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A la cabeza del grupo de participantes que venía de la Ciudad Oriental había un camión grande convertido en carroza. La parte delantera estaba decorada con una cabeza de toro enorme de color crema. Por supuesto que sabía lo absurdo que era eso. Todas las imágenes de animales del Festival de la Carne simbolizaban las matanzas sanguinolentas de nuestro pueblo. A lo largo de mi vida había visto demasiadas veces las expresiones de angustia de los animales antes de ser sacrificados y había oído demasiadas veces sus gritos lastimeros. Sabía que la gente de hoy día fomentaba métodos de matanza más humanos, bañando a los animales en agua caliente antes de matarlos, poniéndoles música clásica o incluso dándoles masajes por todo el cuerpo para hipnotizarlos; todo eso como preludio a la muerte. Una vez vi en televisión un programa que fomentaba estos métodos más humanos, donde los consideraban como un gran avance para la humanidad. El ser humano ha extendido el concepto de benevolencia al mundo animal pero sigue inventando y fabricando armas crueles y poderosas de destrucción masiva y tortura. Cuanto más poderosa más letal es el arma y más beneficios genera. Aunque todavía no había tomado mis votos budistas era consciente de que muchas de las cosas que dice y hace el ser humano van en contra del espíritu budista. ¿No es así, Señor Monje? Vi una ligera sonrisa en su cara pero no sabría decir si estaba de acuerdo con mi revelación o si se estaba riendo de mi superficialidad. Unos veinte jóvenes que llevaban pantalones rojos, una chaqueta blanca con botones en la parte delantera, una toalla blanca en la cabeza y un fajín de seda roja en la cintura rodeaban la carroza que tenía la cabeza de toro. Con la cara pintada de rojo tocaban un tambor enorme con unas baquetas tan gruesas como palas. El ritmo de ese tambor penetraba hondo en cualquier oído que lo oyera. A los lados del camión había unos carteles en los que ponía en caracteres grandes y decorativos con el estilo de la dinastía Song: «Empresa Cárnica Kentahu». Detrás de ellos venía un grupo de danza yangge

que se componía de chicas jóvenes. Llevaban puesta una chaqueta roja y unos pantalones blancos con unos fajines de seda verde y bailaban al ritmo del tambor, moviendo las caderas y siguiendo la coreografía. A continuación había una carroza que llevaba en el techo un gallo y una gallina. Cada pocos minutos el gallo alargaba el cuello y cacareaba de forma extraña. Cada pocos minutos la gallina ponía un huevo enorme sin dejar de cloquear. Era una carroza muy original y tan real que debería llevarse todos los votos y ganar el primer premio del festival. Por supuesto sabía que el cacarear y cloquear de esas aves lo hacían las personas que estaban dentro de los disfraces del gallo y la gallina, que controlaban los movimientos y el efecto de los huevos. En el camión ponía que pertenecía a la empresa de producción de aves Tía Yang. Después venían ochenta hombres y mujeres en cuatro filas con sombreros con crestas y plumas en los brazos. Mientras andaban batían sus «alas» y vociferaban: «Si no quieres enfermar, los huevos no te pueden faltar. Hazte con los huevos de Tía Yang y ten una vida sensacional». El desfile de la Ciudad Occidental se estaba acercando detrás de un grupo de camellos. No me di cuenta de que eran animales reales hasta que pasaron por delante de mí. Hice un cálculo rápido y conté más de cuarenta camellos, todos con atuendos coloridos y una flor roja rememorando a trabajadores modelos premiados. Delante de ellos había un acróbata muy bajito que hacía volteretas y movimientos de kung-fu cada pocos pasos. Tenía en la mano una batuta muy llamativa llena de monedas de cobre que sonaba cada vez que la movía. Bajo su dirección, los camellos empezaron a brincar y las campanillas que llevaban alrededor del cuello empezaron a sonar de forma estridente. Eran unos camellos muy bien entrenados. De la joroba de uno de ellos, que tenía la cara blanca, salía un poste con una bandera con caracteres muy grandes cosidos. No me hacía falta leerlo para saber que se estaba acercando el contingente del Señor Lan. Después de la empresa cárnica en la que yo trabajé hacía diez años, el Señor Lan abrió una empresa especializada en la matanza de animales poco comunes. La carne de camello y de avestruz de su empresa se hizo famosa por ofrecer productos muy nutritivos y por tanto el negocio le trajo mucha riqueza. Según decían este hijo de puta dormía en una cama de agua, su baño estaba lleno de oro, sus cigarrillos tenían sabor a ginseng y todos los días comía pata de camello, de avestruz y huevos de avestruz. A los camellos les seguían dos filas de veinticuatro avestruces. Unos niños iban montados en ellos. En la fila de la izquierda eran niños y en la de la derecha, niñas. Los varones llevaban unas zapatillas blancas, unos calcetines blancos por la rodilla con dos rayas rojas, pantalones cortos azules, una camiseta blanca y una cinta roja al cuello. Las niñas llevaban zapatos de piel, calcetines blancos por el tobillo con unas borlas rojas y un vestido azul celeste con un lazo dorado en el pecho. Los niños tenían el pelo muy corto por lo que sus cabecitas parecían bolas de billar. Las trenzas de las niñas tenían unos lazos rojos de seda en los extremos y sus cabezas parecían bolas con adornos. Todos los niños estaban bien erguidos, con la espalda recta y sacando pecho. Los avestruces también mantenían su cabeza triangular elevada: orgullosos, animados, soberbios a pesar del gris apagado de sus plumas. Las cintas de seda roja de su cuello contrarrestaban su falta de colorido. Incapaces de andar despacio los avestruces daban largas zancadas de un metro y medio, pero los camellos que iban delante eran tan lentos que lo único que podían hacer era dar vueltas y girar su largo cuello. Los dos grupos del desfile se encontraron (los de la Ciudad Oriental y la Ciudad Occidental), se detuvieron allí al son del tambor, el gong, la música y los gritos de los participantes, impregnando el ambiente de caos y confusión. Unos diez periodistas se peleaban por grabar la escena. Uno de ellos, que quería conseguir un plano único, se acercó demasiado a un camello. El animal le enseñó enfadado los dientes, gruñó y le escupió una cosa viscosa en la cara, que le cegó durante unos segundos; a él y a su cámara. El periodista gritó, dio un salto hacia un lado, dejó la cámara en el suelo, se agachó y se limpió la cara con la manga. En ese momento un organizador del desfile levantó un banderín y empezó a gritar a todo el mundo que tomara posiciones en el recinto del festival. El camión con la cabeza de toro y el de las aves entraron lentamente en el prado seguidos de lo que parecía un sinfín de participantes. El acróbata avanzaba mientras hacía movimientos de kung-fu con una sonrisa radiante y guiaba a los camellos de la Ciudad Oriental. A un lado del camino el periodista que había tenido el altercado con el camello estaba insultando a su enemigo, pero nadie le hacía caso. Los camellos avanzaban de forma más o menos ordenada pero los veinticuatro avestruces parecieron molestarse por algo y de repente se separaron y empezaron a correr hacia el recinto del templo. Los niños que iban encima se pusieron a chillar aterrados; unos se cayeron de las sillas de montar y otros se agarraron con fuerza al cuello de los avestruces con la cara empapada de sudor. Una vez que los avestruces llegaron al jardín del templo se agruparon y empezaron a caminar hacia atrás y hacia delante. Fue en ese momento que me di cuenta de que sus plumas, que de lejos parecían tan apagadas e insulsas, eran en realidad preciosas a la luz del sol. Era una belleza pura como el brocado de la dinastía Qin. Algunos empleados de la empresa de matanza de animales poco conocidos estaban tratando de llevarlos de vuelta pero solo consiguieron asustarlos más. Vi que los ojitos de esos animales encerraban mucho odio, escuché sus chillidos roncos y observé cómo uno de ellos le daba una patada a un trabajador de la empresa del Señor Lan en la rodilla. El hombre se cayó al suelo, se agarró su rodilla herida y empezó a gritar del dolor, con la cara pálida y la frente llena de sudor. Los avestruces salieron corriendo y sus patas grandes y duras golpeaban fuerte el suelo. Yo sabía que podían dar patadas con la misma fuerza que un caballo y según decían no tenían miedo de luchar con un león. Los dedos del avestruz se endurecen dado que se pasan la vida corriendo por el desierto por lo que no había duda de que el hombre que estaba sentado en el suelo llorando del dolor tenía una grave herida en la rodilla. Cuando dos de sus compañeros lo levantaron por los brazos, le falló la pierna y volvió a sentarse en el suelo. En ese momento la mayoría de los niños se había caído de la montura, salvo por un niño y una niña que se agarraban con tenacidad al animal. Unos ríos de sudor difuminaban la pintura de sus caritas, que parecían la paleta de un pintor. El niño estaba agarrado a la articulación que une las alas del avestruz a su cuerpo y daba botes con cada paso que daba el animal. De repente salió disparado del asiento y se agarró con fuerza a las alas pero entonces el animal aceleró de golpe y se cayó de costado. Todo el mundo se quedó boquiabierto y paralizado, sin acudir en su ayuda. El niño yacía en el suelo con las manos llenas de plumas hasta que una persona se acercó y le levantó. Entonces se mordió el labio y se puso a llorar. Mientras tanto el avestruz se había reunido con el resto de la bandada y respiraba con dificultad con el pico abierto. La niña todavía estaba agarrada al cuello del avestruz, que hacía todo lo posible para deshacerse de ella. Al final el avestruz no pudo más y la niña consiguió que el ave se desplomara en el suelo, con la cabeza y el cuello apoyados en la tierra, la cola apuntando al cielo y levantando polvo mientras daba patadas en el suelo en vano

Tenía la tripa llena de cerdo, que se movía y se revolvía como si fuera un lechón a punto de nacer. Por supuesto yo no era una cerda por lo que no tenía ni idea de lo que se sentía. El estómago de la cerda preñada de Qi Yao casi rozaba el suelo cuando esta se dirigía en busca de comida a la montaña de basura cubierta de nieve situada enfrente de la peluquería Cabello Bello que acababan de abrir. Era una cerda perezosa, gorda y feliz, que no tenía nada que ver con los dos cerdos malhumorados y escuchimizados que una vez criamos. Qi Yao hacía unas salchichas con tanta grasa que ni los perros las querían comer. Las rellenaba también de fécula de boniato y piel de tofu teñida de rojo y de unos químicos que solo él conocía. El resultado era un producto con muy buen aspecto, que olía muy bien y se vendía mejor. Qi Yao criaba cerdos por afición, no como inversión y desde luego que no por el fertilizante natural que producían, tal y como hacía antes la gente. Por lo tanto esta cerda preñada no salía a primera hora de la mañana todos los días desesperada a escarbar comida sino para jugar en la nieve, dar un paseo y hacer algo de ejercicio. A veces yo veía a Qi Yao en los escalones de su casa (que no era tan bonita como la nuestra pero que de hecho era tan resistente como un fuerte) con el brazo izquierdo debajo de su axila derecha, un cigarrillo en la mano derecha y la mirada absorta en su cerda. Los rayos rojizos del sol convirtieron su cara angulosa en un pedazo de carne en salsa de soja.

Esa mañana había comido tanto cerdo que solo el recuerdo de la cerda de Qi Yao me revolvió el estómago. La terrible imagen de esa cerda moviéndose de un lado a otro delante de mí y el asqueroso olor a basura me dio náuseas. Ay, qué tonto es el ser humano. ¿Por qué comemos carne de cerdo? Los cerdos se alimentan de excrementos y basura. Me invadió una sensación de arrepentimiento y me avergonzó mi ignorancia. ¿Cómo podía haberme comido esa cabeza de cerdo que Madre había cocinado sin condimentos, solo con una capa de grasa? Era lo más desagradable y asqueroso del mundo, que solo valía para alimentar a los gatos callejeros que vivían en las alcantarillas… Arg, había cogido trozos de esa cosa repugnante y me los había metido en la boca, convirtiendo mi estómago en un saco de basura… Arg, tenía que dejar de rumiar… Arg, lo vomité todo en el suelo. Asqueroso, muy asqueroso. Mi estómago se revolvía con la imagen de mi vómito y mandó lo que quedaba dentro a mi garganta y boca. Un perro estaba esperando tranquilo a que terminara. Padre se acercó y se colocó detrás de mí con Jiaojiao en una mano y me dio golpecitos en la espalda con la otra para aliviar mi malestar.

Tenía el estómago vacío, me ardía la garganta y notaba la tripa revuelta, pero me sentía mejor, más ligero, como la cerda cuando pare a su cría. Repito, no soy una cerda, por lo que no podía saber lo que se sentía. Miré a Padre con los ojos llenos de lágrimas y él me las secó con la mano.

—No pasa nada por vomitar —dijo.

—Papá, te prometo que no voy a comer carne nunca más.

—No hagas promesas que no puedes cumplir —dijo con un tono paternal—. Hijo, recuerda siempre que no debes hacer promesas, sea como sea. Es como darle una patada a la escalera una vez que has subido a lo alto del muro.

No pasó mucho tiempo para que se hicieran realidad las palabras de mi padre. Tres días después de vomitar la carne de cerdo volví a tener ganas de comer carne y no se me iban. Empecé a pensar que el chico que había mostrado tanta revulsión por la carne y que había dicho tantas cosas desagradables de ella era en realidad otra persona, alguien sin corazón.

Nos quedamos en la puerta de la peluquería Cabello Bello junto al poste de barbero que daba vueltas y analizamos la lista de precios del escaparate. Después de tomarnos uno de los desayunos más abundantes que recuerdo obedecimos las órdenes de mi madre de cortarnos el pelo.

Madre tenía la cara encendida y estaba de muy buen humor. Mientras dejaba los platos grasientos en el fregadero le dijo a mi padre, que se había acercado a ayudar:

—Quédate donde estabas y déjame esto a mí. Dentro de nada es año nuevo. ¿Qué día es hoy, Xiaotong? ¿Veintisiete o veintiocho?

¿Realmente esperaba que le contestara a eso? La carne que acababa de comer ya estaba en mi garganta esperando a que abriese la boca para salir. Además, no tenía ni idea de qué día era. Durante los terribles días que precedieron a la vuelta de mi padre lo último que estaba en mi mente era la fecha en la que vivía. No tenía ni un minuto de descanso, ni siquiera en las fiestas más importantes. Era un pequeño esclavo.

—Llévales a cortarse el pelo —dijo Madre con un tono que le hacía parecer enfadada. Sin embargo en cuanto miró a mi padre me di cuenta de que no lo estaba—. Miraros en el espejo y decidme si creéis que sois seres humanos. Parecéis salidos de una perrera. Puede que a vosotros no os importe lo que piense la gente pero a mí sí.

Casi muero cuando oí las palabras «cortar el pelo».

Padre se rascó la cabeza y dijo:

—¿Para qué gastar ese dinero? Compramos unas tijeras y lo hacemos nosotros.

—¿Tijeras? Tenemos estas. —Madre sacó unos billetes del bolsillo y se los dio a Padre—. No, esta vez necesitáis un buen corte de pelo. Zhaoxia Fan sabe lo que se hace y no cobra mucho.

—Somos tres cabezas —dijo Padre apuntando con la mano—. ¿Cuánto crees que va a costar?

—Por esas tres cabezas duras de pelar —dijo mi madre— unos diez yuanes.

—¿Qué? —dijo mi padre alarmado—. Con diez yuanes podemos comprar medio saco de cereales.

—Esos tres cortes no nos van a hacer pasar de pobres a ricos —dijo mi madre comprensiva—. Venga, idos a la peluquería.

—Mmm… —Padre no sabía qué hacer—. La cabeza de los campesinos no se merece todo ese dinero…

—Pregúntale a Xiaotong qué piensa de que le corte yo el pelo —dijo Madre de forma astuta.

Me agarré la barriga con las dos manos y salí corriendo desesperado.

—Papá, prefiero morir antes que Madre me corte el pelo.

Qi Yao, que caminaba por la calle y estaba mucho más gordo que antes, se acercó, estiró la cabeza y observó a mi padre, que estaba agonizando con los precios de los cortes de pelo.

—¡Pero bueno, Luo! —gritó mientras le daba una colleja a mi padre.

—¿Qué? —respondió Padre muy tranquilo.

—¿Eres tú?

—¿Quién iba a ser si no?

—Así que el hijo pródigo está aquí —dijo Qi Yao—. ¿Has vuelto? ¿Y Burrita?

Padre negó con la cabeza.

—No preguntes —respondió.

Mi padre abrió la puerta con decisión y entramos en la peluquería.

—Hombre, qué maravilla —gritó Qi Yao desde la puerta—. Una esposa, una amante, un hijo y una hija. De todos los hombres del Pueblo de la Matanza tú eres el mejor.

Mi padre le cerró la puerta a Qi Yao en la cara. Qi Yao la abrió con una pierna dentro y otra fuera y siguió chillando:

—Te he echado de menos todos estos años.

Padre le ignoró y, con una sonrisa irónica, nos llevó a un banco lleno de polvo que tenía muchas revistas manoseadas encima y que debían haber hojeado miles y miles de personas. El banco era una réplica de uno de la sala de espera de la estación de tren, así que si no lo había hecho el mismo carpintero el dueño de la peluquería lo había robado de allí. Enfrente de nosotros nos esperaba una silla giratoria que se podía subir y bajar, con un reposapiés y un asiento de cuero. El espejo de la pared que había frente a la silla estaba arañado y difuminado, creando reflejos borrosos. Debajo del espejo había un estante abarrotado de botes de champú, gomina y espuma. De un tornillo oxidado de la pared colgaba una maquinilla. Junto a ella había una docena de fotos coloridas de modelos jóvenes (chicos y chicas) que llevaban cortes de pelo diferentes. Algunas fotos estaban bien pegadas a la pared mientras que otras ya se habían empezado a levantar. El suelo de ladrillo rojo había cambiado de color debido al pelo negro, gris y blanco que lo cubría y al barro de los zapatos de los clientes. Un olor extraño y penetrante (no muy aromático pero tampoco desagradable) me hizo estornudar, tres veces consecutivas. Debía ser contagioso porque mi hermana empezó a hacer lo mismo. Tenía un aspecto muy gracioso y tierno con la carita arrugada cada vez que estornudaba.

—Papá, ¿quién está pensando en mí? —Parpadeó y añadió—: ¿Es mamá?

—Sí —dijo mi padre—, ha sido ella.

Qi Yao tenía un gesto muy serio mientras seguía en la misma postura con un pie dentro y otro fuera de la puerta.

—Luo, me alegro de que hayas vuelto —dijo—. Dentro de unos días me pasaré por tu casa que quiero hablarte de un asunto importante.

Cuando Qi Yao se fue, la puerta se cerró de golpe, bloqueando el paso del aroma fresco y nevado del exterior y cargando el ambiente de la peluquería. El concurso de estornudos entre mi hermanita y yo cesó, una vez que nos aclimatamos al olor de la tienda. La peluquera no estaba en ese momento pero yo sabía que se acababa de ir porque cuando entré por la puerta vi en una esquina una cosa que parecía como una de esas cabinas de teléfono que había visto en la ciudad. Una mujer que llevaba un abrigo morado estaba sentada debajo de un toldo semicircular con el cuello rígido y la cabeza llena de rulos de colores. Parecía un astronauta y la madre de Pidou. De hecho era ella. El padre de Pidou era el matarife Orejas Grandes, lo que convertía a la madre de Pidou en la esposa de Orejas Grandes. Sin embargo, había un pequeño detalle que la hacía parecer diferente a la madre de Pidou: como hacía mucho que no la veía me confundía que estuviera tan hinchada, como si tuviera una albóndiga en cada carrillo. La recordaba con unas cejas espesas que recorrían toda su frente, pero ahora se las había depilado por completo y sustituido por dos líneas finas de color verde y rojo que parecían dos orugas comiendo hojas de sésamo. Ella estaba ahí sentada con un libro ilustrado en las manos; desde luego que era una mujer previsora. Ella no había levantado la mirada ni una vez desde que entramos, como una noble que ignora a unos mendigos. ¡Mierda! ¿Quién te crees que eres? ¡Solo eres una engreída y vieja apestosa! Da igual lo que hagas. Puedes arrancarte cada pelo de la cabeza, despellejarte la piel de la cara y pintarte los labios de un rojo más intenso que la sangre de cerdo que seguirás siendo la madre de Pidou y la vieja esposa de un matarife. Venga, sigue igual, ignóranos: nosotros podemos hacer lo mismo contigo. Miré a Padre de reojo, que estaba sentado impasible e indiferente, distante, de hecho tan lejos como el cielo en un día sin nubes, tan inalcanzable como el monje principal del templo Shaolin, tan fuera de lugar como una grulla de Manchuria en una bandada de gallinas, tan solitario como un camello en un rebaño de ovejas. La silla de peluquería estaba vacía y una bata blanca sucia y llena de pelos cubría el respaldo. La imagen de todo ese pelo hizo que me empezara a picar la nuca y cuando se me pasó por la cabeza que podía ser de la madre de Pidou, el picor se volvió doloroso.

Desde pequeño había protegido mi cabeza de forma obsesiva, algo que mi padre conocía muy bien. Eso era porque cada vez que me cortaban el pelo, tenía pelos por todo el cuerpo que picaban más que los piojos. Podía contar los cortes de pelo a los que me había sometido en la vida. Después de que Padre se fuera no solo nos hicimos con unas tijeras sino que también teníamos en casa unas tijeras de esculpir y una navaja de afeitar. Para ser sinceros todos los artículos de este kit de peluquería casi completo salieron de nuestros días como chatarreros. Después de que Padre se fuera, Madre empezó a utilizar estos instrumentos oxidados y a pelearse con la cabeza (mi cabeza), para ahorrarse el dinero y no tener que pedir favores a nadie. El Cuarto Hermano Kui, un vecino nuestro, cortaba el pelo de forma profesional pero Madre no quería pedirle ayuda. Mis gritos demostraban cómo yo perdía siempre la pelea.

Señor Monje, déjeme que le cuente mi peor experiencia con un corte de pelo, y le prometo que solo exagero un poco. Una vez, cuando las amenazas o incentivos no tuvieron ningún efecto en mí, Madre me ató a una silla para cortarme el pelo. Desde que Padre se fue había sacado mucho músculo y mucha fuerza. Traté de anclarme al suelo, de rodar como un burro y de enterrar la cabeza entre las piernas como un perro, pero nada funcionó y al final me ató a la silla. Creo que puede ser posible que la mordiera en la muñeca durante nuestro forcejeo porque me sabía la boca a goma quemada. Estaba en lo cierto, tal y como descubrí cuando ella se miró la muñeca: estaba sangrando y tenía decenas de marcas de diente moradas. Vi en su cara cierta tristeza y agotamiento. Me empecé a arrepentir y a sentir un poco de aprehensión pero sobre todo me invadió una sensación de satisfacción por lo que le acababa de hacer. A unos quejidos guturales les siguieron dos hileras de lágrimas incoloras que se deslizaban por sus mejillas. Yo me puse a gritar con todas mis fuerzas y fingí que no sabía nada de su mano herida o de su cara de pena; no estaba seguro de lo que pasaría a continuación, pero muy dentro de mí sabía que no había escapatoria. Por supuesto las lágrimas pararon y la mirada de tristeza desapareció.

—Canalla —dijo con suficiencia—, ¿cómo te atreves a morder a tu madre? Santo querido —dijo mirando al cielo—, por favor espero que puedas abrir los ojos y ver el hijo que tengo. No es un hijo, es un lobo; un animal despiadado. He trabajado como una mula para criarle, aguantando todo lo que ha hecho. ¿Y para qué? ¿Para que me muerda? Lo he sacrificado todo por él, he trabajado duro, me he dejado la espalda y he pasado por todo tipo de humillaciones. Dicen que la berberina china es una planta amarga. Bien, pues no es tan amarga como mi vida. Dicen que el vinagre es agrio. Bien, pues es puro azúcar en comparación a mi vida. Después de todo es así como me lo pagas. ¿Todavía no tienes todos los dientes ni tus alas son lo bastante fuertes como para volar del nido y aun así me clavas los colmillos? Dentro de unos años, cuando tengas todas las muelas y tus alas sean robustas, me masticarás y escupirás mis restos. Pues que sepas, canalla, que te mataré con mis propias manos antes de que eso pase.

Madre seguía regañándome cuando agarró un rábano igual de grande que mi brazo y que había traído del sótano esa mañana y me lo rompió en la cabeza. Sentí como si hubiera explotado en mil pedazos. De repente vi que la mitad del rábano había salido despedida y que la otra mitad me daba en la cabeza, una y otra y otra vez. Dolía pero no era insoportable. Para un niño como yo, aguantar ese dolor era pan comido. Sin embargo, fingí que me había mareado y dejé la cabeza colgando a un lado. Madre me agarró la oreja y tiró de mi cabeza hacia arriba hasta ponerme derecho.

—Si crees que me puedes engañar y hacerme creer que te he matado estás muy equivocado. Puedes poner los ojos en blanco, echar espuma por la boca o desmayarte. Sé que estás vivito y coleando y aunque no lo estuvieras te raparía igual tu maldita cabeza. Si yo, Yuzhen Yang, no puedo hacerlo, entonces qué sentido tiene que sea tu madre.

Puso una palangana encima de un taburete enfrente de mí y empujó mi cabeza hasta el agua caliente. Estaba realmente caliente (lo bastante como para despellejar a un cerdo) y yo no podía moverme. Glugú, glugú, glugú…

—¡Yuzhen Yang, tú, vieja apestosa, voy a hacer que mi padre te reviente con su miembro!

Esas palabrotas tuvieron su efecto porque enseguida oí a Madre chillar poseída. Segundos después un sinfín de puñetazos aterrizaron en mi cabeza. Grité con todas mis fuerzas; era la única opción que tenía de que sucediera un milagro. Con la esperanza de que algún demonio o fantasma de los dioses del firmamento y la tierra viniera a poner fin a mi tortura golpeé mi cabeza tres veces (o seis, o nueve) a modo de reverencia para cualquiera que viniera a rescatarme. Dios, prometo que le llamaría «papá», «querido papá». Pero a quien tenía delante era a Madre, no, no era Madre. Era Yuzhen Yang, esa vieja despiadada, esa arpía a la que mi padre había abandonado, la que se acercó a mí con un delantal de plástico amarillo en la cintura, con las mangas remangadas, una navaja de afeitar en la mano y la frente arrugada. ¿Raparme la cabeza? ¡Ella iba a degollarme!

—¡Socorro! —grité—. Socorro… Una asesina… Yuzhen Yang va a matarme… —Me temo que mis gritos no fueron tan efectivos como pensaba porque su ira se convirtió de repente en fuertes carcajadas.

—Canalla, ¿es eso lo mejor que se te ocurre?

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