¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 36

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Sabía que tenían problemas aún antes de comenzar la competición y que su castigo lo recibirían, no del Señor Lan, ni de mis padres y ni siquiera de mí, sino de la carne que enviaban a sus respectivos estómagos. Un dicho que circula entre los residentes del Pueblo de la Matanza es que una persona ha sido «mordida» por la carne. Eso no quiere decir que a la carne le crezcan dientes, sino que una dieta constante de carne es perjudicial para el estómago y los intestinos. Estaba seguro de que mis rivales iban a ser «mordidos» muy en serio por lo que iban a comer. Sabía que estaban paseando felices y confiados, anticipando un gran disfrute. Pero me temía que no tardarían mucho en enterarse de que las lágrimas no suponían el peor sufrimiento que iban a padecer. No cabía duda que ellos se sentían como si fueran reyes encumbrados y que una vez que ganasen la competición se convertirían en celebridades. Y aun si perdían, habrían llenado gratis de carne sus estómagos. También sabía que muchos de los asistentes del público pensarían lo mismo y hasta incluso podrían sentir envidia y terminarían reprochándose no haber participado ellos en la competición. Pero, esperad un poco, amigos: pronto dejaréis de inquietaros y empezaréis a congratularos a vosotros mismos. Pues veréis qué espectáculo más ridículo montarán esos tres.

Mis rivales eran Shengli Liu (Victoria Liu), Tiehan Feng (Hombre de Hierro Feng) y Xiaojiang Wan (Pequeño Río Wan). Liu, un hombre grande y moreno con ojos de mirada amplia y fija, tenía la costumbre de remangarse la camisa cuando iba a hablar. Era un tipo bastante vulgar que había empezado como matarife de cerdos. Ya que estaba rodeado de carne animal todo el día, uno pensaría que tendría algún conocimiento de la naturaleza de la carne. Pues bien, aunque hacer apuestas en concursos de ingesta de carne es una tontería, eso era lo que a él le gustaba hacer, así que algo tenía oculto en la manga. Como dice el refrán: «Las buenas noticias no surgen sin más, y lo que así surge no puede ser bueno». Tendría que vigilarle bien. En cuanto a Feng, alto y flaco, con su cutis cetrino y espalda jorobada, parecía una persona recién recuperada de una grave enfermedad. Tengo entendido que la gente con un cutis como el de él con frecuencia tiene capacidades asombrosas. Una vez oí a un cuentacuentos ciego decir que entre los ciento ocho valientes de la dinastía Ming había varios de cara cetrina que tenían unas habilidades de lucha extraordinarias. De modo que también tendría que vigilarle. Y Wan, cuyo apodo era

Rata de agua, era pequeño de estatura, con boca puntiaguda, carrillos como un chimpancé y ojos triangulares. Tenía fama de gran nadador, uno que podía capturar peces bajo el agua con los ojos abiertos. Nada había oído de él respecto a su capacidad para comer carne pero se sabía que era un campeón cuando se trataba de comer sandía, y cualquiera que quiera ser un campeón ingiriendo comida, solo puede ganar fama a través de competiciones. Es la única manera de hacerlo. Una vez, en una competición, Xiaojiang Wan se pulió tres sandías atacándolas como si estuviera tocando una armónica de lado a lado, adelante y para atrás, y a la vez escupiendo las semillas negras. Otro a quien tendría que vigilar.

Salí al lugar de la competición acompañado de Jiaojiao, quien caminaba detrás de mí con una tetera. Su cara estaba rígida, su frente perlada con gotas de sudor.

—No estés tan inquieta, Jiaojiao —le dije riendo.

—No lo estoy. —Se secó la frente con la manga de la camisa—. No estoy inquieta. Sé que ganarás.

—Sí, ganaré —dije—. Tú también ganarías si estuvieras en mi lugar.

—Yo no —contestó—. Mi estómago aún no es lo suficientemente grande. Pero algún día lo haré.

Le cogí la mano.

—Jiaojiao —dije—, venimos al mundo a comer carne. Cada uno de nosotros está destinado a comer veinte toneladas de ella. Si no lo hacemos, Yama no nos dejará entrar por la puerta del Inframundo. Eso es lo que dijo el Señor Lan.

—Magnífico —contestó ella—. Entonces centrémonos en las veinte toneladas y luego vamos a por las treinta. ¿Cuánto son treinta?

—¿Treinta toneladas? —Tuve que pensar un minuto—. Harían una pequeña montaña de carne.

Se rio, alegre.

Tras doblar la esquina al llegar a la puerta del taller de inyección de agua, vimos una muchedumbre frente a la cocina al mismo tiempo que nos vieron a nosotros.

—Aquí están…

Jiaojiao me apretó la mano.

—No temas —la consolé.

—No tengo miedo.

La muchedumbre nos abrió paso para que llegáramos al lugar de la competición. Se habían colocado cuatro mesas, cada una con su taburete. Mis rivales me esperaban. Shengli Liu bramó a la puerta de la cocina:

—¿Listo, Biao Huang? No puedo esperar más. Me muero de hambre.

Xiaojiang Wan fue dentro y volvió a salir enseguida.

—¡Qué aroma! —recitó poético—. ¡Carne, ah, carne, cómo te anhelo! Hasta mi madre palidece frente a un plato de carne bien cocida.

Tiehan Feng estaba sobre su taburete fumando un cigarrillo y parecía el retrato mismo de la tranquilidad, como si la competición no fuera con él.

Saludé con la cabeza a la gente que nos miraba a mi hermana y a mí con semblante curioso o reverencial. Entonces me senté en el taburete al lado de Tiehan Feng. Jiaojiao estaba de pie a mi lado.

—Me estoy poniendo un poco nerviosa —murmuró.

—Tranquila —le dije.

—¿Quieres té?

—No.

—Tengo que hacer pis.

—Adelante. Detrás de la cocina.

La muchedumbre murmuraba entre sí, demasiado bajo para que yo los oyera bien, pero podía adivinar lo que estaban diciendo.

Tiehan Feng me ofreció un cigarrillo.

—No —dije—. Fumar afecta el gusto. Hasta la mejor carne pierde sabor.

—No debería estar haciendo esto contigo —me dijo—. Eres solo un muchacho. Me odiaría a mí mismo si te pasara algo.

Le sonreí sin más.

Jiaojiao regresó y me dijo en voz baja:

—El Señor Lan está aquí, pero ni Padre ni Madre han llegado aún.

—Lo sé.

Shengli Liu y Xiaojiang Wan llegaron y cada uno se sentó a su mesa, Liu a mi lado y Wan al suyo.

—Estamos todos —anunció el Señor Lan—, así que podemos comenzar. ¿Dónde está Biao Huang? ¿Estás listo, Biao Huang?

Biao Huang salió corriendo de la cocina secándose las manos con una toalla sucia.

—Listo. ¿Traigo ya la carne?

—Tráela —dijo el Señor Lan—. Damas y caballeros, estamos hoy aquí celebrando la primera competición de ingesta de carne de esta planta. Los participantes son Xiaotong Luo, Shengli Liu, Tiehan Feng y Xiaojiang Wan. Esta será una competición de prueba. El ganador representará a la planta en una competición pública más adelante. Ya que lo que ocurre aquí hoy tiene gran importancia para el futuro quiero que todos los participantes se esfuercen al máximo.

Los comentarios del Señor Lan animaron al público, que empezó a cuchichear como aves piando al cielo. El Señor Lan alzó la mano para que la gente se calmara.

—Dicho esto —añadió—, tengo que dejar algo muy claro: cada participante es responsable de sí mismo. Si hay un accidente la planta no puede asumir ninguna responsabilidad. Dicho de otra forma, sois los únicos responsables. —Entonces señaló a un médico que estaba abriéndose camino a codazos entre la multitud—. Dejad pasar al doctor —ordenó.

La gente se giró para ver al médico con su maletín a la espalda mientras, sudando, se abría paso hasta llegar y colocarse frente a todos con una sonrisa que revelaba unos dientes amarillos.

—¿Llego tarde? —preguntó agobiado.

—No —contestó el Señor Lan—, la competición está a punto de empezar.

—Creí que llegaba tarde. En cuanto el director del hospital me dijo lo que quería que hiciera, he cogido mi maletín y he venido lo más rápido que he podido.

—No es tarde —le volvió a asegurar el Señor Lan—. No tenía que haberse dado tanta prisa. —Después de este breve intercambio se giró hacia nosotros—: ¿Están preparados los participantes?

Eché un vistazo a mis ansiosos competidores y vi que todos me estaban mirando. Sonreí y asentí con la cabeza, y ellos devolvieron el saludo. Tiehan Feng sonreía con sorna. Shengli Liu tenía una expresión rígida, como si estuviera a punto de estallar de ira, la mirada de un hombre que se prepara para una lucha a muerte en vez de un concurso para ver quién puede comer más carne. Una sonrisa tonta, acompañada de tics y ligeros temblores que hacían reír a los espectadores, se había posado sobre la cara de Xiaojiang Wan. Lo que noté en las caras de Liu y de Wan me reforzó la confianza. Estaba clara ahí su derrota. Pero tuve problemas para leer el significado de la sonrisa irónica de Feng. Perro ladrador, poco mordedor, y tuve la convicción de que este rival de cara cetrina y sonrisa de sorna iba a ser al que yo tenía que batir.

—Bien. El doctor está aquí, todos habéis oído lo que he dicho, sabéis las reglas; la carne está preparada. Estamos listos para empezar —anunció en voz alta el Señor Lan—. Por lo tanto, declaro el comienzo de la competición inaugural de ingesta de carne. Biao Huang, ¡trae la carne!

—Marchaaaando.

Como un camarero en un restaurante prerrevolucionario, Biao Huang prolongó el grito mientras salía de la cocina como si estuviera flotando con cortos pero fluidos pasos, con una palangana roja repleta de carne cocida en sus manos. Le seguían tres mujeres jóvenes empleadas para la ocasión. Vestidas con ropa de trabajo blanca se movían sonrientes y con habilidad, como una unidad bien entrenada. También ellas cargaban palanganas rojas con carne cocida. Biao Huang colocó su palangana frente a mí en la mesa y las tres mujeres jóvenes hicieron lo mismo en cuanto a mis rivales.

—Carne de nuestra planta.

—Trozos del tamaño de un puño, cocinados sin ningún condimento, ni siquiera sal.

—Todos filetes de falda.

—¿Cuántos kilos? —preguntó el Señor Lan.

—Dos kilos en cada palangana —contestó Biao Huang.

—Tengo una pregunta —dijo Tiehan Feng, alzando la mano como un estudiante.

—Adelante —contestó el Señor Lan con un interés notable.

—¿Tiene cada palangana la misma cantidad? ¿Todas tienen la misma calidad?

El Señor Lan miró hacia Biao Huang.

—¡Todas de la misma vaca! —anunció Biao Huang—. Cocinada en la misma olla y exactamente dos kilos según la balanza.

Tiehan Feng negó con la cabeza.

—Te han debido de tratar de forma muy injusta en otra vida —dijo Biao Huang.

—Traed la balanza —ordenó el Señor Lan.

Refunfuñando, Biao Huang fue a la cocina y volvió con una pequeña balanza que plantó de golpe sobre la mesa.

El Señor Lan le lanzó una mirada.

—Coloca cada palangana sobre la balanza —dijo.

—Os han debido de engañar en otra vida y por eso os habéis vuelto tan paranoicos —se quejó Huang. Pesó las cuatro palanganas, cada una por separado—. Ahora ya lo sabéis —dijo—, todas son iguales, ni un gramo de diferencia.

—¿Alguna otra pregunta? —inquirió el Señor Lan—. De lo contrario, podemos empezar.

—Tengo otra pregunta —dijo Feng.

—¿A qué vienen todas estas preguntas? —dijo el Señor Lan con una risita—. Pero adelante, pues quiero que todo esté claro. Si el resto de vosotros tenéis preguntas, ahora es el momento de hacerlas. No quiero oír quejas después.

—Veo que todas las palanganas pesan igual pero ¿cómo puedo saber si la calidad es la misma? Sugiero que las enumeremos y hagamos una rifa para ver a quién le toca cada una.

—Buena idea —acordó el Señor Lan—. ¿Tiene usted papel y pluma en su maletín, doctor? Puede servir usted de árbitro.

El doctor sacó con entusiasmo una pluma de su maletín, arrancó cuatro hojas de su libro de recetas, escribió un número en cada una y las colocó una a una bajo cada palangana. Entonces colocó boca abajo cuatro papeletas numeradas.

—Bien, guerreros de la carne —dijo el Señor Lan—, echadlo a suertes.

Yo veía todo esto con una calma fría, aunque la verdad era que me empezaba a molestar la actitud de Tiehan Feng. ¿Por qué estaba causando tantos problemas?, me preguntaba. ¿Por qué tanta preocupación por una palangana de carne? Mientras mi mente se preguntaba esto, Biao Huang y sus ayudantes iban colocando las palanganas según tocaran a cada cual.

—¿Algún otro problema? —preguntó el Señor Lan—. Piénsatelo bien, Tiehan Feng, ¿hay algo más que quieras aclarar? ¿No? Bien. Entonces declaro el comienzo de la competición inaugural de ingesta de carne de la planta.

Tras ponerme cómodo, me restregué las manos con una servilleta de papel y lancé una mirada rápida alrededor. A mi izquierda, Tiehan Feng había clavado un trozo de carne con una brocheta, metiéndole un bocado pausado. Me sorprendió notar sus hábitos civilizados. No fue ese el caso de Shengli Liu o Xiaojiang Wan que estaban a mi derecha. Wan intentaba utilizar palillos, pero le resultaba tan difícil que los abandonó y cambió a una brocheta. Gruñendo, pinchó un trozo de carne, le dio un mordisco salvaje y comenzó a masticar como un mono. Shengli Liu clavó su carne con los dos palillos, abrió ampliamente su boca y arrancó la mitad, llenándose tanto que apenas lograba masticar. Esta falta tan bárbara de etiqueta era de hombres que no habían probado carne en siglos. Era todo lo que necesitaba saber para darme cuenta de que se rendirían pronto. Comían como novatos, como langostas de otoño que con dificultad logran dar algún salto. Ahora podía concentrar mi atención en el hombre de cutis cetrino, Tiehan Feng, que parecía como si estuviera cargando todo el peso del mundo sobre sus hombros. Sin duda, era el hombre al que yo tenía que ganar.

Tras doblar la servilleta de papel y colocarla al lado de la palangana, me remangué la camisa, me enderecé bien en el taburete y lancé una mirada benévola hacia el público, como la de un boxeador justo antes de una pelea. Me recompensaron con miradas de admiración, y podía notar por sus suspiros de aprecio que aprobaban mi semblante y madurez. Mis hábitos legendarios de engeridor de carne sin duda estaban presentes en sus mentes. Vi una calurosa sonrisa en la cara del Señor Lan y la sonrisa enigmática de Qi Yao, que se mantenía bastante oculto entre la muchedumbre. De hecho, había sonrisas en muchas caras familiares, miradas de admiración, así como unas cuantas miradas envidiosas de los que desearían haber estado en mi lugar. El sonido que hacían mis competidores al masticar llenó mis oídos, un

chomp chomp que me resultó repugnante. Y oí las quejas expresivas e iracundas de la carne que emergían de las tres bocas en las que ellas no querían estar. Yo era como un maratoniano confiado de pie en la línea de partida, midiendo bien a mis rivales y listo para salir disparado. Ya era hora de empezar a comer. Los trozos de carne de mi palangana casi habían perdido toda la paciencia. Los espectadores no podían oír sus quejas, pero yo sí. Y probablemente también mi hermana. Mientras me palmeaba ligeramente la espalda me dijo:

—Debes empezar, hermano.

—Vale —contesté con suavidad—, lo haré. —Entonces le dije a la querida carne—: Te voy a comer ahora.

El tono de sus voces, mezclado con el maravilloso aroma, rociaba mi cara como si fuera polen. Me intoxicaba. Querida carne, queridos trozos. No hay prisa. Ya llegará vuestro turno, el de todos. Aunque aún no me he comido ningún trozo, ya existe una unión emocional entre nosotros. Un flechazo. Me pertenecéis, sois mi carne, todos vosotros, trozos de carne. ¿Cómo podría yo abandonaros?

No usé ni palillos ni brocheta. En lugar de eso utilicé mis manos ya que sabía que la carne prefería el tacto de mi piel. Cogí el primer pedazo con delicadeza y escuché un placentero gemido. La carne temblaba entre mis manos. Sabía que no se debía a ningún miedo sino a un arrebato de placer. Con toda la enorme cantidad de carne que hay en el mundo solo una pequeña porción tendría la suerte de ser ingerida por Xiaotong Luo, que comprendía y amaba a toda la carne. La excitación que me producía esa palangana llena de carne no fue ninguna sorpresa. Cuando me llevaba a la boca un pedazo, relucientes lágrimas se deslizaron desde un par de ojos brillantes que me miraban con pasión. Sabía que me amaba porque yo la amaba. El amor en todas partes del mundo es un asunto de causa y efecto. Me siento profundamente conmovido, carne. Mi corazón tiembla como un flan. De veras quisiera sentir la necesidad de no tener que comerte, pero no puedo evitarlo.

Llevé el primer trozo de la querida carne a mi boca, aunque igual pude haber dicho que tú, carne querida, fuiste la que te introdujiste en mi boca. Es igual, fue en aquel momento cuando ambos sentimos que nos invadían emociones diversas, como si fuéramos dos amantes que se reúnen. Detesto la idea de tener que morderte, pero tengo que hacerlo. Quisiera no tener que tragarte, pero no tengo más remedio. Verás: hay muchos pedazos más esperando a ser devorados y hoy no es un día normal para mí. Durante todos los días anteriores a este he disfrutado de todo corazón y con toda el alma la apreciación mutua y la comprensión entre nosotros. Pero hoy eso ha sido reemplazado por una combinación de actuación y ansiedad, y mi mente ha comenzado a divagar. Debo concentrarme en la tarea que me espera y solo puedo pedir tu indulgencia. Comeré como nunca, para que tú y yo (nosotros) demostremos la naturaleza tan seria que implica comer carne. El primer pedazo de carne se deslizó con cierto arrepentimiento hacia mi estómago, donde se movió como pez en el agua. Adelante, diviértete allá abajo. Seguro que te sientes solo, pero eso no durará mucho: tus amigos te acompañarán pronto. El segundo pedazo sintió las mismas emociones hacia mí que yo hacia él, y siguió idéntico camino hacia mi estómago, donde se reunió con el primer pedazo. Entonces el tercer pedazo, el cuarto, el quinto…, formando una nítida fila, cantaron la misma canción, derramaron las mismas lágrimas, siguieron el mismo camino y terminaron en el mismo lugar. Fue un proceso dulce y angustioso a la vez que ilustre y lleno de gloria.

Estaba tan concentrado en mi relación íntima con la carne que perdí la noción del tiempo y del peso que caía en mi estómago. Pero cuando miré hacia abajo vi que solo quedaba un tercio de la carne de la palangana. Me sentía algo cansado para entonces y mi boca producía menos saliva. Así que ralenticé la marcha, levanté la cabeza y continué comiendo con cierta gracia mientras estudiaba la atmósfera alrededor, empezando, naturalmente, con mis vecinos más próximos, mis rivales. Era su participación la que convertía esa prolongada comida en una diversión, y por eso, tenía una deuda de gratitud con ellos. Si no me hubieran retado yo habría perdido la oportunidad de mostrar mi habilidad de comer carne frente a una mayor cantidad de público, y no se trata solo de habilidad sino también de un arte. El número de gente que come en el mundo es tan grande como el de las arenas del Ganges, pero solo una persona ha elevado esta actividad tan común a la categoría de arte, a algo bello, y ese soy yo, Xiaotong Luo. Si toda la carne del mundo que se ha, o que será comida, se amontonara, superaría la altura del Himalaya, pero solo la carne comida por Xiaotong Luo es capaz de asumir un papel crítico en esta representación artística. Pero me he excedido, debido a la imaginación tan viva de un muchacho engeridor de carne. Bueno: vuelta a la competición y echemos otro vistazo a los estilos de comer que tienen mis rivales. No es mi intención ahora desprestigiar a nadie. Yo siempre he estado a favor de llamar al pan pan y al vino vino, y así, os invito a juzgar a vosotros mismos. Primero, a mi izquierda, Shengli Liu. En algún momento el tipo, duro y fuerte, había tirado sus palillos y se las arreglaba con sus garras. Pinchó un pedazo de carne de su palangana como si estuviera trincando un gorrión que lucha por huir. Yo estaba seguro de que el pajarillo iba a escaparse si él aflojaba la mano, para terminar posándose sobre una rama del árbol más allá del muro, o alcanzar la distancia más alta en el cielo. Su mano estaba sucia de grasa, sus carrillos eran como pequeñas colinas. Pero ya está bien de hablar de él. Miremos ahora a su vecino, Xiaojiang Wan, la

Rata de agua. Había abandonado la brocheta a cambio de sus manos y era evidente que estaba intentando imitarme. Pero no se puede copiar a un genio, y cuando se trata de ingerir carne, yo lo era. Estaban perdiendo el tiempo. Mirad mis manos, por ejemplo: las yemas de tres de los dedos estaban apenas cubiertas de grasa, y nada más. Ahora mirad las manos de ellos: tenían tanta grasa que parecían unidas como las patas de los patos o las ranas. Hasta la frente de Wan estaba manchada de grasa, y no entiendo cómo eso le ayudaba a comer carne. No estarían enterrando sus caras dentro de la carne, ¿verdad? Pero lo que de veras me impresionó fueron los gruñidos y los ruidos que salían de sus gargantas. Eran insultos a la carne que comían. Que esta carne estaba condenada a sufrir, como bellas doncellas, era una realidad tan cruel como inexorable. Surgían lamentos desde la carne en las manos y bocas de esos brutos, mientras que las piezas que esperaban su turno para ser comidas se escabullían intentando esconderse en la palangana y ocultando sus cabezas como los avestruces. Yo solo podía quedarme sentado y tratar de ser compasivo. Las cosas hubieran sido diferentes si esas piezas hubieran terminado en mi paladar, pero no iba a ser así. Las cosas del mundo son inmutables. Yo, Xiaotong Luo, tenía un estómago que no podía agrandarse para acomodar toda la carne del mundo, de la misma manera que todas las mujeres del mundo no podrían terminar en los brazos del mejor amante del planeta. Me tuve que quedar ahí sentado sin remedio. Todas vosotras, piezas seleccionadas de carne en las palanganas de mis rivales, carecéis de opción. Tenéis que ir adonde os envíen. Para entonces, el ritmo de masticar y tragar de ambos hombres se había ralentizado considerablemente y las caras que antes estaban marcadas por una impaciencia salvaje ahora caían en una modorra tonta. Aún no habían dejado de comer, pero masticaban como a cámara lenta. Les dolían los carrillos, la saliva se había secado, las panzas se inflaban. Lo veía en sus miradas: se conformaban con llenarse la boca, solo para sentir cómo la carne se movía y chocaba dentro, como trozos de carbón golpeando contra una puerta en el estómago. Sabía que habían alcanzado ese punto en que el placer de comer es usurpado por una pura agonía. La carne se había vuelto tan asquerosa, tan detestable, que solo querían escupir la que tenían en la boca y regurgitar toda la que estaba en el estómago. Pero ello significaría la derrota. Una mirada dentro de sus palanganas revelaba que la carne que quedaba ahí había sido desprovista de su belleza y fragancia. La vergüenza y humillación la habían tornado fea. La hostilidad hacia su engeridor la había animado a emitir un olor putrefacto. Alrededor de medio kilo permanecía en cada palangana, pero en ninguno de los dos estómagos quedaba espacio para acomodarla. Al carecer de todo vínculo emotivo con sus engeridores, la carne ya ingerida había perdido su equilibrio mental y se encontraba presa de una agitación golpeando y mordiendo por dentro. El peor momento les había llegado a ambos hombres y era obvio que no les era posible ingerir lo que quedaba en sus palanganas. Mis dos competidores estaban a punto de quedar eliminados. Así las cosas, me giré hacia mi verdadero rival, Tiehan Feng, para ver cómo le iba.

Me giré justo a tiempo para verle lanzar un trozo de carne y morderlo. No había ningún cambio en su cutis cetrino cuando bajó la vista y su expresión impasible no delataba nada. Sus manos estaban limpias, dado que usaba la brocheta de metal. Sus carrillos estaban secos y la única grasa que pude ver estaba en sus labios. Comía a un ritmo fijo, sin pausa pero sin prisa, como si fuera un ejemplo de tranquilidad; parecía más un comensal disfrutando solo una cena en un restaurante que un competidor en un concurso público de comida. Me decepcioné, era evidente que me encontraba ante un opositor formidable. Los otros dos, con sus gestos exagerados, eran puro espectáculo sin sustancia. Tal como el apagarse de las llamas de un fuego de plumas de gallina. Por otro lado, una lenta, terca llama, como la de mi tercer rival, presentaba un verdadero reto. No parecía notar que yo lo miraba, retenía su compostura sin inmutarse. Así que yo lo estudié todavía con más atención. Agarró un nuevo trozo de carne, pero vaciló antes de volver a la palangana y cambiarlo por un pedazo más pequeño y atractivo. Al llevárselo a la boca, noté que su mano se detenía en el aire. Su cuerpo se inclinó hacia delante y oí cómo ahogaba un murmullo en lo más profundo de su garganta. Respiré con alivio ahora que había detectado el punto débil de mi enigmático rival. Al elegir un pedazo más pequeño de carne evidenciaba que su estómago estaba llegando a su límite, a la vez que su inclinación hacia delante le forzó a detener un eructo que hubiera arrastrado hacia arriba la carne ingerida. También quedaba como medio kilo de carne en su palangana, pero su capacidad era claramente superior a la de sus dos colegas a mi derecha. Además, poseía suficiente resolución y calma para mantenerse hasta el final. Todo el tiempo había esperado un contrincante a la altura para no desilusionar a nuestro público. Una competición desequilibrada en cuanto a los participantes hubiera restado valor y significado al concurso. Ahora sabía que mis temores eran infundados. Gracias a la obstinación de Tiehan Feng, una brillante victoria me era asegurada.

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