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El dorado y rollizo ganso ahora no era más que una montaña de huesos. El niño se recostó y resopló con rotundidad, poniendo cara de satisfacción tras haber comido. Los rayos de sol posándose en su cara dibujaban una imagen encantadora. Laoda Lan caminó hacia él, se agachó y dijo con cariño: «¿Has comido suficiente?». El niño puso los ojos en blanco y eructó. Después los cerró y Laoda Lan se levantó. Una señal a su séquito y una de las niñeras se acercó obediente a quitar el babero que el niño tenía bajo la barbilla, mientras que su compañera limpiaba con cuidado la grasa de la comisura de su boca con un pañuelo limpio. Molesto, el niño le apartó la mano y dejó escapar un ruido extraño. Los portadores levantaron el palanquín y siguieron hacia la carretera, las niñeras caminaban a su lado, trotando a duras penas para alcanzar los largos pasos de los portadores.

Padre se levantó, alzó su copa hacia el tío abuelo Han, y dijo:

—Brindo por ti, jefe de estación Han.

¿De qué iba todo eso? Pronto lo descubrí. Meses antes, Tío Han había sido jefe de comedor del condado, pero ahora dirigía la estación de inspección cárnica. Llevaba un uniforme gris claro con hombreras rojas y un sombrero alto con una gran insignia roja también. Reacio a levantarse, apenas se incorporó para chocar su copa con la de Padre y luego volvió a sentarse. Ese movimiento fue extraño, parecía un recortable de papel.

—Jefe de estación Han —escuché decir a mi padre—, necesitaremos que vigiles la planta por nosotros.

Tío Han tomó un trago antes de coger con sus palillos un buen trozo de carne de perro y llevárselo a la boca.

—Luo —escupió al masticar—, no te preocupes. Esta planta puede que esté en tu pueblo, pero abastece al condado, incluso a la ciudad. Vuestra carne se puede encontrar en cada rincón, y no exagero si digo que se ha degustado en la mesa del gobernador provincial cuando ha recibido a dignatarios extranjeros. ¿Cómo no iba a ayudaros?

Padre miró al Señor Lan, en el asiento de honor, como si le pidiese ayuda. Pero el Señor Lan respondió con lo que parecía una sonrisa confiada. Madre, que estaba sentada junto a él, rellenó la copa del Señor Han, cogió la suya y se levantó.

—Jefe de estación Han —dijo—. Hermano Mayor Han, no te levantes. Enhorabuena por tu ascenso. Salud.

—Hermana —contestó el Señor Han poniéndose en pie—, puedo permanecer sentado para beber con Tong Luo, pero no contigo —dijo con emoción—. Todos saben que Tong Luo ha llegado tan lejos gracias a ti. Él es el jefe de esta planta, pero tú eres la que de verdad se encarga de todo.

—Jefe Han —contestó Madre—, por favor, no digas eso. Solo soy una mujer, y aunque una mujer puede conseguir algo de vez en cuando, los asuntos importantes se deben dejar a los hombres.

—¡Eres demasiado modesta! —dijo el Señor Han brindando con ella con estrépito y apurando su copa después—. Señor Lan —continuó—, mientras estamos aquí juntos quiero que sepa con exactitud lo que está pasando. El gobierno condal no me asignó este puesto a la ligera. Lo pensaron mucho. Curiosamente, no tenían autoridad para designarme, solo para recomendarme. El gobierno municipal tenía la última palabra. —Hizo una pausa mirando a toda la mesa, dándoselas de importante—. Así que ¿por qué me eligieron? Porque conozco el Pueblo de la Matanza bien, y porque soy una autoridad en el tema de la carne. Distingo la buena de la mala, y si mis ojos no notan la diferencia, lo hace mi nariz. Sé todo sobre cómo el Pueblo de la Matanza se enriqueció y conozco sus acciones turbias. Y no solo yo. La gente en el gobierno condal y municipal está al tanto de que inyectabais agua y químicos en la carne. También utilizabais carne de animales enfermos y la vendíais a la ciudad. ¿Ya os habéis enriquecido bastante con vuestro delito? —Tío Han miró al Señor Lan, que se limitó a sonreír—. Señor Lan —continuó—, has triunfado donde otros fracasaron por tu habilidad para ver a lo grande; sabías que estas tácticas deshonestas no son buenas a la larga. Así que tomaste la iniciativa de deshacerte de los matarifes independientes y fundaste esta planta antes de que el gobierno se entrometiera. Fue una sabia decisión. Rascaste a los jefes justo donde les picaba. La idea es convertirnos en el mayor productor de carne de la provincia, del país y del mundo entero. Maldita sea, Señor Lan, tú eres el más grande de los gánsteres, nunca haces algo pequeño. Puedo imaginarte robando el tesoro del embajador o seduciendo a la emperatriz. Algo pequeño, como un ratón robando un trozo de grasa, no merece la pena. Así que quiero darte las gracias. Si no existiese la Planta de Empaquetado de Carne, no habría estación de inspección, y sin ella, obviamente, no existiría el puesto de jefe de estación. ¡Brindo por usted! —El Señor Han se puso en pie y brindó con todos. Después bebió—. ¡Muy bueno! —dijo alabando la bebida.

Biao Huang entró con una bandeja caliente. Dentro había la mitad de una cabeza de cerdo cubierta de salsa roja. El aroma inundó a todos en la mesa. El sabor estaba muy especiado y no hubiese gustado a un verdadero experto. Los ojos del Señor Han se iluminaron.

—¿Habéis inyectado agua a esta cabeza de cerdo, Biao Huang?

—Jefe de estación Han —contestó Biao Huang respetuosamente—, lo que aquí ve es la cabeza de un jabalí que el director me envió a comprar a Montaña del Sur. No se ha añadido una sola gota de agua. Pruébela y compruébelo usted mismo. Podemos ponerle una venda en los ojos, pero no en su boca.

—Me gusta cómo suena eso.

—Usted es un experto en lo que a carne se refiere. Nunca alardearía ante usted.

—De acuerdo, lo probaré. —El Señor Han tomó sus palillos y los clavó en la carne, que se despegó de los huesos. Eligió un trozo de carrillada del tamaño de un ratón y se lo metió en la boca. Con un moflete hinchado, parpadeó al masticar, y después tragó—. No está mal —dijo al limpiarse los labios con la servilleta—, pero no tiene nada que hacer contra la cabeza de cerdo de Tía Burrita.

Un gesto de vergüenza apareció en la cara de Padre, y a Madre se la notaba tensa.

—Comed todos mientras esté caliente —dijo el Señor Lan—. Frío pierde su gusto.

—Claro, mientras esté caliente —coincidió el Señor Han.

Biao Huang se escabulló mientras los comensales clavaban sus palillos en la cabeza del cerdo. No me vio esconderme detrás de la ventana, pero yo sí le veía. Su sonrisa servil al dirigirse a la puerta cambió a una astuta y maliciosa mueca al salir. Su cambio fue inquietante, y le oí murmurar:

—Muy bien, gente, ahora es el momento de que probéis mi pis.

Me parecía que había pasado tanto tiempo desde que Biao Huang orinó en la olla de carne que ya resultaba algo irreal, como un sueño. Además, ya no me parecía nada especial que una preciosa y suculenta cabeza de perro se remojara en orina de hombre. Mi padre se la comió, mi madre se la comió, y no ocurrió nada. No había necesidad de decirles que la carne había sido realzada con el pis de Biao Huang. Comían la carne que se merecían. Lo cierto es que les encantó. Sus labios brillaban como cerezas frescas.

No les llevó mucho tiempo comérselo y bebérselo todo hasta que sus caras reflejaron la satisfacción tras una buena comida.

Biao Huang limpió la mesa, incluida la carne fría, trozos que se habían echado a perder, aunque no del todo, ya que se los tiró al perro atado fuera de la cocina. Tumbado con pereza en el suelo, eligió los trozos que más le gustaban y comió solo esos. ¡Qué exasperante! ¡Qué sobrecogedor! ¿Quién puede imaginar a una mascota olisqueando carne cuando hay personas en el mundo que no pueden permitírsela?

Pero no tenía tiempo que perder con un perro malcriado, regresé y vi más cosas en otra habitación. Mi madre limpió la mesa con un trapo antes de cubrirla con un fieltro azul. Después fue a buscar el juego de

mahjongg que había en el armario de la pared. Sabía que algunos vecinos del pueblo jugaban al

mahjongg, y algunos incluso apostaban. Pero Padre y Madre siempre se habían mostrado reticentes con el juego. Una vez, Madre y yo cruzábamos un callejón que había al lado este de la casa del Señor Lan cuando escuchamos los chasquidos de las fichas de

mahjongg. Con una mueca de desaprobación me dijo: «Hijo, merece la pena saber de todo, menos del juego». Aún recuerdo su gesto severo, pero obviamente el

mahjongg no le era extraño.

Madre, Padre, el Señor Lan y el Señor Han se sentaron alrededor de la mesa, mientras un joven que vestía el mismo uniforme que el Señor Han (su sobrino y asistente) servía el té para los cuatro jugadores. Después se retiró a sentarse y fumar.

Vi varios paquetes de cigarrillos de alta gama en la mesa, cada uno costaba más que media cabeza de cerdo. Padre, el Señor Lan y el Señor Han eran fumadores empedernidos. Madre no fumaba, pero hizo el paripé de encender uno y lo sostuvo entre sus labios mientras organizaba sus fichas con destreza. Parecía una de esas

femmes fatales que se ven en la películas antiguas, y casi no podía creer lo mucho que había cambiado en unos pocos meses. La que antes iba despeinada y vestía como una pordiosera, Yuzhen Yang, la que pasaba los días entre la chatarra, había dejado de existir. Era tan milagroso como ver a una oruga convertirse en mariposa.

No eran los típicos jugadores de

mahjongg. No, ellos eran jugadores de categoría. Cada uno estaba sentado tras un montón de dinero, ningún billete menor de diez yuanes. El dinero se agitó al mezclar las fichas. El montón del Señor Han creció según avanzaba la partida. Tenía que parar de vez en cuando a secarse el sudor y con frecuencia se recogía las mangas y frotaba las manos; se quitó el sombrero y lo lanzó al sofá que tenía a la espalda. El Señor Han no dejó de sonreír. Padre tenía un gesto de indiferencia. Madre era la única animada de todos, y murmuraba cosas para sí. Su tristeza no parecía muy real, era solo un ardid para dejar al Señor Han saborear la victoria.

—Se acabó —dijo ella tras un rato—. Yo me retiro. He tenido una suerte horrible.

El Señor Han reunió su montaña de dinero y lo contó.

—¿No quieres ganar un poco de esto?

—¡Ni hablar! Señor Han, gracias a mí te ha ido de maravilla. La próxima vez lo recuperaré todo. Tal vez gane hasta tu uniforme.

—Bobadas —dijo el Señor Han—. Desafortunado en el amor, afortunado en el juego. Como nunca tengo suerte en el amor, siempre ganaré.

Desde el principio hasta el final mantuve la mirada sobre las manos del Señor Han mientras contaba su dinero, y calculé que en dos horas había ganado nueve mil yuanes.

El humo se levantaba, los fuegos resplandecían y la multitud alborotaba en los puestos con los asadores al otro lado de la carretera, una escena de frenética actividad. Pero solo los guardaespaldas de Laoda Lan estaban de pie con los brazos cruzados frente a los cuatro puestos colocados en el jardín del templo, mientras él caminaba de un lado a otro de la verja. Fruncía el ceño como si cargase con una preocupación terrible. Los hambrientos participantes del festival nos miraban al ir y venir, pero no se acercaban a nosotros. Los cocineros seguían dando la vuelta a la carne que tenían en el asador y que había empezado a humear. Vi que comenzaban a sentirse molestos, pero su gesto se convertía en una aduladora sonrisa cuando los guardaespaldas les miraban. El cocinero que asaba un ganso escondía un cigarrillo al que daba caladas cuando nadie le veía. El eco de canciones llegaba a través del viento. Eran canciones de una taiwanesa de hacía treinta años. Eran famosas cuando era pequeño y viajaba por China, de la ciudad al pueblo y del pueblo a la aldea. El Señor Lan decía que su tío fue el único mecenas de la cantante. Ahora sus canciones habían vuelto y con ellas también había vuelto el pasado; con un vestido negro bajo un chaleco blanco, el flequillo cortado justo por encima de sus cejas fue volando como una hermosa golondrina hacia el otro lado de la carretera y se lanzó a los brazos de Laoda Lan. «Hermano Mayor Lan», maulló coquetamente. Él la cogió en brazos, le dio un par de vueltas, y luego la dejó en el suelo. Cayó sobre una gruesa alfombra de lana en la que habían sido bordados un fénix macho y una hembra retozando sobre peonías; una colorida imagen. El cuerpo desnudo de la cantante, que tenía los ojos acuosos, estaba iluminado por una lámpara chandelier. Laoda Lan la rodeó varias veces con las manos detrás de la espalda como un tigre jugando con su presa. Ella se arrodilló y dijo con voz melosa: «Vamos, hermano mayor». Él se sentó en la alfombra y cruzó las piernas para observar su cuerpo. Llevaba traje y corbata y ella estaba totalmente desnuda, un maravilloso contraste. «¿Qué quieres hacer, Laoda Lan?», dijo poniendo morritos. «He estado con muchas mujeres antes que tú —dijo Laoda Lan casi para él—. Mi jefe me daba cincuenta mil dólares americanos cada mes para mis cosas, y si no conseguía gastarlos me llamaba estúpido». No puedo decirle su nombre, Señor Monje, y juré al Señor Lan que si alguna vez se lo contaba a un alma, moriría sin descendencia. «No me llevó mucho tiempo aprender a tirar el dinero. Fui de mujer en mujer como un carrusel. Pero desde que la encontré a ella, tú eres la primera en desnudarse para mí. Ella es la línea de demarcación, y como tú eres la primera mujer en este lado de la línea mereces una explicación. Nunca más le diré esto a nadie, nunca. ¿Estás dispuesta a ser su sustituta? ¿Estás dispuesta a gritar su nombre cuando tengamos relaciones y a imaginar que eres ella?». La cantante lo pensó un momento. «Sí, señor —dijo pensativamente—, lo estoy. Lo que te haga feliz. No me acobardaría si me ordenases suicidarme». Laoda Lan tomó a la cantante entre sus brazos y lloró emocionado: «Yaoyao…». Tras retozar en la alfombra durante una hora, la cantante (despeinada, con el carmín corrido y un cigarrillo encendido en sus labios) se sentó en un sofá con una copa de vino tinto, y cuando dos bocanadas de humo escaparon de su boca no pudo borrar la huella del tiempo en su rostro. Señor Monje, ¿por qué la juventud de esta joven cantante desapareció tras acostarse con Laoda Lan durante una hora y por qué tenía el rostro de una anciana? ¿Podría ser la prueba de que «diez años en la montaña son mil años en la tierra»? El Señor Lan dijo que Yaoyao Shen estaba enamorada de su tercer tío; también lo estaba la cantante. Había tantas mujeres que se habían enamorado de él que se podría formar un ejército. Sé que el Señor Lan fanfarroneaba, así que ríete de lo que he dicho.

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