¡BOOM!

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Los tres cazadores de gatos eran despiadados. Uno lanzaba la red y capturaba al gato, otro golpeaba con el martillo y lo mataba. Después iba a parar al saco de arpillera. Quería ir al rescate del gato, pero llevaba sentado sobre mis piernas demasiado tiempo y se me habían dormido. «Acaba de tener una camada de gatitos —grité—. ¡Dejadla en paz!». Mi voz cortó el aire como un cuchillo (hasta yo pude sentirlo) pero hicieron oídos sordos a mi súplica, concentrados en los avestruces que se habían agrupado en una esquina. Cargaron excitados contra los pájaros como lobos hambrientos. Sorprendidos, los avestruces gritaron antes de la inevitable lucha por echar a volar. Una de las aves, un macho, saltó y golpeó en la nariz con una de sus fuertes patas al que llevaba la red. Luego echaron a correr en todas direcciones con los cuellos estirados al máximo, intentando levantar el vuelo, pero pronto se volvieron a reunir y escaparon hacia la carretera. En la oscuridad, el ruido de las patas de avestruz golpeando el pavimento se disipó. El cazador herido estaba sentado en el suelo tapándose la nariz, con la sangre escapando entre sus dedos. Sus compañeros le ayudaron a levantarse y le consolaron en voz baja. Pero cuando le soltaron volvió a caer al suelo, como si sus huesos se hubiesen convertido en tendones incapaces de sostenerle. Las palabras de consuelo de sus compañeros fueron ahogadas por sus sollozos y lloriqueos. Solo entonces uno de ellos descubrió tres avestruces sin cabeza y la emoción casi le hizo tambalearse. «Número Uno —gritó, saltando de alegría—, deja de llorar, ¡tenemos carne!». Su compinche herido dejó de llorar de golpe y apartó las manos de su nariz. Los ojos de los tres se fijaron en los cuerpos de los tres avestruces; se quedaron congelados. Luego la emoción les embriagó, incluyendo al que estaba herido, que se puso a dar saltos. Sacaron al gato de su saco. Este se puso a dar vueltas maullando, lo que demostraba que el golpe había sido serio pero no fatal. Los hombres intentaron meter los avestruces en el ahora vacío saco, pero eran demasiado grandes, no cabían. Plan B: olvidarse del saco y llevarse los avestruces cogiéndolos de las patas, uno cada uno, como burros arrastrando un carro hacia la carretera. Les vi alejarse, siguiendo el rastro de sus alargadas siluetas.

Un par de radiadores eléctricos calentaba el ala este de la casa del Señor Lan, con sus anchos cables de tungsteno ardiendo al rojo vivo tras las cubiertas transparentes. Todos esos años buscando comida con Madre me habían enseñado mucho, pero nada tan importante como la manera en que funcionan los aparatos eléctricos. Sabía que ese radiador no era de bajo consumo, que la enorme cantidad de energía que consumía lo hacía poco práctico para la mayoría de la gente. El Señor Lan llevaba un suéter de punto con cuello en V sobre una camisa blanca y una corbata de rayas rojas a pesar de estar en una habitación demasiado caldeada. Se había afeitado las patillas y cortado el pelo, que antes conseguía apartar la atención de la oreja que tenía mordida por la mitad. Sus mejillas recién afeitadas habían empezado a mostrar flacidez y sus párpados estaban hinchados, aunque nada de eso cambiaba la nueva imagen que yo tenía de él. ¿Un campesino? Lo dudaba mucho. No, estaba claro que pertenecía a la nómina del gobierno. Su vestimenta y comportamiento dejaron a mi padre, con su chaqueta de lana, por los suelos. Nada en él indicaba molestia por el hecho de que hubiéramos aparecido allí sin ser invitados. Nos pidió de forma educada que nos sentásemos y hasta me acarició la cabeza. Mi trasero terminó reposando en el sofá de cuero negro, tan cómodo y suave que parecía estar sentado en una nube. Jiaojiao subió su culito al sofá y rio. Padre y Madre se sentaron respetuosamente en el borde del sofá, tan respetuosamente que no podían percatarse de lo cómodo que era. El Señor Lan se acercó a un armario que había en la pared y trajo una preciosa caja de metal; la abrió, sacó bombones envueltos en papel dorado y nos los dio a Jiaojiao y a mí. Ella dio un mordisco a uno y lo escupió.

—¡Es medicina! —gritó.

—No es medicina, es chocolate —la corregí, mostrando algunos de los conocimientos que había adquirido cuando trabajaba de chatarrero con Madre—. Cómetelo. Es nutritivo y tiene muchas calorías. Todos los atletas lo toman.

La mirada de aprobación del Señor Lan me hizo sentir orgulloso. Pero sabía mucho más que eso. Buscar chatarra era la enciclopedia de la vida. Recoger basura y convertirla en calorías es como leer un libro de divulgación científica. Cuanto más mayor me hacía, más apreciaba el valor del conocimiento que obtuve durante esos años en los que salí con Madre; fueron mi parvulario, mi primaria y mi secundaria, con un sinfín de beneficios.

Jiaojiao se negó a darle otro mordisco al bombón, así que el Señor Lan volvió al armario y sacó una bandeja de avellanas, almendras, pistachos y nueces, que colocó en una mesita de té junto al sofá. Entonces se arrodilló ante nosotros, cogió un martillo y abrió una nuez y una avellana. Con cuidado sacó la carne de los frutos de sus cáscaras y la puso frente a mi hermana.

—Los malcriará, Señor Alcalde —dijo Madre.

Como respuesta, el Señor Lan ignoró el comentario de mi madre.

—Yuzhen Yang —dijo—, eres una mujer afortunada.

—¿Afortunada? —contestó Madre—. No puedes ser afortunada con la cara de un mono.

El Señor Lan examinó la cara de mi madre.

—Alguien que se infravalora así —dijo él con una sonrisa— merece todo mi respeto.

Madre se sonrojó.

—Señor Alcalde —dijo ella—, este ha sido un maravilloso Año Nuevo para mi familia, todo gracias a usted, y estamos aquí para felicitarle las fiestas. Xiaotong, Jiaojiao, vosotros sois más jóvenes, arrodillaos y reverenciaos ante él.

—No, no, no… —dijo el Señor Lan poniéndose en pie y agitando sus grandes manos—. Yuzhen Yang —dijo—, solo a ti se te ocurre tan elaborada cortesía, no la merezco en absoluto. ¿Has echado un vistazo a los niños que estás educando? —Se arrodilló frente a nosotros y nos acarició las cabezas—. Tienes un verdadero Niño de Oro y una Niña de Jade —nos elogió de manera extravagante—. Nada podrá evitar que disfruten de un futuro maravilloso. Por lo que a nosotros respecta, no importa cuánto lo intentemos, siempre seremos peces en el fondo de un dique. No hay dragones entre nosotros. Pero ellos, ellos son distintos. Puede que no conozca a mis caballos, pero conozco a la gente. —Estiró el brazo, tomándonos de la barbilla y mirándonos a los ojos. Entonces levantó la mirada hacia mis padres—. Quiero que miréis bien estas caras perfectas. Os garantizo que estos dos os harán sentir orgullosos.

—Les alienta demasiado, Señor Alcalde —contestó con recato Madre—. Son solo unos niños que no entienden de nada.

—Señor Alcalde, los dragones engendran dragones, los fénix engendran fénix. Con un padre como yo… —añadió Padre.

—Esa no es manera de hablar —le interrumpió el Señor Lan—. Tong Luo —dijo aumentando la pasión de sus palabras—, nosotros los campesinos hemos tenido que salir del paso durante décadas, hasta que perdimos incluso el respeto por nosotros mismos. Hace diez años entré en un restaurante de la ciudad y no sabía pedir ni una sola cosa del menú. El camarero, que enseguida perdió la paciencia, golpeó el filo de la mesa con su bolígrafo y dijo: «¿Qué sabéis los campesinos de pedir comida? Aquí está mi recomendación: pedid estofado de carne y vegetales. Es barato y os llenará». «¿Estofado? —dije yo—, esas son las sobras de otros clientes que echáis al caldero y las calentáis». Uno de los hombres que iba conmigo me dijo que pidiésemos el estofado, pero yo contesté que no. «¿Qué cree que somos? ¿Una piara de cerdos? ¿Solo merecemos comer lo que otros han dejado?». Le gustase o no, yo quería alguna especialidad de la casa, así que pedí dragón verde sobre nieve y cerdo frito con apio. Pero cuando volvieron de la cocina, el dragón verde sobre nieve no era más que pepino acompañado de azúcar. Me quejé al camarero, que puso los ojos en blanco y dijo: «Ese es el dragón verde sobre nieve. —Y antes de marcharse añadió—: ¡Tortugas pueblerinas!». Eso me enfureció tanto que me salía humo de las orejas, pero me tragué mi enfado. Me juré que algún día un paleto controlaría la vida de esos urbanitas.

El Señor Lan sacó de su pitillera dos cigarros Zhonghua, le pasó uno a Padre y se encendió otro para él, adoptando una pose solemne con cada calada.

—En esos tiempos… —tartamudeó Padre para participar en la conversación—, así funcionaban las cosas.

—Así que ya ves, Tong Luo —dijo el Señor Lan en tono pesimista—, es importante salir y hacer dinero. En momentos como estos un hombre con dinero es un patriarca; un hombre sin él es como un nieto. Con él te mantienes recto y alto; sin él, vas encorvado. Ser el alcalde de este pueblo no significa nada para mí. ¿Has comprobado el linaje de los Lan? De los que tenían títulos oficiales, incluso el más bajo era al menos intendente. No estoy feliz con lo que fuimos una vez. Quiero guiar a la gente hacia caminos de riqueza. No solo eso, quiero hacer de este un pueblo rico. Ya tenemos carreteras e iluminación en las calles y hemos arreglado el puente. Lo próximo es levantar un colegio, un parvulario y una residencia de ancianos. Por supuesto tengo razones personales para querer un colegio, pero voy más allá. Me he comprometido a restaurar la mansión Lan hasta recobrar su grandeza original y abrirla al público como atracción turística, todas las ganancias serían para el pueblo, por supuesto. Tong Luo, una larga amistad une a nuestras familias. Tu abuelo, un mendigo que se pasaba todo el día maldiciendo junto a nuestra puerta, se convirtió en uno de los mejores amigos de mi abuelo. Cuando mi tercer tío y su familia huyeron a la zona nacionalista durante la Guerra Civil, fue tu abuelo quien les llevó en su carro. Eso es un acto de amistad que la familia Lan no se atreverá a olvidar. Así que, buen hermano mío, no hay razón por la que tú y yo no debamos aliarnos y hacer cosas importantes. ¡Tengo grandes planes y la seguridad de ver más allá de ellos! —El Señor Lan aspiró una larga calada de su cigarro antes de continuar—. Tong Luo, sé que desapruebas que los matarifes inyecten agua en las carcasas de los animales. Pero has de mirar más allá del pueblo. ¿Dónde encontrarás otro pueblo en el campo, en la provincia, en todo el país, donde no se inyecte agua en la carne? Si todos lo hacen menos nosotros, no solo fracasaremos a la hora de ganarnos la vida sino que terminaremos en números rojos. Si nadie más lo hiciese, tampoco lo haríamos nosotros, por supuesto. Vivimos un tiempo que los estudiosos dicen que se caracteriza por la acumulación de capital. ¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que la gente hará dinero cueste lo que cueste, y que el dinero de cada uno está manchado con la sangre de otros. Una vez pasemos esta fase, el comportamiento moral volverá a estar de moda. Pero en los tiempos de comportamiento inmoral, si nos empeñamos en ser morales tal vez nos muramos de hambre. Tong Luo, hay mucho que discutir, así que tú y yo nos sentaremos un día y tendremos una larga charla. ¡Oh, qué narices me pasa! Olvidé servir el té. Queréis un poco, ¿verdad?

—Nada para nosotros —dijo Madre—. Ya le hemos robado mucho tiempo. Tan solo nos quedaremos un poquito más y después nos marcharemos.

—Ya que están aquí, ¿qué prisa tienen? Tong Luo, verte aquí es un lujo insólito. De todos los hombres del pueblo, eres el único que nunca había pasado por mi casa, hasta hoy. —Se puso en pie, se acercó al armario y sacó cinco copas de tallo alto—. En lugar de un té, vamos a tomar una copa. Es como se hace en Occidente.

Escogió una botella de licor importado. Era Remy Martin XO, un brandy que se vendía al menos a mil yuanes. Una vez, en la ciudad, Madre y yo compramos una botella por trescientos yuanes en la famosa calle Corrupción de la ciudad y luego la revendimos en una pequeña tienda cerca de la estación de tren por cuatrocientos cincuenta. Sabíamos que los que nos lo habían vendido eran familia de algunos oficiales que recibían esas botellas como regalo.

El Señor Lan sirvió el brandy en las cinco copas.

—Para los niños no —dijo Madre.

—Un poquito no les hará daño.

El líquido ámbar creaba una extraña luz en la copa. El Señor Lan alargó la suya; nosotros le imitamos. Entonces la levantó para brindar.

—¡Feliz Año Nuevo! —dijo.

Nuestros vasos chocaron tintineando con un sonido muy agradable.

—¡Feliz Año Nuevo! —repetimos nosotros.

—Bueno, ¿cómo lo preferís? —dijo agitando el líquido en su vaso, mirándolo fijamente—. Podéis añadirle hielo o incluso té.

—Tiene un olor interesante —dijo Madre.

—¿Cómo va a saber un granjero distinguir lo bueno de lo malo? —preguntó Padre—. Lo está malgastando con nosotros.

—No digas cosas como esas, Tong Luo —dijo el Señor Lan—. Quiero que seas el gran Tong Luo de antes de que te fueras al noreste, no este hombre simple y pasivo que eres ahora. Ponte recto, amigo mío. Cuando ir con la espalda recta se convierte en un hábito es imposible romperlo.

—Tío Lan tiene razón, Padre —dije yo.

—Xiaotong, ¿quién te crees que eres llamándole Tío Lan? —gritó Madre dándome un bofetón.

—¡Genial! —exclamó sonriendo el Señor Lan—. Así es exactamente como quiero que me llames. Desde ahora Tío Lan. Me encanta cómo suena.

—Tío Lan —ahora era el turno de Jiaojiao.

—¡Magnífico! —dijo animado el Señor Lan—. Sencillamente magnífico. Eso es lo que quiero, niños.

Padre tomó su copa, echó la cabeza hacia atrás y se bebió el licor.

—Señor Lan —dijo él—, solo tengo una cosa que decirle. Desde ahora trabajo para usted.

—No, no trabajas para mí, trabajamos juntos —le corrigió el Señor Lan—. Te diré lo que estoy pensando. Podemos hacernos con una de las que fueron fábricas comunitarias y reconvertir el edificio en una planta de empaquetado de carne. Una fuente importante me ha informado de que en la ciudad hay unos oficiales indignados por lo de las inyecciones de agua en la carne y que están a punto de decretar un proyecto de seguridad cárnica. Lo siguiente será ilegalizar los mataderos independientes, lo que terminaría con nuestra prosperidad. Necesitamos adelantarnos a que eso pase creando una planta de empaquetado. Recibiremos a cualquier ciudadano dispuesto a unirse a nuestro consorcio. En cuanto al resto, bueno, nunca tendremos escasez de mano de obra, ya que el desempleo es enorme en los pueblos… —El Señor Lan fue interrumpido por una llamada de teléfono. Contestó, habló brevemente con quien fuese, y colgó—. Tong Luo —dijo, mirando el reloj digital de la pared—, me ha surgido algo, así que seguiremos otro día.

Nos pusimos en pie y nos despedimos, pero no sin que antes Madre mirase dentro de su bolso de cuero sintético y sacase una botella de Maotai. La colocó sobre la mesita de té.

—Yuzhen Yang —dijo el Señor Lan, algo incómodo—, ¿qué es esto?

—No se enfade, Señor Alcalde —contestó Madre con una sincera sonrisa—. Qi Yao lo llevó a mi casa anoche como regalo para Tong Luo. ¿Cómo íbamos nosotros a beber algo tan caro? Preferimos que lo tenga usted.

El Señor Lan cogió la botella y la acercó a la luz para mirarla mejor. Después sonrió y me la dio.

—Xiaotong, tú eres el juez. ¿Es auténtico o una imitación?

Sin mirar siquiera la botella, contesté con total seguridad:

—Una imitación.

El Señor Lan tiró la botella al cubo de basura junto a la pared y rio con ganas.

—¡Sobrino, eres un experto!

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