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Por fin el resto de grupos de los desfiles de las dos ciudades llegaron a su sitio previsto. Durante unos segundos la carretera que estaba delante del templo pareció desierta. De repente una furgoneta blanca aceleró hacia nosotros desde la Ciudad Occidental, se salió de la carretera al llegar a la altura del templo y se detuvo debajo de un ginkgo. Tres hombres altos y fuertes saltaron del coche. Uno era un señor de mediana edad que llevaba un viejo uniforme militar desteñido de tanto lavarlo. A pesar de su edad tenía mucha vitalidad y energía y era sin duda una persona de habilidades extraordinarias y un experto en kung-fu. Le reconocí enseguida. Era Bao Huang, un adepto del Señor Lan y un hombre que había tenido mucho trato con mi familia, aunque era muy misterioso, al menos para mí. Los hombres sacaron una red de la furgoneta y la extendieron. Dos de ellos la sujetaron de cada extremo y se acercaron al grupo de avestruces. Sabía que había llegado el final de esos pájaros. Era evidente que el Señor Lan había mandado a Bao Huang a hacer esta misión y que estaba asumiendo el papel de jefe. Los ingenuos avestruces corrieron hacia la red y tres de ellos se quedaron con el cuello atrapado de inmediato entre los agujeros. Los demás se dieron cuenta de que era una trampa y se dieron la vuelta para escapar, dejando a los tres pobres desafortunados forcejeando y chillando desesperados bajo la red. Bao Huang sacó unas tijeras grandes de jardinería de la furgoneta, se acercó a la red y (ras, ras, ras) les cortó la cabeza a los avestruces por la parte más fina de su cuello, separándolas de su cuerpo. Los troncos sin cabeza hicieron una breve danza macabra antes de desplomarse en el suelo, donde empezó a manar sangre oscura a borbotones de sus cuellos truncados, que parecían anacondas. El hedor a sangre penetró en el templo justo cuando Bao Huang y sus vengativos ayudantes salieron a escena; eran una clara manifestación del refrán: «Hasta el malvado teme a su peor enemigo». Pero justo en ese momento cinco hombres vestidos de negro y con una cara impasible salieron de detrás del templo. El más alto de ellos llevaba gafas de sol y se estaba fumando un puro. Era el misterioso Hidalgo Lan. Él y sus cuatro secuaces se abalanzaron de golpe sobre Bao Huang y sus hombres, sacaron las porras de sus cinturones y, sin decir ni media palabra, empezaron a abrir cabezas. El ruido de los golpes y los chorros de sangre me estremecieron. Pasara lo que pasara Bao Huang era uno de nosotros, era nuestro paisano. De repente le vi agarrarse la cabeza con las dos manos dolorido. «¿Quiénes sois? ¿Quién os ha dado la orden de atacarnos?», gritó, con los dedos empapados de sangre. Aquellos hombres permanecieron en silencio y volvieron a levantar las porras una vez más. Bao Huang había perdido la batalla; se dirigió a la carretera dando tumbos y salió corriendo mientras gritaba: «Ya veréis lo que es bueno». Puede que todo esto no tuviera sentido pero lo vi con mis propios ojos. Hidalgo Lan se puso en cuclillas enfrente de una cabeza de avestruz, alargó la mano y tocó unas plumas que todavía se movían. Entonces se levantó, sacó un pañuelo de seda del bolsillo, se limpió la mano manchada de sangre y luego tiró el pañuelo. Antes de que cayera al suelo se lo llevó una ráfaga de viento y, como una mariposa rosa, salió volando hacia el tejado del templo y desapareció de mi vista. A continuación Hidalgo Lan caminó hacia la puerta del templo, se quedó inmóvil durante unos segundos, se quitó las gafas de sol y le vi el rostro. Vi el paso del tiempo en su cara y la profunda melancolía de sus ojos. Un sonido ensordecedor invadió el aire; eran las interferencias de un micrófono y un altavoz. De repente se oyó una voz masculina anunciar: «¡Da comienzo la ceremonia de inauguración del Décimo Festival de la Carne de las Ciudades Gemelas y la ceremonia de establecimiento del templo del Dios de la Carne!».

Por fin el Señor Lan apareció en nuestra casa vestido con un uniforme militar y un abrigo de lana marrón y nos saludó de manera afable. Su uniforme era espectacular y se seguían viendo las marcas de las insignias y condecoraciones en el cuello y los hombros. El abrigo tenía botones dorados y brillantes y era el típico de un coronel. Hacía unos diez años solo llevaban uniformes de lana como esos los funcionarios del ayuntamiento del pueblo o del distrito, como símbolo de su estatus social, del mismo modo que los trajes maoístas de

terylene eran el símbolo de los funcionarios de la comuna. El Señor Lan era tan solo un funcionario del pueblo pero aun así se atrevía a salir con el uniforme de lana, lo que demostraba que no se consideraba a sí mismo un funcionario insignificante. Se rumoreaba en el pueblo que el Señor Lan era el mejor amigo del alcalde municipal, por lo que los alcaldes de los otros pueblos y distritos estaban por debajo de él. Eso significaba que necesitaban caer en gracia al Señor Lan para que les ascendieran o se enriquecieran.

El Señor Lan entró en la habitación principal de nuestra casa, que estaba bien iluminada, se encogió de hombros y le dio el abrigo a Bao Huang, que aunque parecía un poco tonto en realidad era muy inteligente. Bao Huang siguió al Señor Lan y se quedó ahí de pie con el abrigo en las manos como un mástil. Era el primo de Biao Huang, quien dejó de trabajar como matarife para criar perros, y también era el cuñado de la preciosa esposa de Biao Huang. Era un experto de las artes marciales y sabía manejar armas antiguas como la lanza o el arpón. También era capaz de subirse a los tejados sin protección o trepar paredes. Su cargo oficial era el de capitán de la milicia de nuestro pueblo aunque en realidad era el guardaespaldas del Señor Lan.

—Espera fuera —le dijo el Señor Lan.

—¿Por qué? —preguntó Madre de forma educada—. Se puede sentar con nosotros.

Sin embargo Bao Huang se marchó a toda prisa al jardín.

El Señor Lan se frotó las manos y se disculpó.

—Siento haberles hecho esperar tanto. Fui a la capital para hablar de un proyecto y volví muy tarde. Como ha nevado tanto y hace tanto frío, no nos atrevimos a conducir muy rápido.

—Señor Alcalde, es un honor para nosotros que haya podido sacar tiempo para venir. Debe estar muy ocupado con tantos asuntos que atender. Es un placer tenerle aquí —dijo Padre con una gran formalidad mientras se ponía de pie con recato—. Estamos muy muy agradecidos.

—Ja, ja, Tong Luo —dijo el Señor Lan con una risa seca—. Cómo has cambiado desde la última vez que te vi.

—He envejecido —dijo Padre mientras se quitaba la gorra y se tocaba la cabeza—. Tengo la cabeza llena de canas.

—No me refería a eso —dijo el Señor Lan—. Todo el mundo envejece. Lo que quiero decir es que has aprendido a expresarte desde la última vez que te vi y has perdido esa arrogancia que tenías. Ahora hablas como un intelectual.

—No se ría de mí —dijo Padre—. Hice muchas tonterías en el pasado pero después de todos los fracasos de mi vida me he dado cuenta de que yo he sido el único culpable, así que por favor, perdóneme…

—¿A qué viene eso? —El Señor Lan se tocó de forma instintiva la oreja herida mientras decía comprensivo—. ¿Quién no hace alguna tontería en algún momento de su vida? Y eso incluye a los sabios y los emperadores.

—Bueno, dejemos de hablar de eso —dijo Madre con tacto—. Siéntese, por favor, Señor Alcalde.

El Señor Lan le cedió el asiento a mi padre por cortesía una o dos veces hasta que por fin se sentó en la silla de madera que pedimos prestada a la prima de Madre.

—Vamos, sentaos —dijo el Señor Lan—. No os quedéis de pie. Yuzhen Yang, ya has trabajado suficiente, ven aquí a sentarte con nosotros.

—Los platos están fríos, os haré unos huevos revueltos —dijo mi madre.

—Siéntate por el momento —dijo el Señor Lan—. Si luego me apetecen huevos revueltos te lo diré.

El Señor Lan se sentó en el medio, rodeado de Madre, Jiaojiao, Padre y de mí.

Madre abrió una botella de licor, rellenó tres vasos y luego levantó el suyo y dijo:

—Señor Alcalde, muchas gracias por su visita, le agradecemos mucho que haya venido a nuestra humilde casa.

—¿Cómo iba a rechazar la invitación de alguien tan famoso como vuestro hombrecito, Xiaotong Luo? —El Señor Lan se bebió todo el licor de una vez—. ¿Verdad, estimado Xiaotong Luo?

—Nuestra familia nunca invita a nadie a casa —dije—. Solo invitamos a la gente que se lo merece.

—¿Qué manera de hablar es esa? —dijo Padre mientras me miraba de forma severa. Entonces se disculpó—: Estos jóvenes no saben hablar hoy día. Espero que no le hayan molestado sus palabras.

—No ha dicho nada malo —dijo el Señor Lan—. Me gustan los niños con carácter. Estoy seguro de que a Xiaotong le espera un futuro brillante.

Madre puso un muslo de pollo en el plato del Señor Lan.

—Señor Alcalde, no le elogie tanto que luego se le sube a la cabeza. Es mejor evitarlo que si no los niños no aprenden.

El Señor Lan puso el muslo de pollo en mi plato y luego pasó el segundo al de Jiaojiao. Ella estaba apoyada con timidez en el cuerpo de Padre y vi en sus ojos una mezcla de timidez y afecto.

—Venga, dale las gracias —dijo mi padre.

—Gracias —dijo Jiaojiao.

—¿Cómo se llama? —le preguntó el Señor Lan a mi padre.

—Jiaojiao —respondió mi madre—. Es una niña muy buena y muy lista.

El Señor Lan siguió poniendo trozos de pescado y de carne en mi plato y en el de Jiaojiao.

—Comed niños, comed todo lo que queráis.

—¿Y usted? —dijo Madre—. ¿Acaso no le gusta?

El Señor Lan se metió un cacahuete en la boca.

—¿Crees que he venido aquí por la comida? —dijo mientras masticaba.

—Ya, ya lo sabemos —contestó mi madre—. Usted es el alcalde, tiene muchos títulos y premios, y es muy famoso tanto en la capital del distrito como en la provincia. Imagino que no hay ningún plato que no haya probado. Le hemos invitado aquí para mostrarle nuestros respetos.

—Dame más licor —dijo el Señor Lan mientras levantaba el vaso.

—Oh, lo siento mucho… —dijo Madre.

—Para él también —dijo el Señor Lan señalando el vaso vacío de mi padre.

—Perdón, de verdad… —dijo Madre mientras servía el licor—. Usted es nuestro primer invitado. Tengo tanto que aprender…

El Señor Lan levantó el vaso hacia Padre y dijo:

—Tong Luo, no hay necesidad de hablar del pasado delante de los niños. Por el futuro, ¡arriba ese vaso de licor!

Las manos de mi padre estaban temblando mientras levantaba su vaso.

—Soy como un gallo sin plumas o un pez sin escamas; no tengo nada que enseñar.

—Eso es mentira —dijo el Señor Lan mientras daba un golpe con el vaso en la mesa y miraba a Padre a la cara.

—Sé quién eres. ¡Eres Tong Luo!

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