¡BOOM!

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¡BOOM! 31

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Jiaojiao y yo llegamos hasta Padre, le empujamos y pellizcamos hasta que finalmente apartó los ojos de la hoguera y nos miró. Con voz ronca, como si las llamas hubiesen abrasado su laringe, dijo:

—Niños, ¿qué hacéis aquí?

—Padre —dije—, eres tú el que no debería estar aquí.

—¿Dónde crees que debería estar entonces? —preguntó con una sonrisa amarga.

—Ahí —dije señalando el lugar de la reunión.

—Empieza a molestarme todo esto, niños.

—No dejes que eso ocurra, papá —dije—. Has de parecerte al Señor Lan.

—¿De verdad queréis que me convierta en alguien como él? —dijo con tristeza.

—Sí —dije mirando a Jiaojiao—, pero mejor que él.

—Eso es algo que no puedo hacer —dijo Padre—, pero por vosotros lo intentaré.

Madre corrió hacia nosotros sin aliento.

—¿Qué narices te pasa? —dijo en voz baja—. Eres el siguiente. El Señor Lan dice que vayas ahora mismo.

Con una última mirada al fuego, Padre dijo:

—De acuerdo, ya voy. Y vosotros dos no os acerquéis al fuego —nos avisó.

Padre entró decidido a la zona de reuniones. Madre se alejó del fuego y nosotros la seguimos. Por el camino vimos al joven conductor, que se había vuelto a poner su zapato tras darle una patada al trozo de carne que había caído sobre su vehículo. Después corrió hacia el «loco» de Octubre y le dio una patada en la espinilla. Octubre aulló y se tambaleó, pero no llegó a caer.

—¿Qué coño te crees que haces? —gritó el conductor.

Aterrado por la agresión, Octubre se quedó boquiabierto ante su atacante antes de levantar el palo y lanzarlo con un grito contra su cabeza. El hombre se agachó y la brocheta apenas rozó su mejilla. Pálido, se las arregló para agarrarla antes de lanzarse a un ataque verbal, asegurándole a Octubre que pagaría por ello. Los espectadores se apresuraron y le sujetaron.

—Olvídalo, camarada —le decían—. No debes pelearte con alguien que está mal de la cabeza.

El conductor soltó el palo con rabia. Abrió el maletero del coche, cogió un paño y limpió la grasa que había sobre el automóvil.

Octubre se marchó, llevándose su palo y cojeando ligeramente.

De repente la voz de Padre escapó por los altavoces.

—Garantizo que no inyectaremos agua en nuestra carne.

La gente en la calle miró hacia todos lados intentando localizar el origen de la voz.

—Garantizo que no inyectaremos agua en nuestra carne —repitió.

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