¡BOOM!

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¡BOOM! 33

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Abrían los grifos. La cantidad sería alrededor de novecientos cincuenta litros, más o menos, en doce horas. Topamos con bastantes problemas en el sistema ese primer día. Algunas vacas se colapsaron tras tragar agua durante horas, mientras otras tenían accesos de tos y vomitaban todo lo que tenían en los estómagos. No obstante, ante cualquier problema, yo siempre hallaba una solución. Para prevenir que se cayeran los animales, les dije a los hombres que insertaran un par de varas de hierro sujetas a la estructura de uno a otro lado bajo la barriga de cada vaca. Y para que no vomitaran, les hice cubrir los ojos con una tela negra.

Las vacas despedían un excremento aguado sin parar.

—¿Veis? —le dije orgulloso a los hombres—, estamos limpiando sus órganos internos. Llenarlos de agua estropea la carne, pero lo que estamos haciendo mejora su calidad. Incluso la carne de una vaca vieja y enferma se convierte en tierna y nutritiva tras una limpieza bien hecha.

Ahora eran un grupo de trabajadores contentos. Me los había ganado. Había dado el primer gran paso para establecer mi autoridad.

Después del tratamiento de agua, los animales debían ser conducidos al cuarto de matanza, pero tras pasar tanto tiempo de pie, tenían dificultad para caminar. Sus patas se doblaban a los pocos pasos y se desmayaban como muros derribados; era impensable que se pusieran de pie sin ayuda. La primera vez que eso ocurrió, les dije a cuatro hombres que levantaran al animal del suelo. Pero aunque se esforzaron hasta perder la respiración y sudaban de manera exagerada, el animal ni siquiera se movió. Estaba postrado resoplando, con sus ojos hundidos y agua saliendo a borbotones de su morro. Llamé a cuatro hombres más, me puse de pie detrás de ellos y di la orden:

—Uno, dos, tres, alzadlo.

Se doblaron, traseros arriba, y tiraron del animal con todas sus fuerzas. Fue duro, pero lograron poner la vaca en pie. Después de eso, el animal dio un traspié y se volvió a caer.

Esto era algo que yo no había previsto y que me avergonzaba. Los hombres sonreían con disimulo. Estaba aturdido, pero esta vez mi padre vino a mi rescate. Les dijo a los hombres que fueran al cuarto de matanza y trajeran unos maderos. Una vez colocados en el suelo, mandó a uno a buscar una soga que ataron a las patas y los cuernos. Entonces les dijo a algunos de ellos que tiraran de la soga mientras que otros dos empujaban desde atrás con una palanca colocada bajo la grupa. Cuando el animal se movió hacia delante, unos hombres recogían con rapidez los maderos por los que ya había pasado la vaca y los volvían a colocar enfrente. Y así, con este método primitivo, llevábamos la vaca rodando hacia el cuarto de matanza.

Caí en un estado de pánico.

—No dejes que te depriman, joven —me dijo el Señor Lan para animarme—. Lo hiciste muy bien. Lo que ha ocurrido después de la inyección de agua, o sea, de la limpieza de carne, no se supone que fuera tu responsabilidad. Vamos a estudiar esto juntos. Necesitamos crear una manera sencilla y conveniente para transportar las vacas ya tratadas al cuarto de matanza.

—Señor Lan —le dije—, deme medio día y encontraré una solución.

Miró hacia mis padres.

—¿Veis?, Xiaotong tiene miedo de que alguien se le adelante.

Negué con la cabeza.

—No estoy preocupado de que alguien se me adelante. Necesito probarme a mí mismo.

—Bien —dijo el Señor Lan—, me fío de ti. Busca una buena idea y no te preocupes por el gasto.

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