¡BOOM!

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Era noche cerrada y los cuatro transportistas estaban apoyados contra un ginkgo

con las barbillas tocando su pecho mientras roncaban. La solitaria gata abandonó su refugio en el árbol y se llevó a su casa la carne del camión plataforma que habían dejado los trabajadores, viaje tras viaje hasta que estuvo toda a buen recaudo. Una neblina blanca surgía del suelo, emborronándolo todo y añadiendo un aire de misterio a las luces rojas del mercadillo nocturno. Tres hombres con sacos de arpillera, redes y martillos, salieron de la oscuridad, apestando a ajo. Una farola de tungsteno encendida en el camino me ofrecía luz suficiente para ver sus sospechosas y cobardes miradas. «Señor Monje, rápido, los cazadores de gatos están aquí». Me ignoró. Había oído que algunos de los restaurantes habían creado un plato para el Festival de la Carne con gato como principal ingrediente para satisfacer los refinados paladares de los turistas del sur. Hacía tiempo, cuando vagabundeaba de noche por las calles de la ciudad, pasé una temporada con bandas de cazadores de gatos, así que en cuanto vi la herramienta de trabajo supe a qué habían venido. Me avergüenza admitir, Señor Monje, que cuando estaba sin blanca en la ciudad me uní a ellos. Sé que la gente de la ciudad cuida más a sus gatos que a sus propios hijos e hijas. Al contrario que los gatos normales, ellos raramente abandonan su cómoda casa para salir de noche, excepto cuando están en celo o listos para aparearse, y entonces merodean por las calles y los senderos buscando pasar un buen rato. La gente enamorada pierde la cordura; los gatos enamorados cometen trágicos errores. En ese tiempo, Señor Monje, me junté con tres tipos y salí una noche con ellos para esperar donde sabíamos que los gatos solían reunirse. Bajo un escándalo de chillidos y maullidos, nos acercamos sigilosamente a esos estúpidos y gordos gatos mimados que temblaban al ver un ratón y se apelotonaban los unos con los otros, y en el momento en que se emparejaban, el tipo de la red cazaba su presa con facilidad. Luego, mientras los gatos cazados luchaban en la red, el tipo del martillo corría y con un golpe bien dado teníamos dos gatos muertos. El tercer miembro del equipo los recogía y los metía en el saco de arpillera que yo sujetaba. Después nos marchábamos, pegados a la pared, en busca del siguiente gato que estuviese por ahí. El mejor alijo que conseguimos fueron dos bolsas llenas de gatos, que vendimos a un restaurante por cuatrocientos yuanes. Como yo no era un verdadero miembro del equipo, sino una especie de forastero, solo me dieron cincuenta yuanes, que gasté en un almuerzo y una cena. Fui una segunda vez, pero no los encontré en el pasadizo donde los había visto el primer día. Como sabía que nunca los encontraría por la mañana, esperé hasta que cayó la noche y lo hice en uno de esos lugares donde los gatos se reunían. Nada más llegar fui arrestado por la policía metropolitana. Sin ni siquiera un «cómo está» me dieron una paliza. Yo negué que estuviese allí para cazar gatos, pero uno de ellos señaló la sangre de mi camisa, me llamaron mentiroso y volvieron a pegarme. Tras eso, me llevaron a un lugar donde había docenas de dueños de gatos: ancianos y ancianas de pelo blanco, amas de casa ricas y enjoyadas y niños llorosos. En cuanto supieron que era un ladrón de gatos, se lanzaron contra mí, arrojando dolorosas acusaciones y liberando su odio sobre mi cuerpo. Los hombres me patearon las espinillas y los testículos, los puntos más dolorosos de mi cuerpo, oh, Madre, ¡cómo dolía! Las mujeres y las niñas fueron peores, si eso era posible. Me pellizcaron las orejas, me metieron los dedos en los ojos y me retorcieron la nariz. Una anciana cuyas manos temblaban se abrió paso hasta mí y me arañó la cara con ambas manos. Pensó que debía hacerme más daño, así que me mordió el cuero cabelludo. En algún momento me desmayé y cuando desperté estaba enterrado bajo una montaña de basura. Aparté con furia la basura que tenía encima, saqué la cabeza y respiré hondo varias veces. De algún modo saqué fuerzas para salir. Así que allí estaba yo, sentado en una montaña de basura, mirando las bulliciosas calles de la ciudad desde la distancia, dolorido, hambriento y sintiendo que me encontraba a las puertas de la muerte. Fue entonces cuando pensé en mi madre y mi padre, y en mi hermana, incluso en el Señor Lan. Pensé en lo libre que era de comer toda la carne que quisiese cuando era director del taller de la planta de carne, y podía beber tanto licor como quisiese, un tiempo en el que todos me respetaban, y las lágrimas cayeron como perlas de un collar roto. Estaba agotado, resignado a morir en la cumbre de esa montaña de basura. En ese momento crítico, Señor Monje, mi mano acarició algo suave y reconocí un olor familiar. Era un paquete de carne de burro, un regalo del pasado. En cuanto lo abrí y alimenté mi vista con su hermosa apariencia me escupió su queja: «Xiaotong Luo —me dijo—, tú eres el juez. Dicen que estoy caducado y que por eso me tiraron en esta pila de basura. Te digo que no hay nada malo en mí, soy tan nutritivo como siempre y huelo bien. Cómeme, Xiaotong Luo, y llevarás la felicidad a mi, de otro modo, desgraciada existencia». Me agaché de forma impulsiva, mi boca se abrió de manera automática y mis dientes repiquetearon excitados. Pero cuando la carne tocó mis labios, Señor Monje, recordé mi promesa. El día que mi hermana murió por comer carne envenenada, y con el dolor insoportable de la muerte, le hice la promesa a la luna de que jamás comería carne. Así que dejé la carne de burro en la pila de basura. Pero me encontraba famélico, a punto de morir de hambre. La cogí de nuevo, solo para que me recordase la pálida y fantasmagórica cara de Jiaojiao bajo la luz de la luna. En ese momento, Señor Monje, un trozo de carne de burro soltó una risa sombría: «Xiaotong Luo —me dijo—, te tomas tus promesas muy en serio. Me trajeron aquí para ponerte a prueba. Cualquiera, a punto de morir de hambre, que pueda mantenerse firme a una promesa ante un fragante trozo de carne es digno de alabanza. Basándome solo en esto, te auguro un glorioso futuro. Bajo las circunstancias correctas, podrías incluso convertirte en un dios que fuera recordado por la historia. Lo cierto es que no soy un trozo de carne de burro, soy carne de imitación enviada por el Dios Luna para ponerte a prueba. Mis ingredientes principales son soja y huevos blancos, con aditivos y fécula. Así que adelante, alivia tu mente y cómeme. Puede que no sea carne, pero ser devorado por el Dios de la Carne es mi buena fortuna». Con las palabras de esta imitación de carne aún sonando en mis oídos volví a llorar. Los cielos querían que sobreviviese. Al comer la imitación de carne, que sabía idéntica a la real, pensé en varias cosas. Una fue que, llegado el momento, me desterraría de este mundo de dominantes deseos. Si iba a convertirme en un Buda, que así fuera, pero si no, sería un taoísta inmortal, y si no, un demonio.

Hasta este momento me ha resultado imposible olvidar la noche que fui con Padre y Madre a felicitarle el Año Nuevo al Señor Lan. Aunque han pasado casi diez años desde entonces, y me he convertido en un adulto, y aunque haya intentado sacar esa noche de mi mente, los pequeños detalles no me lo permiten, como si fuesen metralla que se incrustase en la médula de mis huesos y se resistiese a ser extraída, demostrando con dolor que sigue ahí.

Ocurrió tras la visita de Qi Yao, la segunda noche del Año Nuevo. Habíamos terminado una cena ligera y Madre se volvió hacia Padre, que estaba disfrutando de un cigarrillo:

—Vámonos —ordenó—, cuanto antes nos marchemos, antes estaremos en casa.

—¿Tenemos que hacerlo? —preguntó Padre levantando la mirada entre el humo, manifiestamente molesto.

—¿Cuál es tu problema? —dijo triste—. Pensé que lo habíamos decidido esta tarde. ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

—¿Qué ocurre? —pregunté, tan curioso como siempre.

—¿Qué ocurre? —repitió Jiaojiao.

—Nada que os incumba, niños —contestó Madre.

Padre dirigió a Madre una mirada abatida.

—Creo que me quedaré en casa —dijo—. ¿Por qué no vas tú con Xiaotong y le felicitas de mi parte?

—¿Ir adónde? —pregunté. Habían despertado mi curiosidad—. Estoy listo.

—Cállate —gritó Madre con fastidio antes de volverse hacia Padre—. Sé lo importante que es para ti guardar las apariencias, pero una visita de Año Nuevo no va a humillarte. ¿Qué hay de malo en que unos ciudadanos muestren cortesía al alcalde?

—La gente hablará —dijo Padre manteniéndose en sus trece—. ¡No quiero que la gente diga que le beso el culo al Señor Lan!

—¿Llamas besar el culo a felicitar el Año Nuevo? —Madre no se lo podía creer—. El Señor Lan mandó que nos pusieran electricidad, nos envió regalos de Año Nuevo y les dio a nuestros hijos sobres rojos con dinero. No llamarías a eso besar el culo, ¿verdad?

—No es lo mismo…

—Todas esas promesas que me hiciste no significaban nada… —Madre se sentó en el banco cuando el rubor abandonó sus mejillas, que estaban húmedas por las lágrimas—. Al parecer —dijo con tristeza—, no tienes intención de quedarte con nosotros.

—¡El Señor Lan es un hombre importante! —A pesar del poco cariño que sentía hacia mi madre, odiaba verla llorar—. Papá —dije—, yo me alegro de ir. El Señor Lan es un hombre interesante del que merece la pena que seamos amigos.

—Él cree que el Señor Lan está por debajo —dijo Madre—, solo quiere ser amigo de imbéciles como Qi Yao.

—Qi Yao es un hombre malo, papá —dije—. Te insultaba cuando no estabas.

—Xiaotong, no te metas en asuntos de mayores —respondió Padre con suavidad.

—Creo que Xiaotong tiene más sentido común que tú. Ahora Madre estaba enfadada. Tras marcharte, el Señor Lan fue el único que nos trató bien. Qi Yao y el resto se alegraban viendo todo lo malo que nos estaba pasando. En momentos como esos es cuando se puede discernir quién es bueno y quién es malo.

—Yo también voy, papá —dijo Jiaojiao.

Padre soltó un suspiro.

—De acuerdo, como queráis. Iré.

Madre fue al armario y sacó una chaqueta de lana azul.

—Ponte esto —dijo en un tono que no permitía objeción.

Padre decidió no decir nada. En su lugar, se quitó su grasienta y andrajosa chaqueta y se puso la otra, obediente. Madre intentó abrocharle los botones pero él la apartó. Sin embargo no se resistió cuando le rodeó para alisarle la parte de atrás.

Salimos de casa como una familia y nos dirigimos hacia la avenida Hanlin, donde las luces callejeras instaladas poco antes de Año Nuevo estaban ya encendidas. Los niños jugaban en la calle al pilla pilla; un joven leía un libro bajo una de las luces; unos hombres perdían el tiempo con los brazos cruzados, sumidos en una improductiva charla. Cuatro jóvenes exhibían sus habilidades montando motos nuevas, apretando el acelerador para hacer el mayor ruido posible. Ocasionalmente sonaban petardos delante de las casas que ostentaban un par de linternas rojas en la puerta y una alfombra de confeti en el suelo. La víspera de Año Nuevo, Padre murmuró:

—Esos petardos, se diría que va a empezar la Tercera Guerra Mundial.

—Más petardos significan más dinero —dijo Madre—, y muestran lo efectivo que ha sido el liderazgo del Señor Lan.

Así era justo como nos sentíamos al bajar la avenida Hanlin. En cincuenta kilómetros a la redonda, el Pueblo de la Matanza era el único pueblo en el área donde las carreteras habían sido pavimentadas y se había instalado el alumbrado. Casi todas las familias vivían en casas de más de un piso, casas entejadas, muchas de ellas con interiores modernos.

Nuestra pequeña familia formada por nosotros cuatro bajó la avenida Hanlin de la mano. Era la primera vez que aparecíamos en público como una familia. También fue la última. Pero me llenó de orgullo y alegría. Jiaojiao caminaba contenta. Padre no parecía muy cómodo. Madre, en cambio, estaba calmada e imperturbable. Los viandantes nos felicitaban al pasar, aunque Padre apenas murmuraba una respuesta, mientras que Madre correspondía de forma efusiva. Cuando llegamos a la calle de la familia Lan, que daba al puente Hanlin, Padre empezó a ponerse nervioso. La calle tenía una docena de luces que iluminaban la verja negra en la que se habían pegado varios pares de objetos rojos, siguiendo la tradición. Luces de colores se proyectaban en el lejano puente Hanlin. Las instalaciones más grandes del pueblo estaban en la otra orilla, iluminadas por las luces festivas.

Sabía qué molestaba a Padre: eran las luces brillantes. Si por él hubiese sido, la calle habría sido profundamente oscuro para podernos ocultar. Habría sido feliz si hubiésemos podido ofrecer nuestras felicitaciones de Año Nuevo en la más completa oscuridad, fuera de la vista del resto. También sabía que los sentimientos de mi madre eran justamente opuestos. Quería que la gente fuera testigo del hecho de que íbamos a felicitar al Señor Lan, que una estrecha amistad había crecido entre nosotros, lo que en definitiva significaba que su marido, mi padre, había pasado página, transformándose de desprestigiado vagabundo en un honesto hombre de familia.

Sabía que el pueblo hablaba de nosotros, habladurías que se centraban en las virtudes de mi madre. «Yuzhen Yang —decían— es toda una mujer. Aguanta la adversidad, es fuerte, paciente y previsora, y es muy sensata; en definitiva, alguien a quien no puedes tomar a la ligera». También supe que llegaron a decir: «Ya veréis, no habrá que esperar mucho a que la familia crezca».

No había nada fuera de lo normal en la verja de la casa del Señor Lan; lo único que estaba en peores condiciones que las de sus vecinos. De hecho, parecía más pobre incluso que la nuestra. Nos quedamos en los escalones y golpeamos la aldaba contra la puerta; lo siguiente que oímos fueron los frenéticos ladridos y los gruñidos amenazantes de sus perros al otro lado. Jiaojiao se apretó contra mí.

—No tengas miedo, Jiaojiao —la tranquilicé—, sus perros no muerden.

Madre llamó de nuevo, pero no hubo respuesta, excepto por los perros.

—Vámonos —instó Padre—. Deben haber salido.

—Si es así, alguien ha debido quedarse vigilando el lugar —dijo Madre.

Llamó otra vez, ni muy fuerte ni muy suave, con un ritmo moderado. El mensaje implícito era: «No dejaré de llamar hasta que salgas a ver quién está aquí».

Sus esfuerzos enseguida fueron respondidos. Entre ladrido y ladrido escuchamos el sonido de la puerta abriéndose, seguido de la fresca voz de una niña. Habló a los perros:

—Dejad de ladrar.

Después del sonido de unos pasos acercándose a la puerta por fin se oyó una pregunta (lanzada con impaciencia) desde el otro lado:

—¿Quién es?

—Somos nosotros —respondió Madre—. ¿Eres Tiangua? Soy Yuzhen Yang, la madre de Xiaotong Luo. Estamos aquí para desearos un feliz Año Nuevo.

—¿Yuzhen Yang? —preguntó la niña con curiosidad.

Madre me dio un empujón para que dijese algo. Tiangua era la única hija del Señor Lan. Había crecido bastante y su padre podría haber tenido otro hijo si hubiese querido. No lo tuvo. Recordaba vagamente haber oído a alguien decir que la mujer del Señor Lan estaba enferma y no había salido de la casa en años. Yo conocía a Tiangua, una niña con el pelo lacio y castaño y dos hilos de mocos sobre su boca la mayor parte del tiempo. Era más cochina que yo y nada comparable a mi hermana. No me gustaba nada, así que ¿por qué quería mi madre que dijese algo? ¿Se suponía que debía ser más atrevido que ella?

—Tiangua —dije al final—, abre la puerta. Soy yo, Xiaotong Luo.

Tiangua asomó la cabeza por la puerta entreabierta y lo primero en que me fijé fue que no tenía mocos y que llevaba una chaqueta muy bonita. Después me percaté de que su pelo no era tan lacio como pensaba y estaba limpio y peinado. En definitiva, era una niña más guapa de lo que yo recordaba.

Me analizó con una extraña mirada, entornando los ojos, y esos ojos rasgados unidos a su cabello claro me recordaron a los zorros que había visto hacía poco

(de nuevo los zorros, lo siento, Señor Monje, no quiero hablar de ellos, pero siguen viniéndome a la cabeza), zorros que habían sido criados como animales exóticos, pero ahora había tantos que no podían ser vendidos, y se compraban al por mayor con un gran descuento en el Pueblo de la Matanza, donde eran sacrificados y su carne, mezclada con carne de perro, vendida.

Los matarifes no se olvidaban de llenar los cuerpos de zorro de agua, aunque el proceso fuera más difícil que con las vacas y los cerdos, porque su carne era más gruesa y por tanto más difícil de trabajar. Ahí fue hasta donde volaron mis pensamientos cuando escuché la voz de Tiangua.

—Mi padre no está en casa.

Pero guiados por mi madre nos abrimos paso a través de la puerta quitando a Tiangua del medio. Vi a sus bien alimentados perros saltar inquietos, con sus ojos y dientes brillando a la luz, las correas metálicas sonando al tensarse. Estaban todo lo cerca de ser lobos que un perro pueda estar, y esas cadenas eran las que los mantenían alejados impidiendo que nos hicieran trizas. El día que fui a invitar al Señor Lan a cenar no parecían tan fieros como ahora que estaba con mis padres y mi hermana.

—Tiangua —dijo Madre una vez la había echado a un lado para entrar al jardín—, no pasa nada porque tu padre no esté en casa, nos alegramos de saludaros a ti y a tu madre y hablar unos minutos.

Antes de que Tiangua pudiera reaccionar, vimos al Señor Lan, grande y alto, en la puerta del ala este de su casa.

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