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Miles de palomas batían sus alas en el cielo veraniego de julio al compás de la majestuosa música y seguidas de miles de globos de colores. Mientras las palomas volaban por encima del templo unas plumas de color gris cayeron al suelo y se fundieron con las plumas ensangrentadas de los avestruces muertos. Los avestruces que sobrevivieron estaban apiñados debajo de un árbol grande, que debieron dar por hecho que era un lugar seguro. Los cadáveres de los tres avestruces asesinados por Bao Huang yacían delante del templo y eran una imagen horrorosa. Laoda Lan estaba en la entrada del templo mirando aquellos globos que se movían hacia el sur y suspirando con tristeza. Una monja anciana que tenía el pelo completamente cano y la cara enrojecida salió de detrás del templo con la ayuda de dos monjas más jóvenes y se detuvieron frente a Laoda Lan. Con una voz que no era ni humilde ni orgullosa dijo: «¿A qué se debe que un señor de tan alta estima como usted haya llamado a una monja tan vieja como yo?». Laoda Lan hizo una reverencia y dijo: «Señora, mi esposa Yaoyao Shen se está alojando en su apreciado templo y quería pedirle que la cuidara». La anciana monja contestó: «Señor, la Señora Yaoyao ya se ha rapado la cabeza y ha tomado sus votos. Su nombre budista es Huiming y espero que usted no interfiera en su estudio religioso ni en sus meditaciones, tal y como ella desea. Esta anciana monja es su mensajera. En tres meses tendrá un importante regalo para usted. Por favor regrese entonces para recibirlo». Antes de que la monja se despidiera, Laoda Lan sacó un cheque y dijo: «Señora Monja, sé que su templo necesita una reparación. Quería donarle este dinero para contribuir a tal fin». La anciana monja cruzó las manos en su pecho y dijo: «Le agradezco su generosidad. Espero que los bodhisattvas

puedan bendecirle para que tenga salud y felicidad». Laoda Lan le pasó el cheque a una de las monjas más jóvenes, que lo aceptó con una sonrisa y a continuación arqueó las cejas asombrada por la cifra que ponía. Yo tenía una imagen clara de esa hermosa monja, cuyos ojos parecían dos almendras y sus mejillas melocotones. Tenía los labios rojos, los dientes muy blancos y el cabello negro rebosante de juventud. La otra monja, que también estaba detrás de la anciana, tenía los labios carnosos, las cejas muy negras y la piel tan suave como el jade. Qué pena que esas dos chicas tan guapas hubiesen decido hacerse monjas. Señor Monje, sé que ese pensamiento mío es vulgar, pero no debo esconder lo que está en mi corazón; eso sería un pecado mayor. ¿No es eso cierto? El Señor Monje no me contestó y tan solo asintió con la cabeza de manera ambigua. La quinta actividad del festival iba a comenzar y los altavoces ensordecedores anunciaron los ejercicios de calistenia: «Número uno: el vuelo del fénix y la danza de las bestias». Durante unos segundos hubo mucho bullicio pero poco a poco se hizo el silencio. Entonces se empezó a oír por los altavoces una canción tradicional que evocaba la belleza cultural de la vieja China. Mientras tanto vi que Laoda Lan no quitaba los ojos de las espaldas de las tres monjas. Sus hábitos grises, su collar blanco y sus cabezas rapadas evocaban una imagen impoluta, refrescante y tranquilizadora. Dos fénix colorados bailaban en el aire y daban una atmósfera misteriosa y elegante al festival que yacía a sus pies. Este era el Décimo Festival de la Carne y era más majestuoso que los anteriores. Solo había que observar las actuaciones de la ceremonia de inauguración. Esos dos fénix, hechos por los mejores artesanos de cometas, eran una de esas actuaciones maravillosas. Respecto a la danza de las bestias no me hubiese sorprendido ver un montaje con bestias reales y de mentira. Estas dos ciudades gemelas tenían todo tipo de animales inimaginables excepto el unicornio y todo tipo de pájaros excepto el fénix. Enseguida supe que también la danza de camellos del Señor Lan llamaría mucho la atención. Era una pena que la danza de los avestruces no fuera a hacerse.

Las palabras y elogios del Señor Lan me alegraron mucho y me llenaron de orgullo. Durante ese breve espacio de tiempo me habían dado el extraño privilegio de poder sentarme en una mesa con adultos, por lo que cuando levantaron el vaso para brindar, vacié el agua de mi vaso y se lo pasé a Madre.

—Dame un poco de eso —le dije.

—¿Qué? —soltó sorprendida—. ¿Quieres beber lo mismo que nosotros?

—No es bueno para los niños —dijo Padre.

—¿Por qué no? Estoy muy feliz y veo que vosotros también. Así que vamos a celebrarlo… con una copa de licor.

—Tienes toda la razón, mi querido Xiaotong —dijo el Señor Lan con los ojos encendidos—. Una copa es justo lo que necesitas. Cualquier persona que pueda razonar así, ya sea adulto o niño, se merece una bebida. Venga, te relleno tu vaso.

—Señor Lan, no, no por favor —dijo mi madre—. No le anime que no puede beber.

—Dame la botella —dijo el Señor Lan—. Según mi experiencia, en este mundo hay dos tipos de personas a los que no podemos ofender. Los primeros son los gamberros y rufianes, que pertenecen al lumpenproletariado y no tienen más preocupaciones que comer. Por lo tanto las personas que tienen familia, hijos, dinero o incluso poder se mantendrán siempre alejadas de ellos. El otro tipo son los niños llenos de porquería que juegan en las calles, a los que tratan como perros sarnosos. Las personas de este tipo tienen más posibilidades de convertirse en grandes bandidos, jefes de la mafia, ladrones, altos cargos o militares que los niños limpios, bien vestidos y de buenos modales. —El Señor Lan me echó un poco de licor en mi vaso y dijo—: Venga, Xiaotong Luo, tómate un vaso de licor con el Señor Lan.

Levanté el vaso orgulloso e hice chinchín con el del Señor Lan. El ruido que emitió la cerámica contra el cristal fue muy raro pero me llenó de alegría. El Señor Lan se bebió su vaso de un trago.

—Así es como muestro mis respetos —dijo el Señor Lan mientras ponía el vaso de golpe boca abajo en la mesa para mostrar que estaba vacío—. Ya me he terminado el mío. Ahora puedes probarlo tú.

En el momento en que mis labios se posaron en el borde de mi vaso pude oler el aroma del fuerte licor y no me gustó mucho. Aun así, estaba tan entusiasmado que le di un buen trago. Al principio me ardía la boca, luego sentí que me quemaba la garganta y todo lo que se llevaba de paso de camino a mi estómago.

En ese momento Madre me quitó el vaso.

—Ya está bien, ya lo has probado. Cuando seas mayor podrás beber más.

—No, quiero beber más. —Extendí el brazo para recuperar mi vaso.

Padre me miró preocupado, pero no dijo nada. El Señor Lan cogió mi vaso y se echó gran parte de mi licor en el suyo.

—Querido sobrino, el verdadero hombre tiene que saber dar y recibir. Compartiremos este vaso. Termínate lo que te he dejado.

Chocamos por segunda vez los vasos y después de un sonoro ruido bebimos lo que nos quedaba de licor.

—Me siento genial —dije, porque así era.

Me sentía mejor que nunca. Como si estuviera flotando, y no como una pluma en el viento sino como una sandía en el río que arrastra la corriente… De repente mis ojos se detuvieron en las manitas grasientas de mi hermana Jiaojiao. Habíamos estado tan ocupados bebiendo que nos habíamos olvidado de ella. Pero era muy lista, igual que yo. Cuando los adultos estábamos ocupados en hablar y beber, ella hizo lo que decía el antiguo refrán: «Sírvete tú mismo y nunca pasarás frío o hambre», pero sin usar los palillos. ¿Quién los necesita cuando tenemos manos? Jiaojiao había estado atacando a hurtadillas la carne, el pescado y las otras delicias que tenía delante hasta que no solo sus manos sino también sus mejillas se llenaron de grasa. Cuando la miré me sonrió; era tan mona, tan inocente que casi se me derrite el corazón. Hasta sentí un hormigueo en los pies, que padecían de sabañones todos los inviernos, como si estuvieran en un agua caliente. Cogí la anchoa que mejor aspecto tenía de la lata y me incliné hacia un lado de la mesa para dársela a Jiaojiao.

—Abre la boca —dije. Ella levantó la cabeza, abrió la boca de forma obediente y se tragó la anchoa como un gatito—. Venga, come todo lo que quieras, hermanita. El mundo es nuestro y por fin se acabó nuestra miseria.

Madre miró avergonzada al Señor Lan.

—Me temo que el niño está borracho.

—No estoy borracho —dije—. De verdad, no estoy borracho.

—¿Tenéis vinagre? —preguntó el Señor Lan con la voz un poco apagada—. Dadle un poco. O caldo de

karasu sería mejor.

—¿Pero de dónde voy a sacar caldo de

karasu? —le contestó Madre frustrada—. Tampoco tenemos vinagre. Le daré un vaso de agua fría y le mandaré a dormir.

—¿Cómo puede ser? —dijo el Señor Lan mientras daba una palmada fuerte. En ese momento Bao Huang, del que nos habíamos olvidado, se materializó de la nada, como un leopardo sigiloso. Si no fuera por las ráfagas de viento que entraron por la puerta abierta, nadie se hubiese dado cuenta de su entrada. Si no hubiese sido por el aire frío que entró cuando abrió la puerta, hubiésemos asumido que había bajado del cielo o subido del fondo de la tierra. Tenía los ojos fijos en la boca del Señor Lan mientras esperaba que le diera una orden—. Vete —dijo el Señor Lan en voz baja pero de forma autoritaria—. Consíguenos caldo de

karasu, ahora mismo, y ya de paso que cocinen un kilo de raviolis rellenos de aleta de tiburón. Primero el caldo, los raviolis pueden esperar.

Bao Huang asintió y desapareció de la misma forma en que llegó. En el momento que la puerta se abría y cerraba entró en la habitación el viento frío de ese 3 de enero de 1991, unido con el olor de la nieve que cubría la tierra y los rayos plateados de las estrellas que iluminaban el cielo. Esa noche por primera vez vi el misterio, la solemnidad y la autoridad que encerraba la vida de una persona importante.

—No podemos permitir que haga eso —digo Madre avergonzada—. Le hemos invitado a usted a cenar. No podemos dejar que se gaste dinero.

El Señor Lan se rio con magnanimidad.

—Yuzhen Yang, ¿por qué no puedes entenderlo? Estoy aprovechando esta oportunidad para entablar amistad con tus hijos. Ya somos unos cuarentones y quién sabe cuántos años más nos quedarán. El mundo es suyo y en cuestión de diez años serán el eje central de esta sociedad.

Mi padre rellenó el vaso del Señor Lan con licor.

—Señor Lan, antes no pensaba así pero ahora estoy convencido de que es mejor persona que yo. Sé que es verdad. A partir de hoy trabajaré para usted.

—Nosotros dos, tú y yo —dijo el Señor Lan apuntando primero a Padre y luego a sí mismo—, somos el mismo tipo de persona.

Esa noche tanto mis padres como el Señor Lan bebieron muchísimo licor. El color de sus caras cambió. La cara del Señor Lan se puso cada vez más amarillenta, la de mi padre cada vez más blanca y la de mi madre cada vez más roja.

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