prever sus movimientos, no tenía ni idea de lo que estaba pensando. Pero lo que pasó fue que en el momento en que mi padre partió la cabeza de cerdo en dos, el humor de mi madre cambió. Frunció los labios y vertió medio cubo de agua en el

wok con tanta fuerza que el agua salpicó y mojó una caja de cerillas que estaba sobre la estufa. Luego tiró el cubo a un lado, haciendo mucho ruido y asustándonos un poco. Padre se quedó donde estaba sin saber qué hacer un tanto extrañado. A continuación Madre agarró media oreja y la tiró en el

wok seguida de la otra mitad. Me entraron ganas de recordarle que la mejor forma de conseguir una cabeza de cerdo sabrosa era echarle anís, jengibre, puerro, ajo, laurel, nuez moscada y por último una cucharada de vinagre coreano, pero ese era el secreto de la receta de Tía Burrita. En el pasado solía escaquearme a su restaurante con mi padre para atiborrarme de los platos de carne que preparaba ella y más de una vez la vi cocinar cabeza de cerdo. Nunca había visto que Padre le cortara una por la mitad: un corte, dos y al tercero estaba listo. Ella le miraba con cara de admiración. Una vez la oí decir: «Tong Luo, da igual lo que hagas que eres el mejor sin ayuda de ningún profesor».

El sabor de la cabeza de cerdo de Tía Burrita era muy especial, lo que le había dado mucha fama, no solo en nuestro pueblo sino que también, gracias a la glotonería de los clientes, en todos los pueblos a cinco kilómetros de distancia. Incluso el Señor Han, que se encargaba de supervisar las comidas de los oficiales del ayuntamiento del pueblo, iba cada tres o cuatro días. Llegaba gritando:

—¡Burrita!

Tía Burrita salía corriendo.

—Hermano Han —le llamaba con afecto—. Tengo una en la olla.

—Guárdame la mitad.

—Claro, estará lista en un minuto. Toma un poco de té mientras esperas. —Tía Burrita le sirvió el té y le dio fuego con una gran sonrisa—. ¿Han venido oficiales de la ciudad?

—Sí, les encantan tus platos. El Alcalde Hua dice que quiere conocerte. Burrita, te espera un futuro brillante. ¿Te has enterado de que su esposa está en el lecho de muerte? No le quedarán más que un par de días. Cuando fallezca puede que te lleve a su casa. Cuando seas la esposa del alcalde y tengas una vida llena de lujos no les des la espalda a tus amigos, ¿eh?

Mi padre tosió con fuerza para llamar la atención del Señor Han. Por fin se giró, vio a mi padre y se le quedó mirando con sus ojos saltones y amarillentos.

—Tong Luo, joder, eres tú. ¿Qué coño haces aquí?

—¿Por qué coño no iba a estar aquí? —contestó mi padre con calma.

Después de oír la respuesta de mi padre, la cara tensa del Señor Han se relajó y esbozó una sonrisa con unos dientes tan blancos como la cal.

—Ten cuidado —dijo—. Tú no eres más que un zángano mientras que Burrita es una pieza de fruta madura lista para la recolecta. El problema es que hay muchos recolectores potenciales y si tratas de quedarte esta delicia para ti solo puede que otros quieran cortarte el pene.

—Cierra la maldita boca —dijo Tía Burrita enfadada—. Y dejad de tratarme como un juguete con el que divertiros. Dejaros de bromas porque como me cabreéis os voy a matar uno por uno.

—Qué mujer tan fuerte —dijo el Señor Han—. ¿Primero me llamas «hermano» y ahora me tratas así? ¿No temes ofender a uno de tus clientes habituales más leales?

Tía Burrita sacó con un gancho de hierro media cabeza de cerdo que estaba lista para comer. Estaba bañada en salsa roja y emitía un aroma seductor. No pude apartar los ojos de ella y enseguida se me hizo la boca agua. La puso encima de la tabla de cortar, cogió un cuchillo grande y brillante, lo movió y —zas— cortó un trozo de carne del tamaño de un puño. Entonces le clavó un pincho de hierro y me lo acercó.

—Toma, Xiaotong, comilón, cómetelo antes de que se te desencaje la mandíbula.

—Burrita, pensé que la estabas guardando para mí —refunfuñó el Señor Han, claramente enfadado—. El Alcalde Hua quiere probar tu carne.

—¿Quieres decir el idiota del Alcalde Hua? ¿Ese Secretario del Partido mequetrefe? Puede que tenga poder sobre ti, ¿pero realmente crees que puede controlarme a mí?

—Tú ganas, tú ganas. Me rindo, ¿vale? —dijo el Señor Han—. Ahora, date prisa y envuelve la carne en hojas de loto para poder llevármela. Pero que sepas que no miento. El Alcalde Hua tiene pensado venir aquí.

—No compares al Alcalde Hua con este chico. El Alcalde Hua huele a pis. ¿Sí o no? —me preguntó Tía Burrita con tono afable. No iba a perder el tiempo en una pregunta tan absurda.

—Bueno pues a mierda. ¿Mejor? —dijo el Señor Han—. Nuestro Alcalde Hua huele a mierda y nos es indiferente, ¿vale? Y tú, querida Burrita, hazme el favor de darme el trozo de carne. —El Señor Han levantó el reloj que llevaba atado a su cinturón y miró la hora un tanto nervioso—. ¿Desde hace cuánto nos conocemos, Burrita? Somos amigos desde hace muchos años y mi mujer y mi hijo dependen de mí para comer.

Tía Burrita cogió de manera experta los huesos que quedaban de la cabeza de cerdo, quemándose las manos en el proceso y aguantando la respiración mientras sus dedos abrían con agilidad la cabeza sin que perdiera la forma. Cogió un trozo y lo envolvió en hojas de loto y luego lo ató con cuerda de paja y se lo dio de golpe.

—Ahora, largo de aquí —dijo.

Si Madre tenía en mente preparar una cabeza de cerdo que se acercara a la de Tía Burrita tendría que añadirle una cucharada de alumbre potásico, ingrediente secreto de su receta. Tía Burrita nunca me escondía ningún secreto. Pero Madre puso la tapa del

wok sin echarle nada, contenta de que se cocinase en agua sola. ¿Cómo iba a salir algo bueno de eso? Era cabeza de cerdo después de todo. ¿Y yo? Yo era un chico al que le encantaba comer carne pero que no había podido hacerlo en años.

El fuego de la estufa estaba al rojo vivo. Las llamas iluminaban la cara de mi madre. Gracias al aceite de pino la leña quemaba con fuerza y durante mucho tiempo, por lo que no era necesario añadir nada más. Madre podía haberse ido a hacer otra cosa pero decidió quedarse. Se sentó enfrente de la estufa, callada y serena, con los codos en las rodillas y la barbilla en las manos mientras miraba fijamente el crepitar del fuego con los ojos brillantes.

El agua empezó a hervir, lo que hizo un ruido sordo, como si viniera de un lugar lejano. Yo estaba sentado en el umbral de la puerta con mi hermana, que bostezaba con fuerza y su boca dejaba entrever unos perfectos dientes blancos.

—Acuéstala —le dijo Madre a Padre sin girarse.

Padre cogió a Jiaojiao y salió al jardín. Cuando volvió ella estaba en sus brazos, con la cabeza en su hombro y roncando con fuerza. Él se quedó detrás de Madre como si estuviera esperando algo.

—El edredón y las almohadas están en los pies del

kang. Tápala de momento con el que tiene los bordados de orquídeas y mañana os hago uno nuevo —dijo mi madre.

—Eso son demasiadas molestias… —dijo mi padre.

—No digas tonterías —respondió Madre—. Incluso aunque fuera una niña que te hubieras encontrado en la calle no la dejaría dormir en el establo.

Mientras Padre llevaba a mi hermana a la habitación Madre empezó a regañarme.

—¿Qué estás haciendo aquí? Haz pis y a la cama. Este guiso a fuego lento no estará hasta mañana. ¿Podrás aguantar?

Enseguida me comenzaron a pesar los párpados y a nublárseme la mente. Sentí como si el aroma único de una de las cabezas guisadas de Tía Burrita flotara en el aire y viniera a mí en oleadas. Todo lo que tenía que hacer era cerrar los ojos para impregnarme de él. Me puse de pie.

—¿Dónde duermo? —pregunté.

—¿Dónde crees? —dijo mi madre—. Donde siempre.

Se me cerraban los ojos mientras salía al jardín; unos copos de nieve me dieron en la cara y me despejaron un poco. El fuego de la estufa alumbró el jardín como un telón de fondo para los copos que caían lentamente, con una gran calma y belleza, como un sueño. En mitad de esta maravillosa imagen vi nuestro tractor inclinado en el jardín, con toda la carga envuelta en una capa de nieve, como una bestia monstruosa. La nieve también había cubierto mi mortero en parte pero aún mantenía su forma y su color metálico; el cañón seguía apuntando al cielo. Supe que era un mortero sano y feliz que solo necesitaba municiones para pasar a la acción.

Volví dentro y me dirigí al

kang, dudando si desnudarme o no antes de meterme bajo el edredón. Jiaojiao se apartó cuando mis pies fríos le tocaron la cálida piel, por lo que los aparté enseguida.

—A dormir —oí que decía mi madre—. Mañana cuando te despiertes tendrás carne en la mesa.

Podía notar por su tono de voz que volvía a estar de buen humor. La luz de la lámpara se fue apagando y solo quedaba la luz de las llamas de la estufa. La puerta estaba ligeramente abierta y la luz se filtraba y se posaba en el armario de la habitación. Una pregunta apareció en la nebulosa de mi mente: «¿Dónde iban a dormir mis padres?». No se iban a quedar toda la noche despiertos vigilando la cabeza de cerdo, ¿no? Esa pregunta me desveló y no podía evitar escucharles hablar. Hasta me tapé la cabeza con el edredón para no oír su conversación pero cada una de sus palabras entraba en mi oído.

—Una nevada fuerte garantizará una buena cosecha —dijo mi padre.

—Tienes que dejar que entren nuevas ideas a tu cabeza —dijo mi madre con frialdad—. Los granjeros de hoy día no son como los de antes. Solían vivir de lo que plantaban en la tierra. Todo dependía de lo que quisiera el viejo del cielo. Vientos buenos y mucha lluvia significaba una cosecha abundante: pan en el cuenco y carne para el cuerpo. Vientos malos y sequía significaba: sopa en el cuenco y cáscaras de cereales para el cuerpo. Pero las cosas han cambiado. Ya nadie es lo bastante tonto para trabajar los campos. Cultivar diez hectáreas de tierra con el sudor de tu frente te hace ganar lo mismo que si vendieras una piel de cerdo… ¿Por qué te estoy diciendo todo esto?

—Alguien tendrá que trabajar las granjas… —dijo Padre en voz baja—. Eso es lo que hacen los granjeros.

—Sí, claro, y el sol sale por el Oeste —dijo mi madre bromeando—. Apenas pusiste un pie en un campo cuando vivías en casa ¿y ahora que has vuelto planeas convertirte en un granjero auténtico?

—No sé nada más que cultivar la tierra —dijo padre avergonzado—. Ya no hay necesidad de tantear el ganado. O si no podría ayudaros a comprar y vender la chatarra…

—No puedo dejarte hacer ese trabajo —dijo mi madre—. No está hecho para ti. Recoger chatarra es para gente sin remordimientos y con mucha cara. Está entre medias de aprovecharse y robar.

—Después de todo lo que he hecho, ¿cómo no voy a tener cara? Si tú puedes hacerlo yo también.

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