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Otra serie de fuegos artificiales surcó el cielo y cuatro círculos rojos se transformaron en grandes caracteres verdes.

que significaban «la paz del mundo». De repente se desintegraron en docenas de meteoritos verdes y desaparecieron en la oscuridad. Otro grupo de fuegos artificiales subió al cielo e iluminó el humo que todavía quedaba de los anteriores, intensificando el olor a pólvora y haciendo que me picase la garganta. Señor Monje, cuando vagabundeaba por las grandes metrópolis vi muchos desfiles durante el día y fuegos artificiales durante la noche, pero nunca había visto nada que igualase a ese despliegue de pirotecnia de letras y formas. La civilización avanza, la sociedad se desarrolla y las técnicas de producción de fuegos artificiales también alcanzan nuevos niveles, igual que el arte de asar la carne. Diez años atrás, Señor Monje, en nuestro pueblo solo había vendedores de kebabs de cordero cocinados al carbón, sin embargo, ahora tenemos barbacoa coreana, parrilla japonesa, churrasco brasileño, asado tailandés y mongol. Tenemos codorniz teppanyaki, rabo de cordero a la piedra, cordero laqueado al carbón, hígado de cerdo a la piedra de río, pollo asado a la leña de pino, pato laqueado a la leña de melocotonero, ganso asado a la leña de peral… No es descabellado decir que no hay nada que no se pueda asar. Los fuegos artificiales cesaron entre los alegres gritos de los espectadores. Los grandes banquetes tienen que terminar en algún momento, la felicidad no dura para siempre; ese pensamiento me entristeció. El último fuego artificial trazó una larga línea de fuego y ascendió quinientos metros. Entonces explotó y formó un carácter grande de color rojo en el cielo:

«carne», y las chispas caían en cascada a la tierra, como un trozo de carne jugosa y grande cuando se saca de una cazuela. Todos los espectadores tenían la cabeza levantada y abrían tanto los ojos que parecían más grandes que su boca, y estas a su vez más grandes que sus puños; era como si estuvieran esperando a que la carne del cielo les cayera justo en la boca. Unos segundos después, el rojo de

desapareció y se convirtió en una docena de paragüitas blancos que planearon hacia el suelo y dejaron unas serpentinas blanquecinas como la seda en el cielo antes de que se las tragara la noche. Al cabo de unos segundos mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y vi en el otro lado de la avenida cientos de puestos de carne asada. Todos encendieron las lámparas a la vez, que tenían una pantalla roja, y los rayos rojos creaban un ambiente misterioso. Me recordaban a los mercados de los fantasmas de las leyendas populares con sus sombras titilantes, los rasgos de sus caras difuminados, los dientes afilados, las uñas verdes, las orejas transparentes y las colas apenas ocultas. Los vendedores eran los fantasmas y los demonios; los clientes, los humanos. O los vendedores eran los humanos y los clientes, los fantasmas y demonios. O si no, los vendedores y los clientes eran humanos o todos fantasmas y demonios. Si un forastero paseara en la noche en un mercado como ese sería testigo de muchos acontecimientos increíbles. Cuando los recordara más tarde le daría escalofríos pero tendría muchas cosas de las que fanfarronear. Señor Monje, usted ha cortado los lazos con este mundo material y doloroso, y por tanto se ha librado de los cuentos de los mercados de los fantasmas. Pero yo crecí en el Pueblo de la Matanza y me pasé mi infancia escuchando estos cuentos. Uno era sobre un hombre que en una ocasión entró sin querer en un mercado de los fantasmas y vio a un señor gordo asando su propia pierna en un fuego y luego cortarla en trozos una vez cocinada. «¡Cuidado! ¡Te volverás cojo!», gritó el visitante. Con un grito de angustia el hombre tiró el cuchillo y se puso a llorar porque se había quedado cojo, algo que no hubiese pasado si el visitante no hubiera gritado. También contaban que una vez un hombre se levantó de madrugada para ir a la ciudad en su bicicleta para vender carne. Pero se perdió. Cuando vio unas luces más adelante descubrió que era un mercado bullicioso donde vendían carne, y el humo le recibió junto a un aroma delicioso. Los vendedores daban voces y los clientes comían con la frente llena de sudor. El negocio iba bien, para la alegría del hombre recién llegado, que enseguida montó un puesto, sacó su tabla de carnicero y extendió encima su carne fresca y aromática. Después de dar el primer grito para anunciar su carne, una multitud de gente le rodeó y empezó a pelearse para hacerle pedidos, sin ni siquiera preguntar el precio. Le pedían todo tipo de carne y el vendedor estaba muy ocupado en cortarla y atender a aquellas personas que parecía que no podían esperar. Entonces empezaron a tirarle el dinero a su bolsa de paja, cogieron la carne con las manos y se la comieron cruda. Poco a poco sus caras se fueron volviendo horrorosas y sus ojos empezaron a despedir una luz verde. El vendedor se dio cuenta de que pasaba algo raro, por lo que cogió su bolsa, se dio la vuelta y salió corriendo a trompicones hasta que oyó a un gallo cacarear con la llegada del alba. Cuando miró alrededor vio que estaba en un bosque y cuando revisó su bolso descubrió que todo lo que había era ceniza. Señor Monje, el mercado nocturno con asadores enfrente de nosotros es una parte importante del Festival de la Carne de las Ciudades Gemelas y no debería ser un mercado de fantasmas. Pero, incluso si lo fuera, ¿qué pasaría? Hoy día a las personas les gusta entrar en contacto con los fantasmas. Hoy día son los fantasmas los que tienen miedo de la gente. Todos los vendedores de carne que estaban ahí fuera llevaban un sombrero alto y blanco de cocinero y parecía que su cabeza fuese más pesada que su cuerpo. Troceaban la carne con energía mientras atraían a los clientes con voces y gestos exagerados. El olor del carbón y el de la carne asada se fundían y creaban un aroma que parecía de otra época remota, de un pasado milenario que abarcaba un kilómetro cuadrado. El humo negro se mezclaba con el humo blanco y formaba una nebulosa ahumada que subía al aire y que hizo que los pájaros revolotearan de forma asustadiza por el cielo. Unos chicos y chicas con ropa colorida engullían felizmente la carne. Tenían una cerveza en una mano y un pincho de cordero en la otra. Algunos daban un mordisco a la carne, luego daban un trago a la cerveza y por último eructaban. Otros estaban sentados cara a cara, hombre frente a mujer, y se daban de comer el uno al otro. Otras parejas más cariñosas tenían un trozo de carne entre los dientes y comían mientras se iban acercando el uno al otro, hasta que acababan en un beso y la gente de alrededor empezaba a reír. Señor Monje, aunque tengo mucha hambre juré que nunca volvería a comer carne. Sabía que aquello solo me estaba poniendo a prueba así que lo único que podía hacer era resistir la tentación y proseguir con mi historia.

Un gran número de sucesos importantes ocurrieron durante la Fiesta de la Primavera. El primero fue la tarde del cuarto día del nuevo año, es decir, al día siguiente de invitar al Señor Lan a cenar a nuestra casa y antes de que tuviéramos la oportunidad de limpiar la vajilla y los muebles que pedimos prestados para la ocasión. Madre y Padre estaban charlando mientras lavaban los platos. De hecho estaban hablando del Señor Lan. Cuando oí suficiente corrí al jardín, quité la lona que tapaba el mortero, saqué aceite y lo engrasé antes de llevarlo a la habitación lateral. Como mis padres habían recuperado la amistad con el Señor Lan ya no tenía un enemigo. Sin embargo eso no acabó con la necesidad de mantener mi arma en buen estado y estar alerta, ya que mis padres no paraban de repetir una y otra vez: «No existe el amigo de por vida ni el eterno enemigo». Eso quería decir que los enemigos de hoy se podrían convertir en amigos mañana y que los amigos de hoy también podrían volverse en enemigos. Y no hay nadie más violento y lleno de odio que los enemigos que una vez fueron tus amigos. Por eso era importante que cuidara bien de mi mortero. Si alguna vez surgía la oportunidad de usarlo, podría hacerlo de inmediato. Nunca me plantearía vendérselo a un comerciante de chatarra.

Empecé a quitar la capa de polvo y suciedad del mortero con algodón, desde el tubo hasta el pivote, de ahí a la mira y de ahí a la placa base. Lo limpiaba con mucho cuidado, sin olvidarme de ningún rincón, incluido el interior del tubo, para el que usé un palo envuelto de algodón dado que no me cabía el brazo. Una vez limpio, el mortero tenía un acabado metalizado, pero había muchas partes oxidadas después de tantos años. Era terrible, pero no podía hacer nada al respecto. Una vez intenté quitarlas raspándolas con un ladrillo y con lija pero tenía miedo de que levantara demasiado metal y afectase a la seguridad del proyectil. Después de quitar la vieja grasa eché una nueva capa de aceite con los dedos para lubricarlo bien. Por todos los rincones y ranuras, por supuesto. Había comprado este bote de aceite en un pueblo cerca del aeropuerto. Los habitantes de ese pueblo, que eran capaces de robar cualquiera cosa excepto un avión, me dijeron que era aceite de motor de aviones y yo me lo creí. Una capa protectora de ese aceite lo convertía en un mortero afortunado.

Mi hermana me observó mientras me ocupaba del mortero. No necesitaba darme la vuelta para saber que me seguía a todas partes, con los ojos bien abiertos. De vez en cuando me hacía preguntas: «¿Cómo se llama esa pieza?», «¿para qué sirve el mortero?», «¿cuándo lo vas a usar?», etc. Yo contestaba encantado a todas sus preguntas porque estaba orgulloso de ella y porque me gustaba asumir el papel de profesor.

En el instante en el que acabé el mantenimiento del mortero y estaba tapándolo con la lona entraron dos electricistas del pueblo. Con cara de sorpresa y los ojos encendidos se acercaron con tiento al mortero. Aunque ya tenían más de veinte años sus expresiones infantiles les hacían parecer niños pequeños. Hicieron las mismas preguntas que Jiaojiao pero mucho menos elaboradas. De hecho me parecieron unos estúpidos ignorantes, por lo menos en lo relacionado a las armas. Fue por eso que no les contesté con paciencia como hice con Jiaojiao. O les ignoraba o les tomaba el pelo. Por ejemplo, me preguntaron:

—¿Qué distancia alcanza este mortero?

—No mucha, hasta vuestra casa. ¿No me creéis? Venga vamos a probar. Apuesto a que puedo destruir por completo vuestra casa con un solo proyectil —contesté.

Mi broma no les apartó. En su lugar se agacharon y miraron en el interior del tubo, como si escondiera un secreto dentro. Entonces golpeé el tubo y grité en voz alta:

—¡Listos, apunten, disparen!

Casi se cayeron cuando se alejaron a trompicones de él, como dos conejos asustados.

—¡Cobardicas! —grité.

—¡Cobardicas! —repitió mi hermana.

Los dos chavales empezaron a reír tímidamente.

En ese momento entraron mis padres en el jardín y se remangaron, lo que dejó al descubierto los brazos blanquecinos de Madre y los morenos de Padre. Si no fuera por ese contraste nunca me hubiera dado cuenta de lo pálidos que eran los de Madre. Ambos tenían las manos rojas de haberlas metido en agua fría. Dado que Padre no recordaba los nombres de esos dos chavales vacilaba y tartamudeaba pero Madre sí sabía quiénes eran.

—Tongguang, Tonghui —les gritó con una sonrisa—. Cuánto tiempo. —Madre se giró hacia mi padre y le explicó—: Son los hijos de la familia Peng, ambos electricistas. Creo que les conoces.

Los dos hermanos Peng hicieron una reverencia a mi madre para mostrar sus respetos.

—Señora, nos mandó el alcalde. Venimos a instalar la red eléctrica en vuestra casa.

—¡Pero no hemos solicitado ese servicio! —exclamó Madre.

—Solo estamos siguiendo órdenes —dijo Tongguang—. Nos dijo que dejáramos todos los trabajos y que viniéramos a vuestra casa.

—¿Costará mucho dinero? —preguntó Padre.

—No lo sabemos —dijo Tonghui—. Nosotros solo nos encargamos de la instalación.

Madre vaciló unos segundos y luego dijo:

—Dado que os ha mandado el alcalde, adelante.

—Así nos gusta, señora, alguien con las cosas claras —exclamó Tongguang—. Al ser orden del alcalde os cobrará muy poco dinero.

—A lo mejor ni eso —dijo Tonghui—. Al fin y al cabo es el alcalde.

—Pagaremos lo que haga falta —dijo Madre—. No somos del tipo de personas que se aprovechan de los bienes públicos.

—La Señora Luo es muy generosa, todo el pueblo lo sabe —dijo Tongguang sonriendo—. La gente dice que traía a casa huesos que se encontraba en las montañas de chatarra y que los cocinaba para alimentar a Xiaotong.

—¡Qué tontería es esa! —contestó Madre enfadada—. Si queréis hacer vuestro trabajo hacedlo ahora mismo, si no, ¡fuera de mi jardín!

Los hermanos Peng salieron a la calle entre risitas para llevar la escalera plegable, los cables eléctricos, enchufes, medidores y otras cosas a nuestro jardín. Tenían una imagen imponente con su cinturón ancho de piel marrón, del que colgaban unas pinzas, cizallas, tornillos de colores y otras herramientas verdes y rojas. Madre y yo habíamos encontrado herramientas como esas en un callejón detrás de la planta de fertilizantes pero enseguida las llevó a una ferretería detrás del centro comercial y las vendió por trece yuanes. Eso la puso tan contenta que me recompensó con un panecillo relleno de carne. Los hermanos Peng, con las herramientas en la cintura, pusieron el tendido eléctrico por fuera de la casa y luego entraron. Madre les siguió. Padre se puso en cuclillas y observó el mortero con atención.

—Este es un mortero de ochenta y dos milímetros —dijo Padre—. Es japonés. Durante la Guerra de Resistencia lo mejor que podías hacer era echarle mano a uno de estos.

—Me sorprendes, Padre —exclamé—. No sabía que conocieras ese tipo de cosas. ¿Cómo son los proyectiles? ¿Has visto uno alguna vez?

—Serví en la milicia y participé en los entrenamientos organizados por el gobierno del distrito —dijo mi padre—. En aquel momento el regimiento de la milicia de nuestro distrito tenía cuatro morteros como este y yo era el segundo artillero. Me encargaba de transportar los proyectiles.

—¡Cuéntame más cosas! —dije emocionado—. Por favor, dime cómo son los proyectiles.

—Pues son como… como… —Padre cogió un palo y dibujó uno en la arena. Era una figura pequeña con una parte abultada en el medio y unas alas diminutas en un extremo—. Así es.

—¿Lo disparaste alguna vez? —pregunté.

—Pues me temo que sí —dijo Padre—. Como yo era el segundo artillero me encargaba de transportar los proyectiles al primer artillero, quien los cogía y… —Padre se puso detrás del mortero, se inclinó, abrió las piernas y las manos como si estuviese cogiendo un proyectil—. Luego los ponía así, y ¡boom!, salían disparados.

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