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«¡Traedlo! ¡Traedlo para que pueda verlo!». Un hombre cuya frente era como porcelana brillante recorría el jardín dando órdenes a sus subordinados. Estaba claro que no era un hombre feliz. Sus ayudantes, vestidos con elegancia, repetían las indicaciones de su jefe como loros; «¡Traedlo! ¡Traedlo para que el Vicegobernador Xu pueda verlo!». Señor Monje, le hablo del vicegobernador provincial. Era costumbre entre sus subordinados que le llamaran vicegobernador. Los cuatro obreros llenos de manchas de pintura salieron de detrás de un gran árbol y entraron en el templo agachados. Pasaron a nuestro lado y se detuvieron frente al ídolo. Sin cruzar una palabra, ni siquiera una mirada, dejaron al Dios de la Carne en el suelo. Le escuché reír como un niño al que hacen cosquillas. Ataron cuerdas viejas bajo su cuello y sus pies, luego deslizaron la barra entre las cuerdas, se agacharon para subirlas y, con un grito (cuatro voces al unísono), se levantaron con cuidado y lo sacaron al exterior. La risa del Dios de la Carne aumentó, tanto que pensé que la gente que estaba en el jardín (el Vicegobernador Xu y sus subordinados) podrían oírla. ¿Puede oírla, Señor Monje? Una vez fuera, tendieron al Dios de la Carne en el suelo. Entonces le desataron las cuerdas. «¡Levantadlo, levantadlo!», ordenó un miembro del partido que tenía la cabeza poblada de pelo y estaba detrás del vicegobernador. Era el alcalde, Señor Monje. Él y el Señor Lan estaban muy unidos; algunos decían que eran como hermanos. Los cuatro obreros levantaron el ídolo desde el cuello pero todo lo que consiguieron fue arrastrarlo por el suelo. No quería levantarse. Tenía claro que estaba siendo travieso, porque esa era la clase de cosas que yo hacía de niño. El alcalde miró a los hombres que estaban a su espalda y les mostró su disgusto, pero no lo hizo frente al vicegobernador. No fue una mirada en vano, ya que los subordinados corrieron a echar una mano. Mientras unos sujetaban los pies para que no se movieran, los otros se colocaron detrás de los obreros y empujaron. Lejos de ser una operación sencilla, les costó bastante maniobrar el ídolo risueño hasta levantarlo. El vicegobernador se echó hacia atrás y entornó los ojos para analizar la estatua. Era imposible descifrar el gesto de su rostro. El alcalde y sus subordinados le miraban con disimulo. Terminado su escrutinio, el hombre se acercó y tocó al Dios de la Carne en el ombligo, despertando más risas. Después saltó para tocar la cabeza del ídolo, justo cuando un soplo de viento le alborotó el pelo, que apenas cubría su calvicie. Los mechones que iban de un lado a otro de su cabeza se quedaron colgando cómicamente como una trenza diminuta. Después, el negro y tupido pelo del alcalde salió volando como un nido de ratas y cayó al suelo, donde se puso a dar vueltas a merced del viento. Los hombres que estaban detrás de él se dividían en dos grupos: aquellos que miraban con la boca abierta y aquellos que se tapaban la boca para ahogar una risita. Todos utilizaron el truco de disimular a base de toses, pero ninguno pudo escapar al ojo delator de la secretaria del alcalde, que haría una lista de aquellos que se habían reído y la dejaría en el escritorio de su jefe esa noche. El más listo del grupo corrió tras el peluquín a una velocidad que iba contra su edad. El dueño de la mata de pelo falso estaba avergonzado y no sabía qué hacer. Al mismo tiempo, el vicegobernador se colocó el pelo de nuevo en su lugar, miró la calva del alcalde y dijo riendo: «Tú y yo somos hermanos ante la adversidad, Alcalde Hu». El alcalde se acarició la calva. «Fue idea de mi mujer», dijo con una risita. «El pelo no crece en las cabezas inteligentes», dijo el vicegobernador. El presuroso trabajador le tendió el peluquín al alcalde y este lo tiró. «¡Fuera de mi vista, no soy una estrella de cine!». El servil subordinado dijo: «Ocho de cada diez estrellas de cine y presentadores de televisión llevan peluquín». Entonces el vicegobernador añadió: «Solo un alcalde calvo realmente parece un alcalde». «Gracias, vicegobernador —contestó el alcalde tranquilo—. Por favor, comparta sus opiniones conmigo». «No, creo que está perfectamente. Muchos de nuestros camaradas son demasiado conservadores. No hay nada malo en el Dios de la Carne ni en su templo. Tiene tradición y un atractivo eterno». Su comentario fue recibido con entusiasmo por el alcalde, que tomó la palabra durante tres minutos, a pesar de los intentos del vicegobernador por silenciarlo. «Debemos ser atrevidos —continuó—, dar rienda suelta a nuestra imaginación. A mi parecer, no debería prohibirse aquello que beneficia a la gente. —Señaló el cartel sobre la entrada del templo en ruinas—. Por ejemplo, este templo Wutong —dijo—. Creo que debería ser restaurado. Un reportero local con el que me encontré anoche me dijo que este templo recibía muchos peregrinos antes de que llegase la república, hasta que un oficial sacó una ley que no permitía a la gente seguir rezando aquí. Ese fue el comienzo del declive del templo. Presentar sus respetos ante el Espíritu Wutong demuestra que las masas desean una vida sexual sana y activa. ¿Qué hay de malo en eso? Reservad algunos fondos y reamuebladlo mientras lo reconstruís. Aquí tenéis algo que favorecerá el desarrollo económico de las Ciudades Gemelas, así que no dejéis que el resto de provincias y ciudades os lo roben». El alcalde levantó una copa de Maotai de cincuenta años. «Vicegobernador Xu —dijo—, brindo por usted en nombre de las Ciudades Gemelas». A lo que respondió: «¿No acabas de hacerlo?». «No —dijo el alcalde—, eso era de parte de los ciudadanos en agradecimiento por aprobar la construcción y la redecoración del templo Wutong. Ahora, en nombre de los ciudadanos quiero agradecerle antes de tiempo que escriba personalmente las palabras que se leerán en el cartel». «No me atrevería a hacerlo», contestó el vicegobernador. «Pero vicegobernador, usted es un famoso calígrafo y la autoridad que ha aprobado el templo del Dios de la Carne. Si no escribe usted las palabras, el templo no se levantará». «Ahora me veo obligado a hacerlo», dijo el vicegobernador. Un hombre del partido se puso de pie. «Vicegobernador Xu —dijo—, la gente aquí parece pensar que es usted un calígrafo profesional, no el vicegobernador. Si hubiese elegido la caligrafía como carrera, hubiese sido millonario tras el primer año». El alcalde continuó: «Ahora entenderá bien por qué le insistimos en que nos honre con su escritura». El vicegobernador se sonrojó. «Por Wu Song, héroe guerrero del monte Lian, que cuanto más bebía más valiente era. En mi caso, cuanto más bebo mayor es mi vitalidad. Caligrafía, oh, caligrafía, la esencia de un hombre. Traedme tinta y pincel». El vicegobernador cogió un largo pincel, lo sumergió en la espesa mezcla de tinta, contuvo la respiración y en un mágico trazo, con tres grandes, salvajes y altivas letras

Dios de la Carne fue escrito en el papel.

La carne de ternera, de cerdo y de carnero estropeadas y a las que se les había inyectado agua estaban amontonadas sobre la alcantarilla fuera de la estación de inspección; apestaba, gritaba y pequeñas manos enmohecidas se movían furiosas. Han Xiao, uniformado de arriba abajo y con aspecto sombrío, salió con un cubo de queroseno y lo vertió sobre la carne.

Un enorme cartel colgaba entre dos palos en la pequeña sala de reuniones tras la puerta principal de la planta. Lo mismo de siempre. Yo no conocía las palabras, pero ellas sí me conocían a mí. No tenían que decirme que en ellas se contenía un mensaje de felicitación por la apertura oficial de la planta. La verja, que generalmente estaba cerrada, ahora estaba abierta entre las dos columnas de ladrillo en las que colgaban pergaminos festivos de color rojo. Esas palabras también me conocían. Varias mesas largas con manteles rojos se habían colocado bajo el cartel. Las sillas se alineaban tras las mesas y unas cestas de coloridas flores decoraban la parte frontal.

Jiaojiao y yo, cogidos de la mano, corríamos por allí antes de que el sitio se abarrotara. La mayoría de los ciudadanos estaba en la zona de los pergaminos. Divisamos a Qi Yao. Su rostro era difícil de leer. También vimos al cuñado del Señor Lan, Suzhou, que estaba de cuclillas al lado del río viendo la alcantarilla llena de carne. Algunas furgonetas bajaron por entre estos dos lugares y de ellas salió gente con equipos de vídeo o con cámaras alrededor del cuello. Reporteros, la clase de gente a la que nunca querrías ofender. Bajaban de sus furgonetas con aire de autocomplacencia. El Señor Lan cruzó la verja para darles la bienvenida. Padre le emulaba, sonriendo y saludando con la mano.

—Bienvenidos —dijo—. Sean bienvenidos.

Padre también sonreía, estrechando la mano a todo el mundo.

—Bienvenidos —repitió—. Sean bienvenidos.

Los reporteros, que respetaban la ética en el trabajo, fueron directamente a hacer el suyo. Tras filmar y fotografiar la montaña de carne estropeada que estaba preparada para arder, regresaron con sus cámaras a la entrada principal y al lugar de la reunión.

Entonces entrevistaron al Señor Lan.

Hablaba con locuacidad a cámara, gesticulaba, se le notaba tranquilo y cómodo.

—En el pasado —decía—, las familias del Pueblo de la Matanza las constituían trabajadores independientes y la inyección de agua en la carne estaba a la orden del día, aunque la mayoría eran ciudadanos que cumplían la ley. Para facilitar el control y ofrecer cortes frescos de carne que no estuviese inyectada de agua a los clientes de la ciudad, cerramos los negocios de los matarifes independientes y fundamos la planta de empaquetado. Al mismo tiempo pedimos a nuestros superiores que creasen un centro de inspección. Los ciudadanos del condado y las ciudades de las provincias pueden estar seguros de que nuestros productos han sido examinados y son de la más alta calidad. Para garantizarlo, no solo someteremos la carne que llegue a la planta a la más estricta inspección, sino que someteremos al mismo control a los animales que lleguen. Para ello estamos levantando centros de producción para cerdos vivos, terneros, ovejas y también perros, y del mismo modo organizamos granjas para animales menos comunes como camellos, ciervos, ciervos japoneses, jabalíes, zorros, lobos, avestruces, pavos reales y pavos…, para satisfacer los gustos de los consumidores urbanos. En una palabra, llegará el día en que seremos un exponente en la producción cárnica de la provincia, haciendo llegar a las masas una cantidad inagotable de carne de primera calidad. Y no pararemos ahí. En un futuro cercano comenzaremos a exportar al mundo, incluso más allá de Asia, para que la gente de cualquier país pueda disfrutar de nuestros productos.

Tras terminar la entrevista, los periodistas se giraron hacia Padre, que frente a las cámaras no conseguía estarse quieto, balanceándose de un lado a otro, como si buscase un sitio donde apoyarse, una pared, un árbol, algo. Pero no había nada, y sus ojos se movían de un lado a otro, mirando a todas partes menos a la cámara. La mujer que sostenía el micrófono intentaba que parara.

—Señor Luo, intente no moverse tanto. —Se quedó paralizado. Entonces ella le miró a los ojos—. Señor Luo, deje de mirar a un lado. —Y él miró al frente.

Las respuestas que daba tenían poca relevancia para las preguntas de los reporteros.

—Tienen mi palabra de que no inyectaremos agua en la carne —dijo—. Vamos a suministrar a los ciudadanos carne de primera calidad. Les invitamos a que vengan a menudo a supervisar nuestras operaciones.

Ese par de frases lo repitió una y otra vez, sin importar lo que le preguntaran. Al final la periodista le dedicó una sonrisa amable.

Una docena de coches, algunos negros, algunos azules y algunos blancos, pararon y de ellos salieron sus pasajeros, hombres trajeados con corbata y zapatos relucientes. Estaba claro que eran oficiales. El más importante era uno bajito, gordo, de cara redonda y sonrisa radiante. El resto formó una fila detrás de él en la puerta de entrada. Los reporteros se pusieron frente a ellos para grabar cómo se acercaban los oficiales y después se echaron atrás para filmarles y fotografiarles. Las videocámaras eran silenciosas, pero las cámaras de fotos hacían ruido con cada disparo. Los oficiales, acostumbrados a las cámaras, hablaban, reían y gesticulaban de manera natural, al contrario que mi padre, que se encogía frente a ellas, nervioso por ser el centro de atención. Me pareció haber visto en la televisión a los hombres que flanqueaban al líder de los oficiales. Se pegaban a él, vigilando su recorrido, evitando que le molestaran. Sus sonrisas eran tan exageradas que parecía que sus caras se iban a deshacer.

El Señor Lan salió de la planta, seguido de mi padre. Vieron llegar a los oficiales y su séquito, pero esperaron el momento oportuno para salir y ser fotografiados y filmados, como habían ensayado una hora antes en la oficina municipal de información bajo la supervisión de uno de los secretarios.

El secretario Chai, un hombre larguirucho y demacrado de cabeza pequeña, tenía un aspecto desganado. Pero a cambio poseía una voz estridente.

—Tú, señora Yang —le dijo a Madre, y después se giró hacia las chicas contratadas como azafatas—, tú, tú y tú, fingid que sois miembros del contingente oficial que se está acercando hacia la entrada. Cuando el grupo llegue a la marca de tiza, salís a recibir a los invitados, ¿de acuerdo? Vamos a hacer una prueba. —El secretario Chai se quedó de pie en la verja—. Señora Yang —gritó—, dirígelas hacia este lado. —Las chicas rieron detrás de Madre llevándose las manos a la boca. Y eso hizo que mi madre riera también—. ¿De qué te ríes? —gritó—. ¿Qué tiene de divertido?

Con una tos seca, Madre se las apañó para contenerse y mostrar un aspecto serio.

—Ya está bien —les dijo a las chicas—. Nada de risas. Vamos.

Jiaojiao y yo veíamos cómo Madre, vestida con una blusa y una falda azul, con un pañuelo alrededor del cuello color manzana, sacaba pecho y mantenía la cabeza alta. Hacía bien su papel.

—No tan rápido —le dijo el secretario Chai—, ¡ve más despacio! Finge que estás hablando. Bien, eso es, ahora sigue caminando. Señor Lan, Señor Luo, prepárense. Muy bien. ¡Ahora! Vamos, caminen, el Señor Lan delante, un poco más naturales, vayan más deprisa, pasos más cortos, no corran. Levante la cabeza, Señor Luo, no mire al suelo como si hubiese perdido algo. Muy bien, ahora sigan caminando. Siguiendo las pautas del secretario Chai, el Señor Lan y Padre eran todo sonrisas al encontrarse con el grupo de Madre en la marca de tiza. El Señor Lan estrechó la mano de Madre.

—Bienvenidos —dijo—, sean bienvenidos.

El secretario Chai dijo:

—Ahora alguien del personal que haga las presentaciones. Señor Lan, debe soltar la mano del oficial. Una vez se la haya estrechado, apártese a un lado para permitir que el Señor Luo le estreche la mano a Yang. Bueno, no a Yang su mujer, me refiero al líder de los oficiales. Déjeles que se saluden.

El Señor Lan soltó la mano de Madre y riendo se echó a un lado dejando a Padre y Madre cara a cara, los dos con gesto incómodo.

—Señor Luo —dijo Chai—, ofrézcale su mano. Es una persona importante, olvide que es su mujer.

Así que gruñendo extendió su brazo y estrechó la mano de Madre mientras gritaba a regañadientes:

—¡Bienvenidos, sean bienvenidos! —Y luego soltó su mano.

—Eso no sirve, Señor Luo —dijo Chai—. ¿Qué manera es esa de dar la bienvenida a una personalidad? Parece que quisiera empezar una pelea.

El enfado de Padre aumentó.

—No lo haré así con el verdadero oficial. ¿Qué narices es esto? ¿Un circo?

El secretario Chai sonrió con comprensión.

—Señor Luo —dijo—, va a tener que acostumbrarse a esto. Quién sabe, tal vez dentro de un tiempo su mujer se convierta en oficial, incluso en su jefa. —Padre respondió con un resoplido de desdén—. De acuerdo —continuó—, no ha estado mal. Vamos a intentarlo otra vez.

—Ya he tenido suficiente —se quejó Padre—. Podríamos hacerlo diez veces más y no cambiaría nada.

—Yo también estoy harta —coincidió Madre—. Ser oficial no es fácil. —Se secó la cara con la mano—. Mira cómo sudo —dijo con exageración.

—Podemos dejarlo ya, secretario Chai —dijo el Señor Lan—. Nos sabemos nuestros papeles. No se preocupe, lo haremos bien.

—De acuerdo entonces —dijo Chai—. Tienen que ser lo más naturales y extrovertidos posible. Deben tratar a las personalidades con respeto, pero no parecer criados.

A pesar de los ensayos, Padre estaba agarrotado y poco natural al acompañar al Señor Lan a la entrada; estaba, a decir verdad, peor que en los ensayos. Me sentí avergonzado. Tan solo había que mirar al Señor Lan. Se le veía firme, sacando pecho, con una enorme sonrisa en la boca, dando una impresión magnífica. Parecía un hombre de mundo, y aun así, alguien sencillo, honesto y en quien poder confiar. Pero entonces le siguió mi padre, con la cabeza baja, los ojos fijos, evasivo, como un hombre maquinando un acto siniestro; pisó el talón del Señor Lan al menos una vez, y pareció que se hubiese tropezado con una baldosa mal puesta. Sus brazos eran como garrotes colgando de sus hombros, incapaces de doblarse o moverse. Parecía que llevase una armadura. Su expresión se encontraba entre la risa y el sollozo, como un suspiro ahogado, y en todo lo que yo podía pensar era en lo bien que lo hubiese hecho Madre, o incluso yo mismo. Lo hubiese hecho mejor, tal vez incluso mejor que el Señor Lan.

El Señor Lan tomó la mano del oficial con las suyas y la estrechó con fuerza.

—¡Bienvenidos, sean bienvenidos!

Otro oficial hizo la presentación del Señor Lan a su superior.

—Este es el Señor Lan, director del consejo y jefe de la Corporación Huachang.

—Un campesino convertido en empresario —dijo sonriendo.

—Lo de campesino es evidente —dijo el Señor Lan con modestia—, pero no tengo tan claro lo de empresario.

—Tan solo haga un buen trabajo —dijo el oficial—. No veo que nada separe al campesino del empresario.

—Nuestro líder es sabio —contestó el Señor Lan—. Haremos, como dice, un buen trabajo.

El Señor Lan volvió a estrechar la mano del oficial antes de ceder su lugar a Padre. El oficial de menor rango habló.

—Este es Tong Luo, el jefe de la planta, un experto en carne. Tiene un ojo infalible, como el legendario Ding Pao.

—¿De verdad? —remarcó el oficial al estrechar la mano de Padre, y añadió—: Imagino que para usted no hay una vaca viva, solo un montón de carne y huesos.

Padre agachó la cabeza, dirigió la mirada hacia los zapatos del oficial, se puso colorado y solo pudo murmurar una ininteligible respuesta.

—Ding Pao —dijo el oficial—, de usted depende comprobar que no se inyecta agua en la carne.

Por fin se las ingenió para responder.

—Se lo garantizo…

El Señor Lan dirigió al importante invitado y a su séquito hacia el interior de la planta. Como si le hubiesen liberado de un gran peso sobre sus hombros, Padre se echó a un lado y vio cómo pasaba el grupo.

Su incapacidad para actuar ante los medios me hizo sentir inferior. Me hubiese gustado correr hacia él, agarrarle de la corbata y estrangularle hasta que su atolondrada cabeza despertase y dejara de echarse a un lado como un idiota. Todos los espectadores entraron tras los invitados importantes, pero Padre se quedó donde estaba con cara de estúpido. Cuando no pude aguantarlo más, fui hasta allí y, evitando terminar con el último vestigio de su dignidad, me contuve para no agarrarle de la corbata. Tan solo le golpeé en el pecho y le dije:

—No te quedes ahí, Padre. Has de estar junto al Señor Lan. Has de guiar la visita.

—El Señor Lan puede arreglárselas —contestó con timidez.

Le pellizqué con fuerza en la pierna y susurré:

—¡Me has decepcionado, Padre!

—¡Eres estúpido, Padre! —dijo Jiaojiao.

—¡Ahora vete! —grité.

—Sois solo unos niños —contestó mirándonos—. No podéis entender cómo se siente vuestro padre… pero de acuerdo, iré dentro.

Cruzó la sala con determinación y vi cómo Qi Yao, que estaba junto a la puerta con los brazos cruzados, le premiaba con un asentimiento.

La inauguración estaba en marcha y, tras el discurso de apertura del Señor Lan, Padre fue a la alcantarilla frente a la estación de inspección, encendió una antorcha, la elevó y la agitó hacia los invitados. Los reporteros apuntaron con sus cámaras y Padre habló:

—No inyectaremos agua en nuestra carne. Lo garantizo.

Tras eso dejó caer la antorcha sobre la carne podrida y maloliente empapada en queroseno.

Antes incluso de que la antorcha tocara realmente la carne, las llamas se levantaron y un chillido, mezcla de emoción y agonía, brotó del incendio, llevando consigo un dulce y aun así desagradable olor. Las llamas alcanzaron el cielo y retorcidas columnas de humo negro acompañaron el ruido y el olor. Las llamas, de rojo profundo, eran especialmente densas, y mis pensamientos retrocedieron un año, hasta las hogueras que mi madre y yo encendíamos para quemar las llantas y el plástico. Había un parecido innegable con el fuego que tenía ahora delante, pero también una diferencia fundamental. Los fuegos de entonces eran de plástico industrial, químico y tóxico, mientras que este era animal, con vida y nutrientes. Aunque estropeada, seguía siendo carne, y carne quemada como esta me despertaba el apetito. Sabía que el Señor Lan les había dicho a mis padres que la comprasen en el mercado y dejaran que se echara a perder. No se había comprado para consumirla, sino para quemarla, para interpretar el papel del infierno. Lo que significaba que era comestible cuando se compró. Y lo que significaba que si no hubiesen enviado a nadie a comprarla, otra persona se la habría comido. ¿Había sido afortunada esa carne? El mejor destino para la carne es ser comida por alguien que la entienda y la quiera. Lo más terrible es que sea incinerada. Y así, al verla retorcerse de agonía, luchar, sollozar y gritar entre las llamas, sentimientos solemnes y trágicos crecieron en mí creando la ilusión de que yo era esa carne, sacrificándome por el Señor Lan y por mis padres. El único propósito de ese espectáculo era mostrar que los vecinos del Pueblo de la Matanza no volverían a producir carne con agua inyectada o adulterada. El fuego simbolizaba todo eso. Los periodistas lo filmaron y fotografiaron desde todos sus ángulos; las llamas también reclamaron la atención de los espectadores que se concentraban a la puerta de la planta. Entre ellos había un tipo del pueblo vecino con el extraño nombre de Octubre. La gente decía que era retrasado mental, pero a mí no me lo parecía. Se abrió camino hacia el fuego, donde clavó una barra de hierro en un trozo de carne. Después, sujetando la carne flambeada sobre su cabeza, salió corriendo. La carne era del tamaño de un zapato grande y chorreaba grasa, pequeñas gotas de fuego líquido. Octubre gritó emocionado y corrió de un lado a otro de la calle. Un fotógrafo tomó una imagen de él, pero ninguno de los cámaras se giraron hacia él.

—Se vende carne —gritaba—, se vende carne asada…

La brillante actuación de Octubre le convirtió en el centro de atención, incluso con la inauguración en marcha, con el oficial principal en medio de su discurso. Los reporteros volvieron a apuntar al oficial con sus cámaras, aunque apuesto a que el más joven hubiese preferido filmar las bufonerías de Octubre y su carne en llamas. Sin embargo, la diligencia profesional no permite acciones impetuosas.

—La creación de la planta de empaquetado de carne Huachang es un momento histórico. —La voz de la autoridad, amplificada, llenaba el aire.

Octubre movía la brocheta sobre su cabeza, imitando los gestos de un arponero en una escena operística. El trozo de carne flambeada estaba en constante movimiento, crujiendo y lanzando gotas de grasa caliente como pequeños meteoritos. Una espectadora gritó y se tocó la mejilla con la mano. Al parecer le había saltado grasa.

—Maldito seas, Octubre —dijo—. ¡Serás imbécil!

La gente la ignoró, acercándose a Octubre y uniendo a sus miradas gritos como «Bravo, Octubre, bravo» que le alentaban a seguir con su exhibición. Algunos espectadores saltaban con habilidad y vigor emulándole.

—Además de querer ofrecer a la gente carne natural, hemos creado la marca Huachang para asegurar su reputación… —decía el Señor Lan.

Dejé de mirar a Octubre, solo un momento, para ver si podía encontrar a mi padre. En mi opinión, el jefe de la planta debía estar en el escenario en ese momento tan importante, y deseaba que no se encontrase aún dando vueltas por el fuego. Volvió a decepcionarme, porque eso era justamente lo que hacía. Casi toda la atención se centraba en Octubre, toda menos la de un par de personas que se habían demorado y se juntaron a lo largo de la alcantarilla, cerca del fuego, posiblemente para entrar en calor. Dos personas estaban de pie: una era mi padre, la otra un hombre uniformado que trabajaba para el Señor Han y que atravesaba la pila de fuego con una barra de acero como si fuese su deber sagrado. La mirada de mi padre se clavaba sin pestañear en la hoguera casi reverenciándola; la tela de su traje se había rizado con el calor. Desde donde yo me encontraba, parecía una hoja de loto chamuscada que se rompería con un simple roce.

De repente sentí mucho miedo. ¿Estaba mi padre mal de la cabeza? Temía que se lanzara a la pira y se uniese a la carne en su martirio. Así que agarré a Jiaojiao de la mano y corrimos hacia la hoguera cuando oímos gritos a nuestra espalda, seguidos por una carcajada. Instintivamente nos dimos la vuelta para ver qué ocurría. Resultó que la carne de la brocheta de Octubre había caído ardiendo y había aterrizado sobre un lujoso sedán aparcado. El conductor chilló, maldijo, dio saltos e intentó con desesperación tirar la carne en llamas que estaba sobre su coche, pero con cuidado de no quemarse. Sabía que si no la apartaba el coche podía incendiarse e incluso explotar. De repente supo qué hacer: se quitó un zapato y golpeó la carne con él.

—Nos comprometemos a poner un sistema de vigilancia que nos ayude en nuestro deber sagrado, asegurar que ni una sola pieza que no sea de alta calidad abandone esta planta… —La poderosa voz del Señor Han, jefe de la estación de inspección, fue ahogada por el ruido de la gente.

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